
La maniobra ha sido rápida y parecido casual: una vez calmada Julie, al regresar Charlie a la habitación, muestra a la madre la hija dormida y el paréntesis abierto con su ausencia, donde ha sido escrito lo esencial, queda cerrado; Joan se enfrenta al escudo que en cuanto entran presentan las extrañas, con Madison como siempre alerta en la vanguardia y Tamara impenetrable en retaguardia, y decide a favor de la segunda, seguramente por la quietud que transmite su regazo en contraste con el ir y venir de las rodillas de su amiga; cuando la enfermera, aliada de ésta en la voluntad de llevar sin desvíos el ciclo a su término, indica el fin de la visita, es a ella que la niña se apega, siguiéndola en cuanto inicia la retirada y a su lado cuando, solicitado por el ginecólogo, Charlie deja a Julie en sus brazos y sigue a la enfermera que ha venido a buscarlo. En el lugar de trabajo al que es guiado, extrañamente ligero una vez desprovisto del peso de su hija, Charlie tropieza con el ramo de informes, solicitudes y permisos que el jefe de ginecología le alarga por encima de su escritorio; en respetuoso silencio el médico espera a que el marido de la paciente acabe de revisar la documentación presentada, pero el respeto que le muestra más bien parece intimidar al convocado y dificultarle la concentración en la lectura, circunstancia que el doctor atribuye al nerviosismo habitual en estas situaciones, comentario que acompaña con una suavidad de modales que invita a preguntarse si le vienen del oficio o forman parte de su vocación, mientras agrega, entrando en materia, “y más en su caso”, con lo que Charlie no tiene más remedio que asumir una vez más esta cuestión más ajena que propia como personal. Es una extraña conversación de hombre a hombre la que transcurre en este aislamiento, entre el profesional dedicado a la fertilidad de las mujeres y el compañero de la que concibe para otras: familiarizados con un proceso del que sus semejantes suelen ignorarlo casi todo, los dos procuran mantener la distancia entre uno y otro a la vez que marchar juntos, bajo la guía del médico. “He preferido hablar con usted antes que con las adoptantes”, aclara el ginecólogo, “porque lo principal es la vida de la madre”. Y no es esa vida por la que ellas han pagado, con lo que la cuestión recae sobre el marido, que se ve forzado a reconocer el aspecto comercial de su intervención y el fondo miserable de la ola de angustia que se alza desde su pecho hasta su garganta con la pizarra de las cuentas; pues él, mientras el médico repasa cifras que corresponden a niveles de temperatura, presión arterial o cantidad de glóbulos rojos y blancos, revisa en cambio unos números que obsesivamente remiten al frágil equilibrio entre lo recibido para el viaje, lo efectivamente gastado, lo que queda por recibir y lo que queda por gastar, incapaz de resolver nada excepto poner, las veces que le reclame la repetida línea de puntos, más al pie del discurso del doctor que sobre el papel membrado del hospital, su firma autorizando la cesárea a la que Madison, por motivos económicos, habrá de oponerse aunque demasiado tarde. Ahora, en cambio, ha tomado la delantera; de pronto su teléfono ha sonado y es el abogado, con quien se mete en la habitación de Fiona en cuanto ve salir a una enfermera. Tienen poco tiempo: Tamara se ha quedado con la niña y la madre de ésta se ve a punto de ceder bajo los sedantes cuando le ponen los documentos sobre la cama y la pluma en la mano; Charlie regresa justo para que Madison le presente al abogado delante del ascensor, apenas un momento antes de que el furtivo hombre de leyes desaparezca con los papeles firmados para completarlos en la tranquilidad de su estudio. Una vez que él sale, sólo falta que entren los médicos; la paciente es trasladada y sobre la camilla, separada por la anestesia de la urgencia que la rodea, arrastrada hacia el futuro, recuerda y el recuerdo coincide con la posición que ocupa aquí, boca arriba mientras todo se mueve a su alrededor absorbido por los preparativos para recibir lo que ella encierra; es el viaje a Atenas al revés, pues si antes le bastó cerrar los ojos para encontrar, como el agua fluvial su curso, un camino por el que dejarse llevar