Con guitarra

ACORDES: D6 / Bm / A9 / Fm# / Em / G / A6

No tengo a quién cantarle esta canción

No dice nada de mi condición

Pero la guitarra

Me sirve de su jarra

Sin razón

No llevo esta melodía en mí

No se parece a nada que escribí

Pero la guitarra

Como la cigarra

Canta igual

Aunque nada

Tenga que decir

A nadie más

No reconozco esta inspiración

No me parece una iluminación

Sólo la guitarra

Confía en lo que narra

En vez de mí

Que no tengo

Nada que contar

Ni que cantar

Sobre nadie

De ningún lugar

Cerca de aquí donde crecen ortigas

Y faltan voces amigas

Que llamar al otro lado del monte

Esperando que remonte

La situación

No tengo quién espere esta canción

No veo signos de liberación

Sólo la guitarra

Sabe lo que guarda

En su interior

Muy adentro

Donde tiene el corazón

En el centro

De lo negro

Donde están la salvación

Y la verdad

2023

Ilusión y entretenimiento 1

De menor a mayor

La canción es la forma rotunda de la música. Cuanto más rica y sólida es la tradición en que se asienta, menos debe meditar en su estructura y mejor puede colmarla, siendo así capaz de acoger todo tipo de experimentaciones, como los standards en el jazz. Y ofreciendo una satisfacción más inmediata que otros géneros musicales, al resultar reconocible incluso cuando es desconocida.

Jugar a pensar

Los niños empiezan a hablar imitando, pero luego, al empezar a hilvanar frases con sentido, también lo hacen así y utilizan inflexiones orales persuasivas, tonos expresivos y acentos enfáticos que de algún modo ponen en escena el despliegue de la razón, aunque no necesariamente se corresponden con el contenido de sus argumentos. El desarrollo de la lógica adulta supone la progresiva corrección de este desajuste, pero nunca está acabado el trabajo de la razón: más adelante, ya alcanzada la mayoría de edad, de modo más discreto, por eso más engañoso y ya no cómico, se sigue haciendo lo mismo. Los pensamientos se formulan en una imitación del pensar practicada a través del estilo, que sostiene las afirmaciones mediante la forma, aunque más allá de ésta nada haya que las sostenga. Ficción, pero no fingimiento del pensar: jugar a entender, a penetrar lo que así tan sólo se modula, conduce al accidente que interrumpe el proceso y de golpe, de ese golpe, en un sobresalto, a veces arroja una idea.

Tinta invisible

Las ideas dependen de las circunstancias y del modo de adaptarse a ellas. Luego quedan como convicciones, a veces fosilizadas. Se afirman verdades que serían otras si la perspectiva que forzó su surgimiento hubiera sido diferente, el éxito en lugar del fracaso, por ejemplo, o viceversa. Cada uno extrae sus principios de las encrucijadas y desvíos –en mitad del camino de la vida, no en el inicio- en los que cae, sin experiencia, como reacción necesaria a esos azares contrarios, acosado por la necesidad para elaborar unas máximas cuyos orígenes, como los de un capital mal habido, disimula incluso sin proponérselo, bajo la forma de apariencia suficiente que debe darles para enunciarlas y que sirvan así de dique al desconcierto, convenciendo a otros incluso tal vez sólo imaginarios. Del lápiz a la imprenta, en imitación de lo firme por auténtica precariedad.

La arena acumulada

Generación: la cultura de mi tiempo es la del tiempo de mi vida, nacido en 1964, con una prehistoria localizable en lo que dio a luz lo nacido entonces y desde ahí una historia que tiene su infancia en los 60/70 y se asombra de cómo los ecos y obras de la época persisten en la difusión de souvenirs (discos, películas) y en la evocación de quienes la vivieron, mitos para los más jóvenes, historias de esos viejos raros a los que se ve sobreviviendo, como en SarraZine (Balzac), dentro del aura de su fama. “Eran los muertos los que hacían vivir aquella época: discos grabados décadas atrás, películas rescatadas de las tijeras de los censores y las trituradoras de los productores, libros prohibidos cuando tenían vigencia…” Así podría expresarse, a propósito de los años de mi madurez, quien viera en ellos el tiempo de una decadencia pero no el origen de la pendiente.

