
De los géneros literarios, el más abrumadoramente leído es la novela. El teatro, antepasado suyo, es menos leído aún que la poesía. Los dramaturgos se ganan la vida, los que pueden, escribiendo para los actores: son éstos quienes los leen, al menos durante sus estudios, y quienes tienen ocasionalmente la posibilidad de hacer oír sus textos a un público. Éste suele estar compuesto por lectores, pero no de teatro sino, sobre todo, una vez más, de novela. Van al teatro antes a ver un espectáculo, o aun seguir una historia, que a oír un texto. Y a la hora de leer, aunque aprecian la abundancia de diálogo en un relato, lo eluden si viene tan sólo acompañado por unas magras acotaciones: se les hace arduo de leer, como confiesan. Pero dejan en el aire otra pregunta: ¿por qué?
Son muchos los buenos lectores que conozco dispuestos a leer prácticamente lo que sea excepto teatro. Un tropiezo repetido que confirman los datos de ventas. Yo solía exponer la hipótesis, a menudo aceptada –y con fervor- por los lectores abordados en mi indagación, de que eran la voz del narrador, vehículo evidente del estilo, y el fantasma del escritor, supuesto interlocutor íntimo, lo que ellos echaban de menos en la esquelética escritura teatral. Pero no todos eran tan preciosistas ni buscaban forzosamente un amigo en cada libro.

Por otra parte, un nuevo fenómeno le hace sombra a la novela: las series. Más de una vez he oído, en los últimos años, entre las muchas causas del preocupante estado de la industria editorial, decir que quienes antes leían novelas, o más bien el tipo de personas que antes leían novelas, hoy siguen series. Con poco tiempo libre en la semana, cansado al cabo de un día de trabajo, contando con que una serie puede verse en compañía mientras que un libro requiere soledad, este público potencial culturalmente inquieto aunque no necesariamente de una cultura muy elevada ni muy firme, dispuesto y disponible en otro tiempo –y en teoría- a acoger las novedades literarias de su época, hoy prefiere acceder a la ficción por vía audiovisual. Si esto es cierto, no lo es menos el reconocimiento que los propios novelistas otorgan a estas producciones: a más de uno he oído declarar que los mejores narradores actuales son o están en los equipos que escriben estas series, lo cual, desde el punto de vista del oficio, es probable que también sea verdad.
Contradicción aparente: el teatro no se puede leer, pero la forma narrativa más exitosa es la dramática. Podría argumentarse que al gran público desde siempre le interesa menos el texto que las peripecias, que el medio audiovisual le acerca, con sus reconocidos poder y efecto de “impresión de realidad”, de modo mucho más vívido e inmediato el imaginario al que le propone acceder; para ejercer su poder de sugestión la lectura requiere, en cambio, concentración y paciencia, soledad. En todo caso, el libro sería bueno para eso, para poblar la intimidad de cada uno cuando al fin se queda a solas consigo mismo: una voz portátil que te habla sólo a ti, por lo menos cuando está contigo. Pero no vale la pena insistir en las diferencias ni en la posible complementariedad cuando la contradicción, como hemos dicho, es sólo aparente. Ya que se resuelve considerando un único dato: lo que no debe hacer el prestidigitador durante el truco, mientras éste tiene lugar, de ninguna manera, es enseñar la maquinaria. Es decir, mostrar al desnudo lo que debe estar vestido, velado, para que el proceso de ilusión se cumpla: exactamente los resortes de ese proceso. Luego, eventualmente, podrá hacerlo, fidelizando al público mediante la complicidad implícita con su estar al tanto presente en haberle revelado su secreto. Pero, como cualquiera que haya visto un making of sabe bien, no basta con ver el truco por dentro para devenir instantáneamente mago: la revelación es otro espectáculo y, como los makings of inseparables en nuestro tiempo de las grandes producciones, no más que otra parte del merchandising necesario para la difusión y a su vez ocasional fuente de ganancias. Lo esencial, en todo caso, para mantener vigente el pacto entre el artista y su público, es no mostrar demasiado ni por demasiado tiempo, que el teatro de variedades no se convierta en una escuela. De esto depende que el entretenimiento siga siéndolo y el público no se escape al verse trasladado a la misma percepción de la realidad cotidiana dejada en suspenso con su asistencia a la sala: de la conservación, en mayor o menor grado, de una ilusión suficiente que sostenga el imaginario contratado. La famosa cuarta pared es esa frontera que no se salta impunemente.

