Economía de Joyce

Joyce & Cía.

Los hermanos Marx, unos diez años más jóvenes que Joyce, eran cinco de los que actuaban cuatro y luego sólo tres. Por eso es difícil decidir si llamar a su colaboradora más asidua, Mrs. Margaret Dumont, cuarto, quinto o incluso sexto hermano Marx. Su papel era siempre el mismo: la viuda millonaria con tanto dinero como tiempo libre cuyo encaprichamiento con Groucho conduciría a éste a la presidencia de Freedonia, la dirección de un sanatorio consagrado a la cura de una única paciente tan sana como un roble o la organización de muy poco ortodoxos eventos sociales a partir de la subversión de las recetas favoritas de la crema de la sociedad. Todo eso está en las películas, que dejan seguir muy bien la evolución de las relaciones entre la heredera de una fortuna y su afortunado seductor a través de los años: el encanto de sus escenas conjuntas en Una tarde en el circo, una obra injustamente minusvalorada en relación con las mucho más célebres Una noche en la ópera y Un día en las carreras, debe mucho a la larga experiencia de tablas en común en que se basa el perfecto entendimiento incluso físico entre ambos comediantes, así como a lo afortunadamente repetido del reconocimiento de su público. Para quien sabe que el dúo, a pesar de sus esfuerzos en Tienda de locos, no volverá a rayar tan alto, el reencuentro es aún más conmovedor y el fantasma nostálgico que puede proyectar sobre la película todavía más fuerte.

Joyce tenía un tipo bastante parecido a Groucho: no caminaba agazapado sino erguido, no fumaba puro, pero era también delgado, con gafas, bigote y una lengua pronta a mostrar su ingenio. Y su cara no era mucho menos dura: basta leer su correspondencia o su biografía por Richard Ellman para comprobar su facilidad para pedir prestado, su negligencia para devolver, sus costumbres de manirroto y la singularidad de las exigencias que planteaba a amigos, parientes, agentes, editores y lectores. En lo económico, como se sabe –Bernard Shaw se escandalizó al conocer el precio de venta del ejemplar de Ulises-, pero también en lo literario, lo que nadie que haya velado con Finnegan ignora, así como en lo personal, que atestiguan momentos a veces tan deliciosos como ése en que Jim, confrontado durante una riña de taberna a un rival que lo doblaba en tamaño, peso y musculatura, se vuelve hacia un compañero de juerga que practicaba box diciéndole: “Es suyo, Hemingway.” Hay mucha picaresca típicamente irlandesa, aunque esta escena es parisina, en Ulises y las otras obras de Joyce. Costumbres heredadas de su padre, el viejo John Joyce, o con las que por lo menos estaba tan familiarizado como con las mudanzas forzosas. Sablazos a diestra y siniestra por las calles de Dublín, circulación acelerada del circulante debido a la urgencia de esas pequeñas cantidades, liquidez tan extrema al margen del Imperio como la de la lengua inglesa en sus manos cuando estaban a la obra. En Joyce, con el correr de los años y la evidencia creciente de lo imposible de colmar por obra alguna en cuanto a las aspiraciones juveniles manifiestas en la figura de Stephen Dedalus, se va afianzando el autor cómico: de hecho, lo primero que se entiende en Finnegans Wake, si el lector es capaz de bailar con su música, son los chistes. “Juro por mi honor de caballero que no hay una sola línea en serio en mi libro.” Esto dijo Joyce de su Ulises. En un sentido, es una verdad que irá aún más lejos con su novela siguiente. Pero es también una paradoja, con todo el lado cómico implícito en el particular doble sentido de las paradojas, ya que los años de éxito de Joyce no fueron fáciles sino tal vez, entre su propia ceguera y la locura de su hija Lucía, que crecían a la par, y su juventud cada vez más lejana (High hearted youth comes not again, cantaba uno de los viejos poemas publicados durante esos años) a medida que la segunda guerra se acercaba y Zurich empezaba a perfilarse, en lugar de como refugio de paso, como destino definitivo, los más difíciles de su existencia. Todas sus experiencias de ese tiempo, como las de su juventud en Stephen Hero mientras la vivía y a la vez la transcribía en su libro, podían entrar y de hecho lo hacían en Finnegans Wake, a diferencia de lo que imponían el destilado y la perspectiva necesarias para componer Dublineses o el Retrato; incluso el rechazo y la incomprensión de muchos de los defensores de Ulises, como Ezra Pound, encuentran su lugar en la novela inmediatamente. Los diecisiete años que le tomó terminarla fueron arduos, pero el libro termina, o se interrumpe, en una nota muy alta: desde allí, como es bien sabido, recomienza. Para quien, tomándole la palabra al maestro, “dedique su vida entera a leer sus libros”, es deseable y de esperar que este círculo corresponda a un espiral, el que Joyce tomó a Giambattista Vico como modelo de la figura del tiempo, y que este espiral sea ascendente, como el desenlace de la obra, donde la voz de la hija se dirige al oído del padre (I go back to you, my cold mad father, my cold mad feary father) elevándose por sobre la corriente –la cabellera materna, a su vez la corriente del río Liffey, que da a la madre su nombre, Anna Livia Plurabelle- que en la realidad la ha arrastrado, para volver a sumergirse en ella y remontar otra vez sus aguas past eve’s and adam’s, el punto de partida. Podría ser infernal, si el espiral no corrigiera el círculo y señalara así la dimensión vertical que permite multiplicar los sucesivos y simultáneos niveles de lectura; como en cambio lo hace, a pesar del tono agónico, este fin de una lectura que casi nadie ha logrado atravesar es luminoso.

