Ficción en serie 1: Narrativa en continuado

Sin intervalo

Un antiguo pronóstico de Philippe Muray: La televisión está a punto de preguntarse si no habrá una vida después de la televisión. Cada vez más secretos se le escapan. Se la está engañando. Cornudo pero en absoluto feliz, el Espectáculo corre el riesgo de volverse maligno. ¿Se osará preferir otra cosa? Puede ser. Así que tiembla. Sufre. Como tiene su fin en sí mismo, su necesidad de sobrevivir se opondrá cada vez más a la vida de la gente. Ya no obedecerán sus invitaciones sino aquellos que no tienen para decirle más que lo que él mismo ya sabe y ya ha dicho. Aquellos o aquellas que tendrían algo que decir, no vendrán jamás a decirlo. Se ha acabado. No confesarán ni bajo tortura. Han comprendido que, con esta técnica del testimonio, del relato íntimo y la confesión, lo que se busca es matarlos. Han visto, han percibido en acto el odio impulsivo de los medios hacia el individuo. Cada vez más aislados del medio humano que una vez aterrorizaron y que presionaron con todas sus fuerzas para sobrevivir, los medios ven comenzar su lenta declinación…  

¿Se ha cumplido algo de esto? A pesar del rumor constante que rodea en nuestros días al mainstream, a pesar de la interactividad y la intercomunicación lateral permanente entre los miembros de un público muñido vía Internet de cada vez más ventanas a las que asomarse para dispersar su atención en lugar de enfocarla en una sola pantalla, la tele sigue siendo el referente cultural más universal entre los contemporáneos de todo el mundo. Todo el mundo conoce, aunque sea de oídas, lo que allí se cocina, o se ve obligado a fingir estar al tanto como parte de la forzosa estrategia de actualización permanente necesaria para el animal urbano contemporáneo. Por otra parte, la proliferación de pantallas más allá de los canales de aire no es tanto el cáncer de la tele de siempre como su continuación por otros medios, su especialización y segmentación en función de su público, tan creciente como la población mundial. De tal manera que todo revierte. Y así, a medida que avanzaba el siglo XXI, los escritores, esos clásicos ejemplos de individualismo moral y laboral, se han ido pasando en masa a la TV, o eso han dicho más de una vez los medios atendiendo a y promocionando unos nombres erigidos en representación de un arte u oficio. Guiones originales firmados por autores lo bastante prestigiosos como para aspirar a multiplicar los receptores de sus obras por el medio audiovisual, dinámicas adaptaciones de voluminosas novelas clásicas traducidas de este modo al lenguaje propio de este tiempo, todo parece contribuir a instalar la biblioteca en el living o el comedor del hogar, o en alguno de sus satélites móviles. Pero lo novedoso no es esto, sino otra cosa: la idea, primero cada vez más repetida y después ya asimilada entre quienes siguen las novedades culturales, entre quienes, en consecuencia, más se actualizan y constituirían por eso, al menos en teoría, el público más activo, el de vanguardia, podría decirse, de que la mejor narrativa actual es la que ofrecen las series televisivas. O algunas de ellas, las más emblemáticas, desde ya clásicos como Los Soprano, The Wire o Mad Men hasta éxitos como House of Cards, The Walking Dead, Orange is the New Black y unas cuantas más dotadas de ese acatado, reconocido poder de seducción y convicción.