Lo que la noche le oculta al día

Música, reducida a la función de animar y reanimar, en vivo o grabada, en la reunión cuerpo a cuerpo o en la diaria coincidencia de los cuerpos en un plano. Función del ritmo: mantener a flote lo que desanimado se hundiría. Función de la melodía: fijar un motivo replicable a falta de razón que lo sostenga. Función de la armonía: blindar el conjunto desde dentro para que nadie se quede fuera. Consecuencias del blindaje, la fijación y la mantención: sordera al contrapunto, anulación de la disonancia, descomposición imperceptible en la masa sonora. Imposibilidad de toda progresión. Abajo el infierno y arriba una nube empeñada en mantener la tierra a flote. Ni siquiera estructura cíclica: loop, giro repetido en el que a cada vuelta se olvida para perder la conciencia y que pueda lo sabido de memoria retractarse justo un paso antes del abismo, sobre el que se pierden los sonidos y los ecos que exceden la función conservada.

Negro sobre blanco

El ejercicio de la virilidad es un acto de decisión. Lo femenino se abre y se cierra, invitación o posibilidad, suspendido en esa ambivalencia radical de una puerta siempre entreabierta que se hace reconocer precisamente por la ambigüedad de su actitud y de sus gestos, unos signos que cabe interpretar y en consecuencia permiten decidir. Entonces, “el hombre propone”, como dice el refrán, que suele completarse con la rima y el eco: “y la mujer dispone”. Pero en esa restitución del equilibrio se pierde lo esencial, que viene de la diferencia y se dirige al no ser de cada uno, atravesándolos: más allá hay la resistencia de un tercer cuerpo, de uno u otro orden, o la incertidumbre ajena a ambos de la que acaban de intentar apropiarse. Precisamente “arrebato” se llama a veces a este enlace, a menudo furtivo e incluso necesariamente furtivo. No es lo que ocurre en la intimidad del hogar, sino lo que arde en el fondo del armario.

Sólo para tus oídos

Música y literatura
Literatura y música

Las olas y el viento. A fines de los años setenta, Onetti acabó de una vez Dejemos hablar al viento, novela que llevaba arrastrando desde mediados de los sesenta (Justo el 31, uno de sus capítulos, se publicó como cuento en 1964) y en la que mucho antes del desenlace la quema final de Santa María –revocada, como sabemos, en alguna novela posterior- es anunciada a la inversa por la ola que el narrador, Medina, comisario fugitivo más que retirado y mientras cuenta metido a pintor, dice que quiere pintar aunque piensa que nunca podrá hacerlo: “Ahora yo quiero una ola, pintar una ola. Descubrirla por sorpresa. Tiene que ser la primera y la última. Una ola blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y de pus y de leche que llegue hasta la costa y se trague el mundo. Para eso ando por la playa. (…) Yo podía pintar lo que quisiera y hacerlo bien. Campesinos, retratos, el cuadro del Papa que continuaría colgado en la iglesia de Santa María. Pero nunca la ola prometida a Cristiani, la cresta de blancura sucia que lo diría todo. Nunca la vida y su revés, la franja que nos muestra para engañarnos.” ¿Pero dónde está el engaño? En la división, en el orden impuesto a la materia. Lo mismo ocurrió por aquel tiempo con el rock, dividido una vez agotada su ola más alta, que duró hasta mediada esa década: de un lado el punk, aparentemente el lado sucio, con su odio a los hippies por la impracticable fe de éstos en el amor; del otro, la new wave, en apariencia el lado limpio, con su flamante pelo corto, su afeitado al ras y sus planchados trajes de hombros rectos, hasta con corbata. Los desocupados y los profesionales, dos caras de la misma moneda que no quiere verse a sí misma ni saber qué valor la sustenta, aunque siempre la que mira hacia arriba esté apoyada en la aplastada contra el suelo y al igual que los hemisferios se turnen para dormir y velar. Lo que cada uno deja en la oscuridad a su hora de asomarse es un recuerdo, o el pasado detrás del recuerdo: la noción de la muerte previa que certifica su condición de mortal.

Música zombi. Discos póstumos, elaborados tras la muerte del artista, o la disolución de la banda, o su marcha del sello discográfico tras la extinción o ruptura del contrato que los unía, a partir de abandonadas cintas desnudas que un productor se ocupará de vestir de manera adecuada para la fiesta de cuerpo ausente que se prepara. O realizados tras el esplendor de uno u otro género musical reciclado por el sistema de producción sobreviviente, cuya marca de fábrica se encuentra en la medida de brillo colmada por un perfecto dominio de los medios a su alcance, fría prótesis colocada en el sitio del calor vital perdido. Esos coros, caños y cuerdas masivamente instalados para no dejar lugar a dudas, ese saxo, guitarra o trompeta inequívocos en la aséptica estridencia con que restituyen lo que en su tiempo debió frotarse con el ruido ambiente para hacerse un espacio, no son un tributo rendido por el intérprete al creador sino cobrado por la copia al original sea quien sea quien vaya a pagarle. Todo cae donde se lo espera en estas imitaciones cuya sólida armazón se sostiene en el miedo al vacío.