El valor de un dólar

Sin embargo, aunque Joyce, como su vida lo muestra, tuvo suerte, pues el azar respondió con más de un encuentro a la fe que él mismo depositó en sus posibilidades de “vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida” (Retrato del artista adolescente), esta suerte no alcanzó a su hija, cuyo triste descenso en la locura echa una dolorosa sombra sobre la luz que atraviesa la red del lenguaje a partir de la fisura abierta por Joyce en el inglés. No todos, tal vez, ni siquiera la heredera dilecta y más próxima de ese lenguaje, tienen con qué pagar el precio de la libertad que éste concede; no todos, a partir de la descomposición de la palabra reglada por el idioma en letras que lo desbordan, pueden moverse con acierto en la recomposición inestable que resulta. Quizás nadie. Basta con ver –con leer- los resultados obtenidos por los pocos escritores que intentaron a conciencia la continuación del proyecto: tuvieron que, como Samuel Beckett, Eugene Jolas o Julián Ríos, dar marcha atrás desde ese camino anudado consigo mismo y encontrar otro, conservando a lo sumo el ejemplo, “la moral del artista”, como Beckett decía, en lugar de técnicas y procedimientos cuyo poder de revelación descansaba al fin menos en ellas que en aquello a lo que se aplicaran. Incluso Joyce planeaba escribir algo “muy simple” después de Finnegans Wake. La muerte no lo dejó, aunque la pregunta es si habría podido. Ya que a lo largo del desarrollo de su capacidad artística lo que va cediendo es la voluntad, a tal punto que la complejidad va en aumento a medida que fallan los principios organizadores de la cultura sobre la realidad y van siendo sustituidos por una percepción directa de los fenómenos, a organizar entonces según una redistribución no jerárquica de los materiales. Este proceso puede seguirse desde la irrupción de las famosas epifanías y el fracaso de los educadores de Stephen Dedalus en la transmisión de la doctrina cristiana hasta el continuo tropezar, a lo largo de la larga jornada de Ulises, de los propósitos, declaraciones e intenciones de la lengua con sus ecos y resonancias accidentales y el posterior cosmos caótico de Finnegans Wake. Si hay un principio rector de todo esto, no es aquél según el cual nos ponemos de acuerdo.

Sin un principio como éste, por ejemplo aquél que orienta el sentido de toda comunicación dentro de un canal abierto entre un emisor y un receptor, que es también según el cual suele entenderse el contacto entre autor y lector, surge la necesidad de otro modelo. Una vez rota la creencia en la verdad cifrada dentro del mito, una vez visto que el rey está desnudo, que nada ya cubre el vacío entre significante y significado, no sólo es posible sino también hace falta otro modo de representar. Desde su interés juvenil en Ibsen, Joyce defendió siempre esta búsqueda de una nueva relación con la verdad. Pero allí donde, o cuando, todo es convención, sólo cabe simular. Y así ocurre en el caso de Ulises en su relación con la Odisea, sobre la que está construido: no es el sentido ni el significado lo que aporta el mito, interpretado ya por Homero en su momento, sino el encadenamiento de episodios a partir del cual es posible una estructura para un material que no es posible contener dentro de ninguna estructura de sentido. La estructura, por eso, es prestada, pero se la toma vacía; ya que incluso la interpretación irónica de lo que ocurre en la novela de Joyce en relación con cada ejemplo tomado de su modelo es muy pobre en comparación con el estímulo que ofrecen tanto lo que la lengua de Joyce pone en escena como las distintas técnicas empleadas y la novedad de prácticamente exhibirlas en lugar de disimularlas a la educada manera clásica. “Tal vez sistematicé demasiado Ulises”, dijo Joyce alguna vez, lamentando la excesiva notoriedad que la clave de interpretación homérica había adquirido y la falsa pista, demasiado fácil y en última instancia estéril, en la que ponía a sus lectores más hambrientos de un sentido preestablecido que les sirviera de guía de lectura. También explicó el modo en que esos lazos con el mito griego le habían servido de “puente para hacer pasar a sus soldados”, de manera que, una vez cruzado el río, no habría por qué conservarlo. En su siguiente novela se ocupó de volar personalmente lo que tantos de sus críticos, estudiosos y lectores se empeñaban en preservar: esa pista referencial tan recorrida que le había dado un suelo, pero que en absoluto funcionaba como indicio mayor ni como hilo de Ariadna respecto al significado, ni tampoco señalaba el camino abierto por el texto.

El día y la noche

No había otro, al parecer, para seguir dejando pasar incluso todavía más de lo que tanta organización social y cultural reprimía. Eso mismo que en la prosa de Joyce transforma al inglés por dentro, volviéndolo incomprensible para quien no está al tanto de qué es lo que ha operado la transformación, como un emerger, en el interior de la lengua de Su Majestad, del hablar de todas las culturas sojuzgadas o vencidas por el imperio británico (recordemos lo que Joyce dijo del multirracial imperio Austrohúngaro donde vivió varios años y nacieron sus hijos: “ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”), a partir de lo cual sí es posible deducir alguna intención por parte del autor, erigido así en responsable al gusto de cualquiera dispuesto a exigir garantías de sentido a un texto. Joyce también se refirió a “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen” –patria, familia, religión, etc.- y a la historia como una pesadilla de la que esperaba despertar. Tanto conceptos aglutinadores y unívocos como relatos progresivos y lineales son disueltos por el tratamiento joyceano de la palabra y de los hechos, que no permite a nada sostener la abusiva seriedad, o literalidad, en que se basa la jerarquía por la que unos términos imponen a otros su significado. De ahí, también, la oscuridad y el caos infinitos para quien aspire a reducirlos a un sentido clarificador: el mito es evidentemente desbordado por el lenguaje, compuesto por tal cantidad de detalles y variaciones que complican todo sentido, tanto como la batalla vivida por la tropa puede hacerlo con el gesto épico del héroe, al contrario del teatro oriental, donde el actor que representa al general también representa a todo el ejército. Hay por parte de Joyce desde el principio una intención moral en la disolución de lo ejemplar, pero además de que va descubriendo su profundidad poco a poco ocurre que la moraleja, al volverse cómica la épica por su paso del mito, aristocrático, al realismo, plebeyo, aparece más bien como “punchline”, incluso sobrentendida y, de esta manera, tácita. La risa, en este tablero siempre creciente y más complejo a medida que suma piezas, también hay que saber buscársela, y, si no, aprender a hacerlo, como un joven cualquiera en la calle cuando sale al mundo.  

