Coda a Los desiertos obreros

La plena luz esquiva

Los pasadizos

Para Carla a la intemperie

Quien me dio sin saberlo, mientras conversábamos, el título de este libro caminaba junto a mí por una playa encerrada entre dos montes. Al pie de uno de estos barrancos había un túnel que permitía seguir andando por detrás de los peñascos que en ese punto interrumpían la marcha. Un pasadizo. La luz de la mañana caía sin freno de un cielo parejo, aclarando los bosques sobre nuestras cabezas mientras multiplicaba sus espejos sobre el mar; no había en la playa casi nadie, o nadie que impusiera su presencia, lo que prestaba a la escapada un feliz aire de regreso al paisaje primario. Recorrimos el túnel en silencio, oliendo la humedad involuntariamente trabajada en común por mar y bosque, vecinos indiferentes, y hasta salir del otro lado no oímos más que nuestras pisadas en la arena húmeda, entre los charcos, sobre el fondo envolvente del calmo oleaje exterior. De nuevo en la luz, matizada por algunas largas ramas inclinadas desde el barranco sobre la playa, el deslumbramiento: no a causa de nada que entrara por los ojos, ya acostumbrados, sino por el ruido exacto, que nunca he vuelto a oír, indescriptible, irreproducible, del aluvión de piedras frotándose, movidas por las olas, unas contra otras, resbalando contra la arena de la costa, alzándose y revolviéndose sobre sí al ritmo del oleaje, como la voz del mar que se oye en las caracolas pero a cielo abierto, aunque no es ése el ruido. Y no tengo una imagen ni metáfora mejor para intentar transmitirlo, pero sí tengo un testigo, al que mi propio testimonio corresponde: al oír la música de las piedras, ella y yo enseguida –o casi- nos miramos y cada uno pudo comprobar, en la cara del otro, que el milagro no era una alucinación.

Otra vez, en la ciudad donde nací, atravesábamos el largo pasaje sombrío que conducía al jardín central de un convento, donde sobre una antigua fuente se derramaba muy suave la pálida luz de la tarde. Inclinada sobre la fuente, una monja miraba el agua estancada. En el preciso momento en que entrábamos a la luz, sin habernos visto, dio una súbita palmada para que los peces del estanque se agitaran, movidos a distancia por sus manos, o subieran a la superficie. Desde nuestra posición era imposible verlos pero, como en el cine el viento se muestra en los árboles, así los vimos emerger en la sonrisa de la monja, encantada con su propio encantamiento. Imposible decir qué edad tenía, pero en ese momento su juventud era eterna, o su infancia.

Alguna otra vez, en la ciudad a la que emigramos juntos, perturbada por no recuerdo qué incidente necesitado de la intervención de policías y bomberos, yo buscaba cómo llegar a nuestro encuentro entre calles cortadas y desvíos que alejaban siempre mi moto del lugar convenido. Me retrasaba, pero había en el ambiente un aire de revuelta, aunque uno en el fondo sabía que no iba a pasar nada, estimulante y persistente. Por fin nos encontramos: los ojos de su amiga se veían asustados, pero en los de ella pude reconocer la misma expectativa que el fuego nunca cumple y sin embargo tampoco apaga. Esa espera insaciable era una razón para andar juntos y así nos quedamos, contentos de estarlo.

Las palabras que aquí le agradezco vienen de una de esas conversaciones iniciales en que uno de los dos procura describir al otro alguna de las visiones que han quedado en su paisaje interno aunque el mundo no las confirme. Desde entonces he querido corresponder a esa expresión, es decir, que hubiera un libro llamado así, cuyo paisaje evocara a la vez esas caminatas iguales al río de Gran Sertón. Veredas, que “no quiere llegar a ningún lado sino sólo ser más ancho y más hondo”, y aquel intento de descripción, antes de la calidad que del aspecto, de los territorios aludidos. La intemperie invocada en la dedicatoria es la de esos paseos, pero también la condición necesaria para la aparición de lo contemplado entonces y su recuperación.

