La historia toma rumbo

California dreaming
California dreaming

Pocas semanas más tarde, mientras Madison en California sigue pensando que hizo bien en obligar a la pareja a invertir, pues así ha asegurado el viaje, Charlie a bordo del avión sigue diciéndose que hubiera debido apretar, que entonces podría haber llegado hasta a sacarle efectivo, si la americana había ido a Londres debía estar desesperada, calcula erróneamente, como si el cine no fuera una industria internacional, debí haber vuelto al ataque, se repite, pero ahora debe esperar, sentado entre su mujer del lado del pasillo y el dúo de niñas ya nacidas junto a la ventanilla, la mayor procurando distraer a la menor, cuando despierta, con las nubes fugitivas y cambiantes, el reencuentro al cabo de la peregrinación forzosa para intentar cualquier reclamo. De a ratos dormitan, a veces él y Fiona van tomados de la mano, pero, cuando oscurece, mientras ya casi nadie lee y casi toda la luz de la cabina proviene de la pantalla con que intentan entretenerlos, aunque sigan, más por costumbre que por interés, las mismas imágenes ambos, cada uno, separado entre sus auriculares, va hundiéndose en sí mismo lentamente, sin advertirlo, hasta llegar a oír, con idéntica inconsciencia, en sordina, como una radio a bajo volumen, por debajo pero más persistente que las de los actores, incisiva a pesar suyo, la monótona voz incesante a la que apenas reconoce como propia. Es ésa la voz que identifica, para Fiona, los modelos reales de la ficción a la que asiste, y gradualmente va corriendo el velo de las caras célebres sobre la identidad representada, hasta que acaban surgiendo, de los fingidos gestos de la aplaudida pareja hollywoodense, los sobrios modales del italiano y la portuguesa fugitivos a la turbia media luz de la conciencia negada. Fiona vuelve ligeramente en sí, mientras la imagen que regresa le obstruye la que le están pasando, y a su cabeza vuelve la noticia, recortada al subir al avión de un vistazo al periódico que más tarde hundió Charlie entre los asientos, de la demanda millonaria entablada por el dúo de estrellas contra el mayor representante del sensacionalismo inglés por violación de intimidad durante la última estadía londinense de la pareja, y mientras mira a las víctimas exhibirse una vez más vestidas por nombres supuestos, que bien podrían ser los de Elena de Souza y Stefano Soldi en su versión anglosajona, si ella tuviera el ingenio capaz de imaginarlos, llega al fin a preguntarse a cuánto ascendería o aun, tratando de acercarse a una respuesta, aunque imaginaria, concebible, en qué consistiría su demanda contra sus propios ofensores y dónde o a quién la presentaría, problema compuesto cuya aparente solución, diferida ahora por fuerza hacia el final de la línea de tránsito en curso, parece también simplificarlo al oponer su confuso planteo a la nítida figura de Madison, para Fiona sin duda la única que podría sostener el hilo de cada voz de la película tramándolos uno con otro y en quien vuelve a sentir la fervorosa confianza depositada al nacer su admiración por el talento, hasta entonces ignorado, de quien urde por detrás de los que posan; como una mano en el centro del pecho o sobre el vientre ese sentimiento la apacigua y reafirma su disposición a la entrega, que confirma sin darse cuenta apretando la mano de su compañero a la vez que sus propios párpados, resuelta ya a dormir