El canto del ci(s)ne

«El cine que habíamos soñado» (JLG)

Godard y la muerte del cine. La tesis que ofrece en Histoire(s) de cinéma es bastante conocida: el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía, sin haber llegado a ser todo lo que podría haber sido, malogrado por el espectáculo, con el paso del tiempo “integrado” (Debord), del que acabó siendo en definitiva el modelo más completo, el ejemplo paradigmático. “De cine”, o “de película”, insisten los locutores cuando se empeñan en ofrecer una medida superlativa de la maravilla que anuncian. Pero el desengaño al respecto, el desengaño respecto al cine, al espectáculo y a todo aquello que procura hacerse valer mediante éste, ya estaba en Godard desde las primeras películas, desde la cuna misma de la sociedad del espectáculo y del consumo, todavía en ciernes por entonces pero en cambio novedosa y elegida así como tema por muchos otros autores despiertos, Barthes en Mitologías o Perec en Las cosas, por ejemplo. En el conjunto de los atentos a este fenómeno, de todos modos, el rasgo singular de Godard podría ser precisamente éste del desengaño, la desconfianza, la sospecha (otro ensayo que hizo época: La era de la sospecha, Nathalie Sarraute, 1956), que vuelve una y otra vez como situación de base o tema de reflexión, planteado con una angustia que ni el humor ni el lirismo ni la crítica saldan. Un trauma originario, más bien, presente tanto en las traiciones como en los propios errores de que son víctimas Belmondo en Charlotte y su Jules, Sin aliento y Pierrot el loco, Karina en Vivir su vida, Piccoli en El desprecio, Leaud en Masculino/Femenino, Anne Wiazemsky en La chinoise o los carabineros de la película homónima. O en tantas declaraciones explícitas hechas en las mismas películas (“La misma cara para mentir y para decir la verdad”, como señala a propósito de Jean Seberg Belmondo en Sin aliento), o en las repetidas denuncias del cine como ilusión, exhibición de sus mecanismos incluida. Rota la fe en el espectáculo, en el espectáculo de la vida o en la vida como espectáculo tal como lo propone de manera creciente la misma sociedad que se desarrolla a un ritmo cada vez más arrollador a partir prácticamente del nacimiento del cine, o del cine sonoro para ser más exactos, corresponde a la incredulidad resultante una falta de objeto que es la misma perceptible a lo largo de esa búsqueda insaciable que es el cine de Godard hasta que procura, durante el período Dziga-Vertov, sustituir ese imposible objeto ausente por el pensamiento de Marx-Lenin-Mao y el ideal materialista de una sociedad incompatible con la sociabilidad del espectáculo.

«En lo negro del tiempo» (JLG)

Ambigüedad de la imagen cada vez más largamente contemplada, sin cortes, en plano fijo o plano secuencia. Amor/odio. Primeros planos de Karina o Bardot, comentario en off sobre las imágenes (Dos o tres cosas que sé de ella: “Ahora Marina Vlady mueve la cabeza hacia la izquierda, pero eso no tiene ninguna importancia”; “¿De qué hablar? ¿De Julieta (Marina Vlady) o de las hojas de los árboles? Digamos que ambas tiemblan suavemente en la brisa de septiembre.”), desconfianza ante todo lo visible, que es necesario distinguir de la imagen. Pues evocando los tiempos de su educación en la Cinemateca de Henri Langlois, Godard dice, en Histoire(s) de cinéma: “el verdadero cine era aquél que no podía verse”, es decir, no el de los sábados a la noche para el gran público, el que todo el mundo veía, sino ése tal vez sólo accesible a través de copias destruidas, fotogramas mal impresos en publicaciones amarillentas, comentarios fugitivos en notas a pie de página o el rumor intermitente de la conversación de otros cinéfilos. Películas perdidas o destruidas de Stroheim, Eisenstein, Murnau, Lang o Welles, fragmentos de cine rescatados de sótanos o desvanes recibidos en herencia, leyendas invisibles cuya aura creaba en quien recibía cualquier vestigio suyo una imagen tal vez nunca realizada, pero así sin embargo insuflada en la permeable conciencia en cuestión. Los que iniciaron su vida cultural antes de la aparición de internet o incluso antes de la distribución en video seguramente recordarán aquellos tiempos en que uno estaba dispuesto a cruzarse la ciudad entera o viajar a barrios muy lejanos para asistir a una mala proyección de cualquiera de esas películas, nunca mejor dicho, “de culto”, o a entablar o incluso tolerar amistades sin mayor causa que el acceso a unos discos imposibles de conseguir entonces en disquerías. Esos traslados, consecuencia de una actitud de alerta y búsqueda, implicaban el cuerpo de los interesados: había que apersonarse en el lugar de la aparición. Luis Buñuel, para cerrar el desfile de veteranos, cuenta en Mi último suspiro, sus memorias, cómo antes de la era del disco para oír música había que ir a conciertos, lo que implicaba el fervor de la espera y de la escucha en esa oportunidad quizás irrepetible de comulgar con Mozart o Beethoven. “No veo bien qué se ha ganado. Veo qué se ha perdido”, concluye con la clásica reprobación de los mayores ante el desplazamiento de los valores morales por el progreso tecnológico, o con la reconocible nostalgia de cualquiera por sus tiempos de estudiante. Considerada esta repetición ya con paciencia, sorna, suficiencia o resignación, ¿es posible, sin embargo, ignorar la pérdida constante que en su insistencia se traduce?

«El verdadero cine era aquél que no podía verse» (JLG)

