Cuestiones de estilo 8: El estilo de una lengua

«La emoción del hablado en el escrito» (Céline)

Se puede decir lo que se piensa, pero no hablar como se piensa. Por lo menos, si uno aspira a ser comprendido. Hay que traducir: de la lengua propia a la común, es decir, a un uso consensuado de ese instrumento que uno fuerza en cuanto se pone a pensar, pues así es cómo se fuerza al pensamiento, lo que significa que sólo adulterado el trago puede servirse. Adulterado: no porque la pureza de un licor como el que no se vierte sea algo sagrado, sino porque en la renuncia a no hacerse entender hay ya la aceptación de otra sustancia y así, a través de ésta, el regreso al magma de lo que se ha destilado. No se habla solo ni hablando solo; basta abrir la boca, o mantenerla cerrada mientras la voz, dentro del cerebro, busca una salida apuntando a una conclusión, para que el teatro imaginario se construya por sí mismo, en un abrir y cerrar de ojos, alrededor del parpadeante solitario en cualquier entorno. ¿Qué diferencia hay entre hablar y escribir? Para Pasolini, en cuanto lenguaje, el cine era a la vida lo que la escritura a la oralidad; y al ser, en él, cada cosa también su propio signo, reflejo y reflexión simultáneos. Todo el esfuerzo de Céline, “devolver al escrito la emoción del hablado”, puede ser visto, sin embargo, como la evidencia de la grave dificultad de la verdad para sostenerse en ese traslado del aire a la página, ya que sólo accidentalmente se ha pronunciado en la voz de quien, oído al pasar pero atentamente por el artista que lo registra, no argumenta más que afectado por las circunstancias que lo cuestionan, reafirman, adulan o amenazan. Pasado el tiempo de la acción, que corresponde al habla, cuando llega el de la reflexión, en este esquema el de la escritura, el primer problema, y no sólo para Céline, es el de una conservación de la que depende que lo evocado, al comparecer ante el lector, efectivamente resucite. Y que resucite de verdad: no como apariencia a la que ese lector, por identificación, preste su vida, sino como signo capaz de preservar su diferencia con las proyecciones ajenas mientras exhibe el acontecimiento, ahora fantasma pero alguna vez viviente –“tan vivo y gallardo como tú” (Eliot)- que le ha sido confiado. Ya no vive pero “habrá vivido”, que es lo que Céline exigía a lo escrito como prueba de verdad. Segundo momento, no segunda oportunidad, ya que es necesario que la ocasión se haya perdido para que otra cosa advenga en lugar de una vaciada restitución, la escritura admite una libertad que la oralidad, en su urgencia, no autoriza, pero exige a su vez un rigor distinto que implica tanto la conservación fiel del pasado como la consideración desengañada del futuro para encontrar el tono exacto. Al apelar a distintos interlocutores de los que se tuvo o faltaron en un primer momento –el fundador del texto en curso-, al recurrir, por motivos de censura, soledad o incomprensión, a la posteridad, al extranjero o a cualquier civilización soñada por venir, el otro, o sea el lector, es evidentemente imaginario, a diferencia del interlocutor inmediato cuya presencia física nos convence de que está ahí. En este fatal desencuentro entre amigos y lectores, vivos y muertos, ayer y hoy, se entiende el dramatismo de la palabra escrita pronunciada en escena, tan diferente de la lengua hablada para no ser escrita: es la evidencia del desgarro del que nace toda comunicación. Si hablar y escribir, extemporáneos, no pueden ser jamás lo mismo, entonces: ¿hay que hablar como se escribe o escribir como se habla? ¿Dónde está aquí la verdad? Lo peor: la imitación de la oralidad en sus tics y sus giros cotidianos, la falsedad social por excelencia imitada servilmente en lugar de retratada, como puede leerse en todo aquello que busca desesperadamente a sus receptores en el mercado de la identificación y el reconocimiento. O su reverso académico, con su vocabulario tecnoide, sus conceptos-sello, sus puentes siempre levantados de tal modo que la torre de marfil domine siempre las llanuras revueltas. En medio existen, sin embargo, admirables libros de conversaciones: con escritores que saben hablar bien, la mayoría de las veces, o con gente de acción capaz de escribir, como Julio César, Sun Tzu y algunos otros generales. Este registro inclinaría la balanza a favor de la escritura como ejemplo para el habla, pero tan proclive a devenir veneno es este dictamen, tan favorable se quiera o no a los abusos del dogma, que es necesario encontrarle un antídoto al otro lado de la calle, es decir, en la misma calle, recuperada de la demagogia para tales efectos. Del bar donde estoy terminando de escribir extraigo entonces, para oponer a lo ejemplar, un casual ejemplo, “El mundo del taxi es un mundo oscuro”, frase memorable, literaria, a cuya altura no están los comentarios que suscita, dicha al pasar por el hombre en mangas de camisa y chaleco sin mangas detrás de la barra mientras prepara y reparte cafés para su público ocasional, no considerado por él como tal, acodado en el mostrador delante del ocasional poeta, considerado así por mí en razón de la glosa a que su frase podría dar lugar, si la pieza en prosa o verso resultante diera la talla de su fugaz inspiración.

