
Lawrence Durrell es un clásico de la literatura inglesa del siglo XX pero, a diferencia de la época en que este libro, Antrobus, fue publicado antes (1986), ya no es tan leído. En los 70-80, Durrell formaba parte de las lecturas casi obligadas de los interesados en la literatura. Entonces se leía mucho también a Henry Miller, lo que solía llevar a Durrell, o a los diarios de Anaís Nin. Se leía mucho el Cuarteto de Alejandría, también El cuaderno negro, bastante menos el Quinteto de Avignon, pero circulaban también muchos otros libros del autor, de viajes o de humor como este Antrobus, cuyo poder de hacer reír sigue intacto. Durrell era de esos autores, como también Anthony Burgess, de los que era habitual encontrar muchos libros en cualquier librería, mientras que ahora, por más que conserve su prestigio de clásico, es un autor con mucha menos presencia. Su figura, como escritor, también responde a otra época: inglés cosmopolita, expatriado, singular cuando esto quería decir también distinguido y dotado de una distinción evidente en su poesía y en su prosa, de gran riqueza expresiva, llena de recursos, irónica y contraria a los sentimientos obvios y gregarios; es difícil pensar en alguien comparable que escriba hoy. Durrell es un escritor cuya obra prolonga los proyectos y realizaciones de autores modernistas como Faulkner o como Proust, cuya ambición y complejidad resultan bastante contrarias, tanto en lenguaje como en visión del mundo, a las formas de expresión más corrientes en los últimos treinta años de producción narrativa. Lawrence Durrell es un clásico del siglo XX, efectivamente, pero eso quiere decir que pertenece a otra época tanto como Tolstoi o Dostoyevski.
Eso no quiere decir que no pueda interesar a lectores de hoy. Pero está claro que la sensibilidad y los supuestos a partir de los que escribe, como puede verse en esa “indagación del amor moderno” que es el Cuarteto de Alejandría, no son los más característicos de nuestra época, o al menos que hay, entre ese tiempo y esa gente y el nuestro y nosotros, una diferencia ineludible que no es posible ignorar. La comprensión es posible y la identificación también, pero parcial. Como cuando se lee a Stendhal o a Flaubert. Estas obras sobreviven a su tiempo, pero no fueron escritas para el lector contemporáneo y es éste el que tiene que moverse para acercarse a ellas.

En cuanto a Antrobus en particular, hay que decir que el estilo cómico y la forma de la ironía de Durrell se adecuan completamente al medio en que se desarrollan sus relatos –el mundo diplomático de mediados del siglo XX-, ya que incluso el narrador de muchas de estas historias es directamente el propio Antrobus, cabal representante del Foreign Office británico en la época, lo que quiere decir que todo en el libro representa muy cabalmente el estilo de una época, disfrutable hoy –como cuando vemos una película de los años 40 o 50-, pero a la vez irrecuperable. Porque ese mundo ha cambiado, lo mismo que la civilización que lo contenía y la cultura que lo expresaba. Hoy, viajar al mundo que cuando Durrell escribió estos relatos podría resultar extranjero o ignoto (por el secreto vinculado a la diplomacia, al espionaje o a la política del mundo dividido en dos bloques, oriente y occidente) es también viajar en el tiempo: es un viaje al ayer, pero no como cuando en la actualidad se ambientan ficciones en un pasado adaptado a la mirada del público de hoy, sino a través de una voz viva entonces que nos lo transmite de acuerdo al contexto de su época. Depende de cuán cercano o lejano le resulte el mundo de entonces al lector, es decir, de la amplitud de su cultura, gran parte de la diversión y el placer que pueda extraer del libro. Su humor es inmediatamente accesible, las claves las ofrece cada uno de los cuentos por sí mismo, no hace falta ningún código para descifrarlos –son cuentos que fueron escritos como entretenimiento para lectores de revistas y suplementos culturales-, pero puede que en la mente de más de un lector joven estos ingleses mundanos y cosmopolitas tipo David Niven no ocupen ningún lugar previo que le permita reconocerlos, y entonces su predisposición a la risa quizás sea menor. Lo mismo que si los conflictos entre oriente y occidente del siglo pasado le resultan demasiado ajenos. La fama del servicio secreto de su majestad ayuda a acortar la brecha, como podemos comprobarlo con James Bond, que ha sabido aggiornarse conservando parte del viejo atrezzo británico. Pero es más que probable que en el imaginario de la mayor parte de los lectores de hoy, sobre todo menores de cierta edad, el mundo al que Durrell se refiere, con un humor que viene de ese mundo y de su tradición (que remite no poco a los cuentos de Chesterton, El club de los negocios raros o los Cuentos del arco largo, divertidísimos pero difíciles de encontrar hoy en librerías), no ocupe un espacio muy destacado ni despierte asociaciones muy precisas. Cuando uno lee este libro, lo que ve en su cabeza son imágenes de películas viejas (por más que lo haga con gran placer y se divierta con ellas) y no de películas de hoy que presenten ese ayer.