hasta completar su destino. En el aeropuerto, Charlie reconoce enseguida a la rubia y luego repara en la latina, que sobresale como una sombra por detrás de la otra. Fiona siente miedo de ella, pues su displicente reserva le recuerda de inmediato a Elena; se apega a Madison cuanto puede, y ésta pronto le echa el lazo y la arrea hacia la salida, sabiendo que el grupo seguirá a la portadora de su núcleo. Mientras habla, aligerando el tránsito, amenizando con trivialidades californianas el traslado del equipaje al automóvil, bajo un sol que desborda todo límite, no percibe de Fiona más que el calor, el peso y la colmada silueta de la maleta en la que viajan sus niñas; pero Tamara, que desde un principio ha observado a la extranjera con la sorna que le despiertan los anglosajones fuera de lugar, al contrario que Madison, a quien suele considerar del mismo modo, detiene en ella su mirada y al contrario que Elena, centrada en sí en cualquier geografía, le halla atractivo a pesar de la carne cansada, trabajada por ineludibles o buscadas fatigas, y desde la otra orilla que ella misma representa mide la pérdida: éste es el efecto de una vida normal, se dice, y también que la oportuna atención de alguien capaz de tomar iniciativas, de empujarla fuera del habitual vacío interior que clama mudo por ser ocupado y en consecuencia se deja habitar por lo que sea, un trabajo, un amor o un problema de salud, formas del destino en el horóscopo, tal vez podría haberla salvado, cuando aún había fuerzas para soñar con un rescate, pero ya es tarde, decide al fin, para dar un perfil nítido a una figura tan borroneada por el tiempo y la nula, vana experiencia, con lo que, al igual que a su conservadora familia en el lejano pasado, abandona el motivo de su reflexión y desvía la mirada hacia la ventana, donde espaciadas construcciones, sólidas y precarias, pasan de largo. Charlie, que nunca ha tenido a su lado mucho tiempo una mujer tan imponente, apretado en medio del asiento trasero ve entre las nucas de las dos de adelante cómo el paisaje desconocido se le viene encima con su ola nunca rota de automóviles, señales camineras, anuncios comerciales, y desbordado fija la mirada, mientras flota en el aire la voz sin aristas con que Madison dirige a Fiona sus garantías de bienvenida, en el diestro puño femenino sobre el volante, cuyos nudillos afilados ignoran la suavizante intención de las palabras que circulan dentro del coche y mudos confirman la violencia latente en la carretera; a su izquierda, remedando esa suavidad sin darse cuenta, cuidando que su voz tan ininteligible para los adultos como para su hermana permanezca bajo el nivel sonoro establecido por el trato entre su madre y la señora de la televisión, Joan muestra a Julie sobre su falda el nuevo mundo en tránsito procurando mencionar las piezas sueltas cuyo nombre recuerda del viejo antes de perderlas kilómetros atrás. Extrañamente, dejando un vacío que hubiera chocado a una Fiona con los pies en la tierra y que Charlie, al caer en la cuenta, vagamente atribuye a la homosexualidad de estas mujeres, ninguna de ellas ha manifestado éxtasis alguno ante la cría que ya tiene casi un año, a pesar de la ilusión que se les supone, ni han tratado de caerle en gracia a Joan, tan dispuesta a practicar el rol materno que pronto deberán desempeñar. ¿Quizás cuando Julie empiece a ensayar sus balbuceos obtendrá alguna respuesta?