En los caminos la luz deslumbra por cansancio, pero en los pasadizos está a la espera. Mientras tanto, estrella pálida, ofrece orientación y esperanza. Hasta que llega el estallido, eventual, de su revelación: el nacimiento de la imagen que guardaba, expuesta de pronto a los sentidos. Ni los caminos concluyen en metas absolutas, ni al final de los pasadizos está la salida del reino de la ambigüedad. Pero en el recorrido mismo hay una afirmación, paso a paso, y si bien el caminar no puede ser eterno, la suspensión de su sentido sí que apunta en esa dirección. Estos poemas o intentos de poema, como es tradicional, hablan de cosas idas, en especial los de la serie dedicada, pero si éstas brillan por su ausencia es porque esa ausencia no está vacía. Les pertenece y les guarda el sitio, señalado por esa plena luz esquiva al fondo de los pasadizos.   

Enero 2017

Los desiertos obreros 10

A Idade da Terra (Glauber Rocha, 1980)

Para Carla a la intemperie

Aliento plural

Desembocamos en la olla cuando empezaba el hervor,

en el momento en que subían, desde el fondo, pequeñas risas

desahogándose, invertidas lágrimas, las primeras burbujas, gregarias,

persiguiéndose, agrupándose y creciendo a través del aire espeso

de la concentración cada vez más pesada de cuerpos sedientos.

Estadio espontáneo de las masas reunidas, indiferentes a la causa

de la ocasión, de la invitación surgida antes del tiempo 

que de la mano atenta a firmar lo que estaba escrito, lo periódico

irregular que ha de cumplirse. Cuerpos anónimos bajo un solo nombre

oportuno, concebido desde el vientre ancestral del hambriento

para ser coreado, repetido hasta perder todo sentido,

como enseñan los maestros de la negación. Allí se afirman

los pies que resbalan, deslizándose entre las columnas de hierro

en despiadada sustitución de las de mármol, fuera del aéreo alcance

del ojo que proyecta y vigila, y dando alas, empeñosos, al movimiento

diagonal con que se inicia el balanceo, momentáneo, de la materia

viva sacudiéndose las riendas del arado, prometido al horizonte

en recesión, se elevan con su carga reanimada sin un paso

al frente, cerrando en cambio el paso a todo avance y ocupando el sitio,

desplegando los brazos al fin ociosos y ansiosos de continuación,

e instalan su nube de humano vapor en el recinto sin muros.

Cuerpo de baile. Espíritu de cuerpo. Danza de espíritus perdidos

entre su propia encarnación y el gran espíritu sin cara,

ya ni solos ni sujetos en la marea ascendente del verano en su cénit.  

Allí entramos, pasándonos el vino y la cerveza. A la olla, a mezclarnos

con los que están de paso, los que tienen sitio, los que descansan

de un cansancio que jamás conocimos, la sosegada calma

de este mismo mar cuyas aguas jamás nos admiten ni siquiera reflejan

cuando están tranquilas. Entramos en la corriente, en su seno

de corrientes encontradas, temperatura variable, desordenado oleaje

gobernado por el metrónomo del artista de variedades

destacado bajo las luces, proveedor de músicas, desconocedor

coreógrafo del ansia y la nostalgia que la música despierta

en los cuerpos arrastrados a su drama sin objeto ni argumento.

La multitud baila sola. No en parejas. Solitaria, se pierde, disgregada

en conciencias flotantes, mientras conserva su lugar en la tierra

bajo sus pies, apretada, entre los vientos pasajeros a través de las islas

asomando, inconscientemente pensativas, sobre la superficie

sonriente, espumosa, cabezas separadas por sus largos o fuertes cuellos

del tronco común y entregadas sin saberlo a nociones riesgosas,

evocaciones de desastres, escenas de las que no se escapó a tiempo,

imaginarias invasiones comparables al rapto de las sabinas

o fantásticos naufragios sin mañana, cosas ocurridas lejos o a punto

de acaecer, entre tragedias domésticas y la comedia cotidiana

barrida ahora por la ola de sangre, sudor y lágrimas debida al canto

de las sirenas animadoras, de su espejo. Pero lo falso es el modelo

y lo verdadero, la imitación. Magna amalgama. Gana magna.