Grabado en piedra
Grabado en piedra

La sustancia definida por el modo. ¿Puede darse que el agua quiera cambiar el curso del río? ¿Puede el intérprete, sin pasar del aquí y ahora que define su situación al plano abstracto donde las situaciones sólo pueden proyectarse, devenir autor? Podemos escuchar a Aretha Franklin, por ejemplo, y advertir cómo, en el final de Eleanor Rigby, prolonga la sílaba única de la palabra die para concentrar en dos segundos todo el reprimido dramatismo de esa muerte y enseguida, despachándolo cortante, creando así un contraste tan violento como una tachadura, suelta un nobody came que es el juicio más sumario imaginable acerca de todos esos ausentes con los que desde un principio –el principio de los tiempos- no había que contar, y percibir en ese modo un tratamiento tan definitorio de la sustancia en cuestión que autorizaría la consideración de la potencia conceptual del que interviene en segundo grado virtualmente a la misma altura, aunque apoyada en otros puntos, que la del que lo ha hecho en primero y firma la obra. ¿Cómo se alcanza este pie de igualdad? Con los mismos elementos que han servido para establecer la diferencia entre materia y forma, los mismos elementos concretos –en este caso los de la voz: timbre, tono, silabeo, modulación- que, si logran afinarse a tal punto que tocan, materialmente, la misma fuente de la que ha bebido para la ocasión quien ha ideado la pieza, se encuentran en las mismas condiciones y con igual derecho, pues también sus posibilidades son las mismas, a incidir de manera sustantiva, no sólo adjetiva, por muy hondo que calen sus calificativos, en la expresión y en lo expresado.

Tono y tiempo. Schönberg dio alguna vez una definición muy simple de su atonalismo. “Mi música es un intento de prosa”, dijo. Movimiento parecido al de Lautréamont o Rimbaud al abandonar el verso. Pero es curioso cómo el lector moderno, tan poco afecto a la rima como insensible a la métrica, no puede abandonar ni una ni otra cuando se trata de música.

Asignatura pendiente
Asignatura pendiente

La barrera del sonido. El rechazo de los surrealistas hacia la música, que no haya ni pueda haber una música surrealista, deja ver bien el contorno y el límite del movimiento. Pues el surrealismo opera con la representación, a partir de un necesario referente realista y de su superación, como su nombre lo indica, pero no sobre la materia, a pesar de su compromiso marxista durante el período de entreguerras. Por eso su pintura es figurativa, sin que esto suponga una barrera que la abstracción franquea. Trastornos formales como la inversión de acordes o la dodecafonía, que no remiten a figuración alguna sino sólo a métodos previos de organización de una materia, por más significativos que estos puedan ser, le son ajenos y aún más: impenetrables, por lo que haya tal vez que convenir en que acertaron al juzgar impracticable esta vía y declarar la puerta que a ella da condenada.

Blanco y negro. Otelo, tragedia íntima y cósmica, pública y privada: algo que ya está en Shakespeare, pero que la música de Verdi se apropia y desarrolla muy bien, plenamente dentro de su cultura, patriótica y melodramática, como los himnos, las banderas y la idea de morir por la patria. Público y privado: lo determinante es la raza de Otelo, que pone en conflicto ambos mundos, la escena pública en la que es tolerado como general y el nivel íntimo en el que se lo odia como extraño que se salta el escalafón y conquista lo que los locales no. Si la dicha, el ascenso al paraíso se da en Shakespeare a través del cambio, de la transformación que es resurrección, como la del árbol en el Cuento de invierno, en Otelo en cambio la transformación es lo imposible, o al menos éste es el principio de realidad que Iago pone en acción: la transformación ha sucedido, Desdémona ama a Otelo, pero pronto volverá al orden de la realidad, del mundo: Otelo no puede volverse blanco ni creer en el pasaje de blanco a negro y de negro a blanco que se da en el amor o en la trasformación que se da en el canto.

De Elías a Judas
De Elías a Judas

Música comprometedora. Woody Guthrie: “Pete Seeger es un cantante de canciones folk, Jack Elliot es un cantante de canciones folk, pero Dylan… Dylan es un cantante folk.” En los años sesenta, Dylan asume toda la tradición de la música popular norteamericana y la renueva irrevocablemente con el pasaje a la electricidad, que ocasionó tantas resistencias al desprender ese material del contenido y la forma exigidos por los ideólogos del momento y los tradicionalistas de siempre, esos mismos en cuyas manos Pasolini recomendaba nunca abandonar la tradición. En ese par de años, ‘65, ‘66, Dylan deviene una encrucijada que redistribuye, como Memphis y otras ciudades semejantes en su país, territorios, vehículos y caminos, en este caso, a partir de una figura inédita, capaz de reunir en un solo intérprete, en un mismo cuerpo, imágenes antes incompatibles como las de folksinger, rock star, ícono cultural y autor de textos que desbordan las clasificaciones literarias vigentes, entre otras, para romper, proponiéndoselo o no, los compromisos establecidos por relaciones anteriores y provocar elecciones novedosas con consecuencias no previstas, ni siquiera desde el punto de vista del que había arrojado la piedra sin poder ver lo que tenía en la mano antes de abrirla. La conocida contradicción entre la resistencia despertada y el éxito obtenido, dos escándalos, puede leerse como otra forma de la polisémica ambigüedad de esas canciones.