continuará

trolley

La historia de todos los viernes

Episodio número 7 de la historia de Fiona Devon, madre portadora. Continúa el diálogo iniciado la semana anterior y se llega a un acuerdo. Sus consecuencias, el viernes 11.

la mano en la trampa
In dreams begin responsabilities (Delmore Schwartz)

Charlie, que al cabo de este enredo cree haber reconocido víctima y asesinato, si no es que se confunde con tantos otros que ha visto al detener su deriva por la planicie televisiva en el súbito pico de violencia programada, retiene la motivación económica, que es la suya en este careo, y aun cuando la loca agitación de estas mujeres, de las cuales una es suya, no deja de mostrarle al niño con dos madres como un seguro náufrago entre dos costas inciertas, tampoco permite, siendo por otra parte que se trata de dos niñas, que al apuro económico se imponga prejuicio alguno: dos madres, dos niñas, hay equilibrio, es justo, entre ellas se arreglarán; hasta Joan sabe ocuparse de Julie cuando hace falta, como esta tarde. Privilegiando el bienestar de sus dos hijas, ahora que puede, sobre cualquier desprendimiento originado en una equívoca gratitud, solidaridad ante la injusticia o sentimiento de natural abundancia por parte de su mujer, Charlie procura reducir el margen de riesgo económico implícito en esta negociación y así llega a preguntarse, con todo el optimismo de que es capaz, si no habrá modo para él de sacar algún provecho de este asunto o al menos de salir sin pérdida; ya que, después de todo, teniendo en cuenta que su deuda con el seguro va en aumento, que otros gastos amenazan y que, en definitiva, no cree que el futuro le traiga en lo inmediato ninguna oportunidad mejor, más vale que se plantee la ocasión que se le presenta positivamente y hasta con un toque de audacia: el evidente nerviosismo de la americana la hace ver como una presa posible, con algo de zorro o ciervo en la inaprensible inquietud de su mirada, en la móvil tensión del cuello expuesto, y Charlie, recordando los rodeos que debe dar el cazador antes de, fríamente, efectuar su disparo o dar el salto fatal, con cautela va aludiendo, entre los recuerdos de una soleada infancia en el Oeste y las perspectivas que el estado de California ofrece a los niños y a los jóvenes, a la ya muy prolongada imposibilidad, a causa de su estado, para Fiona de hallar empleo y aun de trabajar, a la buena voluntad que él mismo está mostrando al postergar su propia actividad para acudir a esta cita, lo que difícilmente está en condiciones de permitirse, a los sacrificios a los que se han visto obligados, de los que ofrece un par de ejemplos, por el abandono al que las dos niñas futuras se han visto sometidas, de lo que ofrece una inmediata condena, para ir poco a poco orientándose hacia el punto de definición del encuentro, donde espera que una cifra vaya a ser pronunciada. Madison ha previsto que algo así ocurriría y ha calculado, a pesar de la ausencia de fines de lucro declarada electrónicamente por todas las partes del acuerdo, cuánto podrían llegar a pedirle, si bien carece de referencias sobre los números del hipotético mercado, aunque siempre tiene presente que el tiempo juega a su favor, pues no olvida que al salir ella en su busca las niñas ya estaban allí, a juzgar por la inminencia que para este parto delata el tamaño del vientre portador; de manera que no va a precipitarse con oferta alguna sino que, reacomodando sus caderas en la silla, reafirmándose, aprovecha la última intervención de Charlie para pedir detalles sobre el origen aludido: ¿cómo llegaron los embriones a su jardín?, ¿por qué se niegan a cosechar los plantadores? Charlie sabe que al respecto no quedan respuestas pendientes, pues no habrán pasado dos días entre que recibió la solicitud de Lullaby punto com y envió a América el requerido historial completo con los certificados atestiguando la perfecta salud de las gemelas solicitadas, pero