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

¡Queremos a Burgess!

Un artista de la palabra
Un artista de la palabra

Hace unos quince años yo buscaba tan encarnizada como infructuosamente una edición, en inglés o en castellano, de la Sinfonía Napoleónica publicada por Acantilado el año pasado. Lo hice en Buenos Aires, en Nueva York, en los locales de libros usados donde se supone que uno puede encontrar todo o casi todo (como comprobé entonces) lo que se haya podido publicar en este mundo, pero nada. Olvidé mi búsqueda hasta que vi el volumen de Acantilado y me dije que, si la novela volvía a circular, el original en inglés debía andar cerca. Así era: unos días más tarde lo encontré y por fin, al cabo de quince años, me di el gusto. Pero recordé el relativamente nulo eco obtenido por la traducción de A Dead Man in Deptford, la última novela de Burgess, dedicada a la vida y los tiempos del fascinante dramaturgo y espía isabelino Cristopher Marlowe, aparecida en Alfaguara a mediados de la década pasada, y me chocó el destino actual de este gran novelista inglés, universalmente traducido obra tras obra cuando vivía pero tan poco leído hoy. Para casi todo el mundo, casi todos los lectores, no es mucho más que el autor de La naranja mecánica, el único libro suyo que siempre se encuentra en librerías, conocido sobre todo por la película de Stanley Kubrick. Es una pena, teniendo en cuenta la alegría, diversión, flexibilidad de pensamiento y riqueza de invención de que así los lectores se privan a sí mismos. No es mucho lo que puedo hacer para reparar tal injusticia, pero he aquí un par de extractos de sus sabrosísimas memorias (dos gruesos tomos agotados) de los que espero que despierten las ganas de leer más. Burgess tiene la palabra:

Autor prolífico
Autor prolífico

Ya había previsto que escribir una novela sería una tarea más fácil que componer una sinfonía. En una sinfonía se unían muchos hilos en el mismo instante para hacer una declaración; en una novela lo único necesario era una sola línea de monodia. La facilidad con que podía hacerse el diálogo parecía excesivamente injusta. Esto no era arte como yo lo había conocido. No dar al lector acordes y contrapunto se me antojaba un timo. Era como pretender que podía existir un concierto para flauta sin acompañamiento. Mi idea de dar al lector algo que valiera la pena era lanzarle palabras difíciles y neologismos, complicar la sintaxis. En realidad, cualquier cosa que le diera la impresión de una musicalización de la prosa. Vi que esto era lo que Joyce había intentado hacer en Finnegans Wake: amontonando palabras para formar acordes, presentando varias historias de forma simultánea en un efecto de contrapunto. Yo no intentaba emular Finnegans Wake –que había cerrado puertas en vez de abrirlas-, pero sentía que Ulises tenía aún mucho que enseñar a un músico convertido en novelista. Cualquier episodio aislado de dicha obra presenta un contrapunto de una complicación barroca: como un libro de la Odisea que encontrase un paralelo moderno, que formase un simbolismo y un estilo, presididos por un órgano del cuerpo, al igual que un arte o una ciencia, con un color predominante además, probablemente, como una carta de Domenico.

