La historia se acelera

Anteúltimo episodio de la historia de Fiona Devon, madre portadora.

La luz al final del túnel
La luz al final del túnel (En un hospital de Los Angeles)

Joan, familiarizada sin saberlo con este tipo de circunstancias, apenas está asustada por el estado de su madre, cuya gravedad no puede medir y puede en cambio suponer habitual; cuando luego llegan los médicos, Charlie puede olvidarse de Julie mientras los atiende, ya que allí está ella para velar por su hermana; Fiona no necesita tranquilizarla, por más que se empeña en ello mientras le toman la presión, la temperatura y la pasan a una silla de ruedas para proceder al traslado. Todos bajan en el mismo ascensor, pero son demasiados para subir a la ambulancia y Charlie, con Julie a cuestas y Joan soltándose de su mano una y otra vez para correr a mirar desde la menor distancia posible la maniobra con que levantan a su madre de la silla, la suben a la camilla y la meten en el inquietante vehículo, se ve forzado a tomar un taxi; Tamara conduce hacia el hospital mientras Madison va revisando la carpeta donde guarda los papeles del caso; todos creen haber entrado en la recta final, pero una vez en el Florence Nightingale poco a poco va quedando claro que todavía deberán errar un largo rato por el intestino de sus corredores: en la primera de las salas de espera que sucesivamente irán ocupando, reunidos en grupos composición variable, Charlie y las dos adoptantes reciben el diagnóstico de hipertensión aguda, que muy probable o seguramente pronto hará necesario, y por suerte se trata de una práctica habitual, anticiparse a la naturaleza para evitar accidentes por los cuales, naturalmente, ésta no ha de responder. La doctora intercambia informaciones con el marido: le explica el probable proceso biológico por el que su esposa habrá llegado a encontrarse en este estado, advirtiendo al mismo tiempo que el hombre, y no sólo por las dos niñas que cuelgan de sus brazos, no es ningún novato en la materia, mientras que sí ha de serlo la pareja de mujeres que la escucha con tan ansiosa atención, y una vez que ha establecido un cierto nivel de tranquilidad a base de pronósticos científicos lo complementa con un breve cuestionario técnico al que Charlie suministra detalles con tal precisión que despierta en las madres primerizas la sospecha de que esta urgencia no lo ha tomado tan desprevenido como a ellas quienes, tras cruzar una furtiva mirada concordante al llegar a la vez a igual noción, coinciden en la misma actitud de vigilancia y reserva ante el diagnóstico. Una vez que la doctora ha vuelto a ser una silueta en guardapolvo entre otras que van y vienen por el hospital, Charlie enfrenta el silencio que ha dejado y explica a Joan, sentándola junto a él en el recodo del pasillo que se ha convenido en llamar sala de espera, con palabras sencillas la referida necesidad de un parto inducido a manera de gestión del nacimiento prematuro de sus hermanas, aunque elude este calificativo, concluyendo en una frase que resulta la traducción y la síntesis de todo su discurso: “Habrá que ayudar a mamá”. Joan recuerda, por el tono serio y suave del hombre del que debe recordar que no es su padre, la casi olvidada explicación recibida en su país y en su momento acerca de las dos señoras que los acompañan ahora en esta tierra extraña, y pone la mirada en Julie, que acaba de despertar en brazos del hombre que sí es el padre de ella, como si sus grandes ojos mudos, recién abiertos y hace tan poco llegados del interior de la madre de ambas pudieran dar una respuesta más cercana al más allá del que sabe que han venido todos, incluidos los más viejos de los allí sentados. Desviando la vista al suelo desde los ojos de su medio hermana, como si así se concentrara mejor, casi adulta, pues la actitud cabizbaja se repite en los mayores a