La bicicleta perdida de Marcel Duchamp 2: La vuelta al mundo

Gloria a Dios en las alturas y en la tierra goce a los hombres

Todos los días, cuando salgo de mi casa o vuelvo a ella, al cruzar el puente Vallcarca veo, y ahora ya miro, el conjunto que en la cima del Tibidabo forman la iglesia y el parque de diversiones. Recuerdo a Cavafis, el poeta alejandrino, que al describir su barrio decía algo como lo siguiente: “¿Dónde podría vivir mejor que aquí? Debajo está el prostíbulo, que da carne a la carne, y enfrente la iglesia, que perdona los pecados.” De noche, princesa o hada en el halo mágico que la luz recorta en la alta oscuridad, la iglesia barcelonesa realza su aspecto de Castillo Encantado de Walt Disney. A su derecha, más baja, como un asterisco o nota al pie, gira o espera la noria del parque con sus luces rojas de burdel. En Argentina llamamos a esta atracción La Vuelta al Mundo, título exacto para una instalación que, junto a la iglesia que corona el monte y con la punta de su cruz señala el Cielo, invitándonos a la Trascendencia, nos recuerda el eterno retorno de las alturas a las bajezas y la repetida vuelta a empezar: también aquí el esfuerzo se concentra en el ascenso y el placer en la caída, así como el movimiento se cumple en torno a un punto fijo, como el del universo en torno a su centro (Dios). Suben y bajan los librepensadores, pero los fieles se arrodillan más arriba; un coro de risas asciende desde el parque, mezclándose con los rezos. Equilibrio. Al parecer, este monte debe al Diablo su bautismo: “Tibidabo” significa “Te daré”, que es como iniciaba Satán sus ofertas a Jesús en el desierto. Cada uno cumple su misión. Adimple ministerium, como ponía el lema de mi colegio, San Juan el Precursor, que así lo hizo. Ahora yo llevo en mi cabeza, como la cruz se lleva al cuello, en miniatura, la cima del Tibidabo dentro de una imaginaria bola de cristal, igual a aquella que el Ciudadano Kane soltaba en su lecho de muerte, o a aquella otra, capaz de contener una Nueva York pasada por los jíbaros pero todavía con sus torres, que llevé de regalo a mis padres al volver a Buenos Aires. Si alguien hubiera envasado de manera semejante la cumbre del monte barcino, podría en cambio llevarla en mi bolsillo y acariciar, como Kane el nevado universo donde perdió su trineo, Iglesia y Vuelta al Mundo con un solo gesto. Decía Gertrude Stein que el gusto por las miniaturas se debía al deseo de la gente de tenerlo todo junto. Sí, tal vez sea así cómo se acumulan los fetiches en las casas, o se llevan con uno si se emigra. También Duchamp, cuando su obra creció, decidió reducirla hasta que entrara en una maleta, museo portátil que guardaba, reproducidas en miniatura, todas las piezas que los Arensberg habían reunido pacientemente durante su larga amistad con el artista. Los grandes coleccionistas no sólo dan sentido a la acumulación: sus colecciones también concentran el sentido en ciertos sitios. Duchamp quizás fue más lejos, al reconcentrarlo todo en un nuevo objeto tan fácil de extraviar. ¿Qué sentido podría extraer de su obra, si esta maleta se perdiera, alguien que la encontrara sin haber oído nunca hablar de él?

