
“tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti”: así empezaba la que José Javier Esparza, en su artículo publicado en Página Transversal el pasado 29 de noviembre a propósito del premio Cervantes otorgado a Juan Goytisolo, llamaba “la mayor obra de odio a España –la España real- jamás escrita”. Se refería a la Reivindicación del conde don Julián, que el autor publicó por primera vez en México en 1970 y en la que el enfrentamiento entre el narrador y su objeto alcanza las cotas de mayor violencia y radicalidad tanto formales como de fondo que pueden apreciarse en su obra. Lo que había ya asomado en Señas de identidad, cuatro años anterior, se manifiesta aquí de manera explosiva y extrema, excesiva, según la estética terrorista que desbordó por aquellos años, en tantos otros autores y medios expresivos, los planteos de oposición política más sujetos a programas de partidos o facciones organizadas y comprometidas con ideologías, por racionales, más dispuestas a asumir la frustración que hoy nos parece implícita en todo trato con la realidad, pero que entonces, en la época de la imaginación al poder, queremos el mundo y lo queremos ya y otras consignas tan impacientes como éstas, no lograba aparecer como inevitable ni servir como suficiente excusa como para no intentarlo, por aventurado que fuera lo propuesto. Se trataba de hacer saltar límites y fronteras, de ampliar al máximo el radio de la propia acción libérrima, de adentro hacia afuera, y a eso se dedica Goytisolo con toda su dinamita durante el par de centenares de páginas que dedica a reivindicar al traidor de la leyenda, en un agresivo ritual de exorcismo cuya descarga no tiene como blanco, sin embargo, a pesar de que la situación histórica y su genealogía le sirvan como justificación perfecta –y de ahí que tantos, en su momento, aunque también después, se hicieran eco de su postura-, ni la “España real” idealizada o diabolizada, como dice Esparza, ni sus históricos males –oscurantismo, cerrilidad, analfabetismo, arrogancia, prepotencia, violencia, fanatismo, injusticia (copio la lista del mismo artículo)-, sino un mito mayor al que España, como la parte visible de cualquier alegoría, ha prestado sus rasgos para este cuadro.

Yo leí estas novelas y la siguiente de la hoy llamada Trilogía de Álvaro Mendiola, Juan sin tierra, en Buenos Aires, a finales de los años 80. Alguien, recordando cuánto leí a Goytisolo por entonces –hasta Las virtudes del pájaro solitario– me sugirió escribir sobre él ahora que le han dado el Cervantes. Lo cierto es que no ha quedado entre mis autores de cabecera, no sigo leyéndolo hoy e incluso sus libros se me han quedado en Argentina; por eso había desistido de escribir nada. Sin embargo, he podido citar de memoria el inicio de Don Julián, después de tantos años, y he recordado cómo me repetía la frase en aquella época, como un mantra, y la intensidad que tuvo entonces para mí la lectura, y al leer la nota de Esparza no pude menos que tropezar con la evidencia de que nada en aquel tiempo e incluso en aquel lugar podía resultarme más lejano o indiferente que los problemas de la España real, donde ni siquiera imaginaba que viviría algún día, y encima de la España real de 1970, precisamente en los años en que, al contrario, Almodóvar empezaba a ser mainstream. Los españoles modernos que veía entrar y salir del ICI por entonces contrastaban vivamente tanto con la mayor parte de mis conciudadanos como con la España en blanco y negro, o en rojo y azul, pintada por Goytisolo ya en el estilo evocador y realista de Señas, ya en el expresionista y utópico de Don Julián.