lo largo de la fila, Joan pregunta si antes fue también así, si siempre hace falta ayuda, y, aunque sabe que Charlie no estaba cuando ella nació, como su padre no está ahora, espera que sea su voz la que responda desde el fondo de la memoria que ha perdido y restaure para ella lo que recuerda de sus medio hermanos. Tamara, que los ve conversar desde una distancia a la cual no puede oír lo que sea que es dicho a la niña, se acerca con una actitud comedida para escuchar, como si fuera por casualidad, la afirmación seria y falsa del hombre con su hija en brazos, que asegura a Joan la acostumbrada buena salud de su madre y la excepcionalidad de la situación planteada, lo que el tercer embarazo de la paciente, que sus oyentes ignoran, bastaría para desmentir, y, con la grave sencillez que logra dar a su exposición sobre las dificultades que la familia debe enfrentar unida y que, sin embargo, él parece haber atravesado antes, consigue tender un velo que hace de red tanto para su hija postiza como para el furtivo escrutinio de la intrusa. Madison, tras apartarse tantos pasos como aquella ha dado para acercarse y perseguir en vano, de número en número telefónico, a su abogado en procura de la inmediata presencia de éste en la maternidad, regresa y al ver al grupo familiar completado por Tamara haciendo de madre busca en él su lugar. Joan se vuelve hacia las mujeres, distraída de las palabras de Charlie por los movimientos de Madison al sentarse, y sigue seria después de que ellas le sonríen; Charlie alza la vista desde la niña hasta los ojos femeninos y amplía el radio de su discurso para que llegue a las adultas; reafirmado por su rol en esta crisis, ilustra su hablar pausado con algunos datos precisos sobre fiebre y presión arterial, tranquilizador en su argumento para ellas a quienes pone de testigos ante Joan. Su prerrogativa dura hasta que aparece el ginecólogo, que en unas cuantas palabras les expone el estado de cosas, les pronostica el futuro inmediato y les da el número de la habitación que deben buscar. Durante el viaje en ascensor y la indagación de los pasillos, mientras Tamara, como si incluso se acomodara por anticipado a sus ideas escondidas, retoma su papel no declarado en el grupo ocupándose de Joan en tanto Charlie va cargando a Julie, Madison repasa sus cartas a una velocidad infinitamente mayor que aquella a la que cualquiera de ellos es capaz de caminar y establece el plan de acción para los próximos minutos; entrar última resulta una maniobra acertada, de igual modo que es correcta la posición que mantiene en los primeros momentos del reencuentro, dejando que el padre ponga a las dos niñas por delante y utilizando a Tamara, de espaldas a ella y equidistante entre la cama de Fiona y su propia ubicación junto a la puerta, como poste indicador de una frontera que sería inoportuno traspasar. Fiona se ve agotada; suspendida en un punto indefinido entre la preocupación y un alivio efímero, la acuosa mirada con que recibe a sus hijas tiene un brillo agónico; y su vientre, bajo el que apenas puede moverse, recuerda a Madison las ilustraciones de un libro para niños, Los siete cabritos, en el que el lobo del cuento aparecía con la panza llena de piedras en lugar de los cabritos devorados, huidos de su estómago abierto, relleno y cosido durante la digestiva siesta. ¿No caía al final al agua y se hundía en las profundidades? Fiona evita mirar e incluso ver a Tamara, incorporada al cerco familiar ante sus ojos a pesar de la prudencia con que sonríe y espera en segunda línea; Charlie se inclina hacia su mujer con la visible intención de colocar a Julie junto a ella, pero la madre no encuentra fuerzas para hacerle sitio y la niña permanece en brazos de su padre; Joan se queda arrimada a la cama, con las manos abiertas sobre la tibia frazada que, a pesar de la elevada temperatura