aprovecha la invitación que se le tiende para manifestar una ubicua indignación, en voz baja, eso sí, aunque no por ello pasando por alto la comparable injusticia china, contra la elección, más culpable aún por la riqueza de los genitores, que vuelve superfluo cualquier control de natalidad, de un sexo por sobre otro al que no sólo se le niega la pertenencia a una familia bajo cuyo nombre se lo ha convocado, sino al que por esta negación se lo procura privar también de vida. Percibe a su lado la aprobación de Fiona, bajo la forma de mudos asentimientos de ritmo regular que acompañan su discurso hasta un poco más allá del final, pero a Madison no se le escapa el reclamo hecho al dinero bajo la forma de reproche y juega la carta del tiempo volviendo a plantear un tema pendiente y nunca resuelto desde el primer intercambio de mails: Fiona está a punto de dar a luz, pero sería mucho más práctico que las niñas nacieran en América, lo que permitiría a sus nuevas madres asistir a la portadora mucho mejor durante el parto, en terreno conocido, además de simplificar notablemente el aspecto legal, no sólo el médico, de modo que ¿cuándo podría Fiona viajar a Los Angeles? Mientras espera la réplica, como en un ensayo, puede ver cómodamente a la pareja, que parece sorprendida, vacilar y tropezarse, confundir sus argumentos delante de su impasibilidad de espectadora, y, aunque no está claro qué es lo que ha ganado, siente que va ganando, que hace bien y se hace fuerte en su silencio, en su demora para interrumpir como los otros querrían: el marido pierde pie, alude a las dificultades que tendría para ausentarse de su trabajo nuevamente y esta vez, además, por varios días seguidos; la mujer, asustada ante el vacío que ella opone, se precipita a decir que sí, que viajarán, que primero están las niñas; a lo que él, sobreponiéndose, objeta que, al no estar su propia madre en condiciones de tolerar otra convivencia con las que ya han nacido, habrá que pensar en gastos de viaje para toda la familia, Fiona, él mismo, Joan y Julie, enumeración que completa con una furtiva mirada de reojo hacia la mirada inmóvil de la extraña frente a ellos, destino tácito de su representación. Fiona, con los ojos tan grandes como el abismo sobre el que se siente suspendida ante la incertidumbre de volar o no volar, tampoco se atreve a decir una palabra; Charlie, a solas con su discurso, lo siente resbalar y lo reafirma, repitiendo los nombres de las mujeres a su cargo; Fiona, sin la confirmación que necesita de su salvadora, intercede por ésta mostrándose patética en su lugar, suplicando por lo bajo “Charlie… Charlie…” a su marido que no cede; Madison, que no ha pedido ayuda, al fin sonríe: lo importante es que las niñas lleguen a destino, afirma, y el destino al que alude seguramente es el mundo, no tan sólo California, en las mejores condiciones que seamos capaces de ofrecerles, concluye, conciliación ambigua e insuficiente para definir obligaciones financieras, pero eficaz para hacer girar el escenario. Charlie no se atreve a plantear de nuevo la incógnita económica y así la cuestión del dinero queda otra vez en el en el aire, sobre el océano que Madison cruzó entre vagas nubes, hasta que, de golpe, lanzándose a fondo, vuelve a atravesarlo, en un nuevo relámpago, para establecer, explicándose al igual que quien expone un cálculo previamente resuelto del todo en su cabeza con el consiguiente resultado inevitable, a cuánto ascenderá la transferencia que la próxima semana ella y su compañera aportarán al viaje programado, cifra que no consentirá en variar cuando responda al correo electrónico informándole el número de cuenta correspondiente, después de lo cual nada decisivo ocurre, quedando remitida a una instancia posterior la cuestión de si esta cifra corresponde al primer pago de una deuda moral, a la entrada en una sociedad de hecho o a la huella inicial del acreedor sobre su oprimido.