Despilfarro, exuberancia, bajo el signo de Urano: como el padre de Zeus y de Cronos, castrado por éste a pedido de su ya repleta madre Gea, es decir, el Cielo castrado a pedido de la Tierra por el Tiempo, de cuyo sexo amputado y caído al mar nació Afrodita, Venus, causa ilógica del deseo que enloquece a los hombres, Joyce, al corregir, contra la práctica más habitualmente elogiada en la sociedad literaria de quitar, cortar, eliminar, borrar, destilar ya sea en busca de pureza o de eficacia, siempre agregaba, para desesperación de sus editoras e impresores. La abundancia intolerable, que después de fluir por encima de los diques de los profesionales amenaza con ahogar al lector página a página, exigiéndole nivel de campeón para surcar estas aguas, es lo opuesto de lo entendido normalmente como economía narrativa, de la que Joyce ya había dado su muestra cabal con Dublineses. La normativa editorial, que en general favorece, y debe hacerlo, la claridad y la eficacia llegando casi a erigirlas en valores supremos, equivale ante esto a un código previo a la lectura establecido por y para escritor y lector, cuyo cumplimiento es tarea del editor vigilar. Este código, que Joyce relativiza hasta hacerle perder su función de amarra a fuerza de rodearlo de modos alternativos de representación por la palabra, es un pacto a la vez social y cultural. Un modo de racionalizar la producción y asegurarle un mercado, frente al cual aparece con toda claridad la escritura de Joyce como apuesta, o sea, como invocación del azar y en él de la Providencia, del Cielo. Pero no como dócil plegaria, sino como número cómico, en el que hasta las más organizadas previsiones de la tierra –Previsión contra Providencia- fracasan estrepitosamente. Son estas dos categorías las que representan, entre otras, los hijos gemelos de Earwicker en Finnegans Wake, Shaun y Shem, protagonistas de la fábula de la hormiga y la cigarra recreada en sus personas como The Ondt and the Gracehoper, donde vuelven a enfrentarse, como a lo largo de todo el libro, en nombre de valores opuestos o, más bien, de fuerzas contrarias, ya que el despliegue de unas, después de todo, estimula el de las otras. No hay modo de acabar, es decir, de vencer, ya que lo propio de la comedia es que todo salga al revés y favorezca lo contrario de lo propuesto, para bien o para mal. Así gira el mundo, dramáticamente, frustrando fatalidades y esperanzas con la repetición del mismo movimiento irregular y continuo, incontenible, que desbarata cada vez el orden aunque éste siempre renazca de sus cenizas. Pero son la amenaza y la irrupción del desorden en lo serio lo cómico, que en esto sí no tiene reverso, como el exceso desborda la medida por más rigurosa que ésta sea y el que hace saltar la banca es el punto aunque aquella sea implacable. No importa cuán fino sea el efecto calculado, la gracia cae siempre del cielo y no se construye. Ni ella misma construye, pues todo lo da entero y de golpe. Como el pleno en el casino, responde a un pálpito pero no a una cita. La organización tolera sus veredictos porque se trata siempre de excepciones que, además de confirmar la regla como es debido, mantienen la ruleta girando en la ilusión general de resultar elegido. Pero precisamente sólo puede tolerar, a la espera de la restauración del orden mientras la Providencia da su escándalo. Pues en el caos sobreviene la epifanía, irreductible a cualquier marco acordado. La luz de un rayo, que desenmascara pero no se prolonga; de hecho, una vez que ha caído, lo que toca al iluminado es retirarse y cobrar su apuesta. O viceversa. La de Joyce es una inversión a largo plazo, pero la ruina de los presupuestos socioculturales debida al despilfarro en la expresión es inmediata. De ahí la risa y los quebraderos de cabeza, que no se hacen esperar y encima se multiplican, como las resonancias del eco dentro de una caverna que no se sabe dónde termina.

La cigarra en verano

También por esto los hermanos Marx gustaban tanto a los surrealistas, que sin embargo, a pesar de su coincidencia con Joyce en París y en la época, no se trataron con él ni lo buscaron. Con la notable excepción de Philippe Soupault, uno de los tres fundadores del movimiento junto con Breton y Aragon, pero ya expulsado de él cuando se acercó al autor de Ulises, con quien colaboró mano a mano en la traducción al francés del célebre fragmento Anna Livia Plurabelle, que cierra la primera parte de la entonces aún inédita Finnegans Wake. Tanto los textos de Joyce como las interpretaciones de los Marx desbordan las formas que procuran contenerlas hasta reventarlas y llevarlas más allá de sus límites. Así como una palabra es subvertida desde su interior por las letras que Joyce desliza dentro de ella hasta volverla casi irreconocible pero convocar, a cambio, sentidos imprevistos, los hermanos Marx eran la pesadilla de los directores que procuran controlar lo que ocurre ante su cámara y en general debían ceñirse a seguirlos en su desatada acción tratando de que por lo menos no se les fueran de cuadro. ¿Marcas? Para saltárselas. Todo lo presupuestado cae bajo amenaza de bancarrota en este escenario, a menos que aparezca el inversor providencial, el “caballo blanco” repetidamente invocado en El hotel de los líos, como siempre a último momento para rescatar la empresa tambaleante. Y Joyce, al fin y al cabo, era financiado por mismo tipo humano que ponía el dinero en las comedias de Groucho, Chico y Harpo: una heredera cuyo capital personal, por el que no ha trabajado, hace posible, tal vez necesaria para ella, cualquier extravagancia. Puede permitírselo. Como Margaret Dumont en Sopa de ganso: “Lo que este país necesita”, dice del futuro estadista al que apoyará con sus millones, “es un progresista intrépido, un hombre como Rufus T. Firefly”. O como, si damos en cambio la palabra, y se habla de literatura, a Harriet Shaw Weaver o a Sylvia Beach, James Augustine Aloysius Joyce.

