Cuestiones de estilo 7: La corrupción de un estilo

Flaubert y la constitución del campo literario

En la primera parte de Las reglas del arte, siguiendo paso a paso la carrera de Flaubert en un recorrido que bien hubiera podido recibir un título de colección como Vida y tiempos de Gustave Flaubert, Pierre Bordieu narra la constitución de lo que llama “campo literario”, de acuerdo a su noción de campo para definir no los estratos sino los “subespacios sociales” en que se agrupan los practicantes de una u otra actividad social: artistas, políticos, comerciantes o industriales, por ejemplo, caracterizados por la relativa autonomía de cada campo dentro de la sociedad en su conjunto. Estos “campos”, a diferencia de las clases sociales, no se encontrarían colocados uno sobre otro, sino uno junto a otro, con mayor o menor poder de uno sobre otro según la circunstancia o la situación; cada uno, además, cultivaría, en paralelo a los valores mantenidos por la sociedad en su conjunto, otros valores propios que expresarían, justamente, su autonomía: lo que sólo en el seno de ese campo puede hacerse valer en plenitud, incluso de cara a otros campos. Ahora bien, como estos subespacios sociales se dan dentro, precisamente, de una sociedad determinada, en su propio interior reproducen, aunque lo hagan con sus elementos y su lenguaje específicos, las mismas luchas determinadas por la aspiración común de los individuos a ocupar las posiciones dominantes: de ahí las rivalidades, las estrategias, los enfrentamientos y todo el continuado de episodios dispares a través de los que se manifiestan esta tensión y esta inestabilidad inerradicables, más o menos violentas en una u otra época, o en uno u otro campo. El subtítulo del libro de Bordieu es Génesis y constitución del campo literario, que es al que toma de muestra para estudiar una situación general, con sus particularidades concretas. Una de estas es la que manifiesta la doble escala de valores que se produce a partir de la fundación de “lo literario”: la doble naturaleza del libro como obra y como mercancía, coincidencia en un solo objeto de dos maneras de medir que devienen opuestas a causa del interés de cada parte en imponer sus valores y dominar la relación establecida. Según esta doble escala que establece Bordieu, cuánto más alto fuera en principio el valor mercantil de un libro, más bajo sería su valor literario y viceversa; pero no porque no existan libros capaces de alcanzar el éxito hacia una y otra meta, sino porque incluso este avatar no hace más que exasperar la antagonía entre uno y otro campo, celosos ambos del valor ajeno que querrían propio si es que debe existir. Así, las grandes editoriales insisten en llamar literatura a sus productos cuando quieren rodearlos de un aura de prestigio y todo autor se ve cuestionado en cuanto su obra se vuelve rentable. Pero ¿qué es lo específicamente literario y cuál el valor que se trata de sostener entre quienes quieren creer en él, quienes quieren usurparlo, quienes quieren explotarlo y quienes quieren adulterarlo o no negociarlo jamás? Un campo no es mejor que otro de por sí: que unos raros literatos, cuando llevan las de ganar, impongan a unos comerciales qué vender no es mejor que lo contrario, así como los interesados sermones sublimes del antiguo régimen no valían más que las pecaminosas prácticas y mercancías que condenaban. Cada “subespacio social”, después de todo, aplica a su