No es difícil –es casi un lugar común, si no fuera por el interés de las  asociaciones que permite- relacionar la oscuridad prenatal con la que precede al revelado, antes de sea dado a luz un cuerpo o una imagen. Pero la oscuridad es también, desde tiempos más remotos que la razón, el mundo de los muertos, cuyos cuerpos en descomposición han de ser apartados de la vista y de los demás sentidos. Algo entonces se reúne en esa oscuridad, imaginaria y ajena al paso del tiempo como el inconsciente. Al comienzo de una carrera de cineasta, aunque esto sea reconocido más bien hacia su término, en retrospectiva, “el verdadero cine era aquél que no podía verse” y al final, como conclusión pero también como profecía, “el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía”; entre un punto y otro, más de cuarenta años de cine y la mayor parte de una obra compuesta por un centenar de obras en distintos soportes realizadas casi sin pausa entre una y otra. Pero lo que importa, a lo largo de esta práctica tan obstinada, es esa explícita persistencia en “hacer lo que los otros no hacen” y por eso permanece invisible, “en lo negro del tiempo”, a menos que de esa noche se haga nacer una imagen, “el cine que habíamos soñado”, con el que Godard en última instancia no identificaba las películas de Truffaut independientemente de lo buenas que pudieran ser y al precio de su amistad. Ya que “el cine que no podía verse”, “el cine que habíamos soñado”, el cine prometido, no puede ser el que efectivamente cuenta con un circuito de exhibición estable en el mundo de lo visible. “Lo que los otros no hacen” sería pues esa composición de imágenes “fuertes” (aquellas cuya “asociación de ideas” es “lejana y justa”) análogas a esos fragmentos de la historia del cine que sobresalen de las películas por esa calidad así de “fuerte” y en consecuencia se independizan, en cierta forma, de su origen: secuencias y fotogramas a menudo recogidas en antologías por su condición de fragmento a la vez autosuficiente, pero entre las que rara vez, como Godard en sus Histoire(s), se trata de hacer una relación un poco menos estéril que la de la constatación cronológica o plástica. En sus Conversaciones con el profesor Y., Céline señala el valor específico de su gran invento, su lenguaje. Respecto al uso del argot, de la lengua hablada, de las expresiones provenientes de este léxico callejero y no académico, admite que pasa de moda, que muere, incluso, casi en cuanto ha nacido. Pero indica que, si bien “no vivirá, habrá vivido”. Alguna vez habrá estado vivo, respirando, y no tan sólo impreso, fijado y disecado como cualquier pieza fabricada en serie, a imitación de la vida en lugar de viva. Este “haber vivido” es el mismo por el que ciertas imágenes son capaces de resucitar en cualquier contexto, ya sea una meditación godardiana o el mediocre anuncio del lanzamiento de una nueva colección de “clásicos”. “No vivirá, pero habrá vivido.” Para vivir es necesario nacer: lo meramente visible ya está ahí desde siempre, pero una imagen –el verdadero cine- ha de engendrarse y ser dada a luz. Pero todo lo que nace tiene que morir: del negro al negro. La elegía no evoca la muerte sino la vida, conjurada en cambio por el espectáculo de lo visible, que disimula su sentido debilitándolo, afirmándose en lo injusto y lo cercano. El tono elegíaco de las Histoire(s) de cinéma no es más triste de lo que pueda serlo la destitución final de los Guermantes, por sobre la que se eleva, exaltada, exaltante, la visión que Proust, con los ojos despojados, puede ofrecer por fin a su lector: no un cuadro ni una serie de cuadros pasibles de adquisición por cualquier anticuario, sino una mirada capaz de acceder a lo que, dentro de un régimen de normalidad, “no puede verse”. “An exulting sense of living”: esto es lo que Nicholas Ray, autor de imágenes lo bastante fuertes como para abrirse paso en la industria hollywoodense de lo visible, decía querer transmitir cuando dirigía. Mientras pudo hacerlo.

2017

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Dos poesías populares

«Abandoné a mi clase / y me uní al pueblo llano» (Perseguido por buenas razones, Bertolt Brecht)

Fue en algún año de la adolescencia, a la edad de escapar de casa y de los sitios frecuentados en la infancia, cuando mis ojos y mis dedos tropezaron, entre los viejos volúmenes de bolsillo alineados en cualquiera de las tantas mesas de saldos de la calle Corrientes, con la poesía que copio a continuación, entonces impresa no hacía tanto en el papel ya amarillento:

VIEJA CIUDAD

A menudo en turbias noches salgo de mi casa,
a gozar de mi vieja Trieste,
donde parpadea la luz en las ventanas
y la calle es más estrecha y populosa.
Entre la gente que va y viene
de la cantina al lupanar o a la casa,
donde mercancías y hombres son desechos
de un gran puerto de mar,
vuelvo a encontrar, pasando, el infinito 
en la humildad.
Aquí prostituta y marinero, el viejo
que blasfema y la mujerzuela que disputa,
el guardia sentado en el puesto 
de frituras,
la tumultuosa joven enloquecida 
de amor,
todos son criaturas de la vida 
y del dolor:
se agita en ellos, como en mí, el Señor.
Aquí siento también en rara compañía
mi pensamiento hacerse
más puro donde más sucia es la vida.

El poeta de Trieste

Los versos son del poeta y librero italiano Umberto Saba; la traducción es de Alberto Girri y Carlos Viola Soto. Conservo la poesía desde entonces y a lo largo de los años que han pasado la he releído muchas veces, como quien vuelve a un lugar significativo o desliza los dedos por la piel del amuleto que lleva en el bolsillo, reafirmando alguna creencia más inconsciente que razonada, pero vital en su oscuridad y por eso, supersticiosamente, distinguida tan sólo a través de sus signos, como la marca del cigarro o del licor ya probados cuyos sabores, no por familiares, decepcionan. La última, sin embargo, mi ambiguo paseo entre la vieja Trieste de Saba y un Buenos Aires que ya sólo existe en mi memoria fue interrumpido; un tropiezo parecido pero en un sentido inverso al de cuando abrí la puerta por primera vez. Me detuve y consideré la piedra atravesada en mi camino. Recordé entonces otra poesía, proveniente quizás del mismo período histórico aunque no llevara tantos años acompañándome. Ésta es de Virgilio Piñera, fue escrita en Cuba, tiene fecha de 1962 y dice así:

NUNCA LOS DEJARÉ

Cuando puso los ojos en el mundo,
dijo mi padre:
“Vamos a dar una vuelta por el pueblo”.
El pueblo eran las casas,
los árboles, la ropa tendida, 
hombres y mujeres cantando
y a ratos peleándose entre sí.
Cuántas veces miré las estrellas.
Cuántas veces, temiendo su atracción inhumana,
esperé flotar solitario en los espacios
mientras abajo Cuba perpetuaba su azul,
donde la muerte se detiene.
Entonces olía las rosas,
o en las retretas, la voz desafinada
del cantante me sumía en delicias celestiales.
Nunca los dejaré –decía en voz baja;
aunque me claven en la cruz,
nunca los dejaré.
Aunque me escupan, 
me quedaré entre el pueblo.
Y gritaré con ese amor que puede
gritar su nombre hacia los cuatro vientos,
lo que el pueblo dice en cada instante:
“me están matando, pero estoy gozando”.
Profeta en su tierra, extranjero en su país

Al releerla, advierto que recordaba el último verso repetido –“me están matando pero estoy gozando, me están matando pero estoy gozando”-, como un estribillo final que sin embargo sólo insistía así en mi memoria. Señal de apego, pero ¿a qué? La repetición, como ocurre en tantas canciones que terminan por la disminución del volumen mientras un coro insiste, se parece al eco y el eco también tiende a apagarse, pero, para evitar su desaparición, también nosotros repetimos lo que queremos aprender. Lo grabado en la memoria por esta clase de estudio sobrevive así en ella a la desaparición de su objeto, pero ¿es posible que éste reencarne, renazca, vuelva al mundo más tarde bajo otra forma?

Al evocar una época vivida se mezclan la noción de ese tiempo histórico y la conciencia personal del propio desarrollo, el documento impreso entonces y la impresión subjetiva. En aquellos largos tiempos que pasé subiendo y bajando por la calle Corrientes me gustaba repetirme, como ahora aunque con una fe distinta, lo que había leído en alguna parte de que “para los chinos, la sabiduría consiste en la destrucción de todo idealismo”. Y lo concreto para mí era la calle, cualquier calle y no sólo ésa de las librerías y los teatros, pero sí una calle con mucho tráfico, y no de coches sino de chismes, informaciones, tratos efímeros y mercancías cada vez más rebajadas, todo llevado y traído por una romería de caras y voces más imaginaria que real pero aun así realista, en el sentido de “destrucción de todo idealismo” atribuible a cualquier buen “baño de multitud” (Baudelaire), fuera de todo espacio regido por el ideal de un proyecto explícito, ya sea éste académico, económico, empresarial, social o familiar. Allí la vocación no tenía que coincidir con profesión rentable alguna ni adquirir ninguna forma determinada; también el futuro quedaba en suspenso y el pasado, en suspenso a su vez pero en otro sentido –en el otro sentido exactamente-, se dejaba estudiar de manera espontánea en esos ecos que eran los testimonios de los mayores ajenos a la familia, los documentos recuperados de una historia fraudulenta o los objetos abandonados fuera de toda herencia prevista, colección heterogénea parecida a la de los pequeños objetos perdidos y piezas sueltas que Tom y Huck guardaban en el fondo de sus bolsas y bolsillos. Lo concreto era en concreto todo lo que se pudiera blandir contra un futuro organizado: las malas compañías, los lugares desaconsejables y, ante todo, entre éstos, los territorios indeterminados donde todo se mezclaba, y allí cuanto hacía posible ir “en la dirección opuesta” (Bernhard: A los otros hombres los encontré en la dirección opuesta, al no ir ya al odiado instituto sino al aprendizaje que me salvaría), es decir, encontrar la oposición que permitía afirmarse y daba sentido al movimiento de resistencia. Y el ideal, o lo abstracto, lo opuesto, era ese futuro exigente o esas exigencias a las que se respondía con la rebelión o el rechazo en igual medida en que no se sabía encontrarle alternativas y parecía cubrir todo el horizonte en cuanto uno daba un paso más allá del momento presente. Dos locuras, dos delirios enfrentados, como en cualquier otra época personal o de la historia. ¿Qué se ha hecho de toda esa mitología pasada ya su edad de oro?