Variedad a repetición

Esta idea es a la vez acertada y conformista, por las mismas causas que vinculan el perfecto dominio de un medio con su decadencia. Pues todas estas series manifiestan una calidad indudable y hasta ejemplar en su realización, pero una calidad serial: la satisfacción de una medida standard, una de cuyas dimensiones es la variedad. Dentro de cierto límite. Representan algo así como el grado último de una civilización en determinado terreno, la narración de ficciones, por ejemplo, y si son tan atractivas para los aprendices de guionista y otros oficios vinculados a la producción de ficciones es justamente porque todo lo que se puede aprender al respecto pareciera estar allí: construcción de tramas y escenas, caracterización de personajes principales y secundarios a cargo de actores expertos en la administración de sus recursos, absoluto y tan virtuoso como ubicuo profesionalismo en los rubros técnicos, todo ello, además, guiado por una conciencia ya instintiva de la circulación de la cultura, lo que permite un tipo de narración extremadamente sintética cuya eficacia a menudo impacta como insuperable. Borges dijo alguna vez que luego de tanto intentar expresar había llegado a la conclusión de que el lenguaje sólo permite aludir. Aquí hay algo de eso: el guiño, el sobrentendido, la velocidad expositiva y la economía gestual son otros tantos signos de una inteligencia entre el emisor y el receptor que justifica absolutamente la atención y los elogios recibidos; “inteligente”, de hecho, es el adjetivo sutil con que suelen recomendarse estos productos y no hay duda de que quien desee comprender cómo funciona una máquina narrativa perfectamente aceitada y moderna encontrará en ellos con qué entretenerse. La dramaturgia como escuela narrativa: al prescindir de la figura del narrador, tan presente hasta en la más objetiva de las novelas, el relato audiovisual se muestra autosuficiente en su exposición de hechos ligados cuyo mero ordenamiento sin explicaciones añadidas le basta para darse a entender. No hace falta intérprete: los actores son, en última instancia, objetos de una mirada que comprueba lo que ya sabe, pues la visión a que remiten los hechos es mucho menos particular que social y finalmente se apoya siempre en algo familiar, consensuado por más resistido que parezca. Es lo que se espera encontrar, ya que todo se orienta a satisfacer una expectativa y en ese camino los desvíos pronto son corregidos. El desvío es el margen que permite el suspenso, donde un gesto ambiguo o un dato incierto abren un paréntesis, pero éste ha de cerrarse antes del final o sofocarse en su atmósfera aislada. El equilibrio exige la restitución del conjunto y en éste las pérdidas han de estar justificadas. Lo que vale para toda ficción tradicional, pero en la producida industrialmente se erige en garantía de calidad y a la vez en límite a la expresión personal, a la manifestación de lo irrecuperable, contrario al espíritu de empresa, y sirve de normativa bajo la cual homologar a los autores como modos de una sustancia dominada. Lo fuera de serie, lo intrínsecamente heterogéneo, ha de quedar, precisamente, fuera. De lo que queda dentro, pulido en cada arista de su diferencia, de estas ficciones, anárquicas y ordenadas como la economía que las produce, ¿se puede decir en cambio, aun cuando a menudo cuenten con firmas reconocidas, que en ellas predomine la visión de un autor? ¿No es la dirección, la función artística que solía atribuirse al autor de ficciones audiovisuales, aquélla que reúne en estos productos, con mayor evidencia y en el más alto grado, calidad e impersonalidad? ¿Quién es el responsable –el autor- no ya del acabado formal como puesta a punto de un relato o espectáculo, sino de lo que tal labor de estilo significa? La remake, de inspiración teatral ya que su esencia es representar lo ya representado, pone en juego y en escena, con una precisión manierista sólo comparable a su ambigüedad crítica, la coincidencia posible entre una educación superior y la esterilidad de la decadencia. La serie, como principio, aplica una oscilación semejante entre repetición y variación, de manera que todo lo nuevo esté de algún modo prefigurado en lo anterior y así previsto, lo que es propio también de todo género. En la tradición un argumento nuevo entra sólo por accidente, es decir, en oposición a todo sistema de control y seguridad. Un gran artista o pensador es aquel capaz de poner a la tradición en contradicción consigo misma: así es como ésta revive y amplía sus fronteras, no mediante su reafirmación a través de ejemplos que la confirman. Siendo así, no basta el control de calidad para garantizar la suprema excelencia; es más, ésta no sólo se opone a tal control, sino que nace por oposición a él aun si aspira al dominio de sus medios. La industria no produce de por sí grandes artistas y en cambio sólo es grande, artísticamente, a su servicio. ¿Puede haber un gran arte colectivo? Sí, pero sólo cuando se sale de programa, cuando ya la calidad no depende de una norma. Cuando el saber que lo sostiene vacila, en lugar de que sus practicantes vacilen respecto a éste. Lo producido desde un conocimiento pasible de ser enseñado con total claridad puede dar cuenta de una máquina perfectamente aceitada y del trabajo de los obreros más calificados, pero en el campo de la expresión la novedad no viene del concepto, sino de la materia. Del cuerpo que piensa. Ése es su origen, el origen, la fuente de la originalidad, y es su margen de extrañeza respecto a la previsión del concepto el que desarrolla a éste. ¿Puede considerarse la mejor posible una narrativa dotada con los mayores recursos de la cultura de su época, pero falta de ese elemento no asimilado que incluso procura conjurar?