Iluminados, pasamos juntos del alcohol al aire estrellado.

Enero 2017

Los desiertos obreros 9

Esculturas de Kwame Akoto-Bamfo en el antiguo mercado de esclavos de Ada Foah, Ghana

Para Carla a la intemperie

Capitales periféricas

En los vestíbulos de los grandes hoteles

siguen cantando los esclavos ilustrados

a través de aún más fieles altavoces. Propietarios

alejados del hogar, sólo víctimas del jet lag, se adormecen

al compás de esos añejos alaridos afelpados

que se arrastran bajo los muebles y trepan lentos las paredes,

desde cuya altura caen como volvían a las barracas.

House nigger, field nigger. Después de dar las cartas, el destino

pocas veces se retracta: en pocas mesas. Y entre estos sillones gruesos,

espesos como el sueño del que ningún guardián despierta,

nunca. El tío Tom de librea y dientes de harina

barre bajo la alfombra la sombra del negro Jim, camino a Cairo,

más allá de la sonrisa del cocodrilo. Fantasmas arcaicos

bajo los suaves modales de las manos temblorosas

que temiendo por sus cadenas responden como autómatas

entre bandeja traída y bandeja llevada. Nosotros levantamos

anteayer cuanto sostiene la fachada insobornable

delante de la que ahora pasamos cada día, como aquellos admitidos

del otro lado giran en torno a los que giran en torno, satélites

favorecidos por la luz, a faros muy lejanos, sumidos

en un mar de oscuridad más densa que la lengua

ajena de las finanzas que nos separan. Cada día atravesamos

algún cuadro dominado por la cara de un coloso semejante

porque los hemos plantado en todas partes. Descentradas metrópolis

ansiosas de colarse en las alturas de los tableros

de donde viene la estela que procuran seguir, con su reguero

de novedades y deshechos, páginas y páginas de moda

mezclada con arquitectura, pesadas vigas

que hemos cargado pero no nos guarecerán. Dentro, pasillos

y más pasillos, cada vez más largos, de furtivo silencio

recorrido por secretos inasibles, todo proyectado

desde la calle en las ventanas impenetrables, multiplicadas,

y en el vestíbulo, escaleras abajo, ininterrumpida, música:

los mismos equilibristas en el hilo musical,

con sus bien entrenadas voces sirviendo aún después de muertos.

Algún día un desperfecto nos permite asomarnos

y escuchar, inclinados sobre cualquier máquina útil rota en un rincón,

detrás de las paredes maquilladas tan sólo por la otra cara,

el canto que se elevaba prometiendo un alba pasada,

reproducido por debajo del nivel al que podría engendrar.

Un secreto en el oído del intruso. Un regalo para la memoria,

que no puede extraviarse en las cintas de equipaje. Cielo abierto

para ese tallo cautivo, que crece bajo las moquetas,

detrás de los empapelados, invisible como el carbón de la envidia.

La belleza despierta la fe. Vamos. Marchemos. Continuemos.

Recordaremos, en el túnel circular de los bienes en litigio,

el diamante aún reservado a las manos heridas.

Enero 2017

Los desiertos obreros 8

Shadow Procession (William Kentridge, 1999)

Para Carla a la intemperie

Oración bajo protesta

Debería haber un hombre que tropieza

allí donde la columna no se mueve.

El fantasma de ese hombre que tropieza

se aparece a la columna que se mueve.

Si ese hombre se pusiera a la cabeza,

la columna tendría una cuando llueve.

Yo marché con la columna desviada

entre templos reducidos a pedazos.

Él marchó con mi columna desviada

bajo cielos convertidos en retazos.

Todos juntos, con la frente bien alzada,

anotamos en la tierra nuestros pasos.

En lugar de los ejércitos que marchan,

debería haber esclavos dormitando.

En lugar de los esclavos que se marchan,

debería haber más músicos cantando.

Debería haber un sol sobre la escarcha

cuando los santos al fin lleguen marchando.

