El lector impertinente

el combate espiritual
«El combate espiritual es tan brutal como las batallas de los hombres» (Rimbaud)

Se dice que el buen lector es aquél que lee entre líneas. Es decir, el que capta lo implícito en lo explícito. O sea, uno capaz de leer en lo escrito lo no escrito. Luego, alguien que en lo expresado bien podría percibir justamente lo que no quería expresarse, lo que se ha expresado sin querer. Y acogerlo y quererlo y, siendo ya su descubrimiento, señalarlo y como prueba señalar sus orígenes, en franca retirada ante la aparición de ese vástago inoportuno. O en contraataque, precisamente en razón de la oportunidad. El buen lector, pues, también ha de ser discreto: saber callar o guardar lo sorprendido bajo la lengua. O en el tintero, o en sus cajones. Pues ya lo cantó Apollinaire: Pero reíd reíd de mí / Hombres de todas partes sobre todo los de aquí / Porque hay tantas cosas que no me atrevo a deciros / Tantas cosas que no me dejaríais decir / Tened piedad de mí.

Usos y costumbres. Los abusos que sufrimos en la vida íntima tienen siempre lugar en esas zonas tan amplias de nuestras circunstancias que dejamos sin legislar, inadvertidas en apariencia, pero en el fondo abandonadas a la espera de un privilegio que, de este modo, seremos nosotros sin quererlo quienes acaben otorgando a otros. Ya que es ese espacio secreto que cada uno guarda al margen de la vigilancia social el que se abre al extravío ajeno y lo sufre en silencio –puesto que no hay allí a quién reclamar y difícilmente, si lo hubiera, sería bienvenido- cuando la visita se comporta sin la cortesía exigida en terreno común. Así discurría yo la otra noche y mi parecer fue considerado no falto de sabiduría, cuando era más que nada el gusto de jugar con las palabras el que me instaba a tomarme el trabajo de dar forma a esta idea.

El señor y la señora Smith
El señor y la señora Smith

El águila de dos cabezas. Así describe Robert Musil al súbdito austriaco del Imperio austrohúngaro: un austriaco más un húngaro menos ese húngaro. Así es también el hombre casado, según cierta idea del matrimonio: un hombre más una mujer menos esa mujer. Lo curioso, como en el primer caso, es cómo la falta de otro individuo particular y no de una categoría es lo que define la identidad. Lo curioso o lo preciso. O lo inasible, pues es la figura evasiva la que define a la que da la cara, a la vez que le arrebata no la mitad de su corona, sino de su frente.

Callejero literario. Calles con firma. Dante pone nombre a la principal arteria comercial del barrio del Carmelo, en Barcelona. Petrarca reúne en la misma cuadra del vecino barrio de Horta al bar El Fracaso con Suministros Abel, tienda de lápidas. Lord Byron y el conde Giacomo Leopardi coinciden como Goethe y Schiller en una esquina de Villa Luro donde una gomería da posada a su encuentro. Si las cosas parecen llamarse por su nombre en cualquier punto, basta la circulación para poner en evidencia lo arbitrario o convencional de la relación entre el espacio y el verbo. Y entre ambos, por si cabe alguna duda, el tiempo certifica la distancia.

Un testigo de su tiempo
Un testigo de su tiempo

La escuela de la vida. El joven crítico empieza conociendo la historia por la ficción, las épocas que preceden a la suya por las obras que procuran retratarlas; y, si se interesa en la realidad de esas obras ante todo como arte, como ejemplo superior, es porque imagina el arte como vida, como la vida que él mismo, dedicado a admirarlo y absorberlo, más tarde llevará. Después la vida se interpone; y entonces, con el giro de las circunstancias, a medida que se distancia de su posición inicial, que es desalojado de aquel asiento por su propio paso, por lo que le pasa, las obras de ayer y hoy se le aparecen como emergentes de una época, fatalmente de una u otra, con la indeleble mortalidad inseparable de cada página inmortal que se haya escrito. Ya la obra no contiene la época sino ésta a aquella, y sólo así tal vez su mirada se reúna por fin con la del público, atravesada por la nostalgia de una ilusión que sólo ahora, roto el distanciamiento, cobra realidad para él.

Bajo censura. “La poesía debe ser hecha por todos”, rezaba el categórico imperativo civilizador de Lautréamont. Pero es la censura la que es hecha por todos, más de un siglo después de Lautréamont y a casi cien años de sus ecos surrealistas, atravesados ya los tiempos de la revolución sexual y la lucha contra los censores de estirpe más o menos victoriana, y para eso ni siquiera hace falta publicación alguna. La vida social basta, la mirada de los otros, como se dice, es suficiente para cumplir con estricta y fluida discreción la escandalosa tarea del fuego en otros siglos. El fénix renace de sus cenizas y a ellas vuelve: alguien rompe a hablar y, llevado por su propio aliento, llega a pronunciar lo que no se había pensado, lo que no se había dicho y permanecía latente en el prudente y ciego silencio de los otros; a eso se llama inspiración y es lo que la reserva impuesta por el pragmático y ubicuo código de moderación contemporáneo interrumpe, hace imposible.

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