
Hace unos quince años yo buscaba tan encarnizada como infructuosamente una edición, en inglés o en castellano, de la Sinfonía Napoleónica publicada por Acantilado el año pasado. Lo hice en Buenos Aires, en Nueva York, en los locales de libros usados donde se supone que uno puede encontrar todo o casi todo (como comprobé entonces) lo que se haya podido publicar en este mundo, pero nada. Olvidé mi búsqueda hasta que vi el volumen de Acantilado y me dije que, si la novela volvía a circular, el original en inglés debía andar cerca. Así era: unos días más tarde lo encontré y por fin, al cabo de quince años, me di el gusto. Pero recordé el relativamente nulo eco obtenido por la traducción de A Dead Man in Deptford, la última novela de Burgess, dedicada a la vida y los tiempos del fascinante dramaturgo y espía isabelino Cristopher Marlowe, aparecida en Alfaguara a mediados de la década pasada, y me chocó el destino actual de este gran novelista inglés, universalmente traducido obra tras obra cuando vivía pero tan poco leído hoy. Para casi todo el mundo, casi todos los lectores, no es mucho más que el autor de La naranja mecánica, el único libro suyo que siempre se encuentra en librerías, conocido sobre todo por la película de Stanley Kubrick. Es una pena, teniendo en cuenta la alegría, diversión, flexibilidad de pensamiento y riqueza de invención de que así los lectores se privan a sí mismos. No es mucho lo que puedo hacer para reparar tal injusticia, pero he aquí un par de extractos de sus sabrosísimas memorias (dos gruesos tomos agotados) de los que espero que despierten las ganas de leer más. Burgess tiene la palabra:

Ya había previsto que escribir una novela sería una tarea más fácil que componer una sinfonía. En una sinfonía se unían muchos hilos en el mismo instante para hacer una declaración; en una novela lo único necesario era una sola línea de monodia. La facilidad con que podía hacerse el diálogo parecía excesivamente injusta. Esto no era arte como yo lo había conocido. No dar al lector acordes y contrapunto se me antojaba un timo. Era como pretender que podía existir un concierto para flauta sin acompañamiento. Mi idea de dar al lector algo que valiera la pena era lanzarle palabras difíciles y neologismos, complicar la sintaxis. En realidad, cualquier cosa que le diera la impresión de una musicalización de la prosa. Vi que esto era lo que Joyce había intentado hacer en Finnegans Wake: amontonando palabras para formar acordes, presentando varias historias de forma simultánea en un efecto de contrapunto. Yo no intentaba emular Finnegans Wake –que había cerrado puertas en vez de abrirlas-, pero sentía que Ulises tenía aún mucho que enseñar a un músico convertido en novelista. Cualquier episodio aislado de dicha obra presenta un contrapunto de una complicación barroca: como un libro de la Odisea que encontrase un paralelo moderno, que formase un simbolismo y un estilo, presididos por un órgano del cuerpo, al igual que un arte o una ciencia, con un color predominante además, probablemente, como una carta de Domenico.
Yo no deseaba ir tan lejos, pero aprobaba el bajo obstinado de un mito para la novela que quería escribir. Trataría de los últimos días de mi servicio en Gibraltar y, así como Joyce había hecho de la Odisea la subestructura de su novela, la Eneida sería la base de la mía.
Burgess fue compositor antes de ser novelista y siguió siéndolo después. Para quien quiera escuchar algo suyo, copio el link a la ejecución de una de sus obras:
https://www.youtube.com/watch?v=oix6oL3RsS4
Otro comentario interesante, especialmente en nuestros tiempos de globalización:

La literatura no es universal. Los malayos se reirían de El fondo de la cuestión de Graham Greene, encontrando esencialmente cómico el dilema del hombre que se suicida porque ama a dos mujeres. Shakespeare suele ser aceptable, lo cual confirma la pretensión de su casi universalidad. Vi en un kampong de Borneo una gastada copia del Ricardo III de Olivier, que tomaron como un melodrama de la Inglaterra del siglo XX y cuyo vestuario se parecía tanto a los trajes de ceremonia de los malayos que la historia les resultó comprensible, en especial cuando armas afiladas segaban cabezas. En cambio, George Eliot y Jane Austen eran difíciles incluso para malayos que usaban el inglés como segunda lengua. Trabajé en la traducción de partes de La tierra baldía. No funcionaría. Sólo cuando el trueno empezara a hablar en sánscrito tendría sentido para Oriente el Tanah Tandus (traducción al malayo del título de la obra). La tierra baldía resultó ser, mientras los gatos masticaban serpiente cruda, una pieza literaria muy local, sin nada que decir a una cultura que no tenía ninguna palabra para la primavera y no comprendía el mito del grial.
El que tenga la suerte de toparse con un libro de Burgess en cualquier estante, que lo abra. Confío en que no querrá salir hasta terminarlo y le deseo que encuentre más. Tiene muchos y La naranja mecánica NO es, de ningún modo, la summa de su obra, aunque los distribuidores parezcan empeñados en que sea lo que resta de ella. Desmintámoslo.