de su cuerpo, su madre no ha querido quitarse de encima. Entra una enfermera y verbaliza lo evidente: el cansancio de la paciente a su cuidado, del que tal como si se tratara de la última llama pálida que separa de la plena oscuridad, a la que un breve golpe de aliento bastaría para apagar, nadie ha querido hacer mención; la visita, por eso, ha de ser breve y en ella nada ocurre, nada se mueve desde que sale la enfermera hasta que Julie, quebrando ese cristal de vacilaciones, rompe a llorar: vuelve la enfermera, como si el grito hubiera sido de dolor, pero al cruzarse en la puerta con el padre que sale al pasillo apartando a la que alborota de la que yace da el visto bueno a la reunión de mujeres resultante y se retira sin comentarios. Madison se acerca a Tamara y las dos a la cama; Joan mira a su madre y ésta le dice, desacostumbradamente, “ve con tu padre”, quizás como reconocimiento de la posición y los méritos de Charlie dentro del orden doméstico, a cuyo principio remite a su hija; ésta obedece. Atravesado el cerco familiar, Madison se atreve a reducir otra vez la distancia: “¿estarás en condiciones”, pregunta a Fiona, tras manifestar su preocupación y la de Tamara por la salud de la portadora, “de ver papeles con el abogado dentro de un rato, así ya dejamos todo en orden para cuando llegue el momento?”, instancia que así parecería quedar ya al amparo de toda clase de imponderables, a lo que Fiona, ciega a los peligros que encierran las palabras, viendo la oportunidad de colar aquí la preocupación que Charlie, con sus maniobras, no ha logrado quitarle de encima al fin y al cabo, replica con una serie de frases deshilvanadas que, tras invocar las penurias padecidas en el curso de un único período de tiempo y a causa de un único motivo, culminan en la petición que más tarde invocará ante la justicia y que consiste en el ruego, a las herederas de su vientre, de que afronten los gastos eventuales, así llega a decir, que Cure & Care, el servicio de medicina prepaga que en su país contrató su marido, no llegue a cubrir, cantidad igual de indefinida que la respuesta que recibe, de tal modo que el pacto tácito entre ambas partes, sin el sustento de una palabra convenida, no resulta sobrentendido ni es siquiera un malentendido y queda sin sellar. Pronunciadas con sus últimas fuerzas, las que ha dicho son las últimas palabras con que Fiona aspire a incidir sobre los hechos; las que sigan, así como sus actos, serán sólo forzosa consecuencia del inevitable estar expuesta a los estímulos provenientes de quienes la atienden o esperan algo de ella y en absoluto manifestaciones respaldadas por su voluntad. Cuando al fin el abogado le ponga delante, ofreciéndole su pluma, casi una resma de folios impresos en letra pequeña interrumpida por sugestivos espacios en blanco, Fiona no leerá entre líneas ni tampoco las líneas mismas, sino que ya entregada al destino de las artífices de su viaje y a lo que sea que haya al otro lado del próximo escollo a sortear, como ha hecho siempre, como si así impusiera al menos su presencia, ocupará con su firma los huecos que se le indiquen sin preguntar ni preguntarse lo que otros pondrán en los vacíos restantes. Al ver el nombre repetido en los documentos que va recogiendo de manos del abogado, apenas por un momento Madison repara en la incongruencia entre la mujer y ese nombre, tan apropiado a su juicio para actriz o modelo y quizás lo primero, ya no recuerda, que llamó por costumbre su atención hacia su caso cuando buscaba en Internet el camino hacia lo que está por conseguir; sólo que Fiona Devon, así como no tiene agente que defienda sus intereses, también carece de uno que cuide su imagen y es ella misma, en la mente o conciencia de Madison, la que tiende a disolverse cada vez más rápido una vez virtualmente liquidado el trámite de adopción.