Y en lugar de los templos que desfilan

aplastando la voz de los que cantan,

en lugar de los sueños que destilan,

debería haber las nubes que levantan.

Las columnas de los templos no vacilan

porque todos los creyentes las aguantan.

Yo soy uno de los hijos de los hijos

de los hombres que rompieron con los templos.

Él es otro de los viejos clavos fijos

en la cruz de los que dieron los ejemplos.

Nosotros somos hombres desprolijos,

pero hacemos de las ruinas nuestro templo.

Los esclavos en las márgenes del río

navegaron una vez aguas arriba.

Los esclavos encontraron un desvío,

aunque el agua, al crecer, todo derriba.

Hubo un dios que marchó sobre este río

y dejó una y otra costa a la deriva.

Yo marché desde abajo hacia el oeste

cuando el sol iniciaba su caída.

Él siguió mi columna hacia el oeste

cuando todos elegimos esta vida.

Mientras íbamos huyendo de la peste,

a nuestra espalda el mismo sol nacía.

Debería haber un hombro a la cabeza

de este torso que formamos entre todos.

Ese hombro sería a cada pieza

el modelo por el que enlazar los codos.

Sostener hombro con hombro esa cabeza

es la causa detrás de nuestros modos.

Enero 2017

Los desiertos obreros 7

Abstraction (Willem de Kooning, 1949-1950)

Para Carla a la intemperie

Calle desenmascarada

Lunes otra vez. La hora y el entorno, acribillados de colectivos,

nos resultan familiares. Pero no así el contenido de estos parajes,

ayer paisaje fabril sembrado de máquinas duchampianas,

hoy paseo comercial apenas repuesto de la resaca dominguera.

La calle Nueva York desaparecida con su histórica estampa

en las fauces provincianas de las liquidaciones voraces.

Las superficies titánicas alimentándose por sus puertas traseras

para pronto repoblar sus arboledas con vistas a la Gran Poda.

Cruzamos con cuidado el río sacudido por especies de feroces

depredadores obsesionados por las normas de tránsito vigentes,

desocupados disponibles en los escaparates de supernumerarios,

y secándonos al sol del vago examinamos nuestras existencias:

después de tanto andar hacia el infinito de limpios horizontes,

llegamos a este anillo de Moebius que cada urbe ahora lleva,

desposada por los portadores de los nombres favorecidos,

y a través de esa turbia red de anzuelos locales y extranjeros

pasamos ignorados, como peces ya pútridos para la caña,

considerando en frío, imparcialmente, la calle vaciada.

Aquí iban a pasar grandes cosas, aquí había hasta un hombre

propio del lugar. Aquí no queda pólvora ni vino, ni siquiera

el eco de una mala canción. The place lacking in interest.

Someday my prince will come. Desenterrada mazmorra.

Para cruzar este valle de lágrimas, como cualquier otro curso

de agua, has de buscar los vados y esparcir las piedras,

una tras otra, igual que Pulgarcito, aunque sin casa alguna

a la que volver. Sin casa alguna, porque el pueblo ha mostrado

sus cartas y sobre la mesa no se ve tu camino. Las afueras

desembozadas, el pueblo ausente y más allá, la inundación.

Después del diluvio. No recordamos, detrás de esa película

repetida proyectada sobre la seca superficie de la historia,

relieve en piedra, grabado a fuego, súbito calor incandescente

a través de la fogata aparecida de improviso entre los espectros

de las cosas acostumbradas por entonces, sino el impulso análogo

por el que hicimos nuestra entrada en la escena detrás de las batallas,

donde el sudor de la frente es invisible al igual que las barricadas.

Abiertas avenidas se entrecruzan al borde actual del campo raso,

como la tabla de nuestras enmiendas a la ley recibida. Más allá

no hay monstruos, sino vacío: espacio ofrecido al tiempo

para volcar sus novedades. Aquí ya todo está muy visto, tanto

que a pesar de los lanzamientos que continúan desplazándonos

hacia la nada con nuestras torpes herramientas, preferimos

quedarnos mirando el horizonte, confundidos con la nostalgia

de otros por el gastado transporte de madrugadas extintas.  