Uno de los nuestros

Hacia el final de esa época de vagabundeo, cuando la escuela del flanneur tenía ya pocos postgrados que ofrecerme, vi en compañía de cinco semejantes la película de Godard Masculino/Femenino, rodada hacía ya por lo menos tres décadas. Hay una escena mínima, un plano de unos cuantos segundos, casi con seguridad tan “robado” como el objeto en cuestión, en que un veinteañero Jean-Pierre Leaud furtivamente levanta al pasar un libro de la mesa de ofertas en la puerta de una librería y se lo lleva escondido bajo el brazo. Los seis a la vez y de inmediato nos vimos reflejados, la corriente de identificación se transmitió con irresistible urgencia no sólo entre la pantalla y cada uno sino también entre los  seis cuerpos alineados en la misma fila de butacas, pero lo que habíamos visto ya quedaba a nuestras espaldas: no era sólo el pasado de Leaud, ni tan sólo los años sesenta, sino además, aunque aún nos reconociéramos bruscamente en él, nuestro propio pasado lo que acabábamos de ver pasar.

No me he paseado así por Barcelona, donde ahora vivo y a la que llegué trayendo la trasnochada imagen preolímpica que de ella daban las historietas de Nazario aparecidas en El Víbora de los años ochenta; tampoco he encontrado aquí ni la calle imaginaria ni la real que recuerdo de aquella época, en la que supongo que para mí se ha quedado. Entre el ayer y mi ayer, sin embargo, hay relación; una extrapolación es posible, aun teniendo en cuenta los atenuantes de la edad y el paso del tiempo. Y es ésta: existe un correlato entre mi abandono de la calle y el abandono de la calle por el tiempo histórico, es decir, por el tiempo en el que una historia, la de la especie, parecía tener lugar y que ya no parece transcurrir allí, donde sólo va a parar lo que el progreso deja atrás como las sobras de su banquete. Y sin embargo, a la vez, la escisión marcada por ese abandono vuelve y vuelve a repetirse a través de las eras, actualizando, verbo de moda, el eterno conflicto entre pasado y futuro, que no se suceden ni amable ni lógicamente el uno al otro sino que tiran de cada individuo en direcciones opuestas ya que, además de identificar el ayer y el mañana, representan, como éstos, valores, afectos y deseos distintos, a menudo incompatibles. Lo concreto se asocia al pasado y lo abstracto al futuro bajo los nombres de experiencia y proyecto, y la relación con el lenguaje en cada caso también varía, favoreciendo el significado en el primero y el uso en el segundo; todo lo cual, considerado impersonalmente y con distancia, parece equilibrarse, pero vivido en persona y en directo suele hacer cortocircuito. 

La Rambla según El Víbora

Es la diferencia entre la corona pensante y su cuerpo de súbditos, entre el jefe del Estado Mayor y los soldados. No es lo mismo planear una batalla que tomar una colina. Yo, que en mi infancia me quedaba pegado a las películas de romanos y de piratas mientras cambiaba de canal inmediatamente si en su lugar aparecían marcianos o astronautas, nací durante una época marcada por una serie de movimientos masivos de emancipación de los individuos que fue también la antesala de un cambio de estrategia por parte del poder. Esa época pasó y ésta es otra, en la que a la insurgencia plural contra la tradición responde un compulsivo alistamiento generalizado en los ejércitos de la innovación tanto programada como aleatoria, aunque este azar ya no es el de la vieja calle ni tiene ese sabor original de fondo que es propio de la receta anónima adulterada al infinito por las variaciones de las costumbres y latitudes donde es recreada, sino el sello indeleble de cada producto elaborado en el siempre aséptico laboratorio de las probabilidades.

En una época en la que el espíritu de servidumbre voluntaria aumenta en proporción inversa a la necesidad de cuerpos al servicio de una gestión del poder cada vez más autónoma, será difícil quizás comprender la representación que de este conflicto hace Louis-Ferdinand Céline en su novela Guignol’s Band, donde identifica dos polos, la delincuencia y el reclutamiento, para apoyar sobre ese eje todo un mundo callejero en el que un grupo de pícaros franceses procura no ser enviados de vuelta al frente de la Guerra del 14 desde el Londres en el que se han refugiado y en el que sobreviven ejerciendo todo aquello que se ha dado en llamar más de una vez “la mala vida”. Según estos dos modos de relación con el mando –el desacato y el servicio activo-, resuena a lo largo de la novela entera toda una tradición de insumisión que se remonta a Petronio y François Villón, por lo menos, y que extrae su tremenda energía justamente del gusto por ese mercado abierto en plena calle, tan teatral, con sus dramáticas transacciones, intercambios y enfrentamientos vociferados, y tan lejano de la discreta opacidad de los mercados financieros actuales en su carácter de concreto, físico, sensorial, tangible, terrestre, “destructor del idealismo”, como llegué a creer.