Lo que no quita que estas viejas comedias sean muy divertidas. Durrell es agudo, ingenioso, observador y muy capaz de tejer densos enredos sin perder nunca su ligereza. Los veinte relatos son narrados en su mayoría por Antrobus, un viejo diplomático británico, al narrador, otro diplomático, quien lo presenta y luego lo deja despacharse. Hay un estilo y un humor que los dos comparten, lo que hace de ellos un buen equipo narrativo; por otra parte, esto tiene que ver con el ambiente que les es común y es también un rasgo habitual en la amistad, sobre todo cuando ésta depende tanto como aquí del placer de la conversación. Ese sentido del humor, malicioso, astuto, irónico, contrario a la corrección política actual pero lo bastante conocedora de su eterna presencia como para saber bordearla sin atraerse irremisiblemente sus iras, tiene una larga tradición en la literatura inglesa. Un francés, Jean Genet, dijo una vez que le encantaba ir a Inglaterra porque “allí todo el mundo es tan hipócrita”. Esa “hipocresía”, cuyo manejo enseña a decir las peores barbaridades sin perder jamás la corrección (flema británica), depende de un hábito de disociar que puede ser escandaloso visto de fuera pero que allí funciona de lo más bien y da mucho pie al humor. O lo hacía en los viejos buenos tiempos del imperio en decadencia.

Que el mundo era otro en la época en que el libro fue escrito, que lo que aquí se cuenta era más o menos en aquel tiempo una actualidad a la que pocos tenían acceso y por eso despertaba curiosidad e interés, es cierto. También hay que decir que el mapa mundial ha variado enormemente con la globalización. Sin embargo, los caracteres nacionales continúan siendo reconocibles (los japoneses que se emborrachan sin proponérselo en La leche del hombre blanco, los franceses como representantes de la difusión de la cultura en La Valise), aun cuando ciertos conflictos y diferencias no tengan la presencia de antaño, como la lamentada influencia americana sobre Inglaterra en que se basa Historia clínica, donde un tradicional diplomático británico sucumbe a dicha influencia. Es un mundo ido pero reconocible, incluso como pasado próximo del actual. Hoy, que tanto se viaja, esta comparación entre nacionalidades y culturas diferentes sigue siendo un tema recurrente, aunque la organización política del mundo haya cambiado.
El libro conserva todo su potencial cómico, es ampliamente disfrutable y, si bien remite al mundo de ayer, ese ayer pertenece a una historia reconocible y la obra puede incluirse en una tradición tan sólida, reconocida y aún con tantos adeptos como la del humor inglés. Además de en Chesterton, éste brilla, con diversos tonos, en Wilde o en Shaw, irlandeses, o en los más cercanos Robert Graves, Anthony Burgess, P. G. Woodehouse, Tom Sharpe, Joe Orton, Alan Bennett o el mismo Durrell, que no suele ser presentado como un cómico sino como “el autor del Cuarteto de Alejandría”, más bien complejo y lírico. Representarlo como legítimo miembro de la tradición del humor de su país, a la que honra, es redescubrirlo y reflexionar: no por casualidad, como recordará el lector del Cuarteto, el título de la trilogía que el novelista Pursewarden escribía a lo largo de los cuatro volúmenes era, nada menos, Dios es un humorista.