La palabra está de más

¿Qué estará diciendo esta imagen?
¿Qué estará diciendo esta imagen?

Todos hemos oído aquello de que una imagen vale por mil palabras. Algunos de nosotros lo repiten y algunos de éstos lo argumentan, mientras otros lo refutan recurriendo a diversos razonamientos y ejemplos. Mientras tanto, más allá de su declarada superioridad sobre el viejo verbo, gracias al mutuamente potenciado y paralelo desarrollo de la tecnología y las comunicaciones, las imágenes siguen proliferando cada vez con mayor facilidad y circulando como calderilla: de una moneda universal, además, porque no requiere traducción.

Pero tampoco es cuestión de abominar de la imagen en nombre de la postergada palabra, ni de soñar con el resurgimiento de un lenguaje desde las tinieblas a las que lo ha empujado el brillo de otro. Se trata más bien de señalar un naufragio a dúo. O de hacer ver, a la luz de los restos del primer barco hundido, la roca a la que el segundo se aproxima fatalmente o contra la que ya se ha estrellado, si es la agitación de las maniobras de rescate lo que más llama la atención sobre él.

Cuando se habla, hoy, de cultura de la imagen, no se habla de pintura ni aun, en realidad, de fotografía. Ni, en el fondo, de cine. De lo que se habla es de cómo se mueve todo esto (y sus sucedáneos) entre los distintos soportes en que navega y las retinas que lo reciben. Es la película que va montándose sola en la conciencia de cada uno sustituyendo al mundo material que representa y del que procura testimoniar algún sentido, aunque éste ha de enmascararse –y nada mejor hoy que las imágenes para esto, como en otro tiempo lo fueron los abusos retóricos- en la misma medida en que es su constante desplazamiento, o la postergación de sus conclusiones, lo que lo sostiene. Y no es tampoco una película, ni tiene un autor individual o colectivo: es, digamos, un preparado audiovisual aleatorio, un continuado que, aunque se repita, jamás vuelve sobre sí mismo, ya que fluye en el tiempo lineal, y resulta por eso, a la vez, indefinido y definitivo. Es decir: sigue siempre adelante, incorregible en su materialidad, con lo que no es una obra sino, como la naturaleza, una realidad o, más que una realidad, o cualquier otro elemento agregado al mundo, una nueva capa de la realidad, otro nivel suyo que recubre, para nuestra representación, la vieja superficie. Ésta es su novedad.

La palabra de Dios
El verbo divino

La palabra y la imagen trabajan juntas en el audiovisual. Pero no solas: también está el sonido, su socio mudo y secreto que, sin embargo, como en los videoclips, dirige todo el baile desde la sombra y determina lo esencial de la transmisión. Es el sonido el que pone el tono, la “onda” de la comunicación, y, como verdadero responsable del continuo, ya que es el que marca el ritmo sobre el que se edita el conjunto, es también el que realiza, aunque inconsciente o cínicamente, el ideal del arte encarnado por la música en tanto ésta nunca pierde, ni siquiera cuando “comenta”, su carácter sugerente, su ambigüedad, es decir: su acceso inmediato a la salida de emergencia que cada afirmación abusiva necesita cuando se ve acorralada por la exigencia de pruebas.

Esta combinación de palabras, imágenes y sonidos, y más aún para quien rara vez cesa de estar expuesto a ella, ofrece un símil del mundo lo bastante dotado de “impresión de realidad” como para desplazar al original fácilmente del centro de la escena, a lo que debe agregarse la módica dosis de sentido que transporta en oposición a lo inexplicable –o absurdo, como se lo ha llamado- de lo que es sin intención, porque sí, porque está ahí: el mundo mismo, en una palabra, de cuya gratuidad, insostenible para la conciencia interrogante, se contagia a pesar suyo el discurso audiovisual en continuado, al entrar en la eterna duración sin interrupciones de aquello que en un principio procuraba enmarcar. Forzados, en la civilización de la comunicación, no ya a representar el mundo físico sino en cambio a sustituirlo e incluso sostener así la idea de que ese viejo mundo existe, poseídos sin embargo por el terror al vacío propio, como bien ha dicho Sollers, no de la naturaleza sino de la representación, palabra, imagen y sonido suelen reproducir, en su babélico desfile, el amontonamiento de cosas y sustancias no bien diferenciadas característico de las reuniones de argumentos insuficientes, pero también de los vertederos de deshechos. Aunque, si bien el continuo de la corriente que los arrastra puede dar esa impresión, no se trata de deshechos ni de sobras, aun cuando sea habitual que el material descartado se aproveche en sucesivas e imprevistas ediciones. Pero ocurre, como les pasa a unos materiales ya demasiado vistos o a unas ideas demasiado repetidas, que no sólo se desgasta el contenido de estas emisiones, sino también la relación entre los elementos de su lenguaje. A fuerza de ir juntos constantemente, como nunca lo habían hecho durante siglos, palabra, imagen y sonido se arrastran uno a otro, justificándose entre sí, y en lugar de potenciarse, como cuando su relación no es convencional, se degradan por el roce mutuo, por la ubicua sumisión de cada pie del trípode al pactado encaje con los otros dos, regulado no por el punto de fuga determinado por lo que sea que hayan descubierto, sino por el hábito del equilibrio necesario para seguir adelante sin caer en la evidencia del vacío. Dicho de manera más sencilla, el continuo audiovisual no explora ni expresa el mundo, sino que lo simula. Cada vez mejor, por otra parte.

