La historia en suspenso

Panorama en suspenso
En tierra extraña

El grupo queda de nuevo dividido en parejas: Fiona y Julie en la cama grande del dormitorio, una dormida contra la otra en la amplitud de la tarde californiana; Joan y Charlie velando ante el televisor en el sofá que por la noche hará de cama para la primera; Tamara y Madison en el vehículo que centellea bajo el cielo ardiente. Y aunque no ocurre todo a la vez, el contrapunto lo hace más significativo: la mayor quietud en la mayor proximidad al inminente motor inmóvil, un campo de tensión irreductible entre esperar, reponer fuerzas y anudar movimientos, y la velocidad creciente que Tamara imprime al coche sobre ese fondo de urgente contradicción. Ella no habla y su amiga tampoco, ni siquiera han reñido, pero ni una ni otra sabe poner límite al silencio que sin embargo es Tamara quien arroja sobre Madison. Fiona vuelve su enorme vientre hacia el lado de la pared, Julie agita como un escarabajo sus pequeñas extremidades en el aire. Con el cinturón de seguridad cruzándole el pecho, los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo y la espalda pegada a la butaca por el pie de Tamara sobre el acelerador, Madison se ve metida en una máquina que la interroga y no acepta respuestas, ni falsas ni verdaderas. Una mínima pulsación de la yema del índice de Charlie sobre el control remoto traslada a Joan de un remotísimo lugar de Oceanía a cualquier estadio perdido en el cosmos, donde en lugar de extrañas especies animales devorándose unas a otras dos puñados de hombres decididos se enfrentan bajo reglas consensuadas. Tamara aprieta la mandíbula y Madison siente la presión contra su vientre aumentar con la velocidad, mientras el coche parece dejar cada vez más atrás toda posibilidad de diálogo y, aunque ninguna de las dos piensa en la diferencia original entre sus lenguas, ambas perciben como una frontera ese margen indefinido entre los dos idiomas que con el correr de las millas se va consolidando. Fiona y Julie navegan las horas de la tarde hacia la noche en un sueño opaco; la luz del sol se va aplacando en las paredes y las sombras pierden su filo. Poseídas por la vana prisa de lo que gira en torno a un eje y pretende alcanzar un centro, establecido en este caso por un proceso del que son agente y no causa primera por mucho a lo que puedan aspirar en cuanto potenciales destinatarias, dentro del coche que se mueve Tamara y Madison permanecen rígidas, precipitadas a través de una vertiginosa sucesión de matices, del blanco de los nudillos sobre el volante al rojo mental del accidente, pasando por toda la gama audiovisual de los obstáculos imaginables, ninguno de los cuales aporta a este hundimiento en la nada otro sentido que el de la carretera. Charlie y Joan coinciden de pronto en un viejo dibujo animado repleto de palizas que absorbe mientras dura la totalidad de su atención. La sorpresa de que nadie se les cruce, como si nada pudiera detenerlas, de que ninguno de los coches que adelantan, ya entre los edificios de Los Angeles o al subir al plano abierto de la autopista, les ofrezca una mínima resistencia, sino que más bien parezcan desvanecerse a los costados para dejarles paso, induce en Madison el temor de haber cruzado otra barrera, distinta de la que separa lenguajes y territorios, más allá de la cual no habría retorno; pues nada se perdería con su pérdida, ni siquiera el par de niñas en camino, y la velocidad sólo evidencia la facilidad con que cualquiera de las dos quedaría borrada de un mapa idéntico después de su paso; Tamara, de pronto, se rinde y quita el pie del acelerador; Madison siente que ha ganado la carrera, aunque al precio de quedar ya para siempre del lado de la voluntad y de la afirmación; minutos más tarde, abriéndose paso en la misma corriente donde minutos antes creyó estar a punto de ahogarse, mientras Tamara camino a casa duerme a su lado, es su propio aplomo al conducir lo que la sorprende bajo el peso del miedo. Julie despierta y la siesta se acaba, Joan querría prolongarla pero los adultos van y vienen delante del televisor y sus voces no la dejan oír las de los personajes. Antes de que oscurezca del todo, Madison cumple su promesa y, después de hablar con su abogado para solicitarle un especial estado de alerta durante este período de víspera, llama al Sunshine Inn y desea buenas noches a la portadora. Fiona no recuerda lo que soñó esa tarde pero, mientras Julie flotaba en la presumible burbuja azul o rosa normalmente atribuida a su edad y Joan y Charlie derivaban entre las