When the music is over

Todo esto pasó. Hoy sé esperar la ausencia (Rimbaud, Lezama). Pero no logro sobreponerme por completo a mi tropiezo; no logro seguir mi camino sin renquear. ¿Qué brisa se ha interrumpido sin violencia pero de pronto y ya no impulsa la lectura, que ahora avanza a remo? Las poesías de Saba y Piñera habían sido por mucho tiempo signos de ese mundo concreto que se encuentra, según Bernhard, “en la dirección opuesta” a la señalada por padres y maestros, “nuestros enemigos naturales cuando salimos al mundo” para Stendhal. Pero el valor de esa concreción se apoyaba, secretamente, en una promesa implícita, es decir, en un argumento que, si podía oponerse a lo considerado como ideal, ese ajeno ideal resistido, era por compartir su naturaleza, por pertenecer al mismo orden y por eso entrar en colisión con él. Sólo que el crédito se ha agotado, la promesa no ha de cumplirse: es por eso que el viento no sopla y mi expectativa ha arriado la vela. Lo concreto, roto su diálogo con lo abstracto, liberado del significado atribuido por su captura en esa dialéctica para volver a ser en sí, materia animada ajena al conflicto entre el ideal plantado y la ilusión flotante, ya no responde ni anuncia respuesta a lo que por tanto tiempo se esperó de lo proyectado en su pantalla. No hay criatura en ese vientre, o nadie reclama su paternidad. Sin embargo, como la imagen de Jean-Pierre Leaud robándose un libro en los años sesenta, o igual que Dulcinea a pesar de Aldonza, el antiguo murmullo desmentido del canto popular invocado por Pasolini ante las cenizas de Gramsci todavía hoy se hace oír, si no en boca de obreros y campesinos que tampoco ya se hacen ver, sí por lo menos en el eco sostenido entre sus formas conservadas y los asiduos a tales museos, rebobinadores de tales cintas, cuerpos habitados, como el de Quentin Compson en ¡Absalón, Absalón! (Faulkner), por voces y espectros trasnochados al igual que los de sus nostálgicos predecesores, los anticuarios y memoriosos de cada época extinguida en quienes ésta sigue viva y el fuego de sus antorchas aún alumbra. Pues la verdad expulsada de la realidad persiste en el imaginario de la memoria. Lo raro es descubrir ese teatro en uno mismo, cuando uno creía ser su espectador. Un teatro portátil que se lleva consigo a todas partes, sin poder jamás entrar a él, andar por él, sentarse en él, pues la escenografía de la actualidad consiste en su negación, lo que le da por otra parte más fuerza pero no por eso contribuye a su realización postergada por tiempo indeterminado. “Desesperación por no estar nosotros dentro de él sino él dentro de nosotros”, dice Genet de Querelle en su novela. Volviendo a las poesías de Saba y Piñera mantenidas en repertorio durante tantas temporadas, la nota más estridente en esta reposición es esa tensión entre lo alto y lo bajo, esa agonía que en su inexorabilidad aspira en cambio a creerse cada vez más cerca de la resurrección y así como alcanza la pureza por la suciedad reúne el goce con el aniquilamiento en un mismo resplandor sostenido. “Sellado por el prodigio de la belleza mortal” era el rostro de niña contemplado por Stephen Dedalus en el momento más exaltado de la secuencia en que se decide a seguir su vocación artística, desoyendo el llamado de sus maestros jesuitas a integrarse en sus filas. Pero el punto de llegada de esta deriva me parece ahora ser no éste en que Joyce recrea entero el exultante estado de Stephen al liberarse de lo que le estaba destinado, sino aquél desde el que Katherine Anne Porter traza, al final de Old Mortality (novela corta comparable al Retrato joyceano en su relato de una educación que culmina en rebelión y para cuyo joven protagonista el autor adulto se toma a sí mismo como modelo), la perspectiva retrospectiva que ofrece de su pensante heroína Miranda: “no puedo vivir en su mundo por más tiempo, se dijo, escuchando las voces detrás de ella. Que se cuenten sus historias entre ellos. Que continúen explicando cómo sucedieron las cosas. No me importa. Por lo menos puedo saber la verdad acerca de lo que me ocurra a mí, se aseguró silenciosamente, haciéndose una promesa, en su esperanza, en su ignorancia.” La oscilación de este final, como una duda, es la que me hace detenerme aquí. Porque tal duda, al mismo tiempo, revierte sobre la promesa anterior y concluye un relato que a su manera cumple con ésta. Como una puerta batiente clavada en un movimiento perpetuo, como los párpados que se abren y cierran sobre los ojos de la lucidez, señala lo ineludible de la atención al momento propicio para pasar, sin el que no se llega a nada, y lo insoluble de la tensión entre dar o no dar ese salto adelante: no se puede renunciar, no se puede comprobar y la única certidumbre en este vaivén la aporta esa misma presencia sin derecho a réplica. Semejante punto de llegada no admite demorarse en él, de modo que habrá que recurrir a otro final, esta vez tomado de Beckett, en su trilogía del Innombrable: no puedo seguir, voy a seguir. Aunque difícilmente pueda llamarse continuación al alejarse de una calle cortada porque se lleve su barro en los zapatos.

2012

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Jean-Luc Godard cumple 90 años

¿Sobrevivirá Godard al cine? ¿O ya lo ha sobrevivido? Una reflexión sobre la idea del cine y la vida que tuvo, podría haber tenido, tiene y podría tener. Y una manera de celebrar el aniversario de una carrera a su modo victoriosa contra el tiempo.

Lo que no se hace humo

Godard y la muerte del cine. La tesis que ofrece en Histoire(s) de cinéma es bastante conocida: el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía, sin haber llegado a ser todo lo que podría haber sido, malogrado por el espectáculo, con el paso del tiempo “integrado” (Debord), del que acabó siendo en definitiva el modelo más completo, el ejemplo paradigmático. “De cine”, o “de película”, insisten los locutores cuando se empeñan en ofrecer una medida superlativa de la maravilla que anuncian. Pero el desengaño al respecto, el desengaño respecto al cine, al espectáculo y a todo aquello que procura hacerse valer mediante éste, ya estaba en Godard desde las primeras películas, desde la cuna misma de la sociedad del espectáculo y del consumo, todavía en ciernes por entonces pero en cambio novedosa y elegida así como tema por muchos otros autores despiertos, Barthes en Mitologías o Perec en Las cosas, por ejemplo. En el conjunto de los atentos a este fenómeno, de todos modos, el rasgo singular de Godard podría ser precisamente éste del desengaño, la desconfianza, la sospecha (otro ensayo que hizo época: La era de la sospecha, Nathalie Sarraute, 1956), que vuelve una y otra vez como situación de base o tema de reflexión, planteado con una angustia que ni el humor ni el lirismo ni la crítica saldan. Un trauma originario, más bien, presente tanto en las traiciones como en los propios errores de que son víctimas Belmondo en Charlotte y su Jules, Sin aliento y Pierrot el loco, Karina en Vivir su vida, Piccoli en El desprecio, Leaud en Masculino/Femenino, Anne Wiazemsky en La chinoise o los carabineros de la película homónima. O en tantas declaraciones explícitas hechas en las mismas películas (“La misma cara para mentir y para decir la verdad”, como señala a propósito de Jean Seberg Belmondo en Sin aliento), o en las repetidas denuncias del cine como ilusión, exhibición de sus mecanismos incluida. Rota la fe en el espectáculo, en el espectáculo de la vida o en la vida como espectáculo tal como lo propone de manera creciente la misma sociedad que se desarrolla a un ritmo cada vez más arrollador a partir prácticamente del nacimiento del cine, o del cine sonoro para ser más exactos, corresponde a la incredulidad resultante una falta de objeto que es la misma perceptible a lo largo de esa búsqueda insaciable que es el cine de Godard hasta que procura, durante el período Dziga-Vertov, sustituir ese imposible objeto ausente por el pensamiento de Marx-Lenin-Mao y el ideal materialista de una sociedad incompatible con la sociabilidad del espectáculo.