La voz humana
La voz humana

A menudo los avances tecnológicos suponen un retroceso en el lenguaje: al sustituir el signo de una cosa por su imagen, que en la hiperrealidad se le parece a tal punto que la sustituye, con lo cual la imagen misma deviene una cosa en sí, el valor del signo, su espesor expresivo, además del sentido de su comunicación, bien puede verse reducido a una presencia tan opaca como la de la cosa misma antes de que su silencio sea poblado por las proyecciones e interpretaciones que despiertan. De esa insignificancia el espectáculo se defiende con sus propias armas o con su propio aparato, tanto más equivalente a un simple alzar la voz cuanto más, y sobre todo más espectacularmente, recurra a concentrarse en mostrar para cubrir su impotencia en el decir. Es el momento de reintroducir cierta inteligencia en el conjunto, como podemos comprobar que es necesario, entre explosiones, tiroteos y persecuciones, al promediar tantas películas de acción. El vehículo de esa inteligencia es el lenguaje, que depende de contar al menos con una articulación: entre palabra y palabra, imagen y palabra, imagen e imagen. La clave está en ese “entre”, sobre el que el ansia de integración trata de avanzar y y al que la sed de independencia, por eso mismo, se empeña en hacer saltar en pedazos, como lo ilustran tantos montajes característicos o herederos de una estética contestataria.

Entre las cosas existe el espacio: la extensión, que en los términos de Spinoza requiere el concurso de otro atributo, el pensamiento, para formar la sustancia, el todo del que son modos cuanto pensamos o percibimos. La escritura, como intérprete verbal de este fenómeno, pone de manifiesto de inmediato el segundo atributo mencionado, mientras remite con inagotable dificultad al primero. El doble audiovisual que ofrecen cine, video y sus antecesores como la fotografía o la pintura se encuentran en la situación contraria. Pero lo que cuenta no es esa aparente diferencia de puntos de partida, sino la dimensión comprendida en el pasaje de una a otra, donde se realiza su desconcertante unidad. Es ahí donde un lenguaje se cruza con otro y encuentra su exterior, la barrera a atravesar para significar algo. Para el discurso, la ocasión de que lo no verbal lo interrumpa y lo corrija: precisamente lo que un escritor puede aprender del cine o del teatro, o lo que puede encontrar al plantearse sus objetos de la manera en que aquellos lo hacen. Para la imagen, no ya representación sino doble en continuado de toda realidad visible o sonora, el cuestionamiento de su pertinencia por parte de una instancia cuya realidad no depende de lo que puede ser mostrado y la evidencia de que no basta con el espectáculo. Ésta es la posición del escritor, en realidad: un cuerpo aparte que se siente por dentro y que, dudando de cuanto se exhibe, introduce en lo que se muestra esa dimensión interior. No es que sólo puedan hacerlo los escritores, pero ésa podría ser tanto la función como el efecto de la literatura en cualquiera que hiciera un uso de ella. “La conciencia increada de mi raza” era lo que Stephen Dedalus aspiraba a forjar para cumplir su vocación en las últimas líneas del Retrato del artista adolescente. Más tarde, en Ulises, hablaría de la “ineluctable modalidad de lo visible”.