y dar empleo, mientras es conducida ahora a la desembocadura de estos meses el constante rodar de la camilla, como si ella misma fuera el corredor por el que pasa, le parece ir borrándola de toda superficie con un afán comparable al de la sangre en las venas de los brazos que la empujan; a medida que la lengua se le enreda las imágenes sustituyen a los nombres y aparecen, primero, el padre de Joan, Albert, agujero cubierto por Charlie con sus precarios muebles entre escombros y, tras él, en la otra punta del espectro, la pareja consolidada en el inicio de su lento crepúsculo, el italiano y la portuguesa, autosuficientes como una rima, ignorantes de la desobediencia que ha traído a su desdeñada proveedora hasta aquí y a los que la capacidad verbal de ésta ya está muy lejos de poder formular cualquier pregunta, con lo que apenas se demoran hasta que, reducido el lenguaje mental de la yacente a un balbuceo, los aparecidos ante su mirada perdida llegan a ser sólo fantasmas a través de los que caen, irreconocibles, los cuerpos inocentes de madres y niños al vacío. La fuerza de su rebelión la ha abandonado: basta contrastar este diluvio con el puño alzado hace unos meses ante la contraorden recibida para advertir hasta qué punto la esperanza que solía sostenerla arraigaba en la obediencia; de manera que, perdido el apoyo del devenir de seres y cosas bajo control, a imagen y semejanza del natural, cuanta energía brotara de su primer acto contra el orden, sucesivamente encarnado por la riqueza de un matrimonio, el servicio social británico o el desnudo paso del tiempo, no ha hecho más que desgastarse hasta dejar de sí tan sólo una mellada punta, la intuición de esta evidencia, que emite un último destello antes de que el dolor y la anestesia, convergentes, se cierren sobre la voluntad opositora. Los síntomas apremiantes sumergen a la mente vencida en el cuerpo sobre el que trataba de flotar y hablan por ella diciendo lo que el equipo de maternidad esté dispuesto a oír. Presión arterial por las nubes, temperatura casi solar; la hora, sin embargo, es la esperada, y la menor, que llamarán Diana, surge a la luz sana y salva; la mayor, en cambio, la futura Eva, se demora como enredada en las tinieblas prenatales o enterrada en su calor de hogar, cuyo fuego muy pronto amenazará con consumirla. Velocidad variable del tiempo medido en nueve meses: entre ambos nacimientos se abre un lapso desigual en el que cabe toda la violencia de la acción incorregible. Se han comprobado en el primer parto las leves contracciones esperables de un cuerpo que ha alumbrado ya seis veces; se sabe el peligro que anuncian y se cuenta, autorizada la cesárea por el compañero de la parturienta a pesar del costo objetado por su cliente, con el debilitamiento de los músculos uterinos, sus consecuencias y también, afortunadamente, con los medios para prevenirlas o combatirlas llegado el caso, como ha llegado: pues la ola de sangre que acompaña a su causa, la súbita irrupción de Diana en el mundo, un atropello a pesar del concurso de pericia, técnica y afecto organizado para recibirla, no hace sino confirmar los temores de los médicos frente al temblor subterráneo de la carne fecundada y ahora abierta, con su ardiente ambigüedad de crepúsculo; se han previsto la excesiva hemorragia y el bloqueo del canal desbordado, se contiene su rojo derrame entre los gritos en busca de aliento, pero entre el canto estridente de la recién nacida y la muda hostilidad de la nonata va creciendo la ambivalencia de toda herida grave. Como suele ocurrir en estas llegadas anormales, lo que obstruye el cuello uterino es una placenta previa, excepcionalmente localizada esta vez detrás de la niña en tránsito, quien alterando la sucesión original ha dejado en la trampa una doble; Diana llora y Eva aún no muestra signos vitales, suspendida en su crisálida entre absorción y expulsión; relegado el embrión original por la secreta inversión del tiempo que privilegia a su copia y lo obliga a remedarla, el desprendimiento de ésta parece en cambio dejarlo atrás, postergado en el cuerpo elegido por los médicos, contra cuyas razones resurge una vez más el tabú de la vida, el mismo que prevaleciera para Fiona sobre la orden recibida