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ambulancia

La historia sigue viaje

Carretera americana
Carretera americana

Mientras Madison habla a Fiona y Joan a Julie, Charlie y Tamara callan; él trata de imaginar lo que ella piensa mientras piensa en ella como madre, identidad o rol que le cabe si es que Madison al volante es el marido o cumple ese rol y Fiona ocupa ahora el lugar que debe corresponderle habitualmente: madonna de perfil contra el paisaje fugitivo, cerrada efigie sobre la que resbala como llovizna la simultánea charla femenina, le parece que guarda en su distancia la razón que a todos los ha traído tan lejos. Y sin embargo, aunque es esta desconocida la mujer que cabalmente representa el misterio en gestación con su silencio, es en su propia mujer donde el proceso transcurre y ella dice: «Nunca estuve tan pesada, ninguna de las otras veces», dato que nadie sino tal vez él mismo podría constatar y al irrumpir de pronto, inesperado, sin relación evidente con el discurso de su interlocutora, parece arrojar sobre la mesa un problema que ninguno de los allí sentados sabría resolver y en consecuencia provoca un hueco en el aire, una suerte de ausencia, al abrirle todos paso al comentario que prefieren ver pasar antes que fijarle un sentido necesitado de respuesta, lo cual pronto Madison compensa ofreciendo una mezcla de confesión sobre su ignorancia debida a la obvia falta de experiencia e informe acerca de oportunas dietas y gimnasias acreditable a su familiaridad con actrices y modelos, que remata con un chiste de interpretación incierta sobre el hecho de ser siete chicas a bordo, contando las que Fiona cargará todavía por un tiempo, a lo que el grupo responde de manera desigual, sorprendido cada uno en su defensa y procurando enfrentar la circunstancia con la expresión facial adecuada. Charlie, aislado, mira de reojo a Tamara, que por detrás y después de un medio sonreír de compromiso permanece callada como si reprobara alguna acción inexorable decidida en forma previa a cualquier posible intervención por su parte, y no puede menos que recordar a la causante portuguesa, finalmente evadida de su propósito, y a su consorte italiano, a salvo al fin y al cabo de acontecimientos que a él lo sobrepasan, aunque en verdad, se da cuenta, apenas puede evocar sus rasgos; harto, se autoriza a intervenir y Joan escucha cómo el padre de Julie pregunta a su madre, acalorada a pesar del aire acondicionado, mientras desliza sus dedos por la nuca húmeda siguiendo los espirales del pelo mojado contra el cuello, inclinado hacia adelante y hablándole muy quedo, casi al oído, si han vuelto a moverse, a lo que Fiona, muy suave, responde que hace un rato, de modo que apenas pasado el instante, cuando Madison reconoce al sujeto tácito del intercambio, aunque ningún movimiento a su vez reconozca la mano que, autorizada por la todavía madre, deja el volante y se posa abierta sobre el gran vientre habitado, una especie de círculo familiar se cierra dentro del auto alrededor de la pareja encinta y Joan, confrontando la imagen presente con lo que ha visto tantas veces en casa, reconociendo en la claridad con que comprende algo que sólo vagamente recuerda los progresos hechos por su incipiente conciencia desde las vísperas del nacimiento de Julie, percibe con renovada nitidez el calor y el leve peso de su hermana y se apega más a ella. Es precisamente entonces cuando ésta, por casualidad o por instinto, emite dos sílabas de sentido tan incomprensible como inmediato resulta su efecto: risas de celebración adelante, compartidas por el padre y de las que Joan se hace eco, sobre las cuales se monta otro oráculo absurdo redoblándolas y reuniendo así, por un momento, al grupo entero en torno a un nuevo centro. ¿Entero? Ni bien la espalda, apenas descargada, del único hombre a bordo regresa a su sitio en medio del respaldo del asiento trasero, su ojo derecho registra, a la extrema derecha de su campo visual, la mirada salvaje de Tamara a Madison quien, de espaldas, animada por la aparente reducción del espacio entre los pasajeros, habla al grupo de la misma manera general en que una guía turística presentaría las atracciones locales y dando casi la misma información; algunos kilometros más tarde, la errática voz cuyo volumen Joan no deja de vigilar mientras exalta a Julie su presencia en la ciudad de las películas sonará como el eco demorado de las gastadas referencias de Madison al Teatro Chino y a Sunset Boulevard, pero a Tamara este cíclico retorno, como es de esperar, no le causará la misma gracia que a Fiona, cuya dócil aquiescencia la irrita como si, viajando sentada en su lugar o justo un lugar delante