“Irlanda es la cerda vieja que se come su propia lechigada”: tal definición da Stephen Dedalus, “con glacial violencia”, de su propio país. ¿A que resuena con el inicio de la Reivindicación? Pues, ¿no es el mito de la revuelta del hijo contra la autoridad paterna y la tierra madre uno de los mayores, sino el mayor, de los que alimentaron el siglo XX con todas sus luchas, revoluciones, insurrecciones, alzamientos y liquidación de costumbres y tradiciones verticalmente pasadas de generación en generación? Jesús contra Moloch, la canción del desertor, exilio, silencio y astucia, el incesto y el parricidio cantados por Jim Morrison, forma e inmadurez, manifestaciones todas de una polarización extrema que también se manifiesta en la novela de Goytisolo, donde el deseo de separación y la fatalidad de que todo vuelva a mezclarse en cada página forman parte de esa dialéctica insoluble por la cual el enfrentamiento de las premisas llegó a estallar y luego a agotarse antes que a resolverse en una síntesis cuya sola idea era tan rechazada por las partes que de cada encuentro volvían a surgir las dos cabezas dándose picotazos y como desesperadas de que, por debajo, una y otra vez la realidad volviera a constituirse como un solo cuerpo.

Leyenda del siglo veinte que Goytisolo pintó en directo aunque tal vez, por hacerlo en su momento de mayor fiebre, es decir, en su crepúsculo, vivió no tanto en cuerpo propio como de oídas, aunque no hasta el punto en que eso podía ocurrirle al joven de la era postmoderna que se exaltaba con el relato de esas viejas rebeliones no por ellas mismas sino, justamente, por el testimonio que de ellas daban las obras de arte que recibía en herencia. Lo mismo le pasó a Don Quijote, por volver a España, con las novelas de caballería que por vivir se volvió loco. Esto último, en cambio, no le ocurrió a ese joven ni a Goytisolo, que sin embargo pinta esa locura: de ahí la enloquecida violencia que da carácter al discurso de Don Julián y lo vuelve memorable en su estridencia. Reivindicación de la reivindicación: el escándalo revela. ¿Qué revela, en este caso? No los males heredados, congénitos o adquiridos del estado español o de la “marca España”, que junto a la comercial tiene también su expresión cultural, sino el drama, más que universal, universalista en su deseo de librarse de raíces, del hijo que quiere ser su propio padre para renacer libre de herencias. A ese drama, pintado por escrito en la novela, sirve España en la creación de ésta con todos sus atributos: como figurante, modelo, comediante (o comedianta) y motivo plástico. Todas las vanguardias, después de que Zola fue asimilado, condenaron el naturalismo como cadena esencial de la que liberarse. El naturalismo “burgués”, como se solía apostrofarlo, trayendo a colación tantos retratos fotográficamente realistas en los que el modelo, a diferencia de en los cuadros de Bacon, es de inmediato reconocible hasta el punto de que es por este parecido que se juzga su calidad. Al encargar su retrato, es esto lo que quiere el cliente: verse, aunque favorecido. Velázquez sabía pintar, por debajo de la investidura, el carácter furtivamente humano de los poderosos que retrataba: es esto lo que admiramos hoy, lo que falta en el retrato de la familia real recientemente presentado por Antonio López y lo que aquellos señores, tal vez habituados al peso de su poder si no es que eran ciegos a todo lo que no fuera investidura, toleraban tal vez complacidos. Pero el arte moderno, sobre todo, ha procurado romper este equilibrio, del mismo modo que aspiraba a alterar el orden que lo sostenía y que retrataba: de ahí la gesticulación exasperada y el histrionismo del papa Inocencio pintado por Bacon, donde los ojos que hablaban en Velázquez desaparecen para dar paso a la boca ciega que el inglés hace gritar. Ése es el ejemplo que sigue Goytisolo.

Ejemplo y no modelo, ya que si el modelo, aquí, ha de obedecer al artista, que así pretende hacerle pagar por sus abusos al imponerle una imagen (como trata Goytisolo con España), el ejemplo es, al contrario, lo que lo determina, es decir, lo que manda. Y este ejemplo, para el escritor que procura librarse del realismo de denuncia –del naturalismo, precisamente- consagrado por sus padres y pares heredados, lo proveen las vanguardias de su siglo, perseguidas tanto por nazis como por comunistas en sus respectivos estados y licenciadas por los liberales en los suyos, pero portadoras a pesar de todo, como los caballeros para don Quijote o las erinias apaciguadas en euménides, de la utopía que encuentra el más pleno espacio para su realización en la estética, donde el lenguaje admite lo que queda fuera de la ley o más allá de lo admisible por cualquier gobierno.

