
Dostoyevski, Fiódor Mijáilovich (1821-1881) Quienes hayan leído Los demonios se acordarán de Karmazinov, el escritor eslavo abierto a las corrientes europeístas de su tiempo que, al cabo de una gloriosa carrera literaria, su literaria carrera a la gloria, se despide por fin de sus innumerables lectores en un “cotillón”, como llama Dostoyevski a esa reunión de admiradores selectos, donde lee un poema simbólico-autobiográfico, vida de héroe, con el que procede él mismo a su propia consagración. Si alguien quiere hacerse una idea del poema, o más bien de su intención última, puede imaginarlo –en la novela es sarcásticamente resumido y comentado- de acuerdo con la descripción que del estilo del artista ofrece el anónimo narrador testigo algunos cientos de páginas antes (así es: estamos en una novela rusa del siglo diecinueve). “Todo en el artículo tendía al lucimiento del autor”, condena este personaje que sabe todo de quienes lo rodean y apenas cuenta nada de sí. Y al explicarse remeda lo que Karmazinov se ha cuidado bien de no escribir en el reportaje sobre un naufragio que ha publicado en el periódico: “No reparéis en la joven madre con su hijo al pecho bajo las olas, en los esforzados marineros maniobrando para salvar la embarcación. ¡Fijaos en mí! ¿Cuál sería mi aspecto en aquel trance?” A una vieja amiga actriz le gustaba mucho esta última frase y solía emplearla en improvisaciones. Efecto cómico seguro, efecto patético casi garantizado. Pero fuera de las tablas las cosas no son tan evidentes. Volvamos a la novela. Karmazínov es algo más que un personaje: es un autor. Y es algo más que un autor: es un autor que también es personaje. Nadie nunca se identifica con él porque en esta novela, desde la primera vez que alguien menciona su nombre, es persistentemente cubierto de ridículo: si a alguien le han cumplido la amenaza de “sacarlo en una sátira”, que tanto circula en El idiota, es a él. Pero cuánto se le parece ese lector que a toda costa quiere identificarse, que si no se trata de él –o de ella- no se interesa, que sin descanso se busca entre los seres de las ficciones que devora y si no se encuentra abandona la lectura. Un lector de lo más normal, por otra parte: bajo la máscara de su anonimato, con la anuencia del autor, estará muy contento de identificarse con los puntos de vista de éste a la vez que con el héroe o la heroína que los demuestren. Karmazínov secreto: aquél que se identifique con el héroe que el autor identifica consigo mismo. Síndrome de Karmazínov: la multiplicación del fenómeno descrito por la cantidad de ejemplares del caso vendidos. El lector enmascara su narcisismo con la vanidad del autor que se exhibe y éste justifica su exhibición mediante el reconocimiento masivo que la equilibra.

Proust, Marcel (1871-1922) Citado parcialmente, Proust suele inducir a engaño. El sentido de lo que dice siempre está desplazado y ese desplazamiento es el asunto de su novela, además del movimiento constante que la hizo crecer hasta alcanzar sus siete volúmenes. Por otra parte, el sentido es un desplazamiento. Nunca se trata de un juicio sumario, sintético o definitivo, y en el caso particular de Proust, aunque al igual que a cualquier otro autor no se lo pueda citar más que extractado, conviene tener en mente todo ese espacio en off que rodea a cada frase. Si lo leído complace o se comprende de inmediato, si invita a soñar cuando nadie ignora que el norte del autor es la lucidez, consultemos nuestra brújula. Consideremos todo el territorio e incluso que ignoramos sus fronteras antes de extraer y almacenar una conclusión. Lo mismo pasa con todas esas citas brillantes de Oscar Wilde extraídas de sus obras de teatro, en las que la acción erróneamente olvidada es la que corrige los parlamentos de los personajes para quedarse con la última palabra, justamente no dicha. La intención de un escritor no es nunca fijar una noción, sino al contrario permitirle crecer.

Musil, Robert (1880-1942) A Musil, mucho más que el pecado, le interesa la tentación: el momento en que la idea, no formulada aún con claridad a fin de envolver al cerebro en sus velos, se filtra en la mente como un rayo de luz polvorienta a través de las rendijas de una persiana en una habitación cerrada hasta entonces. Este momento decisivo, determinante, tiene un carácter propio permanentemente oculto y disimulado por sus ruidosas consecuencias, mucho más fáciles de identificar y describir que el origen a pesar de no ser el sol de este sistema, sino tan sólo sus satélites. O los miles de aerolitos despedidos por un discreto, inescrutable Big Bang.

Eliot, George (1819-1880) Ya en el siglo 19 había quien se burlara de la literatura más leída entonces y hoy, como lo prueba la tardía publicación de Las novelas tontas de ciertas damas novelistas, de George Eliot, por Impedimenta, a quien debemos agradecer tal puesta al día del catálogo eliotiano en lengua castellana. Con toda la sensatez de la mujer moderna que ocupa un sitio no sólo en su casa sino también entre las fuerzas productivas, la autora inglesa se revuelve contra la vanidad de los salones en los que unas señoras ociosas pretenden ser tan novelistas como ella y les hace sentir el azote de la crítica, de una manera tan certera que no es difícil identificar de inmediato la mala literatura actual con la de entonces, tan parecidas en el fondo. Sin embargo, cabe señalar la persistente fidelidad de tantos lectores a esos autores y la de éstos a las convenciones de los géneros que representan y practican, indiferente a toda crítica o ejercicio de la razón protestante, burguesa, progresista, feminista o la que a su turno se haga oír y sume sus folios a tantos comentarios desestimados por los compradores de libros. Y recordar el tono con que el padre de las preciosas ridículas lanzaba su maldición al final de la pieza, convencido de que tiene que habérselas con una fatalidad que bajo una u otra forma siempre volverá a hacer nido en las cabezas de la hidra impermeable a la educación: Y vosotros que sois causa de su locura, necias pamplinas, perniciosos entretenimientos de espíritus ociosos, novelas, versos, canciones, sonetos y sonetas, ¡ojalá el diablo se os lleve a todos! ¿Pero no es el diablo el que los trae de vuelta?

Leopardi, Giacomo (1798-1837) Cuando el poema se eleva formalmente en proporción a la profundidad de la caída que representa, quien atento al contenido del discurso no pueda oír el discurso mismo, o el contenido del contenido, que está en la forma, se quedará con el abismo y sin la escala: más le hubiera valido no emprender esta lectura. Sin sentido estético, muerte sin resurrección. Aunque la respuesta normal a la poesía es el desconcierto.
Muy buen contenido. Muchas gracias!