Demolición de una estrella

Alumbrabas la ruta blanca y dabas

a luz los pasos que por ti subían

las marcadas escalinatas, madre

de las sombras y los reflejos, pero

también de quienes, con su propio fuego,

encendían las linternas, deidad

cuyo culto florecía con múltiples

alumbramientos, refractados dones,

cada cosecha, con cada propósito

elevado desde el coro creyente

hasta tu púlpito o trono, eminencia,

fuente, fecundadora, fértil, gracia

de la inspiración y sostén del brazo

convencido, de la frente encendida

por la idea propia y la fe común.

¿Cómo era cuando estabas presente?

¿O las noches de esa era irreal?

¿Qué veían tus fieles en lo alto

para sentir un ansia tan profunda?

Te seguían los precursores, muchos,

en el caudal desbocado y domado

por la mano fina y firme del héroe

moldeado por tu luz, amoldado

a tu acento, definido por él,

protagonista de la saga añeja

de ti venida y a ti dedicada,

inalcanzable, impar, modelo o fragua

de modelos, de imanes para el hierro

activo de la voluntad, matriz

de consecuencias, ejemplaridad

requerida de ejemplos, de los actos

depositados en tu claro para

dar al tropel su punta y en la tierra

fijar la constelación que presides. 

¿Cuándo se alzaron hasta tu estatura

y se fundieron en tu incandescencia?

¿Cuándo agotó sus cenizas el fénix?

¿Cuándo su vuelo llegó al rojo blanco?

Más visibles que los alumbradores,

desfilaban, detrás, pero más cerca,

centelleantes, los deslumbradores,

imitando tu gesto, tu estridencia,

cuando ya palidecías, cumplida,

sobre el camino cubierto de polvo,

calcada superficie de la luna,

donde tus cortesanos, majestad,

tus fieles traidores, guía inflexible,

arrojando sombra unos sobre otros,

torcían tu luz hacia los rincones

cuyo ángulo más favorecía

su tallado perfil, a semejanza

e imagen tuya, alteza, imaginaria,

porque tuyo era el ojo, no el destello.

¿Cuánto sobrevive la luna al sol?

¿Cuánto demora la cola del río

en perderse de camino al océano?

¿Cuánto tarda la luz en no llegar?

Si ahora existes es porque los ojos,

en lugar de la negrura legada,

contemplan el brillo carbonizado

de tu pupila eclipsada, leyenda

del oro ya dilapidado, aún

escrita en la estela del esplendor

irrecuperable, eco mutilado

de la campana fundida en el hierro

del fondo de la noche, regresada

donde la velan las postreras brasas

de su propio rastro, reunidas donde

la mirada redime las cenizas

repartidas en torno, abandonadas

a los repliegues del telón opaco

sobre el que todavía te proyectan.  

¿Dónde hizo blanco tu rayo certero?

¿Dónde reside ese haz concentrado?

¿Dónde enterraste el tesoro intocable?

¿Dónde flota la antorcha sumergida?

Eras esa luz y su voz ardiente

porque en ti era visible lo lejano

que habría de venir, punta del iceberg

consumido, vieja cumbre admirada

desde el suelo ahora resbaladizo

que cede con cada impulso a lo alto,

ejemplo a seguir por los ejemplares,

fulgor a imitar por los influenciables,

memoria a guardar por los reverentes,

hoy árido sueño retrospectivo

que empalidece con su narración,

como la retórica de estos versos,

reconocible, vaciada, tampoco

logra remontar, estrella sin puntas,

la distancia arrastrada en tu caída.

3–9.9.2021