Yo no deseaba ir tan lejos, pero aprobaba el bajo obstinado de un mito para la novela que quería escribir. Trataría de los últimos días de mi servicio en Gibraltar y, así como Joyce había hecho de la Odisea la subestructura de su novela, la Eneida sería la base de la mía.

Burgess fue compositor antes de ser novelista y siguió siéndolo después. Para quien quiera escuchar algo suyo, copio el link a la ejecución de una de sus obras:

https://www.youtube.com/watch?v=oix6oL3RsS4

Otro comentario interesante, especialmente en nuestros tiempos de globalización:

El novelista músico
El novelista músico

La literatura no es universal. Los malayos se reirían de El fondo de la cuestión de Graham Greene, encontrando esencialmente cómico el dilema del hombre que se suicida porque ama a dos mujeres. Shakespeare suele ser aceptable, lo cual confirma la pretensión de su casi universalidad. Vi en un kampong de Borneo una gastada copia del Ricardo III de Olivier, que tomaron como un melodrama de la Inglaterra del siglo XX y cuyo vestuario se parecía tanto a los trajes de ceremonia de los malayos que la historia les resultó comprensible, en especial cuando armas afiladas segaban cabezas. En cambio, George Eliot y Jane Austen eran difíciles incluso para malayos que usaban el inglés como segunda lengua. Trabajé en la traducción de partes de La tierra baldía. No funcionaría. Sólo cuando el trueno empezara a hablar en sánscrito tendría sentido para Oriente el Tanah Tandus (traducción al malayo del título de la obra). La tierra baldía resultó ser, mientras los gatos masticaban serpiente cruda, una pieza literaria muy local, sin nada que decir a una cultura que no tenía ninguna palabra para la primavera y no comprendía el mito del grial.

El que tenga la suerte de toparse con un libro de Burgess en cualquier estante, que lo abra. Confío en que no querrá salir hasta terminarlo y le deseo que encuentre más. Tiene muchos y La naranja mecánica NO es, de ningún modo, la summa de su obra, aunque los distribuidores parezcan empeñados en que sea lo que resta de ella. Desmintámoslo.

burgess10

Apología del hombre orquesta

El autor de Planet of the Baritone Women
El autor de Planet of the Baritone Women

Rara vez lo que admiramos es admirado de manera que nos parezca suficiente por aquellos con quienes tratamos de compartirlo. La insuficiencia de su aprecio nos hiere como un desprecio si no estamos advertidos y nos castiga, de paso, por el precipitado intento de apropiación de una obra ajena en que hemos incurrido. Pero el arma con que lo hace no es la reprobación de nuestro gesto ni el juicio adverso que podría caer sobre el gusto que aquél expresa, sino en cambio el que queda en suspenso, como una condena, sobre la medida de nuestra plenitud. Es así como se pronuncia el maleficio de la duda y conjurarlo requiere distancia, lo que explica la velocidad de nuestra retirada a fuero interno. Pero la discreción mejor aprendida no basta para evitar nuevos tropiezos, con lo que una y otra vez tendremos oportunidad de examinar el mismo terreno.