¿Habría podido apoyarse la empresa de Joyce en la industria editorial de su época o, todavía menos aún, a pesar de la suspensión de la censura, en la de la nuestra? Resulta difícil pensarlo. Nada en él apunta a la rentabilidad. Su riqueza no se deja capitalizar, por lo menos de inmediato o de antemano. Joyce era tan pródigo con el dinero como con su escritura, a la que dedicaba toda su energía mientras iba dejando a su paso grandes propinas como tributo a los dioses que lo protegían, procurando ganarse a la suerte con su confianza en la providencia. Sus libros no daban dinero ni cabía esperarlo de ellos: cada uno le tomó varios años escribirlo, con lo que no produjo muchos, y además eran muy difíciles y encima estaban prohibidos. Para ninguna editorial o agente literario resultaría muy rentable un autor así. Por lo menos no a tan corto plazo como el tiempo de una vida. Pero un millonario excéntrico puede permitirse el capricho y así los lectores de todo el mundo recibir lo que un sistema eficiente les habría negado: el legado de Joyce.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Economía de Joyce

Margaret Dumont
Gente de mundo

Los hermanos Marx, unos diez años más jóvenes que Joyce, eran cinco de los que actuaban cuatro y luego sólo tres. Por eso es difícil decidir si llamar a su colaboradora más asidua, Margaret Dumont, cuarto, quinto o hasta sexto hermano Marx. Su papel era siempre el mismo: la viuda millonaria con tanto tiempo libre como dinero cuyo encaprichamiento con Groucho conduciría a éste a la presidencia de Freedonia, la dirección de un sanatorio o la organización de muy poco ortodoxos eventos sociales a partir de la subversión de las recetas favoritas de la crema de la sociedad. Todo eso está en las películas, que dejan seguir muy bien la evolución de las relaciones entre la heredera de una fortuna y su afortunado seductor: el encanto de sus escenas conjuntas en Una tarde en el circo, injustamente minusvalorada en relación a sus antecesoras y mucho más célebres Una noche en la ópera y Un día en las carreras, debe mucho al poso de experiencia de tablas en común en que se basa el perfecto entendimiento incluso físico entre ambos comediantes, así como a lo repetido del reconocimiento de su público. Para quien sabe que el dúo, a pesar de sus esfuerzos en Tienda de locos, no volverá a rayar a esta altura, el reencuentro es aún más conmovedor y el fantasma nostálgico que puede proyectar sobre la película todavía más fuerte.

Joyce guitarrista
El reposo del artista

Joyce tenía un tipo bastante parecido a Groucho: no caminaba agazapado sino erguido, no fumaba puro, pero era también delgado, con gafas, bigote y una lengua pronta a mostrar su ingenio. Y su cara no era mucho menos dura: basta leer su correspondencia o su biografía por Richard Ellman para comprobar su facilidad para pedir prestado, su negligencia para devolver, sus costumbres de manirroto y la singularidad de las exigencias que planteaba a amigos, parientes, agentes, editores y lectores. En lo económico, como se sabe –Bernard Shaw se escandalizó al conocer el precio de venta del ejemplar de Ulises-, pero también en lo literario, lo que nadie que haya velado con Finnegan ignora, así como en lo personal, que atestiguan momentos a veces tan deliciosos como ése en que Jim, confrontado durante una riña de taberna a un rival que lo doblaba en tamaño, peso y musculatura, se vuelve hacia un compañero de juerga que practicaba box diciéndole: “Es suyo, Hemingway.” Hay mucha picaresca típicamente irlandesa, aunque esta escena es parisina, en Ulises y las otras obras de Joyce. Costumbres heredadas de su padre, el viejo John Joyce, o con las que por lo menos estaba tan familiarizado como con las mudanzas forzosas. Sablazos a diestra y siniestra por las calles de Dublín, circulación acelerada del circulante debido a la urgencia de esas pequeñas cantidades, liquidez tan extrema al margen del Imperio como la de la lengua inglesa en sus manos cuando estaban a la obra. En Joyce, con el correr de los años y la evidencia creciente de lo imposible de colmar por obra alguna en cuanto a las aspiraciones juveniles manifiestas en la figura de Stephen Dedalus, se va afianzando el autor cómico: de hecho, lo primero que se entiende en Finnegans Wake, si el lector es capaz de bailar con su música, son los chistes. “Juro por mi honor de caballero que no hay una sola línea en serio en mi libro.” Esto dijo Joyce de su Ulises. En un sentido, es una verdad que irá aún más lejos con su novela siguiente. Pero es también una paradoja, con todo el lado cómico implícito en el particular doble sentido de las paradojas, ya que los años de éxito de Joyce no fueron fáciles sino tal vez, entre su propia ceguera y la locura de su hija Lucía, que crecían a la par, y su juventud cada vez más lejana (High hearted youth comes not again, cantaba uno de los viejos poemas publicados durante esos años) a medida que la segunda guerra se acercaba y Zurich empezaba a perfilarse, en lugar de como refugio de paso, como destino definitivo, los más difíciles de su existencia. Todas sus experiencias de ese tiempo, como las de su juventud en Stephen Hero mientras la vivía y a la vez la transcribía en su libro, podían entrar y de hecho lo hacían en Finnegans Wake, a diferencia de lo que imponían el destilado y la perspectiva necesarias para componer Dubliners o el Retrato; incluso el rechazo y la incomprensión de muchos de los defensores de Ulises, como Ezra Pound, encuentran su lugar en la novela inmediatamente. Los diecisiete años que le tomó terminarla fueron arduos, pero el libro termina, o se interrumpe, en una nota muy alta: desde allí, como es bien sabido, recomienza. Para quien, tomándole la palabra al maestro, “dedique su vida entera a leer sus libros”, es deseable y de esperar que este círculo corresponda a un espiral, el que Joyce tomó a Giambattista Vico como modelo de la figura del tiempo, y que este espiral sea ascendente, como el desenlace de la obra, donde la voz de la hija se dirige al oído del padre (I go back to you, my cold mad father, my cold mad feary father), elevándose por sobre la corriente –la cabellera materna, a su vez la corriente del río Liffey, que da a la madre su nombre, Anna Livia Plurabelle-, que en la realidad la ha arrastrado, para volver a sumergirse en ella y remontar otra vez sus aguas past eve’s and adam’s. Podría ser infernal, si el espiral no corrigiera el círculo; como en cambio lo hace, a pesar del tono agónico, este fin de una lectura que casi nadie ha logrado atravesar es luminoso.