2011-2016

Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El álgebra de las letras

Orden y disciplina
Orden y disciplina

La servidumbre como espectáculo. Esas películas de James Ivory de los años 80 o 90, despliegue diáfano de un fenómeno por otras partes tan repetido: el sentido de la historia, habitualmente de prestigiosa procedencia literaria, implicaba una crítica del victoriano orden vigente en la época del original adaptado, pero lo que todo el mundo iba a ver era justamente el espectáculo de ese orden, manifiesto en el juego de roles entre amos y criados, las hileras de pecheras blancas y cubiertos de plata, los modales y entonaciones cuyo origen británico parecía garantizar sangre azul o educación eatoniana. El resultado era parecido al de esas novelas de Pittigrilli y compañía, donde se condena el proceder de un criminal para describir con mayor minucia los sufrimientos que ocasiona a su irresistible víctima: similar sadomasoquismo en estas refinadas producciones, encubierto por las costumbres y antigüedades desempolvadas para la ocasión. Las relaciones peligrosas en la versión laborista de Stephen Frears participaba de la misma complacencia, amparada en el gesto de condena, hacia los vicios supuestos de las clases altas, pero el cruel Cuarteto de Heiner Müller no se complacía menos en su propia inexorable violencia y la creciente frialdad de su proceso. Queda el Valmont de Milos Forman, ligero y libre, tan lejos de la idea de un ajuste de cuentas entre los protagonistas como del pensamiento, que a éstos nunca se les hubiera ocurrido, de que debieran rendir cuentas a la moral de espectador futuro alguno.

Neo neo. Ladrones de bicicletas: el hombre al que le robaban la suya en la película mostraba la suficiente falta de recursos como para dar a pensar que sólo en el seno de su clase y nunca a solas podría salir adelante. Una remake actual, en lugar de a él, podría seguir al bien robado y mostrar el provecho que cada uno de los sucesivos ladrones es capaz de extraerle. Como el amor en La ronda o el burro en Al azar, Balthazar. O el billete falso en El dinero. Así el hijo tampoco jamás reconocería a su padre y éste también se habría librado de su condición de ejemplo.

Bardamu y compañía
Bardamu y compañía

Operaciones narrativas. Dividir y multiplicar. Céline es el titiritero cuya marioneta estelar, Ferdinand, enreda los hilos de sus compañeros de escena para que el incorregible doctor, diagnosticando una enfermedad irremediable, no intente ya curarla ni minimice sus efectos. Sollers, un Céline benévolo según Philip Roth, recurre a lo que llama Identidades Múltiples Asociadas para, más que desdoblarse, redoblarse y, como el Rey Mono de la Ópera de Pekín, atajar cuanto se le lanza e integrarlo en sus malabares. Persona es máscara y nada lo pone tan pronto en evidencia como la aparición de la propia en el texto; sin ella, la comedia general se escondería en lo casual o accidental y se saldría con la suya, enmascarada.

Movilidad social. El padre de Stendhal, según su hijo y heredero, era un “burgués que se creía noble arruinado”. Estos burgueses empobrecidos se toman por proletarios. La reivindicación refleja al legitimismo como la fuente la cara del viandante que tropieza y cae en su interior.

Clave secreta. Lo público es la forma de delirios inconfesados / por su recóndito compromiso con fondos privados.

Lotería. La pérdida de una vida dedicada a la satisfacción de las necesidades que ella misma crea no debería apenarnos ni atemorizarnos demasiado. Pero no es lo que cada uno estaría obligado a ganar lo que arriesga en cada apuesta, aunque parezca que tanto se apega a lo efectivamente obtenido, sino la pérdida a largo plazo del pozo común estimado.

Contrapicado. El desprecio arroja sobre la humildad una luz más penetrante que la compasión e incluso desenmascara al orgullo, forzado a dar la cara y la medida de su valor ante la provocación de que es objeto. Pero el que ejerce el desprecio ha de pagar su ejercicio, obligado a vivir por encima de sus posibilidades.

En conflicto consigo misma
En conflicto consigo misma

Silogismo. “Los sentimientos son la forma de razonamiento más incompleta que se pueda imaginar.” (Lautréamont) “Todo buen razonamiento ofende.” (Stendhal) Por eso todo sentimiento llevado a sus últimas consecuencias acaba por volverse contra el ofensor como vergüenza.