estaciones del ciclo eterno de las imágenes por cable, ella en cambio, devuelta a la infancia, ha estado ofreciendo, desde el cuadrado de arena donde juega sentada, tortitas de esa materia incomestible y rechazada en consecuencia pero tan maleable que deviene un desierto del que ella no se puede levantar; hundiéndose en esas arenas movedizas ha despertado sin más registro del accidente que el regusto de lo que ha sido obligada a tragar, causante de una náusea que atribuye a su estado antes de volver a dormirse; una vaga sensación de hundimiento vuelve a ella después de la cena, al conciliar el sueño junto a Charlie, con Julie en medio de ambos, mientras Joan se queda en el sofá al otro lado de la puerta entreabierta. En la ventana, un edificio llama la atención de Joan: pues, en lugar de sumirse en la oscuridad general del centro de la ciudad a esta hora, con a lo sumo algunas ventanas encendidas pero no por eso menos herméticas, exhibe su interior como lo haría un decorado, con sus varios niveles de escaleras en cuyos escalones y descansos más hombres que mujeres solos, de a dos o en grupos fuman, conversan o sólo están ahí, dentro de un corte longitudinal que va del suelo a la terraza y causa la impresión general, irreconocible para Joan, de una espera en común que, como la falta de recursos económicos o el envejecimiento prematuro de su edificio, comparten sabiendo cada uno que la cita será fallida, noción desde la cual allí persisten sin embargo, dejando que el tiempo los atraviese noche tras noche frente a la mirada capaz de percibir el carácter de su estadía. A la mañana siguiente, Madison y Tamara se despiertan más temprano de lo que hubieran querido, tras un sueño alcanzado a base de té, pastillas y una última selección de nombres para las gemelas; los ingleses desayunan en el hotel aprovechando la media pensión pagada por las americanas. Tienen dos semanas por delante sobre las cuales pende una fecha incierta y esta incertidumbre lo vuelve todo escurridizo: Madison revisa el guión a cuya primera versión deben el anticipo que sostiene toda la iniciativa, pero no logra interesarse de veras ni por sus propias ideas ni por la posible realización; a Tamara, cuanto más sólidas le parecen las firmas de su cartera de inversores, más virtual le parece su negocio en Internet; Charlie, desprovisto de cualquier actividad, vigila que la desocupación no le produzca los conocidos síntomas del desempleo por más que esta vez al menos disponga de una justificación médica, eso sí, indirecta; sólo Fiona, que hace mucho que no hace nada distinto para ganarse el pan, tomada por la naturaleza, aunque ésta fuera asistida, permanece en contacto con la fuente de la ansiedad que la rodea y no necesita distraerse. Sin embargo, guarda un secreto: sus clientas, en la visita del día siguiente a su llegada al caer la tarde, quizás debido a su inexperiencia no sospecharon nada; pero el calor manifestado por la proveedora no se debía a la temperatura ambiente ni era un fenómeno inherente al normal desarrollo de su estado, sino el efecto de una fiebre que, ya medida por Charlie una vez que su mujer no pudo esperar a que pasara, allí estaba instalada para recibirlas aunque ellas no se detuvieran en su aparición, y pronto alzará la voz para llamarlas una vez que se hayan ido sosegadas. La fiebre se hace fuerte por la noche y descansa por la mañana, entre una esposa entregada y un marido consumido; los ánimos que el sueño les devuelva serán para las hijas, en tanto el sol parece fijar un suelo calmo para el tránsito del día. Pero no es así y esa tarde, cayendo como un rayo sobre el devenir horizontal de la espera, sobrevendrá la urgencia y la raíz torcida emergerá: las dos partes del arreglo habían acordado, por fatiga o prudencia, durante la víspera darse un día de tregua en su trato, aunque igualmente se comunicarían a la hora oportuna para confirmar la regularidad de la jornada; cuando Madison, después del almuerzo, telefonea, todo sigue sin novedad según le reportan; pero, apenas un par de horas después, como si su llamada hubiera precipitado un cumplimiento perentorio del plazo estimado para la entrega, Tamara oye la agitada voz de Charlie en el teléfono informándole que una ambulancia está en camino al Sunshine Inn.

continuará

auto

Postal negra

No puedo pasar sin las historias del Detective Story Magazine ni los relatos de Hal Croves. La manera que tienen esos detectives de ver el mundo desde dentro y no desde fuera. Tan distintos a esos “lógicos”, como Sherlock, que me aburren soberanamente.