joyce
Retrato del artista expatriado

Sin embargo, aunque Joyce, como su vida lo muestra, tuvo suerte, pues el azar respondió con más de un encuentro a la fe que depositó en sus posibilidades de “vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida” (Retrato del artista adolescente), esta suerte no alcanzó a su hija, cuyo triste descenso en la locura echa una dolorosa sombra sobre la luz que atraviesa la red del lenguaje a partir de la fisura abierta por Joyce en el inglés. No todos, tal vez, ni siquiera la heredera dilecta y más próxima de ese lenguaje, tienen con qué pagar el precio de la libertad que concede; no todos, a partir de la descomposición de la palabra reglada por el idioma en letras que lo desbordan, pueden moverse con acierto en la recomposición inestable que resulta. Quizás nadie. Basta con ver –con leer- los resultados obtenidos por los pocos escritores que intentaron a conciencia la continuación del proyecto: debieron, como Beckett, Eugene Jolas o Julián Ríos, dar marcha atrás desde ese camino anudado consigo mismo y encontrar otro, conservando a lo sumo el ejemplo, “la moral del artista”, como decía Beckett, en lugar de técnicas y procedimientos cuyo poder de revelación descansaba al fin menos en ellas que en aquello a lo que se aplicaran. Incluso Joyce planeaba escribir algo “muy simple” después de Finnegans Wake. La muerte no lo dejó, aunque la pregunta es si habría podido. Ya que en el desarrollo de su capacidad artística lo que va cediendo es la voluntad, a tal punto que la complejidad va en aumento a medida que fallan los principios organizadores de la cultura sobre la realidad y van siendo sustituidos por una percepción directa de los fenómenos, a organizar según una redistribución no jerárquica de los materiales. Este proceso puede seguirse desde la irrupción de las famosas epifanías y el fracaso de los educadores de Stephen Dedalus en la transmisión de la doctrina cristiana hasta el continuo tropezar, a lo largo de la larga jornada de Ulises, de los propósitos, declaraciones e intenciones de la lengua con sus ecos y resonancias accidentales y el posterior cosmos caótico de Finnegans Wake. Si hay un principio rector de todo esto, no es aquél según el cual nos ponemos de acuerdo.

ulises
La Biblia del siglo XX

Sin un principio como éste, por ejemplo aquél que orienta el sentido de toda comunicación dentro de un canal abierto entre un emisor y un receptor, que es también según el cual suele entenderse el contacto entre autor y lector, surge la necesidad de otro modelo. Una vez rota la creencia en la verdad cifrada dentro del mito, una vez visto que el rey está desnudo, que nada ya cubre el vacío entre significante y significado, no sólo es posible sino también hace falta otro modo de representar. Desde su interés juvenil en Ibsen, Joyce defendió siempre esta búsqueda de una nueva relación con la verdad. Pero donde, o cuando, todo es convención, sólo cabe simular. Y así ocurre con Ulises en relación a la Odisea sobre la que está construido: no es el sentido ni el significado lo que aporta el mito, interpretado ya por Homero en su momento, sino el encadenamiento de episodios a partir del cual es posible una estructura para un material que no es posible contener dentro de ninguna estructura de sentido. La estructura, por eso, es prestada, pero se la toma vacía; ya que incluso la interpretación irónica de lo que ocurre en la novela de Joyce en relación con cada ejemplo tomado de su modelo es muy pobre en comparación con el estímulo que ofrecen tanto lo que la lengua de Joyce pone en escena como las distintas técnicas empleadas y la novedad de prácticamente exhibirlas en lugar de disimularlas a la educada manera clásica. “Tal vez sistematicé demasiado Ulises”, dijo Joyce alguna vez, lamentando la excesiva notoriedad que la clave de interpretación homérica había adquirido y la falsa pista, demasiado fácil y en última instancia huera, en la que ponía a sus lectores más hambrientos de un sentido preestablecido que les sirviera de guía de lectura. También explicó el modo en que esos lazos con el mito griego le habían servido de “puente para hacer pasar a sus soldados” y que una vez logrado esto no había por qué conservarlos. En su siguiente novela se ocupó de volarlos personalmente.