Historia de una profecía

Ambigüedad de la imagen cada vez más largamente contemplada, sin cortes, en plano fijo o plano secuencia. Amor/odio. Primeros planos de Karina o Bardot, comentario en off sobre las imágenes (Dos o tres cosas que sé de ella: “Ahora Marina Vlady mueve la cabeza hacia la izquierda, pero eso no tiene ninguna importancia”; “¿De qué hablar? ¿De Julieta (Marina Vlady) o de las hojas de los árboles? Digamos que ambas tiemblan suavemente en la brisa de septiembre.”), desconfianza ante todo lo visible, que es necesario distinguir de la imagen. Pues evocando los tiempos de su educación en la Cinemateca de Henri Langlois, Godard dice, en Histoire(s) de cinéma: “el verdadero cine era aquél que no podía verse”, es decir, no el de los sábados a la noche para el gran público, el que todo el mundo veía, sino ése tal vez sólo accesible a través de copias destruidas, fotogramas mal impresos en publicaciones amarillentas, comentarios fugitivos en notas a pie de página o el rumor intermitente de la conversación de otros cinéfilos. Películas perdidas o destruidas de Stroheim, Eisenstein, Murnau, Lang o Welles, fragmentos de cine rescatados de sótanos o desvanes recibidos en herencia, leyendas invisibles cuya aura creaba en quien recibía cualquier vestigio suyo una imagen tal vez nunca realizada, pero así sin embargo insuflada en la permeable conciencia en cuestión. Los que iniciaron su vida cultural antes de la aparición de internet o incluso antes de la distribución en video seguramente recordarán aquellos tiempos en que uno estaba dispuesto a cruzarse la ciudad entera o viajar a barrios muy lejanos para asistir a una mala proyección de cualquiera de esas películas, nunca mejor dicho, “de culto”, o a entablar o incluso tolerar amistades sin mayor causa que el acceso a unos discos imposibles de conseguir entonces en disquerías. Esos traslados, consecuencia de una actitud de alerta y búsqueda, implicaban el cuerpo de los interesados: había que apersonarse en el lugar de la aparición. Luis Buñuel, para cerrar el desfile de veteranos, cuenta en Mi último suspiro, sus memorias, cómo antes de la era del disco para oír música había que ir a conciertos, lo que implicaba el fervor de la espera y de la escucha en esa oportunidad quizás irrepetible de comulgar con Mozart o Beethoven. “No veo bien qué se ha ganado. Veo qué se ha perdido”, concluye con la clásica reprobación de los mayores ante el desplazamiento de los valores morales por el progreso tecnológico, o con la reconocible nostalgia de cualquiera por sus tiempos de estudiante. Considerada esta repetición ya con paciencia, sorna, suficiencia o resignación, ¿es posible, sin embargo, ignorar la pérdida constante que en su insistencia se traduce?

Al comienzo de la escapada

No es difícil –es casi un lugar común, si no fuera por el interés de las  asociaciones que permite- relacionar la oscuridad prenatal con la que precede al revelado, antes de sea dado a luz un cuerpo o una imagen. Pero la oscuridad es también, desde tiempos más remotos que la razón, el mundo de los muertos, cuyos cuerpos en descomposición han de ser apartados de la vista y de los demás sentidos. Algo entonces se reúne en esa oscuridad, imaginaria y ajena al paso del tiempo como el inconsciente. Al comienzo de una carrera de cineasta, aunque esto sea reconocido más bien hacia su término, en retrospectiva, “el verdadero cine era aquél que no podía verse” y al final, como conclusión pero también como profecía, “el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía”; entre un punto y otro, más de cuarenta años de cine y la mayor parte de una obra compuesta por un centenar de obras en distintos soportes realizadas casi sin pausa entre una y otra. Pero lo que importa, a lo largo de esta práctica tan obstinada, es esa explícita persistencia en “hacer lo que los otros no hacen” y por eso permanece invisible, “en lo negro del tiempo”, a menos que de esa noche se haga nacer una imagen, “el cine que habíamos soñado”, con el que Godard en última instancia no identificaba las películas de Truffaut independientemente de lo buenas que pudieran ser y al precio de su amistad. Ya que “el cine que no podía verse”, “el cine que habíamos soñado”, el cine prometido, no puede ser el que efectivamente cuenta con un circuito de exhibición estable en el mundo de lo visible. “Lo que los otros no hacen” sería pues esa composición de imágenes “fuertes” (aquellas cuya “asociación de ideas” es “lejana y justa”) análogas a esos fragmentos de la historia del cine que sobresalen de las películas por esa calidad así de “fuerte” y en consecuencia se independizan, en cierta forma, de su origen: secuencias y fotogramas a menudo recogidas en antologías por su condición de fragmento a la vez autosuficiente, pero entre las que rara vez, como Godard en sus Histoire(s), se trata de hacer una relación un poco menos estéril que la de la constatación cronológica o plástica. En sus Conversaciones con el profesor Y., Céline señala el valor específico de su gran invento, su lenguaje. Respecto al uso del argot, de la lengua hablada, de las expresiones provenientes de este léxico callejero y no académico, admite que pasa de moda, que muere, incluso, casi en cuanto ha nacido. Pero indica que, si bien “no vivirá, habrá vivido”. Alguna vez habrá estado vivo, respirando, y no tan sólo impreso, fijado y disecado como cualquier pieza fabricada en serie, a imitación de la vida en lugar de viva. Este “haber vivido” es el mismo por el que ciertas imágenes son capaces de resucitar en cualquier contexto, ya sea una meditación godardiana o el mediocre anuncio del lanzamiento de una nueva colección de “clásicos”. “No vivirá, pero habrá vivido.” Para vivir es necesario nacer: lo meramente visible ya está ahí desde siempre, pero una imagen –el verdadero cine- ha de engendrarse y ser dada a luz. Pero todo lo que nace tiene que morir: del negro al negro. La elegía no evoca la muerte sino la vida, conjurada en cambio por el espectáculo de lo visible, que disimula su sentido debilitándolo, afirmándose en lo injusto y lo cercano. El tono elegíaco de las Histoire(s) de cinéma no es más triste de lo que pueda serlo la destitución final de los Guermantes, por sobre la que se eleva, exaltada, exaltante, la visión que Proust, con los ojos despojados, puede ofrecer por fin a su lector: no un cuadro ni una serie de cuadros pasibles de adquisición por cualquier anticuario, sino una mirada capaz de acceder a lo que, dentro de un régimen de normalidad, “no puede verse”. “An exulting sense of living”: esto es lo que Nicholas Ray, autor de imágenes lo bastante fuertes como para abrirse paso en la industria hollywoodense de lo visible, decía querer transmitir cuando dirigía. Mientras pudo hacerlo.

El canto del ci(s)ne

histoires
Uno se divide en dos (Mao)