Ludwig Wittgentstein, Diarios apócrifos de Cambridge (1944-1946)

Crimen sobre hielo

Hay una diferencia profunda entre la novela negra original y su variante contemporánea, especialmente la nórdica: el tratamiento dado al miedo y la violencia, tomados en aquella como elementos consustanciales a la aventura y en ésta, en cambio, manifiestos como anverso y reverso de una amenaza con la que se compromete al lector y sobre cuya mayores o menores probabilidades de cumplirse, que oscilan a lo largo del relato, se modula el suspenso. El miedo como valor, como verdad, más aun que el miedo a la verdad o el valor frente al miedo como alternativas de desarrollo: he aquí una invención del género en su transcurrir histórico por su propia transformación o actualización que tal vez no sea, teniendo en cuenta la dependencia de sus condiciones de producción de cualquier género literario, sino el modo que encontró de asimilar un profundo desencanto, el desengaño de la imaginación activa que pasa de la curiosidad y el interés por la aventura, con toda la desconfianza implícita en el acercamiento al mal y la frecuentación de los peligros, al temor y el lamento anticipado por un riesgo imposible de asumir para quien, autorizado por el pesimismo, ve en la consolidación del dominio del cinismo, la violencia, la mentira y la injusticia la irrebatible afirmación no tanto de la verdad con la que debe estar de acuerdo como de la realidad con la que debe conformarse y las confunde. Como es más contemporáneo nuestro, Kurt Wallander nos parece en principio más real que Philip Marlowe: el mundo de uno es el actual y el del otro, con sus gangsters, sus millonarios y sus rubias, nos parece una leyenda. Pero no es necesariamente el parecido con las circunstancias el mejor índice de verdad que la literatura puede procurar a sus lectores.

Ese pánico total

Roman Polanski dijo alguna vez hablando de Cul-de-sac, posiblemente su mejor película, que “los personajes y ese pánico total son lo más importante del cine”. Lo afirmó sin demostrarlo, apasionadamente, como suele hacerse con aquellas creencias que traducen de manera más enfática la visión intransferible de las cosas y del mundo que alguien tiene. Podemos entonces creer por nuestra parte en tal declaración, sobre todo cuando ésta proviene de un artista tal vez aún más  dotado para la diestra manipulación de la amenaza que para descubrir de qué está hecha o quién la ejerce. Y si tomamos sus palabras, orgullosas y sinceras en el momento de pronunciarlas, como testimonio de un cierto estado de cosas a mediados del siglo veinte, cuando el viejo mundo de las dos guerras mundiales empezaba a ser dejado atrás, podemos arrimarles una anécdota, también de ambiente frío pues en lugar de venir de Polonia viene, premonitoriamente, de Suecia, divertida pero elocuente sobre el lugar del miedo en la época, para nosotros de un sombrío blanco y negro por debajo del color de los espectáculos de Hollywood. Aquí se trata del enfrentamiento, a propósito de algún montaje en el Teatro Real de Estocolmo, de un todavía joven Ingmar Bergman con su superior al frente de la institución, otro director teatral y cinematográfico que por su parte él mismo admiraba. En cierto momento de la discusión, acalorados a pesar de la temperatura ambiente, Bergman le suelta a su mentor: “¡Yo no le tengo miedo a nada!”A lo que éste responde con la carta del triunfo: “Bergman, he visto sus películas.” Éstas delataban –y aún lo hacen- la incómoda verdad del miedo de fondo, ese miedo que tanto avergüenza y en el que Bergman, años más tarde, basaría su único y tan particular como representativo film bélico, titulado justamente Vergüenza, cuyo argumento narra la progresiva degradación de unos músicos refinados, cultos y sensibles bajo la presión de ese “pánico total” del que hablaba Polanski y del que la guerra sea tal vez la expresión más entera.