Por ejemplo, una noche en casa de amigos, la anfitriona manifiesta sin vacilar su aversión a la música de Frank Zappa. También explica muy bien sus motivos, o los expresa perfectamente a través de una imagen memorable: “Es como si él se me apareciera por todas partes”, proliferación alucinante de lo más adecuada al objeto en cuestión, que con su monopólica abundancia de rasgos inconfundibles difícilmente resulta ubicable en el segundo plano de la atención de nadie. Quien se siente cercado, o cercada, por la ola de sonido que se abate sobre su aturdida persona teme ahogarse, naturalmente, y busca una salida, que en este caso no es más difícil de encontrar que el botón de volumen o el de encendido del aparato reproductor. Pero el disgusto producido por la alarmada carrera en su búsqueda perdura en la memoria y fija la sentencia, cuyas posibilidades de ser revisada disminuyen con cada nuevo tropiezo casual entre la crítica ocasional y el artista.

American abroad
American abroad

Yo, fanático de Zappa, dado también al argumento polifónico, en mi juventud hubiera rechazado el dique opuesto por quien repartía esa noche su atención entre los invitados al fluido desborde formal y expresivo característico del autor de Sheik Yerbouti. Pero ahora, en cambio, lo preciso y eficaz de la descripción, en sí misma digna de aprecio, gana mi respeto y me deja pensando, estado que me lleva a recordar otra conversación que sólo se parece a ésta por ser la misma conciencia donde se la evoca. Escena: una joven agente literaria, conocedora de mi admiración por Orson Welles, me cuenta que ha visto F for Fake, un clásico de mi filmoteca personal, y agrega, tanteando, con delicadeza pero dejando ver, a pesar suyo, la contrariedad en que se origina este comentario, que le chocó la autoridad con que Welles, basado en poco más que su dominio del discurso –sí, le hubiera gustado vivir en la antigua Roma, según decía, para ser orador- y la destreza de sus manos –que exhibe al comienzo de esta película haciendo trucos de magia a los niños- para el montaje, formula juicios y meditaciones tejiendo un monólogo que se impone al espectador como una cátedra al alumno, es decir, desde la superioridad del que sabe al dirigirse a quien no. Jamás se me habría ocurrido. Recuerdo la feroz alegría compartida con mi amigo Alejandro, la primera vez que los dos vimos la película, cada vez que en la pantalla prendían fuego a otra obra maestra de Matisse, Renoir, Modigliani o Picasso recreada por el maestro falsificador Elmyr de Hory y me cuesta compaginar el espíritu de travesura consentida en que nos recreábamos entonces con el sentimiento de opresión resistida que me transmite mi interlocutora. Escena: como suele pasar en el teatro, razonablemente o no, se trata de verdades opuestas. Entre ambas hay un abismo. Considerando el sexo de cada parte del conflicto en los casos referidos, aun temiendo lo abusivo de tales interpretaciones, se puede ensayar una aproximación que busque en esa diferencia motivos para esta otra. Frente al supuesto saber del hombre que no consiente someterse a las convenciones de la tribu o prefiere sacrificar el asentimiento del público a su propia afirmación y es celebrado en su natural superioridad por el estudiantado rebelde, la paradójica rebelión de la educada que debe al lugar acordado al otro la posibilidad de hacer oír su voz, o la moderna reticencia femenina ante la vieja autoridad paternalista. No todos, no todas y no siempre reaccionan así, de hecho otras veces y según qué matiz es exactamente al contrario, pero que lo básico de este planteo sirva para acceder fácilmente a la escena, no menos primitiva, del primer encuentro entre creador y materia, entre la aparente pasividad de lo previo al lenguaje y la precipitada universalidad de esa primera persona.