joyce
Sopa de letras

No había otro camino para seguir dejando pasar lo que tanta organización social y cultural reprimía. Eso mismo que en la prosa de Joyce transforma al inglés por dentro, volviéndolo incomprensible para quien no está al tanto de qué es lo que lo ha transformado, como un emerger en el interior de la lengua de Su Majestad del hablar de todas las culturas sojuzgadas o vencidas por el imperio británico (recordemos lo que Joyce dijo del multiracial imperio Austrohúngaro donde vivió varios años y nacieron sus hijos: “ojalá hubiera más imperios decadentes como ése”), a partir de lo cual sí es posible deducir alguna intención por parte del autor, erigido así en responsable al gusto de los dispuestos a exigir garantías de sentido a un texto. Joyce también se refirió en algún escrito a “esas grandes palabras que tanto daño nos hacen” –patria, familia, religión, etc.- y a la historia como una pesadilla de la que esperaba despertar. Tanto conceptos aglutinadores como relatos progresivos y lineales son disueltos por el tratamiento joyceano de la palabra y de los hechos, que no permite a nada sostener la abusiva seriedad, o literalidad, en que se basa la jerarquía por la que unos términos imponen a otros su significado. De ahí, también, la oscuridad y el caos infinitos para quien aspire a reducirlos a un sentido: el mito es evidentemente desbordado por el lenguaje, compuesto por tal cantidad de detalles y variaciones que complican todo sentido tanto como la batalla vivida por la tropa puede hacerlo con el gesto épico del héroe, al contrario del teatro oriental donde el actor que representa al general también representa a todo el ejército del que tiene el mando. Hay una intención moral de Joyce desde el principio en la disolución de lo ejemplar, pero además de que va descubriendo su profundidad poco a poco ocurre que la moraleja, al volverse cómica la épica por su traspaso del mito, aristocrático, al realismo, plebeyo, aparece más bien como “punchline”, que incluso queda sobrentendida y de esta manera, tácita. La risa también hay que saber buscársela, o aprender a hacerlo, como en la calle, en este tablero siempre creciente.

Groucho
El reposo del artista al sol

Despilfarro, exhuberancia, bajo el signo de Urano: como el padre de Zeus y de Cronos, castrado por éste a pedido de su ya repleta madre Gea, es decir, el Cielo castrado a pedido de la Tierra por el Tiempo, de cuyo sexo amputado y caído al mar nació Afrodita, Venus, causa ilógica del deseo que enloquece a los hombres, Joyce, al corregir, contra la práctica más habitualmente elogiada en la sociedad literaria de quitar, cortar, eliminar, borrar, destilar ya sea en busca de pureza o de eficacia, siempre agregaba, para desesperación de sus editoras e impresores. La abundancia intolerable, que después de fluir por encima de los diques de los profesionales amenaza con ahogar al lector página a página, exigiéndole nivel de campeón para surcar estas aguas, es lo opuesto de lo entendido normalmente como economía narrativa, de la que Joyce ya había dado su muestra cabal con Dublineses. La normativa editorial, que en general favorece, y debe hacerlo, la claridad y la eficacia llegando casi a erigirlas en valores supremos, equivale ante esto a un código previo a la lectura establecido por y para escritor y lector, cuyo cumplimiento es tarea del editor vigilar. Este código, que Joyce relativiza hasta hacerle perder su función de amarra a fuerza de rodearlo de modos alternativos de representación por la palabra, es un pacto a la vez social y cultural. Un modo de racionalizar la producción y asegurarle un mercado, frente al cual aparece con toda claridad la escritura de Joyce como apuesta, o sea, como invocación del azar y en él de la Providencia, del Cielo. Pero no como dócil plegaria, sino como número cómico, en el que todas las previsiones de la tierra –Previsión contra Providencia- fracasan estrepitosamente. También por esto los hermanos Marx gustaban tanto a los surrealistas. Joyce, después de todo, era financiado por el mismo tipo humano que ponía el dinero en las comedias de Groucho, Chico y Harpo: una heredera cuyo capital personal, por el que no ha trabajado, hace posible, tal vez necesaria para ella, cualquier extravagancia. Puede permitírselo. Como Margaret Dumont en Sopa de ganso: “Lo que este país necesita”, dice del futuro estadista que apoyará con sus millones, “es un progresista intrépido, un hombre como Rufus T. Firefly”. O como, si damos en cambio la palabra, y se habla de literatura, a Harriet Shaw Weaver o a Sylvia Beach, James Augustine Aloysius Joyce.

Capricho de la reina
Capricho de la reina

¿Habría podido apoyarse la empresa de Joyce en la industria editorial de su época o, todavía menos aún, a pesar de la suspensión de la censura, en la de la nuestra? Resulta difícil pensarlo. Nada en él apunta a la rentabilidad. Su riqueza no se deja capitalizar, por lo menos de inmediato o de antemano. Joyce era tan pródigo con el dinero como con su escritura, a la que dedicaba toda su energía mientras iba dejando a su paso grandes propinas como tributo a los dioses que lo protegían, procurando atraer a la suerte con su confianza en la providencia. Sus libros no daban dinero ni cabía esperarlo de ellos: cada uno le tomó varios años escribirlo, con lo que no produjo muchos y además eran difíciles y estaban prohibidos. Para ninguna editorial o agente literario resultaría muy rentable un autor así. Por lo menos no a tan corto plazo como el tiempo de una vida. Pero un millonario excéntrico puede permitirse el capricho y así los lectores del mundo recibir lo que un sistema eficiente les habría negado: el legado de Joyce.

bigote

Historias de amor

Ébano y marfil
Ébano y marfil

Blanco y negro
Otelo, tragedia íntima y cósmica, pública y privada: algo que ya está en Shakespeare, pero que la música de Verdi se apropia y desarrolla muy bien, plenamente dentro de su cultura, patriótica y melodramática, como los himnos, las banderas y la idea de morir por la patria. Público y privado: lo determinante es la raza de Otelo, que pone en conflicto ambos mundos, la escena pública en la que es tolerado como general y el nivel íntimo en el que se lo odia como extraño que se salta el escalafón y conquista lo que los locales no. Si la dicha, el ascenso al paraíso se da en Shakespeare a través del cambio, de la transformación que es resurrección, como la del árbol en el Cuento de invierno, en Otelo en cambio la transformación es lo imposible, o al menos éste es el principio de realidad que Iago pone en acción: la transformación ha sucedido, Desdémona ama a Otelo, pero pronto volverá al orden de la realidad, del mundo: Otelo no puede volverse blanco ni creer en el pasaje de blanco a negro y de negro a blanco que se da en el amor o en la trasformación que se da en el canto.