Impreso, a menos que el lector sea un profesional del oficio o un aficionado al que le guste jugar a tenerlo, el teatro transgrede esa convención. El texto apenas acotado, siendo además estas acotaciones descripciones e instrucciones, algo en sí por lo general fastidioso de leer, es un instrumento de trabajo que sólo a quien quiera realizarlo, aunque sea imaginariamente, puede aportar satisfacción. El público habitual prefiere asistir a la realización del libreto, del mismo modo que los guiones de las series masivamente seguidas no se leen, sino que se miran. Lo que se lee es la novela, donde la prosa cubre de detalles la estructura del relato hasta alcanzar verosimilitud o apariencia de realidad y cubrir el abstracto vacío que la naturaleza supuestamente aborrece. Bien, pero no es tan fácil. Ya que la naturaleza no está hecha de palabras ni habla un lenguaje por su cuenta. Ése es el problema de la representación realista: como la suya no es la realidad tangible por más que puedan referirse a ella, las palabras se disparan también por cuenta propia y fácilmente extravían el objeto o los hechos a que prometían remitir. No es sólo un problema filosófico: también lo es narrativo y hasta los novelistas que menos se lo plantean han de encontrar, si no necesariamente la solución teórica, por lo menos la respuesta práctica que cada vez les permita dar a su relato una forma adecuada y eficaz.
Es ante esta dificultad que puede ser útil el modelo del teatro o, mejor dicho, de la dramaturgia. Ya que así como en la novela todo tiende al magma, a un solo cuerpo de texto cuyos distintos planos de composición fácilmente se confunden unos con otros al estar hechos con la misma materia, la palabra o la letra, si se quiere hilar más fino, en la escritura teatral o audiovisual lo primero que puede apreciarse es el encabalgamiento de elementos heterogéneos reunidos –diálogo, acotaciones, descripción de decorados, música incidental, eventuales canciones, efectos de sonido, de luz, etcétera- y lo que éste discierne perfectamente son los límites entre una y otra forma de expresión. Con lo que el campo de la palabra, o al menos el de su uso explícito, queda perfectamente definido: lo que se diga, lo que se cante, lo que pueda leerse en un cartel. Todo lo demás pasa a la acción y la presencia escénicas, con una consecuencia esencial si comparamos este modo de narrar o exponer con el de la literatura: no hay aquí narrador, no existe la voz narrativa más allá del rol o la función, dramáticos, ocupados por uno u otro intérprete, es decir, relativizados, pues si bien hay narración, ya se narre una historia representándola o porque todo lo que se vea en escena igualmente se podría contar con palabras (eso suelen ser los libretos, aun en su parquedad), lo que no hay es ese narrador absoluto que en una novela siempre puede intervenir para explicar lo que no esté claro en la acción, o recordar lo que se olvidó decir sobre alguna situación o personaje, dependiendo sólo de su propia discreción y ubicuidad para no dejar su omnisciencia en evidencia. El drama, por esto, ha de ser una máquina autónoma en una medida mucho mayor que el relato, donde la voz narrativa por más objetiva que sea siempre está ahí para hacer de operador. La objetividad es fatal en el teatro; en la novela, sólo una elección.