Harold Brodkey
Harold Brodkey, navegante de conciencias

He do the police in different voices. Ése era el título original de La tierra baldía (Eliot), sepultado en la versión definitiva bajo los cortes y tachaduras del autor y su editor Ezra Pound. La habilidad vocal de Welles es suficientemente conocida y pruebas de ella no faltan: puede oírselo en infinidad de películas y grabaciones de todo género, y además en más de un rol en varias de sus propias obras que, como se sabe, solía arrastrar consigo por el mundo durante años hasta acabarlas o no, sin poder volver a reunir para ello a sus intérpretes con lo que, para poder dar voz a todos, a veces acababa teniendo que prestárselas él mismo, es decir, los doblaba. En cuanto a Zappa, ya no el doblaje sino la multiplicación de voces es, desde el disco, una de sus marcas registradas, en una proliferación centrífuga que ramificándose sin freno, como se ve en el video de City of tiny lights, donde caras y manos de plastilina se transforman sin cesar llegando a devorarse entre sí, genera esa jungla vertiginosa sin respiro para todo el que quiera pisar firme y desde su asiento dominar el paisaje, o al menos ponerle un límite. Lo opuesto: The abundant dreamer, el soñador abundante, como lo llamó Harold Brodkey en el título de un relato ejemplar sobre este conflicto.

El soñador abundante narra la educación sentimental, la formación intelectual y la trayectoria socioeconómica del vanguardista director de cine Marcus Weill, evocadas desde el día en que recibe, a punto de iniciar un rodaje, la noticia de la muerte de su rica abuela, que se había ocupado de su crianza tras la separación de sus padres. Ha sido ella quien ha pagado sus estudios y la compradora de su primera cámara, pero esta recalcitrante firmadora de cheques, como la recuerda Marcus sentada cada día ante su escritorio, no se ha limitado a proveerle unos medios sino que también se erigió en el dique, es decir, en la instancia a la vez restrictiva y exigente, conservadora e impulsora de valores, que la abundancia del soñador ha debido desbordar y dejar atrás para encontrar su propio curso. El balance al que llega Marcus al final de su día de trabajo, que ha pasado, como dice Antonioni de los cineastas en general, con un ojo vuelto hacia el exterior y otro hacia el interior, tiene la fría estabilidad de una distancia dominada, en cuyos extremos definitivamente opuestos quedan enfrentadas la vara correctiva de la administradora y la cámara con que el director impone su visión, no tan en desacuerdo el uno con la otra como definido cada uno por sus atributos y aparte así de la confusión en la cual permanecen flotando los residuos del pasado y del mundo. No hay un ganador en este duelo, sino un establecimiento de posiciones tan firmes como irreconciliables puedan ser.

Más dura será la caída
Más dura será la caída

Soberbia es el título dado en varios países de habla hispana a The Magnificent Ambersons, llamado en otros El cuarto mandamiento, contra el que peca en el más alto grado, según la interpretación del distribuidor para esa región, el hijo díscolo de la familia homónima. La hybris, concepto griego, es un tema clásico que Welles trató en inglés más de una vez, además de una acusación de la que debió defenderse en más de una ocasión. Pero lo interesante de esta película es la relación que establece entre la soberbia y la inocencia del protagonista, quien demasiado tarde descubre el abismo bajo sus pies, tan profundo como elevada es su posición en la sociedad dentro de la que nace. Tal situación de riesgo, en consonancia con el ejercicio de un poder que parece natural y exclusivo, no deja de parecerse a la que suele ocupar el proteico artista objeto de esta meditación. Aunque, a diferencia del joven Amberson, no es el dinero, ni siquiera sublimado como educación, cultura, savoir-faire o savoir-vivre, el que sostiene a nuestro héroe a pesar suyo, sino en general más bien al contrario: los conflictos que de tan repetidos parecen siempre el mismo entre el artista y su mecenas, galerista, productor o socio financiero, según la época o la situación lo determine, forman parte desde hace tiempo y por derecho propio de la gran tradición narrativa de la historia de la cultura, por no decir de su actualidad, y suelen opacar por su dimensión social incluso los contenidos más intrínsecos de cada obra en litigio. Ya por la falta de medios originada en un desacuerdo o por un brusco deseo de independencia que rehúye el compromiso, no es sólo el desborde creativo el que empuja a un solo intérprete a multiplicar sus roles: la precariedad resultante de la falta de respaldo para un proyecto tras otro dividido entre su expresividad y su rechazo de las previsiones, en sí mismo un atentado contra la economía, tiene un papel no menos determinante –ni significativo- en ese desdoblamiento.