de sus patrones, encarnado en la irreflexiva partera que decide: reaccionando frente al vacío del tiempo que pasa sin una acción definida, saltando por encima del círculo de las deliberaciones y de toda jerarquía, se lanza en una carrera sin rival hacia el origen bloqueado, arranca con sus manos la membrana de la boca balbuceante de la fuente y reúne a la niña medio muerta con su hermana del todo viva, dejando atrás una alfombra roja que los excedidos médicos sólo podrán recoger extirpando el útero, secando el manantial; el nacimiento de Eva pone fin a la carrera de su madre, que no volverá a serlo. Aunque la hemorragia no le impedirá cumplir todavía funciones maternas y más tarde, a pedido de las adoptantes, mientras sus hijas están aún boqueando en el respirador artificial, no vacilará en extraerse leche para ellas, lo que a Charlie le parecerá un abuso que sin embargo habrá de soportar, vista la terca persistencia de su compañera en el agotamiento de sus recursos, como si sólo así pudiera sostenerse por encima de la sentencia que la alcanzado. En los días siguientes todo procura equilibrarse y las desordenadas piezas del conjunto buscan su conciliación: la obstétrica y el hospital justifican sus procedimientos, Madison y Tamara dan las gracias a Fiona, Joan y Julie se reúnen con su madre, Diana y Eva respiran con regularidad, Charlie y su familia vuelven a casa. Pero una vez devuelto el tiempo a su curso normal, repartidas otra vez las cartas sobre la mesa del océano, restablecidas las coordenadas de su domicilio para cada cuarteto, filtrándose entre la crianza paralela de ambos dúos de niñas las diferencias van haciéndose sentir; el lado con algún relieve hunde sus nudillos en el plano y su marca se fija; las dos partes querrían olvidar, olvidarse una a la otra y corregir sus relaciones por lo menos en retrospectiva, cambiando los hechos acaecidos por la versión que más convenga a cada protagonista, pero la trama urdida por sus desplazamientos e intercambios aún reclama el concurso colectivo y tiende de un tobillo a otro lazos hechos con cabos sueltos y desoídos ecos. Para Madison y Tamara, la fiesta de bienvenida a las gemelas en su casa de California, donde unas tardes de entusiasmo les han bastado para acondicionar y decorar la habitación reservada durante meses a sus hijas, representa el cierre de ese período de incertidumbre y la apertura a una experiencia que reafirma su unión, pasaje de invierno a primavera que excluye a Fiona y es celebrado como la liberación de toda angustia por el mañana en suspenso. Tamara, que vendió las acciones de su empresa justo antes del hundimiento del mercado, mientras rodeada por sus amigas se entrega a la conversación, en su cabeza juega con la idea de ocupar, tal vez definitivamente, su sitio en casa como madre aunque, pensándolo bien, no es ella sino su compañera quien hace un trabajo sedentario, la base, cuando estaban solas, alrededor de la cual ir por dinero, salir a captar clientes, “hacer la calle”, como suele o solía decirse; Madison, libre del peso del guión ya aprobado y ahora en fase de producción, va y viene entre sus invitadas guiando a cada una que llega hasta la habitación de las niñas, donde las cunas reflejándose una a otra exactamente imponen su redundancia como plenitud. Después de Stefano y Elena, también Madison, Tamara, Diana y Eva parecen haber dejado atrás a Fiona, removida tierra exhausta en la que Charlie, por más que la trabaje, con dificultad corregirá la aridez en que Julie ha de crecer y Joan será educada, extensión más larga que el tiempo de cualquier previsión hecha por él. Mezquindad es la palabra que en el paréntesis gris de los días de regreso se repite, recortada cada vez más a menudo en la conciencia aturdida de Fiona frente al sitio vacante que reencuentra: relámpago que nada ilumina, excepto unos pies sucios de tierra en retirada, talones relumbrando a la carrera y nada más; un rastro de ceniza entre ella y la abierta negrura, de la que emana un silencio amargo; mezquindad, ceniza, amargura, diluidas en la corriente de un andar compartido que gradúa el ritmo y la progresión del envenenamiento. Hasta que ese espacio estrecho es sacudido por el reflujo del paso demasiado