Don
Aunque cualquiera puede servir de mediador, la dicha no viene del prójimo, también mortal, sino de Dios: divino azar. El amor, así las cosas, no es la gracia aunque venga por ella, y todavía más: resistir la comparación es una prueba que se le impone.

Quid pro quo
El romanticismo aparece cuando Aldonza, oyendo hablar de Dulcinea, cree que es ella a quien se refieren y empieza así a convertirse en la otra, precipitando en el lugar que deja vacío y por eso se transforma en escenario una tragedia hasta entonces reservada a las heroínas del mundo antiguo.

Punto límite
El romanticismo es un callejón sin salida al fondo del cual está la mujer.

Un sueño realizado
Un sueño realizado

Contrapunto dramático
Ensayo melo-histórico: Senso. Lo admirable, el combo de melodrama e historia realizado plenamente en cada escena, en cada movimiento de cámara, en cada orquestación audiovisual, viene de Verdi, de esa mezcla entre íntimo y político, cuerpo y sociedad, revolución y resurrección que Verdi plasma en música y en escena y de la que extrae a su vez la extraordinaria energía que despliega. En Otelo, Iago al contrario aplica una especie de mortífero principio de realidad que afirma la imposibilidad de que cuanto contradiga una separación evidente pueda unirse o que lo originariamente distinto pueda devenir semejante. En Senso también triunfa la muerte, agazapada en la tentación de contrariar a un destino no querido por los dioses, sino determinado por una formación socio-histórica. Analizar los dos dramas trágicos, el de Otelo, el moro de Venecia, y el de Livia, la veneciana traidora, sin perder de vista su condición de ciudadanos en guerra con un enemigo extranjero que se revuelven a su vez contra los suyos o contra su ley. Tanto Otelo como Livia acaban matando lo que aman y cada uno, a su modo, presa de la locura en un mundo envenenado.

Erótica
Eros, por fuerte que sea, no es invulnerable. Todo hiere al amor, todo puede debilitarlo. Puede ser causa pero no fundamento; inquieto, como el sentido, se desplaza. La explotación de estas nociones hace la fortuna de Iago.

Dialéctica
Si cada conocimiento es una violencia infligida a la conciencia, el amor a la materia transforma esa violencia en energía y esa energía transforma el mundo. Principio de redención materialista.

Extraña pareja
Extraña pareja

Bajo el séptimo velo
Si él llega a ver en ella un teatro sin drama,
ella llegará a ser un drama sin teatro.

El águila de dos cabezas
Así describe Robert Musil al súbdito austríaco del Imperio austrohúngaro: un austriaco más un húngaro menos ese húngaro. Así es también el hombre casado, según cierta idea del matrimonio: un hombre más una mujer menos esa mujer. Lo curioso, como en el primer caso, es cómo la falta de otro individuo particular y no de una categoría es lo que define la identidad. Lo curioso o lo preciso. O lo inasible, pues es la figura evasiva la que define a la que da la cara, a la vez que le arrebata no la mitad de su corona, sino de su frente.

Contemplación y atravesamiento
Entre esos primeros planos suspendidos sobre el vacío de Monica Vitti o Anna Karina rodados por Antonioni o Godard y los retratos de Marie-Thérèse Walter o Dora Maar pintados por Picasso hay la distancia de una estocada, lanzada sobre el abismo abierto entre mirada y piel, que atravesando la imagen alcanza la nada a sus espaldas y separa el misterio de la duda.

A joy for ever
A joy for ever

Risa en la oscuridad
Lo que dice la burla femenina, con su gesto alerta, su sonrisa irónica, su vivaz expectativa, es, por supuesto sin palabras, al ser la página ofrecida al discurso, lo siguiente: “Pruébame que es cierto”. Ya que tal puesta en duda sigue siempre a alguna afirmación que, sin mayor realidad que su argumento, haya tomado en el diálogo, a pesar suyo o más bien de quien la haya hecho, la función y la forma de una anunciación. El trueno anuncia la lluvia; abierto el oído por la voz, la piel se dispone al tacto. El encantamiento durará lo que dure y una vez desvanecido el hechizo lo demostrado parecerá tan irreal como el pasado, pero su huella no quedará en la memoria sino debajo, como un tesoro antiguo en el que nadie cree hasta que alguien lo encuentra y vuelve a poner sus monedas en circulación, aunque su valor se rija ya por otra escala que en su origen. “Así que era verdad”. Ahora surge la risa franca, entera al darse sin medida, pero no por gracia divina ni por humor humano, es decir, no por uno u otro interviniendo a su debido tiempo, sino por su precisa conjunción en esa felicidad, grande y pequeña por súbita y efímera, debida a una sorpresa que, en el momento de producirse, se descubre esperada.

Refutación de un epigrama
Ernesto Cardenal escribe: “yo podré amar a otras como te amaba a ti / pero a ti no te amarán como te amaba yo”. Pero, si de veras la amaba, es más probable lo segundo que lo primero. Decir que un objeto es precioso es casi un lugar común, pero ¿se ha oído hablar jamás de un sujeto precioso?