Pedro Henríquez Ureña escribió, en su prólogo a Esquilo, que “el primer paso hacia la tragedia se da cuando del coro se separa una voz para cantar sola”. El paso siguiente, continúa, es dialogar con el coro. Pero éste no es menor que el primero ni anula la distancia abierta, lo que deja un significativo intervalo entre ambos: el del momento en que el solista se ve no sólo destacado y separado del coro, sino también enfrentado a él, desde una posición que le muestra al cuerpo de voces del que viene como nunca lo había visto antes. El drama se concentra aquí. Se despliega luego, pero es en este punto donde se localiza el origen del pecado de omnipresencia del que los capaces de reintegrarse al coro acusarán siempre a quien no pueda volver del adelantamiento. ¿Qué se lo impide? ¿Por qué en lugar de conservar su voz, como una lengua materna, y su lugar entre los cantantes, de los que no es sino otro, inicia esa serie de desdoblamientos, que amenaza con ser infinita, desbordando todo espacio que pudiera asignársele mediante su propia transformación en un coro cada vez mayor y con más caras, nacidas de sus muecas, que en posición especular ante el de la tribu hace de éste también un espejo, con el consiguiente efecto de instantáneo reconocimiento mutuo en el horror de lo que no prescribe y se rechaza porque excluye toda posibilidad de acción excepto apartar la mirada?

Un Amleto di meno
Un Hamlet de menos (Carmelo Bene)

“La sociedad reposa sobre un crimen cometido en común.” (Artaud) “La especie humana existe para defenderse.” (Sollers) Hamlet manda poner esto en escena pero, más que confirmar la culpa de Claudio, lo que logra es darse cuenta de lo que él mismo sabe, sólo que los acontecimientos se precipitan a mayor velocidad que sus conclusiones y Laertes, para quien la reproducción no es traumática, lo alcanza con su espada y el veneno en ella untado antes que la lucidez completa o la manera de abstraerse del espiral de la venganza que se le pide protagonizar. La causa del padre. O en nombre del padre y contra la horda. ¿Es éste el aspecto bajo el que aparece el coro cuando es visto de afuera, desde la atmósfera privada de su calor, a cuya luz la solidaridad es complicidad y la complicidad despierta para siempre una atroz sospecha? Un rasgo común de los iconoclastas, que rara vez se señala y en general más bien se niega para incluso afirmar lo contrario, es la devoción que muestran, y sorprende a todos al verla, hacia sus mayores, hacia aquellos a los que han elegido como sus mayores, tan profunda como el desdén que exhiben hacia la mayoría, tan amplia, de sus contemporáneos. En casi todas las películas de Welles, y ya en Citizen Kane, su obra de joven terrorista, puede verse esta reverencia hacia el pasado, que también puede oírse en la indignación de Mingus hacia los detractores que, pasando sobre sus hondas raíces, le hacían zancadillas por la espalda recriminándole “You don’t swing enough” –y contra ellos grabó Blues & Roots-, o percibirse en el inalterable apego de Zappa a su admirado Edgar Varese, de quien sólo gracias a él se ha oído al menos el nombre en el circuito del rock, o a los viejos grupos vocales de la década del 50, todavía recreados por su música de los años 80. “No hay que dejarles la tradición a los tradicionalistas”, decía Pasolini. Más cercanos en el tiempo, Quentin Tarantino o Jack White son otros ejemplos de este afecto entre la singularidad y lo añejo, cuya participación reclaman en sus obras a modo incluso de señas de identidad. ¿Es entonces la memoria lo que conjura el pacto social a propósito de cualquier época pasada? ¿No es una deuda lo que reclama todo fantasma que, como el padre de Hamlet, regresa exigiendo la sangre que le han arrebatado?