La ecuación insoluble. La humildad ayuda a vivir, pero es una tristeza. El orgullo es una alegría, pero prefiere la muerte a la humildad. No hay síntesis para esta antítesis, ni solución de continuidad para tal contradicción. Entre ambos términos sólo cabe abandonar la voluntad, oscilar según sople el viento y dejar, como un sobrentendido, la conclusión en suspenso. Pero el suspenso no es una conclusión.

Como un pájaro posado en un alambre. Siempre he vivido rodeado de gente que tenía más dinero que yo y se preocupaba más por el dinero que yo. Mi lugar estaba en la cuerda floja, mientras que a ellos, cada vez que el suelo les temblaba, era preciso apuntalarlo hasta que volviera a quedarse quieto. En una cuerda, como se sabe, se baila; y la cuerda también tiembla, vibra, como las alas de un colibrí, aunque dependa de dos polos, pero ésa es su naturaleza. Yo soy un parásito de esa cuerda, que estaría mejor sin mi peso, tendida inmóvil a través del azul. Pero a ella le ha tocado sostenerme y aun mantenerme con vida. Miro abajo y a los dos lados veo la tierra cubierta de cultivos, las casitas echando humo como si fuera su aliento: prosperidad amenazada. Y yo sobrevolando, aunque posado en mi rama. La gravedad nos une, la ley no distingue entre fortunas.

Cara y cruz. Los ricos ofenden por lo mismo que seducen: su ligereza.

Orgía barroca. Todos los hombres que deseen participar y dos mujeres. Philippe Sollers, de gusto barroco, recomienda en su Retrato del jugador una o varias, pero nunca dos: eso, señalémoslo, para cada jugador particular. Elipse, elipsis: buscar, en esta composición, el punto de fuga entre Escila y Caribdis.

dosmujeres

Narrativa en continuado

El regreso de Mildred Pierce

Hace poco más de un año publiqué en este blog dos artículos seguidos sobre esta misma cuestión que sigue siendo de actualidad. En Ficción en serie y en su secuela, De la inspiración, se trataba del cuestionamiento de una fórmula cuyo triunfo ha convertido para muchos –que leen, escriben y hablan sobre ello- en modelo: la de las admiradas series estadounidenses de la última década, cuyo considerable nivel de complejidad y calidad formal ha sido saludado, contra el prejuicio antes vigente sobre la pasividad del telespectador, por un éxito de público repetido en todo el mundo y así matriz de nuevas teleseries dotadas de un potencia de riesgo creativo proporcional a su poder de convocatoria. Aquí están de nuevo, corregidas, refundidas y ampliadas, aunque la actualización no implica un cambio de posición sino más bien su asentamiento: del disenso un poco airado a la paciente espera del paso de la ola.   

Actualidad póstuma

Quince o veinte años atrás, todavía en el siglo veinte, Philippe Muray pronosticó lo que sigue: La televisión está a punto de preguntarse si no habrá una vida después de la televisión. Cada vez más secretos se le escapan. Se la está engañando. Cornudo pero en absoluto contento, el Espectáculo corre el riesgo de volverse maligno. ¿Se osará preferir otra cosa? Puede ser. Así que tiembla. Sufre. Como tiene su fin en sí mismo, su necesidad de sobrevivir se opondrá cada vez más a la vida de la gente. Ya no obedecerán sus invitaciones sino aquellos que no tienen para decirle más que lo que él mismo ya sabe y ya ha dicho. Aquellos o aquellas que tendrían algo que decir, no vendrán jamás a decirlo. Se ha acabado. No confesarán ni bajo tortura. Han comprendido que, con esta técnica del testimonio, del relato íntimo y la confesión, lo que se busca es matarlos. Han visto, han percibido en acto el odio impulsivo de los medios hacia el individuo. Cada vez más aislados del medio humano que una vez aterrorizaron y que presionaron con todas sus fuerzas para sobrevivir, los medios ven comenzar su lenta declinación.   