La calle. Traicionera como una serpiente que no deja de crecer,

indiferente a la orientación de sus anillos. No vendrá a llevarnos

vehículo alguno a la obra en curso de ningún constructor. Refresca

el aire inhóspito de la autopista y no hay abrigo a nuestras espaldas.autopista,

La fe viene de atrás de la montaña, aun en este llano que enfrentamos.

Diciembre 2016

Los desiertos obreros 6

La Antígona de Sófocles en traducción de Hölderlin adaptada por Brecht (Jean-Marie Straub & Danielle Huillet, 1992)

Para Carla a la intemperie

Profanación de unas ruinas

El océano comiéndose la costa.

Y después, la invasión de las langostas.

¿Para qué, dios suyo al partir

y ajeno al volver, para quién

son las largas extensiones de comercios

y el sol puesto de moda? Tras un mes,

esta costa habrá vuelto a ser desierto:

una sed de la que el mar se burla con su vaso

que alcanza y quita, alcanza y quita. Y los viajeros

estarán lejos de aquí, devorando sin ganas

su cosecha habitual. Nuevamente hambrientos.

Pero nosotros podríamos haber venido,

fuera de temporada, como manda la costumbre,

a ganarnos el pan, como en la época

de las grandes cosechas, cuando los propietarios,

codiciosos y agradecidos, extremadamente conscientes

de su deber de anfitriones, devolvían al suelo

cada céntimo de su torre de metálico

bajo la forma de otra torre, interrumpida

cada una de ellas ahora que el viento sopla de frente,

atravesando, bajo el cielo ardiente o apagado,

las estructuras abandonadas como ruinas.

Entre grandes expectativas levantamos hace tiempo

ese espectro de castillo al descubierto los días de lluvia.

Qué elocuentes las vigas desvestidas.

Para robar el fuego sagrado hace falta un templo

que guarde el calor y hace más de un verano

que de este sitio el viento se ha llevado las cenizas.

Pero este lugar sólo está muerto

cuando su gente vive aquí.

El viento se calla y el mar se retira.

Las nubes pasan lo más alto posible.

El aire es un cristal. Las hojas quietas,

como si los árboles no quisieran ser notados.

El sol presta con un gesto ausente

su luz indiferente. Como antiguos conquistadores

al entrar a un templo bárbaro,

señores y señoras pasan todo el día por aquí

sin oír otra voz que la propia. Compran

y venden todo el día, arreglando

lo público en susurros y lo íntimo a gritos,

regateando, saludándose, evitándose,

y ajenos al monte y al abismo, adormecidos,

al fin desaparecen con la luz. Recién entonces,

abriendo uno tras otro sus ojos constelados,

este lugar vuelve a dar señales de vida.

De día el cielo al menos sigue cerrado a visitantes,

libre espacio de circulación de aviones.

Diciembre 2016

Los desiertos obreros 5

Legionarios romanos (bajorrelieve)

Para Carla a la intemperie

Marcha a coro

No para holgar ni regocijarnos sobre terrenos de cultivo estériles,

ni para usar como lecho la materia reservada a la edificación

o para entrar en el juego de las fieras por nuestra mano acorraladas,

y menos para entregarnos a la admiración sentada de lo que arde solo,

hemos puesto el pie en el camino y el camino a través del llano,

sino para inscribir, con piedras bien afiladas y regularmente hundidas

en el dócil paisaje indeciso que vamos dejando, orgullosos, de lado,

el recorrido definitivo, aunque el viento cubra de polvo nuestras huellas,

por el que este mapa existe y nuestros seguidores habrán de copiarlo.

Legionarios de baja, nosotros que reunidos herimos y sangramos

sin piedad ni terror ante los ojos de jueces bajo la misma amenaza

en Farsalia, Salamina, Maratón, Marengo, Lepanto, Waterloo,

hemos dejado nuestras fortalezas desguarnecidas hace largos años

y ni siquiera hemos recogido las tiendas de olvidados campamentos

entre los que aún florecen los campos nutridos por los rezagados,

para errar desembarcados lejos de las costas, como dentro del círculo

inagotable y azul del deshabitado centro del mundo, sobrevolado

por mensajeros y presagios, en flagrante y ostensible contradicción

con el principio a partir del cual tendimos puentes y talamos bosques,

abriendo el claro donde mostrar, de una conciencia por fin resuelta,

el designio y su cumplimiento, el signo y su proliferación acorde. 