Mingus Mingus Mingus
Mingus Mingus Mingus

“La oda a una urna griega vale más que un montón de buenas señoras”, declaró Faulkner provocadoramente. Frente a ese montón representativo de la decencia que usurpa la santidad, del sentido y el bien comunes que excluyen lo revelado, como una pluralidad de la diferencia contra la pluralidad de la semejanza, se hace oír el hombre orquesta en su brusca disonancia, que resuena en armonía con una clave negada. Mingus Mingus Mingus Mingus Mingus es el título de otro álbum de este virtuoso del contrabajo e imprevisible compositor de quien él mismo reconocía que había “muchos Mingus”. Nat Hentoff, un crítico que era también un excelente escritor, como lo prueban las siguientes notas, decía de él que era “como una criatura mitológica. Podía ser ferozmente antagónico, confiadamente tierno, extraordinariamente ingenuo, amargamente cínico, juguetón y deprimido. También era de distintos tamaños. He visto a Mingus enorme, encogido y mediano. Su peso podía variar de manera tan aventurada que tenía ropa de tallas diferentes que fueran bien con cada cuerpo. Pero ante todo, Mingus era simultáneamente singular y diverso en su música. No le gustaba usar la palabra jazz. Todo lo que hacía era “música de Mingus”. Y eso iba desde largas composiciones que parecían sinfonías a blues, retratos musicales o ásperas evocaciones del racismo.” Mingus no era fácil de tratar: fascinante, conmovedor y peligroso, se podía recibir de él tanto inspiración o una enseñanza inolvidable como un golpe con secuelas mayores. Sus bruscos cambios de carácter, mucho menos dominados que en su música, donde sabía siempre resolver los conflictos que se le planteaban, desconcertaban a amigos, músicos y oyentes. “Cada uno tenía un sonido y un fraseo tan singulares”, sigue Hentoff, hablando de los músicos de jazz, “cada uno era tan libre y a veces tan atrevido en su expresión. Mucho más que los músicos clásicos que había oído en mi infancia. Mucho más que ningún adulto que conociera. Para mí esos músicos de jazz eran heroicos cuando tocaban. Heroicamente individualistas. Pero cuando llegué a conocer a más de ellos, empecé a ver a los músicos de jazz bajo una luz de algún modo menos luminosa. Eran falibles y algunos podían ser odiosos y hasta dañinos para sí mismos y para otros. Aún así me impactaba cuánta vida había en ellos.”

