La bicicleta perdida de Marcel Duchamp 4: Coleccionistas

«Los más locos de todos son los del Movimiento Perpetuo» (Louis-Ferdinand Céline, Mort à crédit, 1936)

Mi primo Guillermo es coleccionista. Lo suyo son los libros, los trenes eléctricos, ciertas revistas y alguna cosa más. Pero no cualquier cosa: delimita prolijamente sus terrenos de caza, y lo que cae fuera de ellos no le interesa. Establece series, de acuerdo a factores como época, marca o procedencia, y de esta manera, como todos los coleccionistas, abre universos cerrados que algún día estarán completos: ésta es la parte del azar. Habla apasionadamente del ayer. Para quien lo escucha, sin embargo, es difícil interpretar sus obsesiones: presentan el hermetismo de las cosas mismas, aun cuando éstas lleven palabras impresas. Como a los otros coleccionistas, lo mueven motivos personales. La colección Frick, por ejemplo, fue reunida por un millonario neoyorquino del mismo nombre que, al morir su hija, se dedicó a comprar  obras de arte clásico que fue reuniendo en su casa, hoy abierta al público. Hay Rembrandt, Goya, Vermeer, Velázquez, Tiziano, un magnífico salón Fragonard y también, para mi gusto, demasiado El Greco; el conjunto, de todos modos, es soberbio, y uno sólo puede agradecer a Mr. Frick su hospitalidad y generosidad. Se dice que el ojo de este señor evolucionó con los años y la actividad continuada; cabe preguntarse si su obra nos habla de él o de su hija. Seguramente, al exponer lo que su gusto ha reunido, un hombre busca expresarse. ¿Alojan algo de sus dueños los objetos o, como en esos cuentos de Borges en que sendos puñales buscan quiénes los alcen para un duelo, tienen sus propias almas y son fieles sólo a su destino? ¿O sólo habita en ellos el peso muerto, definitivamente hosco, de lo residual? Viene a mi mente lo que decía Céline en Muerte a crédito: que de todos los inventores “los más locos de todos son los del Movimiento Perpetuo”. ¿Es un loco deseo de que las cosas vivan, de hacerlas vivir, agitarse por sí solas, al menos en apariencia, tal como nosotros vamos y venimos? Pienso en el gusto, provocativo, de Duchamp por la ausencia de la mano del artista. Una de sus esculturas la hizo su hermana, a quien él gozosamente instruyó: “Vas a hacer una obra de arte por mí…” Es fácil reproducir sus ready-mades; ya era fácil hacerlos, como él mismo indicó, invitando a la imitación para desalentarla. Su trazo al dibujar, por supuesto, era sólo suyo, con su soltura y precisión. Pero esa mano, discreta, no procura retener nada. Tolera la pérdida. Los generales no mueren a caballo, los pintores tampoco ante el caballete. La bicicleta rueda calle abajo, indiferente a su dueño o ladrón. La tolerancia es máxima, absoluta. Compasión y crueldad están de más. No hay solución porque no hay problema. Equilibrio, sobriedad, ecuanimidad, desasimiento. ¿No es una especie de objetividad lo que se ha alcanzado? Como la mano de Duchamp dejó los suyos, dejemos entonces ya en paz a los objetos.

2002

De ocaso en ocaso, La decadencia del arte popular (2002-2018)

