El estilo es el otro

birkin
¿Para quién escribes, para quién lees?

“El estilo es el hombre”, se ha dicho tantas veces. “El estilo es el hombre al que uno se dirige”, corrigió Lacan. El estilo literario puede ser juzgado también de esta manera: por aquellos que tarde o temprano se convertirán en los lectores de ese texto. Pero un público lector siempre es formado bajo presión, tanto si ésta es determinada por el afán de catequizar, educar o vender como si lo es, en el sentido inverso, por la fatal resistencia del hombre a ser guiado. Céline: “La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Fue Arturo el que me tiró de la lengua.” Y siguen las más de cuatrocientas páginas del Viaje al fin de la noche. Riobaldo, el yagunzo protagonista de Gran sertón. Veredas (Guimarães Rosa), se dirige en su torrencial monólogo (seiscientas páginas de novela) a otro que bien podría ser el propio autor, un hombre con estudios que sabe escuchar, como lo describe aquél que le habla. ¿Quién se está expresando aquí? ¿El autor o su creación? Y, más importante aún, ¿por quién esperan ser oídos? ¿Para qué? Un estilo a la medida del consumo es aquél en que son escritas todas las obras dirigidas a un público consumidor, cuya manera de leer –su estilo- es precisamente consumir. Todo el lenguaje mediático, recibido como información o como entretenimiento, convoca esta lectura y su normativa –claridad, concisión, como han de tenerlo las órdenes- tiene por objetivo conducir al consumo, a tal punto que no admite prácticamente ningún contenido que no concluya en señalar algún producto. De hecho, en ese circuito, lo que así no lo hiciere arriesga jamás recibir respuesta: sólo ruido entre emisor y receptor sería el mensaje con el que aquél a quién se dirige no sabría inmediatamente qué hacer. En este lenguaje, que ha terminado por tragarse incluso a la publicidad, pues al ser publicitarios todos los discursos ésta encuentra cada vez más difícil distinguirse, se escriben las novelas dirigidas por la industria editorial al público lector actual, su target. Cuando hace ficción, este lenguaje toma de la tradición literaria lo que sirve a sus usuarios y proscribe lo demás: todo aquello que pudiera corromper la eficacia narrativa, por ejemplo, o los mecanismos de identificación entre lectores y personajes. Nada que ponga en cuestión el propio producto que el consumidor tiene entre manos puede ser admitido en su intercambio –el consumidor se entrega a sí mismo a cambio del producto y no de su adquisición sino de su propia entrega depende la plenitud de su goce-, de modo que menos aún en la mercancía ofrecida. Y ahí tenemos otra vez al monomaníaco contemporáneo con su objeto, cuya rotundidad es la mejor garantía de la plenitud del goce aludido. ¿Pueden plantearse a semejante individuo, consumidor de ficciones como de tantas otras cosas, problemas que atenten contra la integridad de su propiedad, más cuando todo señala en ella su carácter efímero como fuente de satisfacción? Adiós a la crítica. Por lo menos, en la relación con este homo sapiens despojado de toda otra perspectiva que la del consumo. Pues el otro es el mismo cuando las dos caras enfrentadas lo son, desenmascaradas, de la misma moneda: producción y consumo, efectivamente. Si no hay apenas espacio, en un mundo dominado por la comunicación, para diálogos, debates o discusiones capaces de producir una diferencia cualitativa entre planteos y conclusiones, lo que sin embargo se impone reconocer es la adecuación de este lenguaje a tales resultados, propios de un espectáculo que por no verse a sí mismo se exhibe contemplándose: para nadie. No hay estilo sin otro, entonces, sino en cambio un único sentido que se muerde la cola sólo para evitar dar a nadie más de comer. A medida que crece se devora a sí mismo, pero también, a medida que se devora, crece. El estilo es un instrumento que se usa para cortar: por eso, la primera señal de su presencia es la interrupción en el discurso global que su aparición provoca. Silencio, incomprensión, voluntad de seguir adelante sin su concurso: ahí está el otro, ahí está el estilo.