“Verás el mundo”, decían, “harás amigos”, decían, “tendrás oro”, decían,

“y mujeres”, agregaban, resumiendo en la última posesión toda riqueza,

pero nada podían decir, educadísimos propagandistas del imperio,

del país aún cerrado, ni del hermano ignoto, ni del súbito fuego en el río,

ni mucho menos de la esclava oculta entronizada hasta la deserción

por cada uno que supo defender, de un programa orientado a su retiro,

el destino leído por las cantineras en las líneas de su propia mano,

o cifrado en los dados por ésta arrojados al polvo casual, sobre la mesa

despejada de inmediato tras cada partida, al margen de en qué dirección. 

Enrolados para huir del arado, para no ver pasar los dorados estandartes

inclinados junto a los bueyes recibidos en herencia, fatales como la lluvia,

marchamos sobre las ciudades dispersos, por vías separadas, paralelas

a pesar nuestro por lo común de nuestras historias, intercambiables

entre las sombras de los funcionarios, desembocamos bajo las chimeneas

más altas, las que se veían desde lejos, donde nada era asado excepto

las espaldas de los forjadores, acopiamos musculatura heterogénea

detrás de la rueda, bajo la grúa, sobre la palanca, dimos al brazo un oficio

y a la mano el valor de su multiplicación por los dedos, fina conciencia

depositada partícula a partícula, recogimos la bandera de Espartaco

desplegándola de fábrica a fábrica y con los mismos sentidos despiertos, 

las consecuencias de las declaraciones formuladas en aquellos días.

Los veteranos reconocemos a nuestros semejantes aunque se escondan

y saludamos con discreción el aire de su retirada, testigos confiables

por haber sido acusados, con razón, de los actos que ahora toca callar,

deudos de guardia ante el abismo desde el que crece, recomenzando,

el círculo desplegado a partir de su azul recóndito sobre la llana extensión

desatada en el oleaje amarillo que crece y crepita elevado al cuadrado.

Diciembre 2016

Los desiertos obreros 4

El «Esqueleto» de Ciempozuelos (Madrid), demolido el 19 de octubre de 2023

Para Carla a la intemperie

Deconstrucciones

De una obra abandonada al sur del mundo

es posible extraer sobre todo sospechas. 

Aunque puede que valgan más los materiales,

en vías de extinción en todo el mundo

y de desaparición, por eso, en las viviendas deshechas.

El esqueleto de un sueño vendido se alza contra el telón

de fondo de la última escena, donde al incendio

final de cada tarde sobrevive, todo hueso

ya negro entre pliegue y pliegue de la carne a medio hacer,

montada escenografía para la estéril jornada a la espera,

la perfecta encarnación de lo abstracto abortado,

con sus muñones expuestos como una confesión

interrumpida, en suspenso entre la duda

y el arrepentimiento, dos maneras igual de lamentables

de errar sin por lo menos haberse guardado la orden de destino. 

El espectro de la cuadrilla alineada sobre la viga

en las alturas convertida en comedor

pende sobre nosotros, que sin siquiera un trabajo que perder

pasamos bajo las cortadas escaleras canturreando

cada uno un pedacito de melodía

a falta de otro alimento más sólido. Cerca de la estación

del suburbio del que nos separa todavía una larga caminata,

se yergue otro semiedificio y más allá otro más, igual de torcido

en su desvío de la voluntad de beneficio

que el que le sigue y aquel que lo anunció, dispersas estacas

de tiendas vagas y desgarradas como nubes

atravesadas en el cielo de poniente, nunca amarradas

a tierra alguna. Pesan los zapatos, liquidados por el rastro

de sus auscultaciones, pero así caen los pasos

uno tras otro, arrastrados por los talones precedentes,

hacia el abismo desplegado en horizontal, que borra el suelo. 

