
Quiero terminar la historia de Julio, pero la historia de Julio no termina, ése es el problema.
(Alejandro Zambra, Bonsái)
¿Cómo acabar? ¿Cómo dar por concluido un libro? ¿Cómo adquirir el derecho a escribir al pie de alguna página la palabra FIN? Desde la primera frase que se planta al comenzar un manuscrito, la cuestión del desenlace proyecta su sombra sobre el conjunto de la obra en marcha determinando su forma, su crecimiento y su sentido. Cada autor procura responderla a su manera mientras se demora su llegada efectiva, ya postergándola hasta que resulte ineludible, ya contando desde el inicio con alguna respuesta aunque ésta luego se revele como falaz o provisoria. Ensayaremos aquí otra distinta en la medida en que será general y teórica en lugar de particular y aplicada a una obra en concreto; sin embargo, confiamos en que no habrá texto que no pueda comprobarla en la práctica.

Los dos modelos ya señalados suponen las dos actitudes extremas que puede asumir un escritor. Katherine Anne Porter decía que no empezaba a escribir sus relatos hasta que no sabía el final; de alguna manera, entonces, la meta era su punto de partida. Joyce en cambio empezó a escribir Ulises como un pequeño relato para Dublineses y ya sabemos, al contrario que él al emprender la tarea, lo que al cabo de los años le salió. Si pensamos en obras como Antagonía, de Luis Goytisolo, o El hombre sin atributos, de Musil, que a lo largo del tiempo de su realización fueron desbordando una y otra vez los límites que sus autores habían previsto, creciendo casi en forma concéntrica como los círculos en torno al guijarro cuya caída al agua da inicio a un movimiento que lo excede por muchos cuerpos, podemos concluir que el primer modelo se ajustaría más bien al cuento y el segundo a la novela. Sin embargo, no deja de ser curioso cómo la meta vuelve a ser el punto de partida en creaciones novelísticas como Finnegans Wake, de Joyce, donde la última frase se enlaza con la primera para recomenzar eternamente el ciclo, o En busca del tiempo perdido, de Proust, donde la obra termina en el punto en que su autor está listo para emprender su realización y es la misma que acabamos de leer. “En mi principio está mi fin”, escribió otro autor de esa época, no narrador sino poeta, T. S. Eliot, y si volvemos a pensarlo todo el tema parece colocarse de nuevo más allá de una mera cuestión de género literario o cantidad de páginas previstas.

El concepto de “punto de fuga” que expondremos a continuación se vincula con el de “línea de sentido” tratado en uno de los primeros artículos de este blog, titulado precisamente La línea de sentido. También allí se hablaba de Katherine Anne Porter, quien decía que una historia tiene “tema, significado y punto” (“A story has subject, meaning and point.”). Estos tres puntos definirían la línea de sentido, tan abstracta como concreta puede ser la que conforman planteo, nudo y desenlace, y no menos esencial que ésta ya que hace al sentido y a la razón de ser de toda historia expuesta. El punto de fuga, hacia el que se orienta la línea de sentido justamente, se relaciona con el punto final de un relato de igual modo que el tema, el significado y el punto se relacionan con el planteo, el nudo y el desenlace. Señala, si se quiere, el “sentido suspendido” de todo discurso por más que éste tenga también uno tan explícito como puede ser una moraleja.

Cuando un autor se pone en marcha hacia un punto final, aquel que daría por realizada su obra o al menos esa obra en particular, es movido por un hambre que parecería insaciable y quizás en el fondo lo sea. Musil, quien en la redacción de El hombre sin atributos cada vez menos quiso reafirmar la identidad del principio con el fin que, como hemos visto, hizo posible redondear tantas obras modernas y darlas por completas, manifestó este descontento a través de otra teoría: la del sentido de la probabilidad, nunca colmado por paso alguno de la potencia al acto ya que todo podría siempre ser de otro modo (Anders –que en alemán significa de otra manera– se llamaba en un principio Ulrich, el héroe de Musil), y el sentido de la realidad, según el cual las cosas son como son y hay que ajustarse a ellas. El repetido enfrentamiento entre el director y el productor en el viejo Hollywood ofrece un ejemplo claro, ilustrado por Nicholas Ray, quien resumía su diálogo con los productores en la siguiente pregunta suya dirigida a uno de éstos: “Joe: ¿quieres una película buena o la quieres para el martes?” Mientras hizo para el martes o a lo sumo para el miércoles la mejor película de que fue capaz, por más descontento que estuviera Ray estrenó una tras otra; cuando quemó las naves decidido a no hacer más compromisos, ya no logró terminar ninguna obra.

De manera que una vez más todo es cuestión, para el escritor o el artista al igual que para cualquiera, de aprender a morir, como suele decirse, o, con mayor exactitud, de aprender a ser mortal, a dejar, pues, las cosas en suspenso. Ése es el “sentido suspendido”. Pues todo texto, como toda obra o acto, está instalado en dos dimensiones: la de la finitud, correspondiente a la línea narrativa de lo que efectivamente se narra, dotado de planteo, nudo y desenlace, y así de punto final, y otra vinculada a lo infinito, correspondiente a lo que hemos llamado la línea de sentido, que no conduce a un punto final sino siempre más allá, hacia un naturalmente inalcanzable punto de fuga, situado sin embargo con precisión. Fue también Musil quien habló de “perspectivismo”.
De acuerdo con este modo de considerar los desenlaces, ninguna obra acabada realiza un ideal, sino que en cambio manifiesta la permanente constricción de las circunstancias. Sólo por ella el pensamiento y la imaginación adquieren una forma acabada y se avienen a una conclusión, aun si al sentido esbozado le espera un impredecible desarrollo en la mente de sus receptores. Para publicar o estrenar es necesario hacer un corte en la carne del texto y éste siempre viene de afuera. Las circunstancias y no las ideas son al fin las que determinan las formas de lo efectivamente escrito, ya se trate de Shakespeare o del más venal de los “negros” literarios. Pero un autor es capaz de servirse hasta de las más rígidas imposiciones para significar esas circunstancias y redirigirlas hacia el punto de fuga que establece: en este sentido, Racine es ejemplar. Otro ejemplo ya cómico es el de Murnau, que cediendo a la exigencia de un “final feliz” para El último (Der letzte Mann, 1924) logró dar a esta obra maestra un remate de una ironía devastadora. Por último, un ejercicio, y éste ya sin recurrir a obras maestras. La valija, viejo film protagonizado por Luis Sandrini, tenía dos finales: en las copias que se exhibían en los cines de capital, Sandrini se iba con la amante; en las salas de provincia, se quedaba con la esposa. Cuestiones de censura aparte, cabe preguntarse lo siguiente: ¿cuál de estos dos finales se ajustaba mejor al punto de fuga, es decir, a la línea de sentido propuesta por el desarrollo de la película? No siempre el sentido censurado es el más revelador.