Coleccionistas

El tesoro de un millonario

Mi primo Guillermo es coleccionista. Lo suyo son los libros, los trenes eléctricos, ciertas revistas y alguna cosa más. Pero no cualquier cosa: delimita prolijamente sus terrenos de caza, y lo que cae fuera de ellos no le interesa. Establece series, de acuerdo a factores como época, marca o procedencia, y de esta manera, como todos los coleccionistas, abre universos cerrados que algún día estarán completos: ésta es la parte del azar. Habla apasionadamente del ayer. Para quien lo escucha, sin embargo, es difícil interpretar sus obsesiones: presentan el hermetismo de las cosas mismas, aun cuando éstas lleven palabras impresas. Como a los otros coleccionistas, lo mueven motivos personales. La colección Frick, por ejemplo, fue reunida por un millonario neoyorquino del mismo nombre que, al morir su hija, se dedicó a comprar  obras de arte clásico que fue reuniendo en su casa, hoy abierta al público. Hay Rembrandt, Goya, Vermeer, Velázquez, Tiziano, un magnífico salón Fragonard y también, para mi gusto, demasiado El Greco; el conjunto, de todos modos, es soberbio, y uno sólo puede agradecer a Mr. Frick su hospitalidad y generosidad. Se dice que el ojo de este señor evolucionó con los años y la actividad continuada; cabe preguntarse si su obra nos habla de él o de su hija. Seguramente, al exponer lo que su gusto ha reunido, un hombre busca expresarse. ¿Alojan algo de sus dueños los objetos o, como en esos cuentos de Borges en que sendos puñales buscan quiénes los alcen para un duelo, tienen sus propias almas y son fieles sólo a su destino? ¿O sólo habita en ellos el peso muerto, definitivamente hosco, de lo residual? Viene a mi mente lo que decía Céline en Muerte a crédito: que de todos los inventores “los más locos de todos son los del Movimiento Perpetuo”. ¿Es un loco deseo de que las cosas vivan, de hacerlas vivir, agitarse por sí solas, al menos en apariencia, tal como nosotros vamos y venimos? Pienso en el gusto, provocativo, de Duchamp por la ausencia de la mano del artista. Una de sus esculturas la hizo su hermana, a quien él gozosamente instruyó: “Vas a hacer una obra de arte por mí…” Es fácil reproducir sus ready-mades; ya era fácil hacerlos, como él mismo indicó, invitando a la imitación para desalentarla. Su trazo al dibujar, por supuesto, era sólo suyo, con su soltura y precisión. Pero esa mano, discreta, no procura retener nada. Tolera la pérdida. Los generales no mueren a caballo, los pintores tampoco ante el caballete. La bicicleta rueda calle abajo, indiferente a su dueño o ladrón. La tolerancia es máxima, absoluta. Compasión y crueldad están de más. No hay solución porque no hay problema. Equilibrio, sobriedad, ecuanimidad, desasimiento. ¿No es una especie de objetividad lo que se ha alcanzado? Como la mano de Duchamp dejó los suyos, dejemos entonces ya en paz a los objetos.

La bicicleta perdida de Marcel Duchamp

Parada en Manhattan

1. En Nueva York, en un rincón del MoMA, se encuentra detenida la rueda de bicicleta que Marcel Duchamp, entre las dos Guerras Mundiales, plantó invertida sobre un banquito para sorpresa, deleite o desconcierto de sus contemporáneos. Poco antes de la Caída de las Torres, yo mismo me encontraba en Nueva York y en el MoMA, ante esa rueda que otros turistas, a su vez, rodeaban. Bueno, no esa rueda exactamente, sino otra, igual de redonda, explicó la guía, aunque casi seguro no la otra, pensé yo, de la misma bicicleta, sino otra, otra cualquiera, con la que el mismo Duchamp, artesano, rehizo su invención una vez que el original, perdido, hubo rodado fuera de su alcance. Existen fotografías que muestran una de las dos piezas en la desordenada habitación de Duchamp, compartiendo el azaroso momento con otros adornos, herramientas y objetos de uso diario. Pregunté a la guía del grupo si la rueda giraba y ella, con la sonrisa de las maestras que han logrado abrir el pico de uno de sus polluelos, giró hacia mí y nos informó a todos que efectivamente ésa era la intención: cuando la rueda se expuso por primera vez se esperaba, contrariamente a lo habitual en este tipo de eventos, que los visitantes se acercaran a la obra y “participasen” poniéndola en acción; algo común en los tiempos que corren, ya aturdidos por el concepto de  “interactividad”, pero no entonces, cuando empezaba a comprenderse que a los impresionistas había que mirarlos de lejos; de todos modos, en la actualidad toda participación estaba prohibida, debido al deterioro que el contacto, inevitablemente excesivo, terminaría acarreando al ready-made. Pensé que Duchamp no había reparado el Gran Vidrio, que cualquier obrero manual al menos tan calificado como él, aunque no tan renombrado, podría reconstruir o reponer lo que ya había sido repuesto y, halagado por el anterior reconocimiento de mi perspicacia, observé que aquí la conservación del objeto iba en contra del sentido de la obra. Sin una palabra, con una sonrisa china que la convirtió inmediatamente para mí en la curadora ideal de cualquier muestra, la guía dejó en suspenso ese sentido y en perfecto equilibrio el trabajo del artista y el del museo: crear y animar signos, proteger el legado cultural. Todo había sido dicho entre nosotros: en su estado latente, la rueda giraba; pero era demasiado tarde para que los visitantes, de hecho, la hiciésemos girar. El museo, ya cerrado en este sentido, protegía su propiedad, cuyo valor de reventa jamás podría restituir el hipotético obrero que la actitud de Duchamp autorizaba. Obra sin firma, la firma le era adjudicada por el establishment cultural y la arrebataba así a las masas, no sólo una vez sino a lo largo de todo el tiempo. Ante esta forma sutil de la censura, sólo cabe la ironía para ponerse a un lado e interpretar a la autoridad. Pues aquí, como en las religiones, la Obra, por inalcanzable, pierde su cuerpo para dejar el sitio a una imagen, la del objeto que no puede tocarse, y a un mito, su creador insustituible, que cierran el paso a lo anunciado. ¿Qué oculta y a la vez muestra el movimiento detenido, en la quietud consagrada del orden previsto, sino el paso del tiempo y con él, en su seno, el ascenso de lo pequeño que crece y la caída de Aquello que ya no se sostiene?