manera los valores propios, en definitiva, de esa sociedad de la que forma parte, tanto como el “campo” de al lado; los enfrentamientos entre unos y otros podrán ser muy reales, pero su base es falsa a menos que cualquiera de las partes atente contra el conjunto, lo que no es habitual: hay una solidaridad de fondo que obliga, para plantear las cosas a fondo, justamente, a tomar el todo por entero y minimizar las diferencias entre las partes. También en esta cuestión “el mundo es todo lo que es el caso” (Wittgenstein, Tractatus) y, en un sistema global, con mucha mayor evidencia. La producción artística y cultural de los últimos siglos puede verse como la resistencia a la civilización surgida de la revolución industrial, que hasta ahora ha ido atravesando inexorablemente todos los cambios políticos y sociales y extendiendo, siempre, sus dominios. La lógica de las relaciones que propone, moralmente criticada y rechazada sin cesar, se impone a pesar de todo y a la larga, progresivamente, en todos los campos del mundo habitado. Sólo es posible oponerle, en los hechos, la noción de que una vez no fue así, de tal modo que podría volver a no ser: utopía, en estas condiciones, ya que hoy no hay tal lugar y cada vez menos. Pero el estilo, en cambio, por ser lo que distingue, es a su vez lo que interrumpe un continuo cualquiera y abre una brecha a otro modo de ver. En cualquier campo: literario, estético, político o financiero. Es posible, incluso, señalar el rasgo común a toda forma de asunción mimética del discurso o la conducta que, desde el conjunto de cualquier sociedad, se imponen a todos sus campos: la vulgaridad, contraria a la distinción que caracteriza a todo estilo. La corrupción de un estilo, entonces, empieza cuando éste pierde su autonomía, lo que puede comprobarse en cada campo particular: todos ellos, el cultural, el deportivo, el científico, etc. tienen cada uno su estilo característico, perceptible como una suerte de tradición tanto en sus producciones como en sus relaciones internas, pero este estilo propio sufre la presión social del conjunto tanto como en todos los otros aspectos cada sector en sí. De la propia fortaleza en distintas fases históricas dependerán la resistencia de ese estilo al gusto mayoritario y la autonomía de su orientación. La corrupción del estilo, y con ella la del gusto, en una época dominada por el capital financiero, la describe muy bien Ezra Pound en el famoso canto de la usura, donde los estragos alcanzan tanto la solidez de los hogares como la nobleza de las formas. Todos los campos padecen entonces la corrupción de sus valores intrínsecos en su ocasional esfuerzo por plegarse al movimiento dominante, con la consiguiente sustitución en cada caso del rasgo esencial por unas señas de identidad fundadas en el amaneramiento, los tics y la repetición de consignas. El estilo, en un contexto así, ha de remitir siempre al exterior para conservarse y cumplir su función distintiva; ha de atravesar esos campos ya constituidos para afectar el conjunto en lugar de ser remitido allí donde se supone que está su lugar. Sin la ilusión de una pureza que no existe, ni de pasar de contrabando lo que todo el mundo reconoce aunque no quiera. En una posición, paradójicamente, vanguardista y conservadora a la vez, lo que no implica una contradicción sino, al contrario, una profesión de fe en eso mismo que es capaz de reafirmarse justo allí donde todo lo niega. 