Historias de amor
El amor no quiere tener una historia, sino culminar en un momento infinito que no se deja definir. Eso indefinido circula a través de toda su historia, hecha de las aproximaciones sucesivas a esa imposible culminación que es como el fantasma inaprensible del imaginario cuerpo que se tiene en común. Por eso la historia sólo puede registrar y medir los fallos, las faltas, la progresiva incisión de la mortalidad, acabe como acabe ese amor, en el deseo y en lo deseado. Lo infinito está más allá de la historia y ahí se queda.

venus&adonis

El lector impertinente

el combate espiritual
«El combate espiritual es tan brutal como las batallas de los hombres» (Rimbaud)

Se dice que el buen lector es aquél que lee entre líneas. Es decir, el que capta lo implícito en lo explícito. O sea, uno capaz de leer en lo escrito lo no escrito. Luego, alguien que en lo expresado bien podría percibir justamente lo que no quería expresarse, lo que se ha expresado sin querer. Y acogerlo y quererlo y, siendo ya su descubrimiento, señalarlo y como prueba señalar sus orígenes, en franca retirada ante la aparición de ese vástago inoportuno. O en contraataque, precisamente en razón de la oportunidad. El buen lector, pues, también ha de ser discreto: saber callar o guardar lo sorprendido bajo la lengua. O en el tintero, o en sus cajones. Pues ya lo cantó Apollinaire: Pero reíd reíd de mí / Hombres de todas partes sobre todo los de aquí / Porque hay tantas cosas que no me atrevo a deciros / Tantas cosas que no me dejaríais decir / Tened piedad de mí.

Usos y costumbres. Los abusos que sufrimos en la vida íntima tienen siempre lugar en esas zonas tan amplias de nuestras circunstancias que dejamos sin legislar, inadvertidas en apariencia, pero en el fondo abandonadas a la espera de un privilegio que, de este modo, seremos nosotros sin quererlo quienes acaben otorgando a otros. Ya que es ese espacio secreto que cada uno guarda al margen de la vigilancia social el que se abre al extravío ajeno y lo sufre en silencio –puesto que no hay allí a quién reclamar y difícilmente, si lo hubiera, sería bienvenido- cuando la visita se comporta sin la cortesía exigida en terreno común. Así discurría yo la otra noche y mi parecer fue considerado no falto de sabiduría, cuando era más que nada el gusto de jugar con las palabras el que me instaba a tomarme el trabajo de dar forma a esta idea.

El señor y la señora Smith
El señor y la señora Smith

El águila de dos cabezas. Así describe Robert Musil al súbdito austriaco del Imperio austrohúngaro: un austriaco más un húngaro menos ese húngaro. Así es también el hombre casado, según cierta idea del matrimonio: un hombre más una mujer menos esa mujer. Lo curioso, como en el primer caso, es cómo la falta de otro individuo particular y no de una categoría es lo que define la identidad. Lo curioso o lo preciso. O lo inasible, pues es la figura evasiva la que define a la que da la cara, a la vez que le arrebata no la mitad de su corona, sino de su frente.

Callejero literario. Calles con firma. Dante pone nombre a la principal arteria comercial del barrio del Carmelo, en Barcelona. Petrarca reúne en la misma cuadra del vecino barrio de Horta al bar El Fracaso con Suministros Abel, tienda de lápidas. Lord Byron y el conde Giacomo Leopardi coinciden como Goethe y Schiller en una esquina de Villa Luro donde una gomería da posada a su encuentro. Si las cosas parecen llamarse por su nombre en cualquier punto, basta la circulación para poner en evidencia lo arbitrario o convencional de la relación entre el espacio y el verbo. Y entre ambos, por si cabe alguna duda, el tiempo certifica la distancia.

Un testigo de su tiempo
Un testigo de su tiempo

La escuela de la vida. El joven crítico empieza conociendo la historia por la ficción, las épocas que preceden a la suya por las obras que procuran retratarlas; y, si se interesa en la realidad de esas obras ante todo como arte, como ejemplo superior, es porque imagina el arte como vida, como la vida que él mismo, dedicado a admirarlo y absorberlo, más tarde llevará. Después la vida se interpone; y entonces, con el giro de las circunstancias, a medida que se distancia de su posición inicial, que es desalojado de aquel asiento por su propio paso, por lo que le pasa, las obras de ayer y hoy se le aparecen como emergentes de una época, fatalmente de una u otra, con la indeleble mortalidad inseparable de cada página inmortal que se haya escrito. Ya la obra no contiene la época sino ésta a aquella, y sólo así tal vez su mirada se reúna por fin con la del público, atravesada por la nostalgia de una ilusión que sólo ahora, roto el distanciamiento, cobra realidad para él.

Bajo censura. “La poesía debe ser hecha por todos”, rezaba el categórico imperativo civilizador de Lautréamont. Pero es la censura la que es hecha por todos, más de un siglo después de Lautréamont y a casi cien años de sus ecos surrealistas, atravesados ya los tiempos de la revolución sexual y la lucha contra los censores de estirpe más o menos victoriana, y para eso ni siquiera hace falta publicación alguna. La vida social basta, la mirada de los otros, como se dice, es suficiente para cumplir con estricta y fluida discreción la escandalosa tarea del fuego en otros siglos. El fénix renace de sus cenizas y a ellas vuelve: alguien rompe a hablar y, llevado por su propio aliento, llega a pronunciar lo que no se había pensado, lo que no se había dicho y permanecía latente en el prudente y ciego silencio de los otros; a eso se llama inspiración y es lo que la reserva impuesta por el pragmático y ubicuo código de moderación contemporáneo interrumpe, hace imposible.

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