De este extremismo resulta, entre otros efectos, la polarización extrema que hace posible la guerra simultánea, en todos los frentes, entre dos partidos que se disputan la totalidad del mundo con una intransigencia prácticamente racista cuya aversión a toda reconciliación posible va ligada a la supervivencia de cada uno como sí mismo, incorruptible por el otro, indispensable a su vez para la propia reafirmación en su contra. ¿Maniqueísmo? Necesariamente, si se desea desarrollar el conflicto a fondo, dramática, espectacularmente. Them or us, como se titulaba aquel álbum de Zappa: nosotros o ellos. O vosotros, como llamaba Genet a sus lectores, marcando bien las diferencias y distancias entre los habitantes de su propio mundo y aquellos que se asomaban a él desde fuera. Policías y ladrones, hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, todo en blanco y negro a partir de oposiciones diametrales como el norte y el sur, el este y el oeste, como ha de ser en el punto decisivo de una lucha decisiva aunque ésta transcurra en el mismo barro donde, para horror y delicia de sus participantes, todo vuelve a mezclarse. Sabido es el ejemplo que fue Genet para Goytisolo, él mismo lo cuenta en sus memorias: un ejemplo decisivo en el paso de escritor más leído y favorito del antifranquismo que fue en su juventud a la tradición de la literatura prohibida en nombre de que no puede publicarse lo que debe ser privado o no existir.

¿Y España? Tal vez España sea muy importante para sí misma, pero para el lector de un imaginario así sólo cuenta como otra patria de la que renegar, se le dé el nombre que se le dé, porque aun cuando el color local pueda venir muy bien para escenificar ciertos complejos, el tema de la obra es otro y el retrato que se hace del modelo, muy lejos de buscar la conciliación por el parecido, procura en cambio un máximo de diferenciación por la caricatura, el exceso, la desfiguración y todos los recursos de lo que alguien llamó arte degenerado. El lugar de España aquí vendría a ser, en el fondo, como el de Francia en la obra de Sade. ¿Responden las escenas de Justine, Juliette o La filosofía en el tocador no ya a una representación realista sino a acciones que puedan llevarse a cabo, en su totalidad, literalmente? Si el programa de Sade resulta impracticable por definición, no es porque cada uno de los horrores que cuenta sea imposible de poner en práctica, sino por dos motivos muy diferentes: uno, porque lo que sí es imposible de realizar es la yuxtaposición, en acto, de los discursos y acciones que él, en el texto, superpone y de lo que deriva tantos efectos; dos, porque por más sangrienta que llegue a ser la puesta en acto de lo que ha sido escrito no se logrará más que una pálida caricatura del extremo lógico total, paradisíaco, al que el texto aspira. No fue por marqués ni por piadoso que Sade condenó el terror revolucionario.

Todo esto que acabo de escribir excede lo que me había propuesto respecto a mi tema o a mi objeto, en una deriva que es también la que prefiere el retratista moderno: que no se le escape lo que ha aparecido inesperadamente mientras pintaba lo visible, mientras seguía las líneas del modelo a la espera de que algo ocurriera que le permita liberarse de él: el accidente de Bacon, sin ir más lejos. Que el modelo, entonces, no impida que veamos el cuadro o su papel dentro del cuadro: si Goytisolo, en 1970, pintó España, no fue para retratarla ni siquiera, ante todo, para criticarla, sino con una ambición estética que no buscaba el mayor parecido, según el equilibrio exigido por la justicia naturalista, sino la mayor ruptura con la imagen, del universo y no sólo de la patria, que su modelo le había impuesto. Esa ruptura es paradójica, ya que es una separación que al ensañarse con la otra parte en su expresa voluntad de destruirla no hace más que reafirmarla aunque sea en su contra: como todo fuego, éste tampoco quiere extinguirse. Pero el interés de una obra, como todo el mundo sabe, no está en tomar partido por el héroe contra el villano, ¿verdad?, sea cual sea cada uno, sino en lo que el reparto de roles y temas, como ocurre en Sade, en Genet o en Goytisolo, permite entrever del conjunto.