El pasado a la medida del presente

¿Se ha cumplido algo de esto? A pesar del rumor constante que rodea en nuestros días al mainstream, a pesar de la interactividad y la intercomunicación lateral permanente entre los miembros de un público muñido vía Internet de cada vez más ventanas a las que asomarse para dispersar su atención en lugar de enfocarla hacia una sola pantalla, la tele sigue siendo el referente cultural más universal entre los contemporáneos de todo el globo. Todo el mundo conoce, aunque sea de oídas, lo que allí se cocina, o fatalmente llega a sus oídos o se ve obligado a fingir estar al tanto como parte de la forzosa estrategia de actualización permanente, o por lo menos aparente, que define al animal urbano contemporáneo. Y los escritores, nos dicen los medios, esos clásicos ejemplos de individualismo moral y laboral, se pasan en masa a la TV. Guiones originales firmados por autores lo bastante prestigiosos como para aspirar a multiplicar los receptores de sus obras por el medio audiovisual, dinámicas adaptaciones de voluminosas novelas clásicas traducidas de este modo al lenguaje propio de este tiempo, todo parece contribuir a instalar la biblioteca en el living o el comedor de nuestros hogares. Pero lo novedoso no es esto, sino otra cosa: la idea, cada vez más recurrente y persistente entre quienes siguen las novedades culturales, entre quienes, en consecuencia, más se actualizan y constituirían por eso al menos en teoría el público más activo, el de vanguardia, de que la mejor narrativa actual es la que ofrecen las series televisivas. O algunas de ellas, las más emblemáticas, como Los Soprano, The Wire y unas cuantas más dotadas de ese mismo poder de seducción y convicción.

Nueva Orleans salvada de las aguas

Esta idea es acertada y conformista, palabra que, como “fatuo”, no se oye mucho en la actualidad, quizás por denunciar algo cuya misma extensión le impide ser señalado. Y lo es, con respecto a ambos adjetivos, por las mismas razones o, más bien, por la misma causa que vincula el perfecto dominio de un medio con su decadencia, aunque el signo de esta ruina no sea la pobreza ni el fracaso. Hay algo profundamente impersonal en estas series que, por otra parte, manifiestan una calidad indudable y hasta ejemplar en su realización. Representan algo así como el grado último de una civilización en determinado campo, la narración de ficciones, por ejemplo, y si son tan atractivas para los aprendices de guionista y otros oficios vinculados a la producción de ficciones es justamente porque todo lo que se puede aprender al respecto pareciera estar allí: construcción de tramas y escenas, caracterización de personajes principales y secundarios a cargo de actores expertos en la administración de sus recursos, absoluto y tan virtuoso como ubicuo profesionalismo en los rubros técnicos, todo ello, además, guiado por una conciencia ya instintiva de la circulación de la cultura, lo que permite un tipo de narración extremadamente sintética cuya eficacia a menudo impacta como insuperable. Borges dijo alguna vez que luego de tanto intentar expresar había llegado a la conclusión de que el lenguaje sólo permite aludir. Aquí hay algo de eso: el guiño, el sobrentendido, la velocidad expositiva y la economía gestual son otros tantos signos de una inteligencia entre el emisor y el receptor que justifica absolutamente la atención y los elogios recibidos; “inteligente”, de hecho, es el adjetivo sutil con que suelen recomendarse estos productos y no hay duda de que quien desee comprender cómo funciona una máquina narrativa perfectamente aceitada y moderna encontrará en ellos con qué entretenerse. La dramaturgia como escuela de la narrativa: tendremos que volver sobre el tema en otra ocasión.

Un modelo de conducta

Pero ahora, tradiciones aparte, permanezcamos en lo actual. Hablamos, entre tanta excelencia, de una cierta impersonalidad. ¿Se puede decir, aunque a veces cuenten con firmas reconocidas, que en estas ficciones predomine la visión de un autor? ¿No es la dirección, justo el rubro al que solía asociarse con el autor de ficciones audiovisuales, precisamente la función en la que hoy se reúnen con mayor evidencia y en su punto más alto calidad e impersonalidad? ¿No es esta especie de poder de facto característico de cualquier civilización que extiende su dominio sobre un mundo al que no quiere oír si no puede asimilarlo dentro de sus pautas? Un saber hacer al servicio de un hacerse ver. ¿Para mostrar qué? La remake, fórmula teatral después de todo ya que su esencia es representar lo ya representado, no estará tan de moda por casualidad, y podríamos agregar que en cambio representa con tanta precisión como ambigüedad la coincidencia posible entre una fina conciencia crítica y la entropía de la decadencia. El paso a serie de Mildred Pierce, un clásico de Hollywood que hizo época en su época, puede ser un interesante campo de pruebas para quien desee reflexionar sobre todas estas cosas.