Crisis del ladrillo, de la fe en las alturas, de la idea

tomada como piedra o fundamento, del árbol

concebido para dar cuerpo al entendimiento en sazón.

Últimos puestos antes de las afueras desaforadas, mangrullos

de guardia ausente, de tablas y andamios bailando

donde nosotros pisábamos firme, muñidos de herramientas

y nociones tangibles. Embarcados. Ya desde aquí lejos

reconocemos el llamado de la sirena y, en el eco perdido,

la medida del hueco abierto por la mano sin huellas.

Nada saludamos en esos vanos interlocutores

que aquí y allá, desparramados ante el horizonte

a pesar de su verticalidad, atravesados

por el hielo limpio del paisaje que se les escapa,

abren las bocas desdentadas de sus ventanas sin terminar,

de sus puertas obstruidas sin revoque. Cuando pasamos

por delante o por enfrente de sus fachadas ciegas, 

siguen siendo desconocidos, imbautizados, engendros.

Diciembre 2016

Los desiertos obreros 3

Untitled (Franz Kline, 1957)

Para Carla a la intemperie

Navegación a sangre

El peso vertical de la palabra viril. El juicio de la plomada.

Como los indios, que desconocen el vértigo

y reinan en su esclavitud sobre terrazas y letreros luminosos.

El desierto entra a la ciudad, pero al revés: por abandono,

introduciendo sus cultivos en los mudos engranajes

del tractor detenido. Un vagón, otro vagón.

Reguero de flores silvestres entre herramientas herrumbradas.

La brújula marca las afueras. Navegación a sangre.

El barco es la tripulación como la ciudad, la abandonada capital,

era el pueblo. Sólo nosotros conocemos nuestra huella,

la vemos, la reconocemos. Charco agrisándose.

La voz de Javier Martínez sobrevuela estos terraplenes

eternamente húmedos, con sus yuyos como bruscos penachos

dispuestos siempre a sustituir al compañero. Coro mudo

en la paciente deriva que nada espera. No hay

redención, hay progreso, producción automatizada

de autopartes y prótesis. Y en la cima de la oscura pirámide,

el sacrificio ya hecho. La sangre corre por la otra cara.

Por la mejilla del prójimo. Paso de paisanos

por el medio de la avenida, muerta de noche y ahora

desbordada por el sol en diagonal. País de sombras largas

cada vez más altas y delgadas. La brújula señala

un horizonte en declive, interrumpido por construcciones

cada vez más separadas y precarias, suplicantes casi

en su tímido alzarse bajo un cielo mayor, paredes desguarnecidas

que no hacen muralla, detrás de cuyos esbozos

aparece, desbocado, el llano que precede al precipicio.

Desnudo mástil de nuestra embarcación, sostenida por las aguas

intangibles del océano inconsciente y sus afluentes imaginarios,

¿es igual a la altura a la que apuntas desde nuestros hombros

aquélla que desde lejos nos apunta con sus matices

de azul en la luz fundados, en el viento, en la temperatura

o en la distancia de cada plano respecto al punto de observación?

Los cumplidores pies en la tierra se hunden en el barro

descubierto por la raíz arcaica que levanta el castigado pavimento

y avanzamos un poco más en la casual recuperación

de los peligros conjurados, la miseria familiar cuya sombra

peor era entonces que la luz desamparada del campo indefinido.

Pájaros apagados que en nuestro cráneo relumbran. Ramas

finas, otras voces arraigadas: Miguel Abuelo, Spinetta,

los gritos que desde abajo anunciaban la salida del Clarín

como el gallo de las afueras la del sol. Otro tiempo.

Fantasmales, los colectivos ejecutan su ruta invariable

a nuestro turbio alrededor. Nos adentramos en la distancia.

Nos alejamos del oficio y la manía o costumbre

de construir, de curtirse las manos contra la piedra

y la cal: derrámenla en los cementerios. Remando en seco,

sutiles, despacio entramos de pronto al aire sutil.