Godard y la muerte del cine. La tesis que ofrece en Histoire(s) de cinéma es bastante conocida: el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía, sin haber llegado a ser todo lo que podría haber sido, malogrado por el espectáculo, con el andar del tiempo “integrado” (Debord), del que acabó siendo al fin y al cabo el modelo más completo, el paradigmático. “De cine”, “de película”, insisten los locutores cuando quieren ofrecer una medida superlativa de la maravilla que anuncian. Pero el desengaño al respecto, el desengaño respecto al cine, al espectáculo y a todo aquello que procura hacerse valer mediante éste, ya estaba en Godard desde las primeras películas, desde la cuna misma de la sociedad del espectáculo y del consumo, todavía en ciernes por entonces pero en cambio novedosa y elegida así como tema por muchos otros autores despiertos, Barthes en Mitologías o Perec en Las cosas, por ejemplo. En el conjunto de los atentos a este fenómeno, de todos modos, el rasgo singular de Godard podría ser precisamente éste del desengaño, la desconfianza, la sospecha (otro ensayo que hizo época: La era de la sospecha, Nathalie Sarraute, 1956), que vuelve una y otra vez como situación de base o tema de reflexión, planteado con una angustia que ni el humor ni el lirismo ni la crítica saldan. Un trauma originario, más bien, presente tanto en las traiciones como en los errores propios de que son víctimas Belmondo en Charlotte y su Jules, Sin aliento y Pierrot el loco, Karina en Vivir su vida , Piccoli en El desprecio, Leaud en Masculino/Femenino, Anne Wiazemsky en La chinoise o los carabineros de la película homónima. O en tantas declaraciones explícitas hechas en las mismas películas (“La misma cara para mentir y para decir la verdad”, como señala a propósito de Jean Seberg Belmondo en Sin aliento), o en las repetidas denuncias del cine como ilusión, exhibición de sus mecanismos incluida. Rota la fe en el espectáculo, en el espectáculo de la vida o en la vida como espectáculo tal como lo propone de manera creciente la sociedad que se desarrolla a un ritmo cada vez más arrollador a partir prácticamente del nacimiento del cine, o del cine sonoro para ser más exactos, corresponde a la incredulidad resultante una falta de objeto que es la misma perceptible a lo largo de esa búsqueda insaciable que es el cine de Godard hasta que procura, durante el período Dziga-Vertov, sustituir ese imposible objeto ausente por el pensamiento de Marx-Lenin-Mao y el ideal materialista de una sociedad incompatible con la sociabilidad del espectáculo.

vlady
Marina Vlady mueve la cabeza hacia la izquierda

Ambigüedad de la imagen cada vez más largamente contemplada, sin cortes, en plano fijo o plano secuencia. Amor/odio. Primeros planos de Karina o Bardot, comentario en off sobre las imágenes (Dos o tres cosas que sé de ella: “Ahora Marina Vlady mueve la cabeza hacia la izquierda, pero eso no tiene ninguna importancia”; “¿De qué hablar? ¿De Julieta (Marina Vlady) o de las hojas de los árboles? Digamos que ambas tiemblan suavemente en la brisa de septiembre.”), desconfianza ante lo visible que es necesario distinguir de la imagen. Evocando los tiempos de su educación en la Cinemateca de Henri Langlois, Godard dice, en Histoire(s) de cinéma: “el verdadero cine era aquél que no podía verse”, es decir, no el de los sábados a la noche para el gran público, el que todo el mundo veía, sino ése tal vez sólo accesible a través de copias destruidas, fotogramas mal impresos en publicaciones amarillentas, comentarios fugitivos en notas a pie de página o el rumor intermitente de la conversación de otros cinéfilos. Películas perdidas o destruidas de Stroheim, Eisenstein, Murnau o Welles, fragmentos de cine rescatados de sótanos o desvanes recibidos en herencia, leyendas invisibles cuya aura creaba en quien recibía cualquier vestigio suyo una imagen tal vez nunca realizada, pero sin embargo insuflada en la conciencia en cuestión. Los que iniciaron su vida cultural antes de la aparición de internet o incluso antes de la distribución en video seguramente recordarán aquellos tiempos en que uno estaba dispuesto a cruzarse la ciudad entera o viajar a barrios muy lejanos para asistir a una mala proyección de cualquiera de estos films, nunca mejor dicho, “de culto”, o a entablar amistades sólo en nombre del acceso a unos discos imposibles de conseguir en disquerías. Esos traslados, consecuencia de una actitud de alerta y búsqueda, implicaban el cuerpo de los interesados: había que apersonarse en el lugar de la aparición. Luis Buñuel, para cerrar el desfile de los veteranos, cuenta en Mi último suspiro, sus memorias, cómo antes de la era del disco para oír música había que ir a conciertos, lo que implicaba el fervor de la espera y de la escucha en esa oportunidad quizás irrepetible de comulgar con Mozart o Beethoven. “No veo bien qué se ha ganado. Veo qué se ha perdido”, concluye con la clásica reprobación de los mayores ante el progreso técnico en detrimento de los valores morales, o con la reconocible nostalgia de cualquiera por sus tiempos de estudiante. Considerada esta repetición con paciencia, sorna o resignación, ¿es posible, sin embargo, ignorar la pérdida constante que en su insistencia se traduce?

bezhin
Irrecuperable Eisenstein

No es difícil –es casi un lugar común, si no fuera por todas las asociaciones que permite- relacionar la oscuridad prenatal con la que precede al revelado, antes de sea dado a luz un cuerpo o una imagen. Pero la oscuridad es también, desde tiempos más remotos que la razón, el mundo de los muertos, cuyos cuerpos en descomposición han de ser apartados de la vista y de los demás sentidos. Algo entonces se reúne en esa oscuridad, imaginaria y ajena al paso del tiempo, como el inconsciente. Al comienzo de una carrera, aunque esto sea reconocido más bien hacia su término, en retrospectiva, “el verdadero cine era aquél que no podía verse”; al final, como conclusión pero también como profecía, “el cine habrá muerto sin haber dado cuanto prometía”; entre un punto y otro, más de cuarenta años de cine y la mayor parte de una obra compuesta por un centenar de obras en distintos soportes realizadas casi sin pausa entre una y otra. Pero lo que importa, a lo largo de esta práctica obstinada, es esa explícita persistencia en “hacer lo que los otros no hacen” y por eso permanece invisible, “en lo negro del tiempo”, a menos que de esa noche se haga nacer una imagen: “el cine que habíamos soñado”, con el que Godard en última instancia no identificaba las películas de Truffaut independientemente de lo buenas que pudieran ser y al precio de su amistad. Ya que “el cine que no podía verse”, “el cine que habíamos soñado”, el cine prometido, no puede ser el que efectivamente cuenta con un circuito de exhibición estable en el mundo de lo visible. “Lo que los otros no hacen” sería esa composición de imágenes “fuertes” (aquellas cuya “asociación de ideas” es “lejana y justa”) análogas a esos fragmentos de la historia del cine que sobresalen de las películas por esa calidad “fuerte” y en consecuencia se independizan, en cierta forma, de su origen: secuencias y fotogramas a menudo recogidas en antologías por su condición de fragmento a la vez autosuficiente, pero entre las que rara vez, como Godard en sus Histoire(s), se trata de hacer una relación menos estéril que la de la constatación cronológica o plástica. En sus Conversaciones con el profesor Y., Céline señala el valor específico de su gran invento, su lenguaje. Respecto al uso del argot, de la lengua hablada, de las expresiones provenientes de este léxico callejero y no académico, admite que pasa de moda, que muere, incluso, casi en cuanto ha nacido. Pero, indica, si bien “no vivirá, habrá vivido”. Alguna vez habrá estado vivo, respirando, y no tan sólo impreso, fijado y disecado como cualquier pieza fabricada en serie, a imitación de la vida en lugar de vida. Este “haber vivido” es el mismo que permite a ciertas imágenes resucitar en cualquier contexto, ya sea una meditación godardiana o el mediocre anuncio del lanzamiento de una nueva colección de “clásicos”. “No vivirá, pero habrá vivido.” Para vivir es necesario nacer: lo meramente visible ya está ahí desde siempre, pero una imagen –el verdadero cine- ha de engendrarse y ser dada a luz. Pero todo lo que nace tiene que morir: del negro al negro. La elegía no evoca la muerte sino la vida, conjurada en cambio por el espectáculo de lo visible, que disimula su sentido debilitándolo, afirmándose en lo injusto y lo cercano. El tono elegíaco de las Histoire(s) de cinéma no es más triste de lo que pueda serlo la destitución final de los Guermantes, por sobre la que se eleva, exaltada, exaltante, la visión que Proust, con los ojos despojados, puede ofrecer por fin a su lector: no un cuadro ni una serie de cuadros pasibles de adquisición por cualquier anticuario, sino una mirada capaz de acceder a lo que, dentro de un régimen de normalidad, “no puede verse”. “An exulting sense of living”: esto es lo que Nicholas Ray, autor de imágenes lo bastante fuertes como para abrirse paso en la industria hollywoodense de lo visible, decía querer transmitir cuando dirigía. Mientras pudo hacerlo.