Todd Haynes: retrato de autor

(Con esta propuesta acababa Ficción en serie. Yo ignoraba entonces que el realizador de la nueva Mildred Pierce era Todd Haynes, quien justamente por su perspectiva histórica en un mundo tan persistentemente chantajeado por la actualidad como el nuestro es desde hace años casi el único cineasta al que sigo. Perdón por lo quizás impertinentemente personal de esta acotación, pero está aquí para señalar hasta qué punto, debido a su ambigüedad, determinada por una situación histórica de mezcla y confusión de elementos en un contexto a la vez cerrado en apariencia y ampliado sin cesar, ya que todo parecería obedecer a la vez, de forma contradictoria, a una fuerza centrípeta que busca la integración y otra centrífuga que tiende a la fragmentación, son problemáticas la valoración y la calificación de unas producciones que, por otra parte, no sin motivo, buscan su refugio o basan su defensa en el valor argumentativamente más arrollador de la época, el profesionalismo, reflejado tanto en su armado como en su aspecto y tan absoluto en el terreno conquistado como relativo más allá de él.)

La hora de todos

Calidad standard: es la expresión que acude a la mente cuando se piensa en la excelencia impersonal característica de estas series diferentes que, sin embargo, resultan tan parecidas entre sí para quien las mira realmente desde afuera, sin adhesión ni complicidad. Un alto nivel de calidad standard, que puede ser visto como el signo de una entropía cultural por parte de ese poder que, teniendo en su mano las cartas que en su momento todos reconocen como de triunfo, ya no establecerá con su exterior otras relaciones que las de exclusión o asimilación. Pasolini, que vio el nacimiento de nuestro tiempo y lo describió en las poesías que compuso durante el llamado “milagro italiano”, habló de la nuestra como de “una sociedad inmensamente ensanchada y aplanada”, imagen que no deja de  corresponderse bastante exactamente con la del público televidente actual por más variadas que sean las pantallas a través de las que cada uno accede, cuando le parece, a la emisión en continuado ante la cual, con similar continuidad, los espectadores de todo el mundo se relevan. Si esa inmensa sociedad de iguales ve  reflejada en la calidad uniforme de estas producciones su propia calidad de vida y en la multiplicidad de tramas liberadas en apariencia de toda otra ley que la del suspenso la diversidad sin destino prefijado de su propia historia, también es posible echar en falta en esas obras aquello que justamente no se presta a la serie y caracteriza, en cambio, al arte mayor: la oferta u ofrenda no de un espejo ni de una pantalla en los que reflejarse o proyectarse, sino de una apertura, ni siquiera una ventana, porque la visión rebasa siempre el marco, a través de la cual mirar, desde afuera, el mundo en el que se ha hecho esa obra insólita, y, desde adentro, el infinito a su alrededor, que desborda también las variaciones de la opinión pública o privada. En la red de las comunicaciones, esa apertura es un agujero; y es a través de ese agujero que el verdadero tiempo real –no el de la inmediatez llamado así por los propagandistas de la virtualidad- se reintroduce en el tiempo abolido por la instantánea circulación de datos.

Un espejo para la aldea global

Este paréntesis, esta apertura, es el momento de la inspiración. La cual, en primera instancia, es un movimiento contrario al de la comunicación; contrario en la medida en que consiste en una interiorización y guarda para sí, dejando toda comunicación en suspenso, lo concebido antes de expresarlo, de darlo, justamente, a luz. Nos hemos acostumbrado a la expresión “tiempo real”, pero ésta en realidad alude a la abolición del tiempo, a la negación de la distancia entre dos momentos; pues nunca anochece en el circuito de la comunicación, cuyo ideal es la simultaneidad, por no decir la identidad, entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se entiende. La inspiración, sin embargo, se opone a este continuo, introduciendo en él precisamente una interrupción, la posibilidad de un tropiezo. A menudo se ha descrito al inspirado como momentáneamente enajenado, fuera de este mundo; menos habitual es su consideración desde la perspectiva opuesta, reveladora de su condición de ventana por la que entra el aire fresco, de puerta por la que el exterior penetra en el interior demostrando que la zona urbanizada y habitada no es totalidad sino fragmento, local y no universal. En este caso, remitiendo esos personajes estadounidenses erigidos en modelos internacionales a su origen, causas y condición, es decir, al interior de los límites de su cultura, clase social y medio ambiente, más estrechos que los del público que se mira en ellos.