2002

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

La vuelta al mundo

Un hogar en la palma de la mano

Todos los días, cuando salgo de mi casa o vuelvo a ella, al cruzar el puente Vallcarca veo, y ahora ya miro, el conjunto que en la cima del Tibidabo forman la iglesia y el parque de diversiones. Recuerdo a Cavafis, el poeta alejandrino, que al describir su barrio decía algo como lo siguiente: “¿Dónde podría vivir mejor que aquí? Debajo está el prostíbulo, que da carne a la carne, y enfrente la iglesia, que perdona los pecados.” De noche, princesa o hada en el halo mágico que la luz recorta en la alta oscuridad, la iglesia barcelonesa realza su aspecto de Castillo Encantado de Walt Disney. A su derecha, más baja, como un asterisco o nota al pie, gira o espera la noria del parque con sus luces rojas de burdel. En Argentina llamamos a esta atracción La Vuelta al Mundo, título exacto para una instalación que, junto a la iglesia que corona el monte y con la punta de su cruz señala el Cielo, invitándonos a la Trascendencia, nos recuerda el eterno retorno de las alturas a las bajezas y la repetida vuelta a empezar: también aquí el esfuerzo se concentra en el ascenso y el placer en la caída, así como el movimiento se cumple en torno a un punto fijo, como el del universo en torno a su centro (Dios). Suben y bajan los librepensadores, pero los fieles se arrodillan más arriba; un coro de risas asciende desde el parque, mezclándose con los rezos. Equilibrio. Al parecer, este monte debe al Diablo su bautismo: “Tibidabo” significa “Te daré”, que es como iniciaba Satán sus ofertas a Jesús en el desierto. Cada uno cumple su misión. Adimple ministerium, como ponía el lema de mi colegio, San Juan el Precursor, que así lo hizo. Ahora yo llevo en mi cabeza, como la cruz se lleva al cuello, en miniatura, la cima del Tibidabo dentro de una imaginaria bola de cristal, igual a aquella que el Ciudadano Kane soltaba en su lecho de muerte, o a aquella otra, capaz de contener una Nueva York pasada por los jíbaros pero todavía con sus torres, que llevé de regalo a mis padres al volver a Buenos Aires. Si alguien hubiera envasado de manera semejante la cumbre del monte barcino, podría en cambio llevarla en mi bolsillo y acariciar, como Kane el nevado universo donde perdió su trineo, Iglesia y Vuelta al Mundo con un solo gesto. Decía Gertrude Stein que el gusto por las miniaturas se debía al deseo de la gente de tenerlo todo junto. Sí, tal vez sea así cómo se acumulan los fetiches en las casas, o se llevan con uno si se emigra. También Duchamp, cuando su obra creció, decidió reducirla hasta que entrara en una maleta, museo portátil que guardaba, reproducidas en miniatura, todas las piezas que los Arensberg habían reunido pacientemente durante su larga amistad con el artista. Los grandes coleccionistas no sólo dan sentido a la acumulación: sus colecciones también concentran el sentido en ciertos sitios. Duchamp quizás fue más lejos, al reconcentrarlo todo en un nuevo objeto tan fácil de extraviar. ¿Qué sentido podría extraer de su obra, si esta maleta se perdiera, alguien que la encontrara sin haber oído nunca hablar de él?

Grafomanía

Con ustedes, Philippe Muray
Con ustedes, Philippe Muray

¿De qué, de quién, de quiénes nos habla Philippe Muray a continuación?

En el reino de la grafomanía, es imposible, literalmente, saber qué fue la literatura.
Es casi igual de difícil decir qué es la grafomanía.
La grafomanía ha comenzado allí donde acabó la literatura. Nadie sabe la fecha de esta sustitución. Lo que parece cierto, en cambio, es que hay un momento, más o menos misterioso, en que la literatura se desliza al olvido de sí misma, abandonando detrás de sí a la grafomanía como el signo brillante y vacío de su realidad desaparecida.
La grafomanía es el significante que continúa flotando como una nebulosa sobre los significados borrados.
La grafomanía es la heredera satisfecha de la degradación del referente.