Diciembre 2016

Visiones y apariciones 3

«La guerra es el padre de todas las cosas» (Heráclito)

La gran desilusión

Por el largo camino a Tipperary marchaba

la presumida victoria guiando al pueblo en armas.

Setenta años después, hace cuarenta, mi abuela,

en la mesa del desayuno, tarareaba

la melodía sin recordar más que el inicio

tan alegre, cuando aún todo era alegría

en el largo camino a Tipperary, de rifles

apuntando al cielo y pechos anchos como escudos.

Hay un largo camino a Tipperary

para cantar victoria antes de tiempo.

Tipperary era el punto de partida

y después todo era tempestad.

El doctor y el ingeniero, a ambos lados del frente,

testimonian el mismo entusiasmo voluntario

por la hermosa guerra de explosiones en el cielo.

Largo era el camino al desencanto veterano.

Desde Londres, París, Berlín, Viena y toda Europa

marchaban cantando, con la sangre aún caliente,

grandes batallones de campesinos y obreros

llamados al sacrificio por sus opresores.

Cambiar la fábrica por la trinchera,

el patrón por la patria y la bandera.

Cargar armas en lugar de herramientas

y del destino vengar las afrentas.

La libertad guiando al pueblo (Delacroix)

En las escenas de víspera de guerra abundan

las sonrisas y lágrimas de las despedidas,

cuando las mujeres ven partir a los soldados

admirándolos y temiendo por lo que admiran.

Pero la ola ardiente que alza Delacroix

del barro húmedo, humilde, con sus bayonetas,

la guía una mujer que se vuelve hacia los suyos,

sin ver al futuro espectador que tiene enfrente.

¿Qué hay sino cadáveres delante

de la conquista de la libertad?

Detrás, la cortina de humo realza

la cuna popular de esta victoria.

La balsa de la medusa (Gericault)

Los soldados cantan rumbo al frente en voz tan alta

como ondea la tricolor en el puño alzado.

¿Quién recuerda, contemplando aturdido, la balsa

del pintor de caballos, opuesta, en retirada,

donde incluso agoniza el pintor de las Gloriosas?

Unos pasan sobre los muertos y otros arrastran

en la corriente los cuerpos de los desgraciados,

alejándolos de los que miran mar adentro.

La marea sube y baja, violenta,

piadosa, llevando y trayendo sangre

de la fuente a la desembocadura,

del frente de batalla al corazón.

Bajo el avance heroico asoma la retirada,

sobre las huellas del dolor se impone el combate.

El moribundo de un cuadro alza un rifle en el otro

y los dos, superpuestos, se reafirman y niegan.

El curioso puede hacer crítica comparada,

el combatiente debe creer en su enemigo.

Cuando el silbido del obús acompaña el coro,                        

la melodía se repite en clave menor.

Nuestra vida es un viaje interminable

entre el invierno y la noche sin alba.

Buscamos el camino de regreso

en la tierra, donde nada perdura.

El objetivo del Dr. Goebbels

¿Cuál es la gran ilusión? ¿La victoria o la paz?

Dos camaradas se despiden de sus queridas

y al frente marchan, desentonando en armonía

con el enemigo sus esperanzas de gloria.

Machacados, malheridos, jamás desertores,

si caen prisioneros procuran evadirse,

como la balsa en fuga, no como el pueblo en armas,

alejándose del ojo por su libertad.

Dos compatriotas cruzan la alambrada

después de vivir con el enemigo

y ver que la frontera natural

cae entre tropa y Estado Mayor.

La gran ilusión del ministro de propaganda,

con tantos espectadores por ser reclutados,

era masacrar las copias de esos evadidos.

La gran desilusión comienza cuando el cohete,

en lugar de estallar en el cielo, deslumbrante,

inicia su caída. Y el mar bajo la balsa

se desliza sobre el fuego revolucionario,

dentro de los pulmones henchidos de canciones.

Hay un largo camino a Tipperary

y un camino más largo desde allí,

que se tuerce con la curva en descenso

y del punto más alto no regresa.

24–28.1.2023