Antigua voz disidente

La barbarie es a menudo la idea que una civilización decadente se hace de su fin, depositándola en sus excluidos. Más que idea suele ser una costumbre, ya que es lo que se piensa en el fondo sin pensarlo y lo que se niega ante una interrogación sobre el tema. Por lo menos así suele ser en nuestra época, marcada por un ideal de igualdad que, si la interactividad hoy parece cumplir a veces en las relaciones entre emisor y receptor, si se refleja en cada vez más ocasiones en la creciente negociación forzosa entre productor y consumidor, es negado en el predominio de un tipo de imágenes sobre otras y en especial en el de cierto tratamiento de la imagen, retocada, recubierta, estilizada y abandonado ya su antiguo carácter de evidencia, por sobre todos los demás: difícilmente encontremos en una serie de calidad una imagen que no responda a este tipo de manierismo al que estamos tan acostumbrados que nos parece natural; en esa homogeneidad, lo que no se atuviera al código sonaría como el famoso pistoletazo en medio de un concierto. Sin embargo, como dijimos, la inspiración es una interrupción: en una de estas modernas producciones cuyo hilo argumental, de tan flexible, parecería poder ser estirado inteligentemente en cualquier dirección hasta el infinito, ese corte sería un cambio tan abrupto como el pasaje a una lengua ignota en el medio de una oración, pues no vendría de la misma fuente de ideas sino de la sed de otro pensamiento. En cuanto a la literatura, producción marginal si la comparamos con las cifras de la industria del entretenimiento en todos sus soportes, papel, directo o digital, para cuantos escriben en castellano, por más que lean en inglés o consuman como todos la ficción audiovisual en boga, el modelo anglosajón es en el fondo imposible de seguir, al menos sin pérdida de la tan admirada calidad que en una copia no se puede obtener sin la matriz, o, en todo caso, desde el punto de vista ya de una ambición menos mundana, su aplicación no permite llegar más que hasta el límite trazado por la circulación de lo familiar. Vuelve aquí a plantearse la cuestión del profesionalismo, contra el cual César Vallejo escribió un célebre ensayo que hoy muchos menos de los que no se han perdido un solo día de trabajo del doctor House habrán leído, o, adaptada a nuestro tiempo, de la vocación del poeta. Pues la imagen de nuestro mundo, el mundo actual, bien podría ser la de un sordo que grita: un grito blanco, como se dice ruido blanco, hecho de todas las voces y palabras que suenan permanentemente a la vez tratando cada una de hacer su diferencia. Sobre ese blanco, que tiende a absorberlo todo, es decir, a borrarlo, se escribe hoy. Pero el guionista es al poeta lo que el sofista al filósofo: como un sastre recrea una moda, un guionista recrea una mitología; como un justo salva Sodoma, un poeta salva una lengua.

El rayo que no cesa

Ficción en serie

Más allá de la televisión

Un pronóstico o vaticinio de Philippe Muray hace quince o veinte años: La televisión está a punto de preguntarse si no habrá una vida después de la televisión. Cada vez más secretos se le escapan. Se la está engañando. Cornudo pero en absoluto contento, el Espectáculo corre el riesgo de volverse maligno. ¿Se osará preferir otra cosa? Puede ser. Así que tiembla. Sufre. Como tiene su fin en sí mismo, su necesidad de sobrevivir se opondrá cada vez más a la vida de la gente. Ya no obedecerán sus invitaciones sino aquellos que no tienen para decirle más que lo que él mismo ya sabe y ya ha dicho. Aquellos o aquellas que tendrían algo que decir, no vendrán jamás a decirlo. Se ha acabado. No confesarán ni bajo tortura. Han comprendido que, con esta técnica del testimonio, del relato íntimo y la confesión, lo que se busca es matarlos. Han visto, han percibido en acto el odio impulsivo de los medios hacia el individuo. Cada vez más aislados del medio humano que una vez aterrorizaron y que presionaron con todas sus fuerzas para sobrevivir, los medios ven comenzar su lenta declinación…   