Visión en Barcelona

2. Todos los días, cuando salgo de mi casa o vuelvo a ella, al cruzar el puente Vallcarca veo, y ahora ya miro, el conjunto que en la cima del Tibidabo forman la iglesia y el parque de diversiones. Recuerdo a Cavafis, el poeta alejandrino, que al describir su barrio decía algo como lo siguiente: “¿Dónde podría vivir mejor que aquí? Debajo está el prostíbulo, que da carne a la carne, y enfrente la iglesia, que perdona los pecados.” De noche, princesa o hada en el halo mágico que la luz recorta en la alta oscuridad, la iglesia barcelonesa realza su aspecto de Castillo Encantado de Walt Disney. A su derecha, más baja, como un asterisco o nota al pie, gira o espera la noria del parque con sus luces rojas de burdel. En Argentina llamamos a esta atracción La Vuelta al Mundo, título exacto para una instalación que, junto a la iglesia que corona el monte y con la punta de su cruz señala el Cielo, invitándonos a la Trascendencia, nos recuerda el eterno retorno de las alturas a las bajezas y la repetida vuelta a empezar: también aquí el esfuerzo se concentra en el ascenso y el placer en la caída, así como el movimiento se cumple en torno a un punto fijo, como el del universo en torno a su centro (Dios). Suben y bajan los librepensadores, pero los fieles se arrodillan más arriba; un coro de risas asciende desde el parque, mezclándose con los rezos. Equilibrio. Al parecer, este monte debe al Diablo su bautismo: “Tibidabo” significa “Te daré”, que es como iniciaba Satán sus ofertas a Jesús en el desierto. Cada uno cumple su misión. Adimple ministerium, como ponía el lema de mi colegio, San Juan el Precursor, que así lo hizo. Ahora yo llevo en mi cabeza, como la cruz se lleva al cuello, en miniatura, la cima del Tibidabo dentro de una imaginaria bola de cristal, igual a aquella que el Ciudadano Kane soltaba en su lecho de muerte, o a aquella otra, capaz de contener una Nueva York pasada por los jíbaros pero todavía con sus torres, que llevé de regalo a mis padres al volver a Buenos Aires. Si alguien hubiera envasado de manera semejante la cumbre del monte barcino, podría en cambio llevarla en mi bolsillo y acariciar, como Kane el nevado universo donde perdió su trineo, Iglesia y Vuelta al Mundo con un solo gesto. Decía Gertrude Stein que el gusto por las miniaturas se debía al deseo de la gente de tenerlo todo junto. Sí, tal vez sea así cómo se acumulan los fetiches en las casas, o se llevan con uno si se emigra. También Duchamp, cuando su obra creció, decidió reducirla hasta que entrara en una maleta, museo portátil que guardaba, reproducidas en miniatura, todas las piezas que los Arensberg habían reunido pacientemente durante su larga amistad con el artista. Los grandes coleccionistas no sólo dan sentido a la acumulación: sus colecciones también concentran el sentido en ciertos sitios. Duchamp quizás fue más lejos, al reconcentrarlo todo en un nuevo objeto tan fácil de extraviar. ¿Qué sentido podría extraer de su obra, si esta maleta se perdiera, alguien que la encontrara sin haber oído nunca hablar de él?