El eterno retorno
El eterno retorno

Efectivamente, como el hombre en La náusea, en el mundo de los objetos la palabra está de más. Robbe-Grillet, luego también cineasta, procuró corregir los excesos verbales de la narrativa entonces tradicional en sus novelas llamadas “objetivistas”. Pero cuando lo que recubre el mundo ya no es una verborragia ideológica, sino, en cambio, una permanente película publicitaria, es posible que quien escriba deba cambiar de objetivo. ¿Cómo evocar el peso del mundo detrás de esas pantallas, ahora ya tridimensionales y dispuestas en círculos a toda hora alrededor de su público, de las que todo lo opaco se ha evaporado para dar alas al antiguo sueño de volar, libres de trabas, ya en bombardero para los corazones agresivos, ya en dirigible para los que adoran la opulencia? ¿Cómo introducir en esas exhibiciones la conciencia de su significado o, mejor, de su naturaleza, ya que es la naturaleza justamente lo que en última instancia procuran sustituir? No mediante la imitación, que despoja a la literatura de sus mejores armas y la pone desde el principio en desventaja, sino, al contrario, poniendo el acento en todo aquello que tienda a escaparse del espectáculo, de la representación: los testimonios del olfato, el gusto y el tacto, por ejemplo, a los que el audiovisual, como el lenguaje escrito, sólo puede aludir o ignorar, junto con todo aquello al borde de lo inexpresable por su materialidad, su resistencia a la idealización. Parece poco. Sin embargo, ya sería mucho que lo concebido como espectáculo fuera visto por la literatura como tal: menos derivaciones estereotipadas y más estudios de imagen, hechos desde la vereda de enfrente y no en solidaridad con la impostura generalizada. Es peligroso en una época en la que casi todos, al no abundar otras vías, intentan realizarse sobre todo a través de la imagen y de su imagen personal especialmente. La palabra está de más en ese alineamiento de fachadas al que su incidencia sólo podría desequilibrar, pero sólo hasta que se advierte que, para quienes hablan, la cosa muda nunca es suficiente. La imagen remite a la palabra no menos que ésta a aquella, pero su articulación se produce en ese espacio, vacío, que encuentra siempre un pequeño resquicio por el que deslizarse y poner en cuestión lo que la rodea. Es esta inquietud que genera el lenguaje no la huella sino la señal permanente del paso de la humanidad por la tierra.

disco

Lo que se esconde a los niños

Doinel descubierto
Doinel descubierto

Sexo y violencia son tradicionalmente dos de los reclamos más pertinaces del espectáculo para adultos, a la vez que dos clásicos favoritos de la censura. Sobre esta última, en nuestra época, la red tiende un velo mediante la proliferación de imágenes que escapan a toda regulación, pero este relevo de la curiosidad por la exhibición no es ajeno al mismo frenesí que con tanta dificultad, en todos los tiempos, la tribu ha debido dominar para ser dueña de sus energías, al menos durante el día o de a ratos entre asalto y asalto. El espectáculo en continuado las 24 horas, disponible desde cualquier lugar del globo, no enseña lo que el tabú sí transmite: la necesidad de tomar en serio ese nudo indiscernible que no tolera la irrisión y exige, para dejar espacio al humor, su debido tributo en carne y en sangre, que la necesidad de conservar el propio cuerpo obliga a pagar en plazos y a crédito. “¿Hay peleas? ¿Hay chicas desnudas?” Éstas eran, según recuerda François Truffaut, las primeras preguntas que sus compañeros le hacían, en la clandestinidad del patio escolar, al niño que aquel fin de semana había logrado colarse a ver una película prohibida –para ellos, claro está, no para sus padres-. Para ver eso ya no hace falta esconderse en la oscuridad de ninguna sala, pero el peligro ni entonces ni ahora estaba en la imagen, sino en lo invisible: la ciega corriente que, como el fuego incesante de Heráclito, crece y decrece pero nunca cesa ni queda atrás, ya que va por detrás del ojo y no interesa sólo a este órgano. El velo que pone el tacto adulto entre los niños y el mundo, la mediación que opera el descubrimiento gradual y a veces guiado de la realidad, alerta sobre los límites del que crece frente a lo ilimitado: como no encontrará en su búsqueda un huevo de Pascua sino una bomba, más le vale saber sentir el calor antes de quemarse y poder recordar, una vez en medio del incendio, que hay agua en el lugar de donde viene.