Ejercicios de estilo

¿Se ha cumplido algo de esto? A pesar del rumor constante que rodea en nuestros días al mainstream, a pesar de la interactividad y la intercomunicación lateral permanente entre los miembros de un público muñido vía Internet de cada vez más ventanas a las que asomarse para dispersar su atención en lugar de enfocarla hacia una sola pantalla, la tele sigue siendo el referente cultural más universal entre los contemporáneos de todo el globo. Todo el mundo conoce, aunque sea de oídas, lo que allí se cocina, o fatalmente llega a sus oídos o se ve obligado a fingir estar al tanto como parte de la forzosa estrategia de actualización permanente, o por lo menos aparente, que define al animal urbano contemporáneo. Y los escritores, nos dicen los medios, esos clásicos ejemplos de individualismo moral y laboral, se pasan en masa a la TV. Guiones originales firmados por autores lo bastante prestigiosos como para aspirar a multiplicar los receptores de sus obras por el medio audiovisual, dinámicas adaptaciones de voluminosas novelas clásicas traducidas de este modo al lenguaje propio de este tiempo, todo parece contribuir a instalar la biblioteca en el living o el comedor de nuestros hogares. Pero lo novedoso no es esto, sino otra cosa: la idea, cada vez más recurrente y persistente entre quienes siguen las novedades culturales, entre quienes, en consecuencia, más se actualizan y constituirían por eso al menos en teoría el público más activo, el de vanguardia, de que la mejor narrativa actual es la que ofrecen las series televisivas. O algunas de ellas, las más emblemáticas, como Los Soprano, The Wire y unas cuantas más dotadas de ese mismo poder de seducción y convicción.

Best seller en imágenes

Esta idea es acertada y conformista, palabra que, como “fatuo”, no se oye mucho en la actualidad, quizás por denunciar algo cuya misma extensión le impide ser señalado. Y lo es, con respecto a ambos adjetivos, por las mismas razones o, más bien, por la misma causa que vincula el perfecto dominio de un medio con su decadencia, aunque el signo de esta ruina no sea la pobreza ni el fracaso. Hay algo profundamente impersonal en estas series que, por otra parte, manifiestan una calidad indudable y hasta ejemplar en su realización. Representan algo así como el grado último de una civilización en determinado campo, la narración de ficciones, por ejemplo, y si son tan atractivas para los aprendices de guionista y otros oficios vinculados a la producción de ficciones es justamente porque todo lo que se puede aprender al respecto pareciera estar allí: construcción de tramas y escenas, caracterización de personajes principales y secundarios a cargo de actores expertos en la administración de sus recursos, absoluto y tan virtuoso como ubicuo profesionalismo en los rubros técnicos, todo ello, además, guiado por una conciencia ya instintiva de la circulación de la cultura, lo que permite un tipo de narración extremadamente sintética cuya eficacia a menudo impacta como insuperable. Borges dijo alguna vez que luego de tanto intentar expresar había llegado a la conclusión de que el lenguaje sólo permite aludir. Aquí hay algo de eso: el guiño, el sobrentendido, la velocidad expositiva y la economía gestual son otros tantos signos de una inteligencia entre el emisor y el receptor que justifica absolutamente la atención y los elogios recibidos; “inteligente”, de hecho, es el adjetivo sutil con que suelen recomendarse estos productos y no hay duda de que quien desee comprender cómo funciona una máquina narrativa perfectamente aceitada y moderna encontrará en ellos con qué entretenerse. La dramaturgia como escuela de la narrativa: tendremos que volver sobre el tema en otra ocasión.

Mildred Pierce 2011

Pero ahora, tradiciones aparte, permanezcamos en lo actual. Hablamos, entre tanta excelencia, de una cierta impersonalidad. ¿Se puede decir, aunque a veces cuenten con firmas reconocidas, que en estas ficciones predomine la visión de un autor? ¿No es la dirección, justo el rubro al que solía asociarse con el autor de ficciones audiovisuales, precisamente la función en la que hoy se reúnen con mayor evidencia y en su punto más alto calidad e impersonalidad? ¿No es esta especie de poder de facto característico de cualquier civilización que extiende su dominio sobre un mundo al que no quiere oír si no puede asimilarlo dentro de sus pautas? Un saber hacer al servicio de un hacerse ver. ¿Para mostrar qué? La remake, fórmula teatral después de todo ya que su esencia es representar lo ya representado, no estará tan de moda por casualidad, y podríamos agregar que en cambio representa con tanta precisión como ambigüedad la coincidencia posible entre una fina conciencia crítica y la entropía de la decadencia. El paso a serie de Mildred Pierce, un clásico de Hollywood que hizo época en su época, puede ser un interesante campo de pruebas para quien desee reflexionar sobre todas estas cosas.

Mildred Pierce 1945

Continuará