jano

El proceso financiero

El proveedor de metáforas
El proveedor de metáforas

Para cualquier lector argentino, El proceso es el título de la famosa novela de Franz Kafka pero evoca, prácticamente al mismo tiempo que el libro, cuando no antes, el período de gobierno militar comprendido entre 1976 y 1983 llamado, con todas las letras, Proceso de Reorganización Nacional. Llamar “proceso” a la dictadura era un modo de prometer un futuro distinto a ella, la reapertura de un diálogo contrario a ese momento indefinidamente prolongado y literalmente lapidario, pero también una forma de legitimar, bajo ese término jurídico, una liquidación hasta las últimas existencias de una época y una situación. Ocurrió, bajo otros nombres, también en otros lugares del mundo. Pero esa expresión, la empleada por Kafka y por el gobierno militar aludido, es particularmente apta para caracterizar esa acción que, justificando su hacer transformador con el anuncio de un objetivo común a quienes la realizan y quienes la padecen, lo que hace es penetrarlo todo con su propia naturaleza, cuya reafirmación continua no aspira a ser modelo único tanto como a confundirse con la realidad a tal punto que no pueda ser erradicada, es decir, procesada y liquidada a su vez. “El río no quiere ir a ningún lado, sino sólo ser más ancho y más hondo”, dice Guimaraes Rosa en Gran Sertón: Veredas. Así, lo que suele haber detrás de la promesa de un futuro mejor y más grande para todos es esta alucinación de infinito en que el vencedor podría refugiarse: es la visión de Macbeth tentado por las brujas, tantas veces empleada como metáfora retrospectiva por los críticos de distintas tiranías al sobrevenir la democracia, y también la verdad en acción que muestra Kafka en su novela, sin embargo abierta a tal variedad de interpretaciones, tan a menudo abusivas, todas ellas discutibles, que el esquema de su alegoría puede ser empleado, como un ubicuo mapa, en terrenos de lo más distintos para llegar a conclusiones de lo más disímiles.

Ante la ley
Ante la ley

Orson Welles, por ejemplo, a pesar de la atmósfera de sueño mantenida en su película, realizó una versión política en la que, contra la teología kafkiana, la instancia suprema que condena a Josef K. podría ser derrocada, sospechosa de albergar antes un ídolo creación de humanos que una deidad inalcanzable para éstos. Kafkiano es un adjetivo que ha llegado a aplicarse, periodismo mediante, a cualquier situación que implique una demora inexplicable o malintencionada. El origen centroeuropeo de este autor que murió demasiado joven como para conocer las purgas nazis o la dictadura del proletariado, su proyección forzosa en esa sombría Praga atrapada entre los hielos del Bloque del Este, la burocracia característica de este régimen de interminables pasillos y postergaciones, todo eso lleva a asociar lo kafkiano con lo pesadillesco de un mundo contrario al que en los buenos y malos tiempos del enfrentamiento soviético-estadounidense se llamaba “libre”. Sin embargo, más allá de la suerte corrida por el protagonista de América en esa otra novela no casualmente inconclusa, es posible aplicar con provecho el modelo ofrecido por El proceso también a la realidad capitalista, muy especialmente en el aspecto financiero, que es, como todos saben, además de su razón de ser, su vacío corazón y su pujante sistema nervioso.

El eje del mundo virtual
El eje del mundo virtual

Se recordará el aparato jurídico vigente en la novela de Kafka: sí era posible, pero nunca nadie había logrado, ser declarado inocente. Sin embargo, mediante el recurso a los mejores abogados que uno fuera capaz de pagarse, la asistencia paciente no sólo a cada una de las audiencias a las que era convocado, más que serle concedidas, sino también a las de otros acusados o a audiencias públicas, la interposición de escritos e instancias que complicaran toda decisión acerca de un veredicto o sentencia, entre otras argucias legales, y sobre todo una renuncia definitiva a demostrar uno mismo su propia inocencia, como debería entender el obstinado Josef K., se podía llevar la carga de la acusación y del crimen que la hubiera provocado durante toda la vida hasta la muerte natural. Algo así como un crédito que nunca se ha de saldar, pero que puede ser mantenido por tiempo indefinido mediante el pago de cuotas accesibles para cualquier asalariado o empleado por cuenta propia dotado de ingenio, constancia o ambas cosas. Se desconoce, como el contenido de la acusación, el capital que se ha de reintegrar, la cantidad de las cuotas pendientes o la fecha estimada en que por fin se habrá acabado de pagarlas, aunque cada uno sabe fatalmente muy bien qué es lo que debe hacer para cubrir cada una, así como la fecha a la que cada mes o cada vez expira el plazo. De la culpa a la deuda, de la letra al número: pero, así como el Pecado Original es humanamente irredimible, también el Préstamo Heredado es imprescriptible y su liquidación siempre está delante de uno. Es el futuro, siempre en fuga como la línea del horizonte, ante el que no hay que desesperar, ya que él también depende de nosotros. Pues, así como era posible, aunque se niegue a hacerlo, para Josef K. obtener la indefinida postergación de su proceso siempre y cuando se aviniera a cumplir su papel en cada instancia del sistema jurídico que lo ha incorporado, intereses, vencimientos y penalizaciones son renegociados una y otra vez sobre el abismo abierto por la liberación del capital financiero de cualquier fundamento tangible, con lo que, aunque no hay dinero capaz de pagar la cuenta, siempre hay tiempo delante para extender el crédito. De esta manera, la historia continúa: cada vez menos sobre una base material, cada vez más colgada de una red de proyecciones virtual, toda la economía vive de la irrealidad de los intercambios, que libera al comercio de responder con un objeto por cada imagen que ofrece, mientras las negociaciones sobre materias primas y demás sustancias cuyo valor no depende del intercambio imaginario ni de la comunicación se desarrollan con una dureza que constantemente amenaza convertirse en la de la guerra. Ésta es la piedra en el centro de la nube donde se puede, por el momento, siempre fugaz, gracias al crédito, flotar, precariamente, pero aún a salvo, viviendo de los frutos de las ramas más delgadas. No hay para todos, pero sólo así puede haber para tantos. Por ahora. Pero este “ahora”, en el tiempo rectilíneo uniforme de nuestro mundo sin revoluciones ni mesías, puede durar indefinidamente, mientras se extiende el crédito a manera de forma laica de la fe. Si un mesías se presentara a levantar todas las deudas, como el anterior a lavar el pecado del mundo, podemos imaginar lo que los acreedores vigentes, empeñados en que la rueda gire, harían con él. Incluso cuando, desde su punto de vista, lo esencial no es la crucifixión sino la negación.