Pero es por esto, justamente, además de por la ejemplaridad propia del drama, donde todo acontece para ser expuesto, que el narrador puede aprender tanto de la dramaturgia. En primer lugar, a limitar su discurso: una respuesta práctica al referido problema de la independencia de las palabras respecto de los hechos y las cosas, que a tanto aprendiz de narrador empuja a divagar y dar vueltas sin entrar en materia, literalmente en lo material de su ficción. En segundo, a saber callar: mostrar lo que ocurre, confiar en la elocuencia de lo sucede a pesar de su ambigüedad, no ahogar las lecturas posibles con comentarios precipitados. En tercero, a organizar los acontecimientos: disponerlos de forma lógica y dinámica en el sentido de la “fábula” implícita en el relato, desarrollar la intriga sin perder claridad ni suspenso, dar a cada momento su lugar y su espacio en la trama, no dejar que la narración se volatilice ni se estanque. La estructura narrativa del drama es fatalmente más rigurosa que la de la novela y hasta que la del relato, precisamente porque en el transcurso de la acción apenas hay espacio para correcciones a posteriori o comentarios al margen. Quizás el mejor estudio a la vez crítico y práctico de una novela que se pueda hacer sea adaptarla a la escena o la pantalla: tratada como material, modelo, realidad previa o materia prima con la que crear otra cosa siéndole fiel a la vez como el artista a quien posa para él, a través de una mímesis semejante a la que practica el novelista con la vida que observa, la novela entrega no sólo un saber conceptual sino también un saber hacer con el género invaluable ya a la hora de leer, ya a la de escribir.
Es curioso cómo grandes novelistas fracasaron en el teatro y no sólo, como es muy común argumentar, por causas psicológicas. El escritor franquea la puerta del teatro cuando su escritura enlaza con las maneras de hacer teatro propias de su época, ya sean oficiales o subversivas. Cervantes quedó de lado por el modelo de Lope y Stendhal tropezó con su ineptitud para el verso en un tiempo en que el drama se escribía en alejandrinos. También Flaubert escribió fiascos, a pesar de haber acabado en sus novelas con el narrador omnisciente, por naturaleza imposible en el teatro, donde también lo es su obra maestra La Tentación de San Antonio. Puede pensarse, razonablemente, que por mucho que el teatro pueda enseñar de rigor constructivo al novelista esto tampoco lo convierte en el único maestro suficiente. Si decimos que el teatro es el arte de las convenciones por excelencia, si hemos dicho anteriormente en otra parte que la perfección es la apoteosis de las convenciones, podemos ahora proponer que la novela es el arte de la duda: los apartes en ella se hacen tan largos que devienen cuerpo de texto, en detrimento de la acción y los diálogos, y cada acto o personaje puede dar pie a análisis y digresiones tan densos que el hilo del relato se vuelve tan sólo uno más en el total de la trama. El mito representado por el argumento es cuestionado más allá de los límites de espacio y tiempo que cualquier puesta en escena podría tolerar, con el riesgo de pérdida de comunicación implícito en la demanda de la mayoría de los lectores de ficción, compulsivos devoradores de historias. Lo curioso, una vez más, es observar cómo, a pesar de todo lo que la dramaturgia puede enseñar sobre concentración, dinamismo y estructura en el arte de narrar a quien lo hace en prosa, muchos de los maestros de la novela “en la que no pasa nada” también han triunfado sobre las tablas: Samuel Beckett y Thomas Bernhardt serían dos ejemplos, lo que puede interpretarse como un par de excepciones o señal de hasta dónde se puede llevar cuando se dominan con destreza tanto la retórica de la representación como la de la narrativa.

Durante su formación el novelista ha de actuar, al leerse, como su propio editor. La dramaturgia ofrece modelos narrativos y estructuras mucho más claras que la novela, por naturaleza tendiente a la maraña, y puede facilitar el aprendizaje de muchos elementos necesarios para la narrativa: no tanto a escribir diálogos, lo que parece evidente, como a tejer la fábula, planear el conjunto, pensar lo que no se escribe en el libro pero sí en su sinopsis. La perfección se daría en una culminación que, como la cima de una montaña, se resume en un punto. El momento culminante en el teatro, donde se resume la pieza como en un cuadro, o el fulgor del poema sobre la página. Pero la novela, por más genial que sea su desenlace o punto de llegada, siempre es ante todo la experiencia del trayecto, largo y accidentado: imperfecto, informal y hasta incompleto, como lo prueban tantas obras maestras inconclusas como existen que, sin embargo, son logros en su concreta fragmentación. Dicho esto, hay que repetir lo contrario: la necesidad de aprender a dominar el material y orientarlo para dar conclusión satisfactoria a la obra. Pues del mismo modo que es necesario esperar para que sobrevenga lo inesperado, la inspiración que hace del fragmento una obra entera, más allá de la estructura de la que estaba destinado a formar parte, no nace de la nada sino de un conocimiento en acción, similar al del músico virtuoso que improvisa. En la adquisición de semejante técnica, la ejemplar claridad expositiva del modelo dramatúrgico puede ser una herramienta de precisión incomparable.

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