godard

Dos poesías populares

«A los otros hombres los encontré en la dirección opuesta»

Fue en algún año de la adolescencia, a la edad de escapar de casa y de los sitios que en la infancia se solían frecuentar para irse a callejear por otros barrios, lejos de hogares y jardines, cuando mis ojos –y mis dedos- tropezaron, pasando viejos volúmenes de bolsillo alineados en alguna de las tantas mesas de saldos de la calle Corrientes, con la poesía que copio a continuación, entonces impresa no hacía tanto en el papel ya amarillento:

Vieja ciudad

A menudo en turbias noches salgo de mi casa,

a gozar de mi vieja Trieste,

donde parpadea la luz en las ventanas

y la calle es más estrecha y populosa.

Entre la gente que va y viene

de la cantina al lupanar o a la casa,

donde mercancías y hombres son desechos

de un gran puerto de mar,

vuelvo a encontrar, pasando, el infinito

en la humildad.

Aquí prostituta y marinero, el viejo

que blasfema y la mujerzuela que disputa,

el guardia sentado en el puesto

de frituras,

la tumultuosa joven enloquecida

de amor,

todos son criaturas de la vida

y del dolor:

se agita en ellos, como en mí, el Señor.

Aquí siento también en rara compañía

mi pensamiento hacerse

más puro donde más sucia es la vida.

El poeta de Trieste

Los versos son del poeta y librero judío italiano Umberto Saba; la traducción es de Alberto Girri y Carlos Viola Soto. Conservo la poesía desde entonces y a lo largo de los años que han pasado la he releído más de una vez como quien vuelve a un lugar significativo o desliza los dedos por la piel del amuleto que lleva en el bolsillo, reafirmando alguna creencia más inconsciente que razonada, con el gusto por el cigarro o el licor ya probados cuyos sabores no por familiares decepcionan. La última, sin embargo, mi ambiguo paseo entre la vieja Trieste de Saba y un Buenos Aires que ya sólo existe para mí fue interrumpido; un tropiezo parecido pero en un sentido inverso al de cuando abrí la puerta por primera vez. Me detuve y consideré la piedra atravesada en mi camino. Recordé entonces otra poesía, proveniente quizás del mismo período histórico aunque no llevara tantos años acompañándome. Ésta es de Virgilio Piñera, fue escrita en Cuba, tiene fecha de 1962 y dice así:

Nunca los dejaré

Cuando puso los ojos en el mundo,

dijo mi padre:

“Vamos a dar una vuelta por el pueblo”.

El pueblo eran las casas,

los árboles, la ropa tendida,

hombres y mujeres cantando

y a ratos peleándose entre sí.

Cuántas veces miré las estrellas.

Cuántas veces, temiendo su atracción inhumana,

esperé flotar solitario en los espacios

mientras abajo Cuba perpetuaba su azul,

donde la muerte se detiene.

Entonces olía las rosas,

o en las retretas, la voz desafinada

del cantante me sumía en delicias celestiales.

Nunca los dejaré –decía en voz baja;

aunque me claven en la cruz,

nunca los dejaré.

Aunque me escupan,

me quedaré entre el pueblo.

Y gritaré con ese amor que puede

gritar su nombre hacia los cuatro vientos,

lo que el pueblo dice en cada instante:

“me están matando, pero estoy gozando”.

La máscara de Virgilio

Al releerla advierto que recordaba el último verso repetido, “me están matando pero estoy gozando, me están matando pero estoy gozando”, como un estribillo final que sin embargo sólo insistía así en mi memoria. Señal de apego, pero ¿a qué? La repetición, como en tantas canciones que terminan por la disminución del volumen mientras un coro insiste, se parece al eco y el eco tiende a apagarse, pero también, para evitar su desaparición, repetimos lo que queremos aprender. Lo grabado en la memoria por esta clase de estudio sobrevive así en ella a la desaparición de su objeto, pero ¿es posible que luego reencarne, renazca, vuelva al mundo bajo otra forma?

Al evocar una época vivida se mezclan la noción de ese tiempo histórico y la conciencia del propio desarrollo, el documento impreso entonces y la impresión subjetiva. En aquellos largos tiempos que pasé subiendo y bajando por la calle Corrientes me gustaba repetirme, como ahora aunque con una fe distinta, lo que había leído en alguna parte de que “para los chinos, la sabiduría consiste en la destrucción de todo idealismo”. Y lo concreto para mí era la calle, cualquier calle y no sólo ésa de las librerías y los teatros, pero sí una calle con mucho tráfico, y no de coches sino de chismes, informaciones, tratos efímeros y mercancías cada vez más rebajadas, todo llevado y traído por una romería de caras y voces más imaginaria que real pero aun así realista, en el sentido de “destrucción de todo idealismo” atribuible a cualquier buen “baño de multitud” (Baudelaire), fuera de todo espacio regido por el ideal de un proyecto explícito, ya sea éste académico, económico, empresarial, social o familiar. Allí la vocación no debía coincidir con profesión rentable alguna ni adquirir ninguna forma determinada; también el futuro quedaba en suspenso y el pasado, en suspenso a su vez pero en otro sentido –en el otro sentido exactamente-, se dejaba estudiar de manera espontánea en esos ecos que eran los testimonios de los mayores ajenos a la familia, los documentos recuperados de una historia fraudulenta o los objetos abandonados fuera de toda herencia prevista, colección heterogénea parecida a la de los pequeños objetos perdidos y piezas sueltas que Tom y Huck guardaban en el fondo de sus bolsas y bolsillos. Así es, lo concreto era en concreto todo aquello que se podía blandir contra un futuro organizado, las malas compañías, los lugares desaconsejables y ante todo los territorios indeterminados donde todo se mezclaba, y cuanto permitía ir “en la dirección opuesta” (Bernhard: A los otros hombres los encontré en la dirección opuesta, al no ir ya al odiado instituto sino al aprendizaje que me salvaría, etcétera), es decir, encontrar la oposición que permitía afirmarse y daba sentido al movimiento de resistencia. Y el ideal era ese futuro exigente o esas exigencias a las que se respondía con la rebelión o el rechazo en igual medida en que no se sabía encontrarle alternativas y parecía cubrir todo el horizonte en cuanto uno daba un paso más allá del momento presente. Dos locuras, dos delirios enfrentados, como en cualquier otra época personal o de la historia. ¿Qué se ha hecho de ellos? ¿Todavía viven? ¿Qué se ha hecho de toda esa mitología?