Debut. Por la noche, al saludar tras el concierto, es abucheado; por la mañana, a su alrededor, oye a su público tararear distraído las melodías que le hizo escuchar la noche pasada.

Loco. El que canta por la radio que el tiempo es poco cree hablar de la brevedad de la vida y se refiere tan sólo a su propia inconstancia.

Ahora escúchame tú
Ahora escúchame tú

Puro teatro. Nada impide a un hombre cantarle a una mujer esa canción vociferada por la Lupe al final de una película de Almodóvar. Todo favorece en esa saturación de femineidad la fluida inversión hacia otro intérprete que, devolviendo reticencia por estridencia, repitiera la misma letra, la misma melodía con voz muy suave: Igual que en un escenario / Finges tu dolor barato / Tu drama no es necesario / Ya conozco ese teatro / Fingiendo / Qué bien te queda el papel / Después de todo parece / Que ésa es tu forma de ser / Yo confiaba ciegamente / En la fiebre de tus besos / Mentiste serenamente / Y el telón cayó por eso / Teatro / Lo tuyo es puro teatro / Falsedad bien ensayada / Estudiado simulacro / Fue tu mejor actuación / Destrozar mi corazón / Y ahora que lloras de veras / Recuerdo tu simulacro / Perdona que no te crea / Me parece que es teatro. Es imposible fundar un carácter en nada que se recrimine a otro.

Ruido blanco. “Que tus palabras sean dignas del silencio que rompen.” La baja calidad del silencio característico de la conciencia del televidente modélico ha hecho la fortuna de los medios.

Partitura. Enamorada del piano, enamorado del violín, sentía que la música le venía del instrumento. Pero al sentir con rencor que eran sus dedos los que tocaban, ya no pudo sacarle una nota.

Invitación al baile. ¿Cómo evitar la parálisis generada por el consenso? Cuando en un grupo a partir de una fórmula todos estén por ponerse de acuerdo, retirar una silla.

Canta conmigo
Canta conmigo

Coro. Lo que distingue a la voz propia, es decir, a la voz de alguien, a la voz que sale de un cuerpo, no es el nombre, sino el timbre. Aunque en cualquier manifestación colectiva las voces se mezclen, la multitud más anónima se compone de cuerpos separados y el efecto conjunto es resultado de un fallo en la percepción, similar a aquél al que el cine, compuesto por fotogramas, debe su vida. Pero no es en el registro donde se cumple la verdad que éste predica, ni en la síntesis alcanzada por la correcta armonía de los elementos, sino en el fondo sin forma de cada uno de éstos por separado y más allá de los mensajes que lancen o dejen. O, según la imagen del coro ya aludida, no en el aire habitado ni en la voz plural o singular que lo agite, sino en las cuerdas vocales empleadas y distribuidas por garganta, como es sabido. En el azar general, aunque se pierda para los puntos de vista de sus contemporáneos y sucesores dentro del viejo agujero negro del “tiempo de pies ligeros” (Marlowe), cada cuerpo tiene su destino y guarda sus huellas.

Play it again. La música es una expresión de alegría, pero de esa alegría dramática por su excepción del estado de tristeza normal de las cosas. Cuando alguien rompe a cantar, ya sea en una fiesta popular o en un musical, se nos hace precioso por su súbito esplendor de aparición y su simultánea vulnerabilidad de cosa viva, única, irrepetible, aunque cualquier otro hubiera podido hacer lo mismo. Pero no lo hizo y es esa oportunidad perdida la que recuperan, de manera no más ilusoria que la participación del que escucha en la interpretación ofrecida, el inspirado espontáneo o el artista consumado que, sin diferencia entre ellos por lo que hace a lo oportuno de su acto, interrumpen la monotonía con su melodía destacada. Y es en ese instante, el suyo, de mayor plenitud, que más lo efímero del equilibrio perfecto se hace sentir. Pero no concluye allí, ya que lo inimitable, justamente, induce a la imitación y así, de esta feliz manera, es como precipita a cada imitador a lo infinito, a lo imposible.     

marshall