suyo, pudiera arrastrarla a un destino cualquiera. Por el momento, al menos, el de los viajeros no será su casa; ésa era la intención de Madison a su regreso de Londres, preocupada por el presupuesto del total de la operación, pero en cambio resultó para Tamara, ya colmada por la espera, la bienvenida oportunidad de recuperar la iniciativa y sorprender una vez más a su amiga: sin siquiera discutir, sin presentar batalla, al menos de ningún modo en terreno verbal, se dirigió a uno de sus primeros inversores, activo en hostelería, entusiasmado en su momento por la novedad de las ganancias online y ahora fácil de persuadir por el ínfimo costo del favor requerido, y a su vuelta, satisfecha con su carisma y sus recursos, tras dejarse caer en el sofá ostentando el largo de sus piernas como para indicar el goce de la libre extensión de su casa y su intimidad, anunció a Madison los quince días de hospedaje gratuito que mantendrían a sus visitas alejadas hasta la hora de volverse a ir, estrategia de cuya ejecución, además de su diseño, parece decidida a asumir como principal responsable ya que, al llegar al hotel, será ella la primera en bajar del auto y quien, rodeándolo en tres zancadas, abra el baúl, reparta el equipaje, se quede con más de una maleta como para equilibrar el cansancio de los otros tras el viaje y encabece la procesión hacia el vestíbulo, aunque de dar propina al botones una vez que las valijas sigan su camino dejará que se ocupe Charlie, por más que Julie dormida en brazos de éste le deje uno solo libre con que hurgarse los bolsillos. Mientras tanto Madison se ha quedado atrás acompañando a Fiona, que en el trayecto desde el aeropuerto parece haber aumentado de tamaño y a quien Joan, tomada de su mano, da la impresión de servir de apoyo más que de estar a su cargo; la anfitriona lleva en la mano izquierda la maleta que su compañera ha dejado para ella, pero ofrece a la invitada el flanco derecho como sostén y está a punto de caer junto con ésta cuando, una vez dados, uno tras otro, hasta el último, los pesados pasos a dúo impuestos por los escalones que realzan la olvidable fachada del Sunshine Inn, ya libre de la maleta que algún empleado por fin se ha apurado a recoger, siente en el hombro la presión de la mano que se afirma al vacilar la otra en el súbito vacío provocado por un comedido, posible turista, personaje imprevisto que, a punto de salir del hotel, aprovecha para mostrarse amable y abrirles la puerta en la que Fiona iba a apoyarse: la niña que a su vez ésta ha soltado está a punto de ser atropellada por el joven que, prácticamente arrojando al suelo la maleta que acaba de empuñar, se precipita a apuntalar al tambaleante grupo de viajeras, pero todo se resuelve sin mayor daño para madre, acompañante e hija y el próximo paso, una vez prontamente reafirmado el consternado huésped en su confianza en los poderes de la cortesía y despedido al pasar a su paseo, es el muy sencillo de inscribirse en el registro de pasajeros, confirmada ya la reserva por Tamara, que en la proa del grupo continúa al timón. Charlie es el primero en firmar y Madison aprovecha para tomar a la pequeña Julie en brazos pero, antes de que el cuerpo de la niña haya siquiera alcanzado a hacer sentir su peso y su calor sobre el suyo, Tamara la arranca de esa costa donde suelta con su equipaje y su alojamiento a la familia extraviada y la arrastra de vuelta al transporte en el que la han traído, dejándole apenas aire para una referencia, furtiva como una corriente en un interior cálido, al abogado que ya tendría listos los documentos para la adopción de las nonatas y prometer una llamada para el final de la tarde, cuando, según dice, los forasteros hayan logrado aclimatarse.

continuará

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«La muerte no está en no comunicarse, sino en resultar incomprendidos» (Pasolini)

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Punto límite. El romanticismo es un callejón sin salida al fondo del cual está la mujer.

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"Nada nuevo bajo el sol" (Eclesiastés)
«Todas las dinastías terminan así: muchísimo heredero y poco trono» (Brodsky)

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"Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza" (Vallejo)
«Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza» (Vallejo)

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Contrato y ley. Se puede pactar con el diablo, pero no con Dios.

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Comentario nupcial. Si los hombres escucharan a las mujeres habría menos casamientos.

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