En ausencia de las artes, adviene lo que se llama “expresarse”.
El “expresarse” constituye el todo de la Cultura.
El grafómano “se expresa” más bien que escribir y, para “expresarse”, no tiene ninguna necesidad de haber leído a Shakespeare o a Diderot; es incluso preferible que ni siquiera los conozca.
Le es indispensable, en cambio, conservar su alma de niño.
O partir en su busca, lo que es una ocupación de tiempo completo.
Al grafómano nunca le es difícil responder cuando se le pregunta desde cuándo escribe. Es simple: desde siempre. Él escribía en el vientre de su madre y aún escribirá después de su propia muerte, se puede confiar en esto.
Desde que la literatura ya no interesa a nadie, todo el mundo escribe. Este fenómeno no puede ser realmente comprendido más que si se lo sitúa en el interior de la nueva religión universal del Niño, que hace furor precisamente desde que los niños ya no existen. El Niño como imagen, estereotipo sagrado, ha venido en compensación por el niño desaparecido. De esta religión (cuyo pedófilo es Satán), el grafómano, por su elogio permanente del niño, se revela como uno de los apóstoles más convencidos. La grafomanía es en principio y ante todo una niñomanía.

La grafomanía es la incapacidad pesadillesca de detenerse. Se es grafómano como se es psicópata. Todos los grafómanos son grafópatas.
El grafómano no es extraño. Ni gracioso.
El grafómano es el conservatorio de una charlatanería romántica lamentable sobre la literatura como ebriedad, la escritura como tragedia, la novela como efusión del corazón, la inspiración como resurrección de la infancia, la infancia como autenticidad, el dolor como verdad, el no saber como savoir-faire, lo espontáneo como visión, él mismo como desollado vivo. Y cada una de sus páginas como necesidad vital sin la cual él moriría.
El grafómano es él solo todo un museo de las Artes y Recriminaciones populares.

Portrait de l'artiste en jeune homme
Portrait de l’artiste en jeune homme

El grafómano no encuentra, busca.
El grafómano cree que clama cuando escribe y que toda la casa clama a su alrededor. El grafómano oye voces.

Un gran escritor es alguien que cada día considera, bastante alegre y cortésmente, no ser más escritor.
Pero el grafómano no considera jamás dejar de grafomaniar (o grafoamanerar, o grafomaniobrar); su pasión es incompatible con esta cortesía.

Muerta, la literatura resucita inmediatamente en la grafomanía, pero sin la negatividad que la literatura ponía en juego, o sea, sin la literatura.
El grafómano es el escritor sin el escritor. Es el final de la literatura en la incapacidad nauseabunda para terminar. Lo que no tiene sentido no tiene razón para detenerse.
La grafomanía es una larga y fastidiosa fiesta de liberación. Como tantas otras cosas (el sexo, las mujeres, los niños, etc.), la literatura ha sido “liberada”. ¿De qué? ¿De quién? De sus antiguos maestros. De sus grandes imágenes paternales y opresivas. De sus figuras patriarcales e incapacitadoras. De sus referencias culpabilizadoras. De la literatura.

El grafómano es modesto y se lo anima a serlo. No se sabría felicitarlo lo bastante por ser “un escritor, uno verdadero que no se toma ni por Proust ni por Paul Morand, un escritor que tiene unas exigencias y una moral, un escritor que vive la misma vida que nosotros” (Le Journal du dimanche).
Como las telecomunicaciones, el grafómano forma parte de los hombres que relacionan a los hombres.
La actividad torrentosa de los grafómanos no traiciona, por su parte, ningún imperialismo. Sus universos novelescos no son nunca incompatibles porque no son nunca conflictivos.
Editores, agregados de prensa, mediadores, otros grafómanos: el grafómano no tiene más que amigos. Esto bastaría para diferenciarlos de los escritores.

El grafómano es el gentil compañero de ruta de la nueva civilización. (…) Los tiempos de grafomanía son tiempos de igualdad. (…) Y por serlo, son también de desaparición de géneros. Esta abolición es lógica. Si todas las diferencias, estigmatizadas bajo el nombre de discriminación, deben ser combatidas, no se ve por qué no lo serían también en literatura. El grafómano sigue el movimiento: ¡basta de diferencias!, dice. Basta de diferencia entre el diario íntimo, los sueños, lo real, las novelas y las fotos. Todo vale. Nosotros hacemos literatura con todo. Nosotros hemos terminado con el collar de hierro de los géneros y las sospechas de jerarquía que residían en ellos.

Philippe Muray

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