2015

Vanguardias en fuga, La decadencia del arte popular (2002-2018)

El nacimiento de la crítica

pierrot
«…escrito como al dictado de una voz que habla al oído…»

Se enseña, o se ha enseñado, que la filosofía nace del asombro. La crítica nace de la decepción. La condición previa, entonces, consciente o inconsciente, es la expectativa. Para que ésta sea posible es necesaria experiencia previa. Lo cual supone una pérdida de la inocencia. No hay crítica posible en un estado de virginidad, no es posible en ese estado tal tipo de conocimiento. Pero una vez abandonado el punto de partida, éste se borra con la ausencia de un punto de llegada, ya que nunca está completa la noción del mundo, como tampoco éste. La constitución de un ser es imposible y sólo queda, reconocido lo que siempre ha sido y su continuidad, devenir. En el curso del tiempo, si nadie ha de alcanzar un cuerpo perdurable, es posible sin embargo transmitir el conocimiento a la vez que progresar en el camino hacia su perfección, legar una herencia pasible de ser aumentada. La ciencia, más que el arte, antes logrado en sus realizaciones concretas que en cualquier concepción general, representa o ha representado de manera ejemplar este ideal animado por sus sucesivas encarnaciones. Pero del idealismo del conocimiento puro se desprende y separa el retoño de la técnica, cuya progresiva accesibilidad le supone un lugar cada vez más amplio, a través de su maleable ubicuidad, en el mundo que los cuerpos habitan. La antigua ilusión trascendental del progreso al darse en el tiempo conoce, con su acelerada realización, su liquidación como quimera. La utopía desaparece en la medida en que encuentra un lugar. La soñada máquina del tiempo que permitiría abolir sus distancias es una realidad, pero ese tiempo abolido no vuelve con la riqueza del pasado recuperado y el futuro infinito, sino que es la superficie simple por la que se desplazan, en tiempo real, como se dice, los datos a lo largo y a lo ancho del espacio globalizado. Conocimiento cosificado de la comunicación insomne: su objetivo no es la enseñanza sino el comercio y su contenido no son las ideas sino las cosas nacidas de éstas, es decir, productos y servicios igual de tangibles en el límite efectivo que supone su concreción. Aplicaciones, literalmente, de un conocimiento activo cuya validez no se demuestra sino que, así formulado, se muestra en plena forma en sus criaturas y sus usos. Para éstas, protagonistas de un mundo al que se ofrecen como recursos en competición, nada tan necesario como la promoción y nada tan importuno como la crítica. No sólo por los puntos que resta toda duda al hacerse explícita, aun si su resolución es favorable –pero quién puede esperar, abolido el tiempo, a una sentencia prorrogada-, sino por la dimensión ideal a que remite una cuestión cuyo planteo se funda en el propósito de incitar a la acción. La técnica, en sus realizaciones, es refractaria al espíritu crítico tanto como en sus especulaciones reencuentra, verbalizadas en el arcaico lenguaje analógico, las objeciones de la materia. “Podríamos responder todas las preguntas de la ciencia y nuestros verdaderos problemas aún no habrían sido tocados.” ¿Posición mística por parte de Wittgenstein? Podría hacerse la crítica constructiva de todo lo mejorable en los logros de la técnica, pero la pura pasión crítica seguiría sin saciarse aun si sus juicios fueran atendidos, ya que es de su propia falta de lugar, de su esencial marginalidad en relación con todo aquello que ocupa el espacio, que renace con cada nueva posición conquistada por la voluntad de suprimirla para realizarse en plenitud y determinar la perspectiva. La crítica, ofensiva o tan sólo disidente, ni siquiera cuando es corrupta se presta bien al colaboracionismo, ya que sus argumentos invariablemente delatan las intenciones y responsabilidades detrás del éxito del momento. La crítica nace del engaño, de lo engañoso de las cosas que se presentan como solución y dicen que no hay problema, pero no es de esta doble naturaleza refractaria al análisis que extrae su vitalidad, sino del abismo que lleva consigo, al que todas las cosas se ven precipitadas en cuanto caen bajo su consideración, aunque su salvación consista en no advertirlo. El hierro tiene sus propiedades y el ácido las suyas; en la aproximación crítica, contra toda apariencia, el objeto no es causa ni tema del discurso sino pretexto o soporte ajeno tanto a conclusiones como consecuencias. La crítica es un delirio que en lo objetivo encuentra su contraste, pero no su horizonte ni su meta. Ese delirio tiene una lógica, que es la que lo aparta de la connivencia de las cosas con los accidentes y las leyes naturales. Esa lógica es su devenir, paralelo al darse sucesivo de fenómenos y estados de cosas. Si alguna vez, en el infinito, una y otro se cruzaran, sería la constitución del ser y el cese de añadidos y correcciones de ambos lados; sería el fin de uno y otro lado. En la separación que persiste, cada uno vela por su conservación, que por otra parte obedece a un impulso independiente de la voluntad de ser o entender. Devenir, pensar. Ser constructiva es uno de los modos de la crítica, pero no, en absoluto, su razón suficiente o necesaria. Ni servicio, en consecuencia, ni producto por su carácter intrínsecamente provisional, inconcluso, pero además independiente del parecer de interlocutor alguno, la crítica es tan ajena al mercado como la promoción connatural a éste. Una expresión que en lugar de desplegarse tiende a concentrarse en una línea, pronto punteada por sus intermitencias, cada vez más fina en su búsqueda de precisión, hasta alcanzar ese juicio último al borde ya de la extinción que sin embargo no puede ser final, sino eternamente sujeto a dudas y revisiones. Es el agotamiento el que le permite adoptar una forma, fósil pero al menos perceptible, legible, mientras su espíritu se pierde como el aliento entre los griegos o el viento entre las zarzas de la revelación.

crítica4