El ladrón de libros

Hacia el final de esa época de vagabundeo, cuando la escuela del callejeo tenía ya pocos postgrados que ofrecerme, vi en compañía de cinco semejantes la película de Godard Masculino/Femenino, rodada hacía ya por lo menos tres décadas. Hay una escena mínima, un plano de unos cuantos segundos, casi con seguridad tan “robado” como el objeto en cuestión, en el que el veinteañero Jean-Pierre Leaud furtivamente levanta al pasar un libro de la mesa de ofertas en la puerta de una librería y se lo lleva escondido bajo el brazo. Los seis a la vez y de inmediato nos vimos reflejados, la corriente de identificación se transmitió con irresistible urgencia no sólo entre la pantalla y cada uno de nosotros sino también a través del cable que podría haberse tendido a través de nuestros propios cuerpos alineados en la misma fila de butacas, pero lo que estábamos viendo ya quedaba a nuestras espaldas: no era sólo el pasado de Leaud, ni tan sólo los años sesenta, sino además, aunque aún nos reconociéramos en él, nuestro propio pasado lo que veíamos.

No me he paseado así por Barcelona, donde ahora vivo y a la que llegué con la trasnochada imagen preolímpica que de ella daban las historietas de Nazario aparecidas en El Víbora de los años ochenta; tampoco he encontrado aquí esa calle imaginaria y real que recuerdo de aquella época, en la que supongo que para mí se ha quedado. Entre el ayer y mi ayer, sin embargo, hay relación; una extrapolación es posible, aun teniendo en cuenta los atenuantes de la edad y el paso del tiempo. Y es ésta: existe un correlato entre mi abandono de la calle y el abandono de la calle por el tiempo histórico, es decir, por el tiempo en el que una historia, la de la especie, parece tener lugar y que ya no parece transcurrir allí, donde sólo va a parar lo que el progreso deja atrás como las sobras de su banquete. Y sin embargo, a la vez, la escisión marcada por ese abandono vuelve y vuelve a repetirse a través de las eras, actualizando, verbo de moda, el eterno conflicto entre pasado y futuro, que no se suceden ni amable ni lógicamente el uno al otro sino que tiran de cada individuo en direcciones opuestas ya que, además de identificar el ayer y el mañana, representan, como éstos, valores, afectos y deseos distintos, a menudo incompatibles. Lo concreto se asocia al pasado y lo abstracto al futuro bajo los nombres de experiencia y proyecto, y la relación con el lenguaje en cada caso también varía, favoreciendo el significado en el primero y el uso en el segundo; todo lo cual, considerado impersonalmente y con distancia, parece equilibrarse, pero vivido en persona y en directo suele hacer cortocircuito.

«¡Soldado: tome esa colina!»

Es la diferencia entre la corona pensante y su cuerpo de súbditos, entre el jefe del Estado Mayor y los soldados. No es lo mismo planear una batalla que tomar una colina. Sabido es. Yo, que en mi infancia me quedaba pegado a las películas de romanos y de piratas mientras cambiaba de canal inmediatamente si en su lugar aparecían marcianos o astronautas, nací durante una época marcada por una serie de movimientos masivos de emancipación de los individuos que fue también la antesala de un cambio de estrategia por parte del poder. Esa época pasó y ésta es otra, en la que a la insurgencia plural contra la tradición responde un compulsivo alistamiento general a la innovación tanto programada como aleatoria; de todos modos, este azar ya no es el de la vieja calle ni tiene ese sabor original de fondo que es propio de la receta anónima adulterada al infinito por las variaciones de las costumbres y latitudes donde es recreada, sino el sello indeleble de cada producto elaborado en el por siempre aséptico laboratorio de las probabilidades.

En una época en la que el espíritu de servidumbre voluntaria aumenta en proporción inversa a la necesidad de cuerpos al servicio de una gestión del poder cada vez más autónoma, será difícil quizás comprender la representación que de este conflicto hace Louis-Ferdinand Céline en su extraordinaria novela Guignol’s Band, identificando sencillamente dos polos, la delincuencia y el reclutamiento, y sosteniendo sobre este eje todo un mundo callejero en el que un grupo de pícaros franceses procura no ser enviados de vuelta al frente de la Guerra del 14 desde el Londres en el que se han refugiado y donde sobreviven ejerciendo todo aquello que se ha dado en llamar más de una vez “la mala vida”. Según estos dos modos de relación con el mando –el desacato y el servicio activo-, resuena a lo largo de la novela entera toda una tradición de insumisión, desde Petronio y Villón por lo menos, que extrae sus fuerzas precisamente del gusto por ese mercado abierto en plena calle, tan teatral, con sus dramáticas transacciones, intercambios y enfrentamientos vociferados, y tan distinto de los mercados financieros de nuestros días justamente por su carácter de concreto, físico, sensorial, tangible, terrestre, “destructor del idealismo”, como decíamos.

El mito es la nada que lo es todo (Pessoa)

Pero no logro sobreponerme del todo a mi tropiezo; no logro seguir mi camino sin renquear. ¿Con qué he tropezado, después de todo, o, mejor planteado, qué brisa se ha interrumpido sin violencia pero de pronto y ya no impulsa la lectura, que ahora avanza a remo? Las poesías de Saba y Piñera habían sido por mucho tiempo signos de ese mundo concreto que se encuentra, como dice Bernhard, “en la dirección opuesta” a la señalada por padres y maestros, según Stendhal, “nuestros enemigos naturales cuando salimos al mundo”. Pero el valor de esa concreción se apoyaba, secretamente, en una promesa implícita, es decir, en un argumento que, si podía oponerse a lo considerado como ideal, ese ajeno ideal resistido, era por compartir su naturaleza, pertenecer al mismo orden y por eso entrar en colisión con él. Sólo que el crédito se ha agotado, la promesa no ha de cumplirse: es por eso que el viento no sopla y mi expectativa ha arriado la vela. Lo concreto, roto su diálogo con lo abstracto, liberado del significado atribuido por su captura en esa dialéctica para volver a ser en sí, materia animada ajena al conflicto entre el ideal plantado y la ilusión flotante, ya no responde ni anuncia respuesta a lo que tanto tiempo se esperó de lo proyectado en su pantalla. No hay criatura en ese vientre, o nadie reclama su paternidad. Sin embargo, como la imagen de Jean-Pierre Leaud robándose un libro en los años sesenta, o igual que Dulcinea a pesar de Aldonza, el antiguo murmullo desmentido del “canto popular” (Pasolini), aunque haya sido alucinado, sigue haciéndose oír mediante el eco sostenido entre sus formas y quienes lo recuerdan. Pues todo persiste en sí mismo y a la vez quiere ser “otra cosa”. Y nada de esto cesa ni se resuelve, por más que uno ya no espere transformación alguna. Lo inmortal de esta tensión entre lo mortal y cuanto lo oprime se manifiesta en esta otra poesía, del mismo período histórico reciente, clausurado y recordado que las dos anteriores:

A las campanas de Orvieto

Signo del único dominio, de la miseria

absoluta: ¿por qué tan inciertas, múltiples,

sonáis, campanas, en la mañana dominical?

Al tren detenido, a la estación blanca y bañada

de esta ciudad, quieta en su viejo silencio,

traés, fresquísimo, un espasmo de vida.

Casas, alrededor, apartadas, caminos, palacios, prados,

pasos a nivel, canales, campos neblinosos,

son la materia, no de vuestro fugaz, intacto sonido,

sino de una íntima y eterna dulzura vuestra.

¿Quiere decir que en el fondo del despiadado poder

hay un miedo vital, en el fondo de la resignación

un poder misterioso, y feliz, de vida?

Pier Paolo Pasolini, La religión de mi tiempo, 1961

Las campanas de Orvieto