Un mundo para armar
Un mundo por armar

El hilo de la historia. Así como a los niños les resulta difícil seguir el hilo de una historia si ésta o aquél se prolongan demasiado, a los adultos les cuesta seguir atentos mucho tiempo cualquier fenómeno sin una historia que despliegue y disponga sus elementos en sucesión. Ver una obra de vanguardia suele ser para un adulto como ver una película de adultos para un niño, pues si en el caso de éste debe lidiar con la sombra de un porvenir totalmente irreal para él, en el del otro es el abandono de la perspectiva cronológica por una simultaneidad aleatoria lo que lo aliena de la tradición y la costumbre de enlazar causas y consecuencias para comprender. Se vuelve al desconcierto de la infancia como al contrario se es empujado al orden de la madurez, pero a los dos lados del tiempo la realidad representada se vuelve escurridiza, como si esperara a la salida del laberinto para volver a tirar del hilo y derribar el castillo de naipes sobre su enredado destinatario. Si la historia ha podido ser vista por Joyce o Benjamin como una pesadilla a causa de su continua irrevocabilidad, la abolición del tiempo en su representación no equivale a un despertar, sino a un sueño: el del niño con un hilo por desovillar en su bolsillo en lugar de una cuerda floja bajo sus pies, en el que el adulto por la mañana ya no cree.

La sombra del mañana
La sombra del mañana

El paso del tiempo. Mi hija de seis años ha escrito un libro de cuatro páginas. El título es el que da nombre a este texto. En la cubierta, bajo las letras, una niña con vestido largo ocupa el centro del espacio; el sol se asoma por sobre las palabras, en el ángulo superior derecho, aunque no se lo ve de cuerpo entero sino sólo como un gran semicírculo anaranjado. En la primera página, el sol ha desaparecido y la niña camina por la hoja vacía; al dar vuelta la página, el sol vuelve a asomar, todavía incompleto, pero enorme mientras sus rayos ya alcanzan el cuerpo de la niña. En el desenlace, el sol arde solo y rojo en el medio de la hoja, donde antes estaba ella. La contratapa está vacía. Interrogada sobre el relato, mi hija explica que la niña va hacia el sol y se quema. No dice que como Ícaro, aunque conoce el mito. Un amigo pasa las páginas en sentido contrario y sugiere que también podría venir –o nacer- del sol. Es el sentido religioso, que re-liga, como tantas veces oí decir en el colegio, al ser humano con el amenazante poder que lo hace vivir. Pero el paso dado va en dirección contraria y lo que ilustra es la desaparición en el seno de esa luz y por su causa. Me gusta el libro por su plena representación de lo natural, sin sombra de especulación ni repliegue en la negación.

Soñar, soñar
Soñar, soñar

Oscurecimientos. Las iluminaciones, como las llamaba Rimbaud, no vienen de la experiencia sino de lo inalcanzable, lo perdido por definición, definitivamente, tal vez la fuente original de toda conciencia y lenguaje. Pues las cosas, como todo el mundo sabe, echan sombra. U obstaculizan, o no muestran sino su propio cuerpo, o el recto camino a alguna tarea cuyo destino también es agotarse. Las cosas muestran progresivamente a cada uno los límites de su mirada, de la heredada luz con la que aspira a penetrarlo y atravesarlo todo, y cada encuentro, cada tropiezo con una cosa es también un eclipse, mayor o menor; el destello que la inteligencia alcanza a preservar de ese roce, ineludible accidente, no es distinto de cualquier línea excedida en todas direcciones por el plano en el que se inscribe ni más difícil que ésta de borrar: por lo menos, de esa obtusa superficie superpoblada de cuerpos y objetos. En la conciencia, con los años, se va tejiendo todo el cielo nocturno: las estrellas, los puntos luminosos equivalentes a las revelaciones sobrevenidas de quién sabe dónde, a través de una distancia mensurable en años luz, y la densa oscuridad de fondo que, sobre el claro de las explicaciones adultas, cada niño, mientras deja de serlo, va obteniendo por superposición de materiales cuya fórmula de composición, a estos efectos, importa siempre menos que el grado de consistencia y lo no verbal de su naturaleza. Cuando el verbo se hace carne, entra en la sombra; el cuerpo, hecho palabra, se hace luz. La resurrección de la carne, siendo así, puede ser predicada, pero es negada por todo lo que calla; y si lo entrevisto en las iluminaciones de que hablamos suele pasar por indecible, se debe a la falta de objeto al que referirlo con propiedad: el mismo cuya ausencia ha permitido el paso de la luz. Todo lo que comprendemos a tal punto que podemos explicarlo por completo pertenece al mundo que hace sombra y crece con los años; la luz rodea la experiencia como ese margen que queda bajo la puerta cerrada del dormitorio infantil y no desaparece hasta que alguna de las partes, el niño o el adulto, logra conciliar el sueño.

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