grande dado, cuyo punto de partida sin embargo no ha quedado a sus espaldas: son unos cuarenta mil dólares los que reclama Cure & Care por sus servicios, a escala de Fiona y Charlie una cifra inalcanzable que los obliga a retroceder en busca de un deudor que dé la talla; pero el reloj no los acompaña, ni tampoco el calendario: Madison y Tamara ya han gastado cuanto nunca planearan invertir en la transacción aludida y niegan tener dinero para la cuenta; sus ahorros se acumulan para el futuro de las gemelas y ni siquiera dio ninguna su palabra cuando Fiona, a punto de darlas a luz, creyó obtener un mudo consentimiento grabado sólo en su memoria; no hay más que su firma, Fiona Devon, igual que en los mudos papeles de adopción que le arrancara el abogado, para responder a una demanda reconocida por la ley; y a esa firma, salvo la de Charlie, igual de insolvente, ninguna otra la apoya, ni la de Hoping Families, ni las que Stefano o Elena multiplican en sus cheques, ni las de ninguno de los beneficiarios de sus servicios, familias en las que tan sólo ocupó un sitio efímero; concluido todo, el costo de su supervivencia ha excedido el dinero disponible tanto como cualquier sentimiento aún vivo de lealtad, solidaridad o gratitud. ¿Corresponde demandar al hospital? ¿Es posible, gritando por encima del océano, reclamar lo resignado en su momento, remitir a la institución una responsabilidad por la que siempre, desde el primer contacto, temieron ser arrastrados? ¿Pueden pagar un abogado capaz de ganar? Como buscando una respuesta, Charlie y Fiona deciden llevar el caso a los medios; tal vez la opinión pública, sensible a su falta de pruebas ante la ley, equilibre la balanza de la justicia. La voz de Fiona en el micrófono tiembla igual que antes su puño al dejar el teléfono, pero el impulso de rebelión, que creciera en secreto hasta la proclama, arde ahora soterrado, brasa oscura del rencor, dividido entre el ridículo de una ilusión de venganza, la torpe rigidez del testimonio y su propia corrupción por necesidad; entre tanteos y tropiezos, los argumentos van enlazándose con una sensación de acierto en cada parcial restitución del orden cronológico, pero esa cronología, más que avanzar hacia su conclusión, parece tratar de ahondar en un origen como en la causa primera de su fatal desarrollo. Fiona habla hasta agotarse, secundada por las varias veces ensayadas puntualizaciones de Charlie, que a su lado parece el suplente del abogado que les falta asesorando a su testigo; pero cuando, al llegar a una pausa semejante a un punto final o un punto muerto, sin ya más nada por narrar, oye el silencio que se le viene encima, recuerda y dice, ambas cosas por primera vez, aunque ni novedad ni repetición alcancen a sorprenderla, enunciando un último misterio, “soy la única que conoce a la donante del óvulo”, como si así pudiera volver a recibir la donación, cuando ese depósito se ha perdido más allá de lo que nadie, acosado por el futuro y las necesidades presentes, desee recordar; ella misma, hasta este momento, había olvidado a la mujer, que si no la ha olvidado a ella quizás llegue a adivinar, en el caso de que lea la prensa o mire noticieros, el destino de su aporte. De vuelta en casa, rodeada y hueca, Fiona mira a las hijas que le quedan: una duerme, la otra juega y la madre piensa, por una vez, en el azar de cada vida ya iniciada, perdida toda opción de permanecer en el comienzo ahora que su función ha terminado. No se le ocurre nada, ninguna iniciativa sustituye a la costumbre de esperar, pero entre lo perdido y la indemnización improbable que con la mejor de las suertes podría recibir se le abre un abismo definitivo, situado delante suyo e infinitamente proporcional al que la separa de su antigua existencia, sobre el que nubes y sombras planean liberadas para siempre del peso de otro estado o del de un cuerpo que las proyecte o al que anuncien. A sus espaldas Charlie aparece dotado de la solidez de una carga, presencia menos fantasmal que nunca en su concreta opacidad sin esperanzas, ajeno a toda veleidad de infinitud y un muro en el que apoyarse al fin y al cabo, pero Fiona Devon ha sido completamente atravesada.
FIN
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