continuará

dollarpound

La historia se interrumpe

Tercer episodio de la historia de Fiona Devon, comenzada el viernes 21 de febrero y continuada el viernes 28. El viernes 14 de marzo, la cuarta entrega.

Paris la nuit
Paris la nuit

Anochece en París. La calle está ya oscura; en el aire grisáceo de fin de invierno se encienden las primeras luces; pero, en el ático que comparten Stefano y Elena, todavía el día se demora; por encima de cúpulas y terrazas, vivificante, aún el sol alcanza a penetrar el balcón y el interior detrás del vidrio. Cuando Elena de Souza entra en la sala, donde Stefano Soldi la espera callado, esta luz se retira. A medida que hablan oscurece. Los muebles pierden sus contornos, las vistosas bolsas de compras que Elena dejó a un lado, en el suelo, van opacándose poco a poco, pero, en cambio, sobre el brumoso cristal de la mesa entre sus rodillas, como el contraste entre el futuro asumido y la duda presente, la hoja blanca con el discreto membrete de Hoping Families relumbra cada vez más. Borrados los límites del salón por el progresivo oscurecimiento, desde la perspectiva de un extraño los esposos quizás parecerían perdidos en su propia casa: solos en el débil espectro de luz que va atenuándose a través de la ventana, sentados cada uno en el otro de los dos sofás enfrentados donde suelen ubicar a las visitas, esperan, sin atinar a encender una lámpara, como si el tiempo siguiera sin ellos, momentáneamente al margen, la reanudación de su propio pulso, el próximo impulso vital que los quite de este súbito congelamiento del río. Stefano ha resumido, o tal vez desarrollado, buscando atenuantes, el contenido de la breve comunicación; Elena, tensa, fija la mirada en los intrigantes arabescos de la alfombra, permanece quieta como si sólo una opinión definitiva pudiera darle derecho a moverse. ¿Qué espera Stefano? ¿Por qué plantea tácitamente la necesidad de alcanzar una resolución? Éste no es el primer sobre que reciben; ya el anterior, que en lugar de al elegido anunciaba la llegada de gemelos, había resultado en el fondo inquietante, una desestabilización del proyecto, concebido en su origen sin esa sombra paralela que ahora, tras manifestarse y alterar el conjunto, ha vuelto a modificarlo al abrir una segunda alternativa ajena a lo previsto: el sexo opuesto al imaginado. Pues dos niñas anuncia esa hoja blanca, de cuya superficie se ha borrado del todo, con su doble bastardo, el heredero único. Así es, piensa Elena: desplazada por la opción de continuar, la primera contrariedad fue sofocada y hasta el error pudo pasar por abundancia; pero el plan, dividido por dos realizaciones, vaciló y la ilusión empezó a desvanecerse. No necesita mirar a Stefano, cuyos rasgos desdibuja la penumbra, para sentir su mirada sobre ella. ¿Espera que reconozca, tras este segundo golpe, lo indeseable o inadecuado de una nueva adaptación? Es el final del embarazo psíquico, del dejarse llevar y esperar, grávida y ligera al mismo tiempo, según su voluntad, privilegiada y orgullosamente ciega hasta hace un rato; las compras reposan muertas en el suelo, el fantasma abandonado en el cristal pide instrucciones, la noche hace ya su fría entrada. La luz lunar, como un flash detenido, destaca para Stefano la nuca de su esposa, su pelo que cae lacio, sin llegar ahora a los hombros, relumbrante, del que asoma, como siempre, la firme mandíbula apretada, pálida, un signo de indecisión si no de obstinación mientras piensa, reconcentrada, cerrada como una virgen, inadivinada como la casi adolescente de las revistas que su marido no llegó a conocer; algo en ella, descubre Stefano, resiste a los años con más vigor del que pueda haber tenido nunca, siquiera durante el primer hallazgo del amor, por ejemplo una Fiona Devon, cuya juventud, reciente a pesar de todo, no habrá durado, como es corriente, apenas lo que el pasaje, abrupto, de la indolencia juvenil a la fatiga; y ahora él mismo, nacido unos años después que Elena, habiéndola perseguido impaciente desde el reencuentro, ya no un estudiante ambicioso sino un profesional reconocido en el momento de ser presentado a la exótica celebridad, se siente de pronto mayor: es tarde, tarde para acariciar la flor cerrada en su propia mano; y ni siquiera puede, en su marginación, hacerle de padre. O sí, pero he ahí el límite: como las revistas en las salas de espera de los médicos, allí está él para ocupar la mente femenina mientras el cuerpo toma sus propias decisiones y desvíos. Elena juzga, inapelable: las dos hijas anunciadas no colmarán a Stefano, que busca su propia confirmación; y su sexo, así como el masculino separaba del vientre al heredero, las liga a la idea de repetición, de redundancia: dos pequeñas e inútiles Fionas, tan inoportunas como frustrante su modelo, por más que el óvulo le haya sido impuesto; sí, hijas de Fiona, definitivamente, y no suyas, ni mucho menos, aunque le duela admitir esta mayor proximidad consigo misma, de Stefano, a cuya generosidad no corresponde en modo alguno esta insuficiencia, esta disolución de capital; a cualquier posible afecto se impone el primer deseo, entero tal como fue formulado. Ya es de noche completamente, con la fría nitidez del invierno; brillan como nieve las estrellas y en el vacío circundante se persiguen las luces de los autos. El tiempo urge para reparar lo dañado, establecer nuevos lazos, cultivar tierras intactas; nada ha sido dicho aún, nada resuelto. Sobre la muda amargura de este fracaso, atestiguado por la blancura de la carta contra el turbio cristal entre sus rodillas, marido y mujer tienden un puente, se miran y recuperan algo de su habitual capacidad, vuelven en sí, se reconocen, no necesitan hablar para volver a encontrar su propia voz; entonces deciden poner fin al proyecto.

 continuará

abrigo