Banquete en Londres

3. Acerca de la Invención del Abanico existe una leyenda china que cuenta cómo la hija del Emperador, acalorada en un baile de máscaras, se apantallaba con su antifaz: no inventó el abanico, pero sí el gesto de abanicarse. En el teatro, tan del gusto chino, suele apreciarse la sugerencia de un objeto invisible por un gesto, siempre y cuando la mímica sea ubicua y se integre fluidamente en el lenguaje escénico: en ausencia de lo explícito, nos decimos, se capta mejor lo esencial; decorados y utilería son mejores apenas esbozados. Pero un residuo queda en cada objeto, algo que no se eleva hasta el lenguaje y sin embargo es índice de su pura materialidad; algo separado de la acción, del uso, de la propiedad, hasta de su destrucción: una pura presencia, por la que el objeto no es una pieza ni la parte de algún todo. Una esencia residual, que lo cierra a todo cosmos, a toda percepción o definición, y antidialécticamente lo separa de cualquier conjunto, volviéndolo de una vez para siempre jamás un fragmento perdido sino definitivamente una ínfima totalidad, o una especie de irreductible escándalo lógico dentro de ciertas coordenadas. Imaginemos una llave para la que ninguna cerradura ha sido hecha: lo que no pasa al lenguaje, no dejándose conocer, sólo puede generar desorden; hasta encontrar su uso apropiado, el objeto es obsceno. Recuerdo una película favorita de mi infancia: Tomás Beckett y Enrique II, arzobispo de Canterbury y rey de Inglaterra respectivamente, los hombres más admirados del reino, cultivan una placentera amistad. Todavía dos jóvenes brillantes, uno de ellos, creo que el futuro arzobispo, al volver de un viaje a Francia introduce en la mesa inglesa un nuevo cubierto: el tenedor. Mientras Enrique y Tomás, felices por el reencuentro, se dirigen entusiasmados al banquete, oyen ruidos de lucha en el salón. ¿Qué encuentran al llegar? A los otros comensales, que nunca han visto un tenedor, persiguiéndose y pinchándose el trasero con aquellos pequeños tridentes. Hombres de armas en tiempos de paz, habían resuelto su perplejidad como mejor sabían; Enrique y Tomás, divertidos, reflexionan sobre la larga tarea civilizadora que tienen por delante. Algunos siglos después, meditando acerca de la introducción de la pluma estilográfica en el Japón moderno, el escritor Junichiro Tanizaki señala cómo de haber sido ésta creada en oriente un pincel ocuparía el sitio de la punta metálica y la producción de papel japonés y tinta china, así como la escritura ideográfica, conocerían el auge de los modos de producción occidentales: la cultura crea un lazo entre el objeto y su entorno que vuelve a aquél no sólo aceptable para éste, sino también agente de cambio. Pero lo residual del objeto, manifiesto ni bien lo colocamos en un contexto que no lo asimila, rechaza esta integración y suscita a su vez rechazo. Ya es tarde para el escándalo; sin embargo, ¿qué reacción despertaría el mingitorio Fountain, de Duchamp, devuelto a su lugar de origen pero conservando la posición invertida en la que fue expuesto alguna vez como obra de arte?

Reunión en Nueva York

4. Mi primo Guillermo es coleccionista. Lo suyo son los libros, los trenes eléctricos, ciertas revistas y alguna cosa más. Pero no cualquier cosa: delimita prolijamente sus terrenos de caza, y lo que cae fuera de ellos no le interesa. Establece series, de acuerdo a factores como época, marca o procedencia, y de esta manera, como todos los coleccionistas, abre universos cerrados que algún día estarán completos: ésta es la parte del azar. Habla apasionadamente del ayer. Para quien lo escucha, sin embargo, es difícil interpretar sus obsesiones: presentan el hermetismo de las cosas mismas, aun cuando éstas lleven palabras impresas. Como a los otros coleccionistas, lo mueven motivos personales. La colección Frick, por ejemplo, fue reunida por un millonario neoyorquino del mismo nombre que, al morir su hija, se dedicó a comprar  obras de arte clásico que fue reuniendo en su casa, hoy abierta al público. Hay Rembrandt, Goya, Vermeer, Velázquez, Tiziano, un magnífico salón Fragonard y también, para mi gusto, demasiado El Greco; el conjunto, de todos modos, es soberbio, y uno sólo puede agradecer a Mr. Frick su hospitalidad y generosidad. Se dice que el ojo de este señor evolucionó con los años y la actividad continuada; cabe preguntarse si su obra nos habla de él o de su hija. Seguramente, al exponer lo que su gusto ha reunido, un hombre busca expresarse. ¿Alojan algo de sus dueños los objetos o, como en esos cuentos de Borges en que sendos puñales buscan quiénes los alcen para un duelo, tienen sus propias almas y son fieles sólo a su destino? ¿O sólo habita en ellos el peso muerto, definitivamente hosco, de lo residual? Viene a mi mente lo que decía Céline en Muerte a Crédito: que de los inventores “los más locos de todos son los del Movimiento Perpetuo”. ¿Es un loco deseo de que las cosas vivan, de hacerlas vivir, agitarse por sí solas, al menos en apariencia, tal como nosotros vamos y venimos? Pienso en el gusto, provocativo, de Duchamp por la ausencia de la mano del artista. Una de sus esculturas la hizo su hermana, a quien él gozosamente instruyó: “Vas a hacer una obra de arte por mí…” Es fácil reproducir sus ready-mades; ya era fácil hacerlos, como él mismo indicó, invitando a la imitación para desalentarla. Su trazo al dibujar, por supuesto, era sólo suyo, con su soltura y precisión. Pero esa mano, discreta, no procura retener nada. Tolera la pérdida. Los generales no mueren a caballo, los pintores tampoco ante el caballete. La bicicleta rueda calle abajo, indiferente a su dueño o su ladrón. La tolerancia es máxima, absoluta. Compasión y crueldad están de más. No hay solución porque no hay problema. Equilibrio, ecuanimidad, desasimiento. ¿No es una especie de objetividad lo que se ha alcanzado? Como la mano de Duchamp dejó los suyos, dejemos entonces ya en paz a los objetos.

El museo portátil