Un cadáver en mi armario

La película, contemporánea de la crisis de la guerra de Vietnam, es de 1968; a pesar de la guerrilla y su consiguiente represión, lo que podemos afirmar es que para entonces el pacifismo era ya una manera de pensar que avanzaba sobre el patriotismo y que con el tiempo se volvería universal, por lo menos para la clase única con más o menos recursos que constituye mayoritariamente el público lector de nuestra época. El servicio militar ya no será obligatorio y el manejo, aunque torpe, de las armas tampoco será en adelante un asunto sobre el que el estado imparta a los ciudadanos una mínima instrucción. A la vez, el tráfico irá en aumento y dejará extraviados en manos desconocidas todo tipo de juguetes peligrosos y temibles para la población desarmada. De todos modos, el punto es que para millones de hombres en todo el mundo lo militar dejaba entonces de representar un modelo, y mucho menos un modelo ineludible. ¿Pero era así en los tiempos en la novela negra fue creada?

El detective clásico

Sabemos que Hammett llevaba muy bien la vida de cuartel y que los hombres a su cargo lo apreciaban y respetaban. También, porque fue detective, que era capaz de manejar un arma. Pero aquí lo importante no es eso, sino el posible resultado de esa familiaridad con la violencia, al menos con la latente, y el poco respeto que en consecuencia le demuestra al describirla en sus libros. Porque tanto en Cosecha roja como en los cuentos para Black Mask o en cualquiera de sus otras novelas el tratamiento dado a la violencia es su devaluación por la vía del humor. Y si bien podría decirse que este aspecto de caricatura responde a un estilo en desarrollo cuyo éxito popular pronto se exportaría a otros medios como el cine o la historieta, no por eso se debería ignorar la diferencia entre este modo de enfrentar la violencia y el que se deduce de una conciencia determinada por el miedo. Ese estilo, atractivo, seductor, sobriamente desafiante, lo heredan estos detectives de los aventureros de épocas anteriores y podemos encontrarlo tanto en el agente gordo de la Continental como en Sam Spade, Philip Marlowe y sus epígonos, por no hablar de los intercambios entre Nick y Nora Charles, protagonistas de El hombre delgado y de toda la serie de secuelas extraídas para el cine y la TV de la novela. Si en Patricia Highsmith la ambigüedad moral y la vacilación entre atreverse o no a cometer un acto son no sólo clave del suspenso sino también impresión de realidad, en lo que se llamó novela negra para dejar clara la diferencia con la novela policial de esclarecimiento de enigmas de lo que se trata es de un cuerpo a cuerpo entre una conciencia alerta y un, justamente, “cuerpo social” tomado por la corrupción, tema que da pie a la caricatura como desde siempre, pero al que además no es suficiente estudiar manteniéndolo a distancia para resolver caso alguno, ya que junto a la verdad de una cuestión lo que aquí está en juego es la suerte de todos los cuerpos implicados, reacios a la obediencia de cualquier orden que se ilustre. Para arrojar, como se decía, el propio cuerpo en la lucha, hace falta un coraje físico, un hábito de la acción, que nada tiene que ver con el del paralizante temor propio del habitante de las urbes invadidas por extraños o psicópatas que resulta más habitual en las actuales muestras del género.

El detective actual

Sobrevivir en la jungla de cemento de la ley seca o en la decadencia del estado de bienestar supone habilidades y costumbres diferentes; también sentimientos distintos y por consiguiente una percepción desigual de las cosas, de manera que nos guste o no tenemos que admitir la imposibilidad de sostener antiguos héroes en otro lugar que entre los clásicos, ya que sólo la parodia involuntaria o voluntaria podría resultar de su imitación o continuación irreflexiva. De todos modos, aún se pueden extraer lecciones de los viejos maestros y una de ellas es su elegancia, que se puede contraponer al ansia de prestigio con que más de un autor de novela negra actual apela a argumentos como el de la crítica social o el compromiso con la realidad manifiestos en sus relatos, al no reclamar para sus obras más valor que el que pudiera desprenderse de sus páginas y clasificarlas obstinadamente bajo el rubro de entretenimiento. Esa actitud está en todo de acuerdo, en forma y significado, con la ironía lúcida y desencantada característica de sus protagonistas.

El hombre delgado