bombin

Cuestiones de estilo 1

«Lo que mucho le agradezco es la fineza de su escucha.» (João Guimarães Rosa, Gran Sertón. Veredas)

El estilo es el otro
“El estilo es el hombre”, se ha dicho tantas veces. “El estilo es el hombre al que uno se dirige”, corrigió Lacan. El estilo literario puede ser juzgado también de esta manera: por aquellos que tarde o temprano se convertirán en los lectores de ese texto. Pero un público lector siempre es formado bajo presión, tanto si ésta es determinada por el afán de catequizar, educar o vender como si lo es, en el sentido inverso, por la fatal resistencia del hombre a ser guiado. Céline: “La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Fue Arturo el que me tiró de la lengua.” Y siguen las más de cuatrocientas páginas del Viaje al fin de la noche. Riobaldo, el yagunzo protagonista de Gran sertón. Veredas (Guimarães Rosa), se dirige en su torrencial monólogo (seiscientas páginas de novela) a otro que bien podría ser el propio autor, un hombre con estudios que sabe escuchar, como lo describe aquél que le habla. ¿Quién se está expresando aquí? ¿El autor o su creación? Y, más importante aún, ¿por quién esperan ser oídos? ¿Para qué? Un estilo a la medida del consumo es aquél en que son escritas todas las obras dirigidas a un público consumidor, cuya manera de leer –su estilo- es precisamente consumir. Todo el lenguaje mediático, recibido como información o como entretenimiento, convoca esta lectura y su normativa –claridad, concisión, como han de tenerlo las órdenes- tiene por objetivo conducir al consumo, a tal punto que no admite prácticamente ningún contenido que no concluya en señalar algún producto. De hecho, en ese circuito, lo que así no lo hiciera arriesga jamás recibir respuesta: sólo ruido entre emisor y receptor sería el mensaje con el que aquél a quién se dirige no sabría inmediatamente qué hacer. En este lenguaje, que ha terminado por tragarse incluso a la publicidad, pues al ser publicitarios todos los discursos ésta encuentra cada vez más difícil distinguirse, se escriben las novelas dirigidas por la industria editorial al público lector actual, su target. Cuando hace ficción, este lenguaje toma de la tradición literaria lo que sirve a sus usuarios y proscribe lo demás: todo aquello que pudiera corromper la eficacia narrativa, por ejemplo, o los mecanismos de identificación entre lectores y personajes. Nada que ponga en cuestión el propio producto que el consumidor tiene entre manos puede ser admitido en su intercambio –el consumidor se entrega a sí mismo a cambio del producto y no de su adquisición sino de su propia entrega depende la plenitud de su goce-, de modo que menos aún en la mercancía ofrecida. Y ahí tenemos otra vez al monomaníaco contemporáneo con su objeto, cuya rotundidad es la mejor garantía de la plenitud del goce aludido. ¿Pueden plantearse a semejante individuo, consumidor de ficciones como de tantas otras cosas, problemas que atenten contra la integridad de su propiedad, más cuando todo señala en ella su carácter efímero como fuente de satisfacción? Adiós a la crítica. Por lo menos, en la relación con este homo sapiens despojado de toda otra perspectiva que la del consumo. Pues el otro es el mismo cuando las dos caras enfrentadas lo son, desenmascaradas, de la misma moneda: producción y consumo, efectivamente. Si no hay apenas espacio, en un mundo dominado por la comunicación, para diálogos, debates o discusiones capaces de producir una diferencia cualitativa entre planteos y conclusiones, lo que sin embargo se impone reconocer es la adecuación de este lenguaje a tales resultados, propios de un espectáculo que por no verse a sí mismo se exhibe contemplándose: para nadie. No hay estilo sin otro, entonces, sino en cambio un único sentido que se muerde la cola sólo para evitar dar a nadie más de comer. A medida que crece se devora a sí mismo, pero también, a medida que se devora, crece. El estilo es un instrumento que se usa para cortar: por eso, la primera señal de su presencia es la interrupción en el discurso global que su aparición provoca. Silencio, incomprensión, voluntad de seguir adelante sin su concurso: ahí está el otro, ahí está el estilo.

moneda1