Los estragos del genio
Los estragos del genio: Alec Guiness en el séptimo día

Entre la Vida y el Arte, cae la Sombra, como diría Eliot. O, como advertía el afortunado título en español de The horse’s mouth, adaptación de la novela de Joyce Cary protagonizada por Alec Guiness, y tan bien lo mostraba durante toda la comedia, “un genio anda suelto”: el respetable sabe o intuye a qué se expone frecuentando su trato y todas las advertencias de las madres, respaldadas por el silencio de los padres, se hacen oír a este propósito. No es para menos: el genio lo es tal vez en su caja a la italiana, pero Dios sabe lo que puede pasar, o hacer pasar, si se lo suelta. Aunque tampoco es tranquilizador lo que hace en escena. Pues también es aprendiz de brujo y ya se sabe adónde conducen ese tipo de experimentos. ¿Por qué no puede proveer algo adecuado: ideas para conversar, música para bailar, cuadros para las paredes o invenciones para el hogar? En realidad, desde la posición de quien, al revés que Prometeo, ha sido separado de la roca a la que un momento antes estaba agarrado como todos los que lo ven suspendido sobre el abismo, la situación es desesperada y todos los medios son buenos para recuperar el equilibrio. Si en la circulación de espanto instalada por la disposición especular de las partes no es posible distinguir a quién dirigirse en busca de un reconocimiento del nuevo estado, hacerlo contra todos puede ser el modo de imponer una relación cualquiera. La primera esperanza es agresiva. Luego el esquema frontal es enriquecido por la variedad de aproximaciones que permite el repertorio de expresiones desarrollado y todo se complica, tal vez para mejor: se aprende a hablar a cada uno, a dividir la multitud, a apartar la paja del heno, reconocer interlocutores, obtener respuestas e incluso hacer alianzas. Pero el conflicto original, aun si llega a agotarse en una vida, no se resuelve: por debajo de la red de comunicaciones permanece, por más espesa que ésta sea, como fundamento y fuente de energía, la agresión implícita en la acción fatalmente desestabilizadora cumplida por la introducción de lo excluido, dicho de otro modo, al tratarse cada vez del replanteo de una misma cuestión jamás zanjada, del retorno de lo reprimido. Crimen que todo prueba sin que haya justicia posible, caso insoluble entonces, lo irresuelto se expresa en cada encuentro mediante el eco ambiguo que hace sonar a sus dos lados: quiero y no quiero, atracción, rechazo, equilibrio inestable. Nitroglicerina.

La columna desenterrada
La columna desenterrada

Lo curioso, tratándose de un tema universal que generación tras generación se representa en todo el mundo, es que el grueso de las referencias empleadas para pensar todo esto provenga de la cultura estadounidense. Sin embargo, si además de como fábrica de dólares consideramos la tierra de los westerns, los marines y los gangsters como el mayor productor de mitos del último siglo y medio, lo que casi seguramente es, resulta menos sorprendente. También es la tierra de los pioneros, del do it yourself y del self-made man, altivo sueño hoy degradado a condición universal. Y un raro sitio del que, habiéndose fundado como un nuevo comienzo al cabo –y por fin en el medio- de una larga historia cultural, nunca ha podido probarse si se trataba de un patriarcado o un matriarcado. El viejo litigio tiene aquí su propia configuración, pero las figuras del patriarca expansivo y la matriarca restrictiva, con sus herederos indecisos entre acusar al sol que hace sombra a todo el mundo o a la luna de seno gélido celosa de la luz que refleja, sobrevuelan todo el territorio de la América imaginaria, blanca al menos, y no vienen de más cerca ni de más lejos que los colonos fundadores de la nación. Eugene O’Neill, tantas veces proclamado “padre del teatro americano”, lo que llegó a ser, a la manera clásica, tras una ejemplar juventud de hijo pródigo, no lo ignoraba y eligió para trasponer a la naciente dramaturgia de su país, de entre todas las tragedias helenas, aquella que por sí sola basta para ofrecer un modelo completo del nacimiento de una cultura: la Orestíada, que ambientada entre confederados pasó a llamarse A Electra le sienta el luto, representada ante las imponentes columnas de la fachada de la mansión de los Mannon, “un gran edificio del tipo de los templos griegos, estilo en boga en la primera mitad del siglo diecinueve”, precisa O’Neill, como dejando claro que no es sólo él sino también la realidad la que ha hecho la trasposición. Pero el mito griego que mejor sintetiza, antes que ningún otro, la complicada armonía entre el hombre orquesta y el coro con los pies en la roca es el de Urano, el Cielo, y Gea, la Tierra, quien excedida por la inagotable creatividad de su hijo y esposo tanto como por sus innumerables invenciones, que ya no tenía espacio donde alojar, pidió al hijo de ambos, Cronos, el Tiempo, que lo castrara, lo que éste hizo; de la fértil espuma del sexo amputado de Urano caído al mar nació Afrodita, madre de Eros, llamado a veces, como Dioniso, Eleuterio, cuyo efecto sobre los mortales de ambos sexos es conocido.

Bendito sea el hombre orquesta
Bendito sea el hombre orquesta