El rayo de una duda
Si las guerras materiales necesitan presentarse como guerras de fe, si necesitan una legitimación superior a las causas del puro poder, es en esa vacilación del arma ya levantada frente a su enemigo donde el pensamiento encuentra su espacio. De ese lapso decisivo dependen la preservación de la justicia y la ley, así como las tratativas de paz. Es la cuestión de vida o muerte pendiente del brazo armado de cada terrorista, pero también de la punta de cada lápiz alzado.

Entre energúmenos
Escribir es un acto de incredulidad. También, paradójicamente, de fe: como la tiene en la verdad quien cuestiona mentiras y apariencias. Pero el contenido de esta fe, sin embargo, es la incredulidad misma, que no tiene en la fe su norte o su causa, sino tan sólo la energía que la sostiene mientras profundiza a través de las sucesivas superficies, como pantallas, con que la realidad va presentándose a la conciencia. Ya que no es la realidad en sí, donde todo se hace y se deshace de manera simultánea, la que se constituye por capas, sino sólo su representación, que la vuelve inteligible. Sobre esta serie de planos superpuestos, intermitente, la escritura incide de manera oblicua: porque, en lugar de confirmar el orden alcanzado, lo remite cada vez de vuelta al caos inicial. No para naufragar en el oscurantismo, sino porque tiene presente la condición de hipótesis, y no de verdad revelada, de todo lo que hasta su intervención se ha proyectado. Cada sociedad, naturalmente, se defiende de estas voces sin voto cuya fuerza proviene de la abstención, manifiesta en la suspensión del sentido que tradicionalmente la literatura opone a la constante reafirmación de lo establecido por parte de las fuerzas vivas. El enfrentamiento entre crítica y ficción, que son por el contrario sólo modos de una misma sustancia, es la manera en que la sociedad que rehúsa cuestionarse organiza el debate para que no la alcance: confiándolo, como otras tareas, a especialistas tan celosos de su campo como cualquier otro actor social que cree haber conquistado una posición y, en consecuencia, defiende con todas sus armas la conservación de las fronteras trazadas.
El pacto por el que, a la suspensión de la incredulidad del lector, el autor corresponde con el respeto de la verosimilitud, es una convención. A diferencia de los que duermen, los que sueñan despiertos saben desde el comienzo que ese mundo en el que se sumergen de la mano de un buen narrador es “sólo” un sueño. Por eso, aunque prefieran refugiarse en una subjetividad indefinida, se les puede pedir cuentas sobre lo que han leído. A menos que, como Don Quijote, hayan perdido la razón. Pero éste es un caso extraordinario: en general, potencialmente al menos, todo lector es capaz de comprender lo que lee, luego de juzgarlo, luego de no creérselo a rajatabla. A esto apostaba Brecht con su distanciamiento, pero aun sin este subrayado la situación del lector es la misma: separado de la acción soñada, tan sólo moralmente puede tomar parte en ella. Lo cual, a la vez que lo mantiene a salvo, preserva su insatisfacción, su eterno descontento. Don Quijote, noblemente, empuña su herrumbrada lanza y monta para saltar por sobre el foso de la lectura; Don Consumidor, muy al contrario, permanece aferrado a su asiento, mientras los empresarios del espectáculo se empeñan en colmar como sea, con toda la tecnología a su alcance y por todos los medios a su disposición, su insaciable demanda de impresión de realidad.
Entre esas butacas móviles y cada vez más ubicuas, como en tiempos de Diderot por un París aún sin bulevares, se pasea el escéptico. Es decir, sigue paseándose. Y lo que le permite todavía circular es, precisamente, la distancia que es capaz de mantener respecto al conjunto del sistema de comunicación en vigor. Una distancia en un comienzo impuesta por el choque espontáneo de su sensibilidad contra lo que se podría llamar la expresión pública, o sea, contra el avasallador efecto de homogeneidad producido por lo aglutinador de cualquier voz dominante sobre el conjunto del desconcierto social, y después más o menos dominada por el progresivo conocimiento de esa experiencia, continuada hasta hacerse vocación. En ese espacio vacío que lleva consigo, en esa cabeza lo más hueca posible para que, en ella, todos los actores recuperen la distancia que el escenario les niega, es donde toda afirmación particular o general que se oiga ha de pasar un examen, consistente en repetirla literalmente entre unos porfiados signos de interrogación. ¿Se sostiene el principio puesto en duda? ¿O queda en evidencia lo débil de su fundamento, así como lo abusivo de sus conclusiones y aspiraciones, junto con la raíz de su habitual recurso al énfasis y la repetición?

Cómo poner en su sitio a la parte que aspira a dominar el todo: éste es el problema, que una vez resuelto en el campo de las ideas no se resuelve en el de los hechos. Ya que, así como no es la coherencia intelectual lo que agrupa a la gente sino la capacidad gregaria de una propuesta, tampoco se sacia la sed de poder con su función de gobierno o la administración de los recursos según las necesidades. No sólo el escéptico de profesión lo sabe, sino también hasta el más militante y recalcitrante creyente a la hora de cerrar un trato comercial. Pues la razón pone límites, pero también los desplaza, y siempre alguna de las partes pierde terreno o resulta ofendida. Nociones tan impuestas por la experiencia como la aludida soledad inicial del escéptico y, como ésta, difícil de tolerar sin compensación. ¡Exijo una satisfacción!, gritaban los duelistas a sus desafiados, y salían, dando un portazo, del espacio de la palabra. La escena, pasada de moda, regresa con otro vestuario en la actualidad de cada día.
Por supuesto, es una situación manipulada. En una obra teatral de Arthur Adamov, La política de los residuos, se muestra muy bien esta relación por la que los medios se aprovechan de los extremos dejándolos sencillamente ir hasta el fin. La acción se desarrolla en Sudáfrica, donde un hombre obsesionado hasta la locura con la idea de que los negros lo ensucian todo comete un crimen muy beneficioso para sus parientes, que lo incapacitan a la vez que se distancian con toda hipocresía del odio racial manifestado por el protagonista. De este modo se recluta también a los futuros terroristas: ofreciéndoles, contra todas las ofensas e insatisfacciones de su vida diaria, un compromiso, un grupo de pertenencia, una organización, un porvenir y un más allá, infinito como la compensación que en este mundo cercado no se encuentra. Se diría que quienes están detrás de sus acciones, quienes envían a estos extremos mientras permanecen en control de sus medios, maniobran y calculan, es decir, razonan, reconocen las dimensiones del territorio y miden sus posibilidades. No se entregan en cuerpo y alma a la compensación religiosa, como sus seguidores, empujados al nihilismo por un mundo que los frustra y excluye, sino que hacen política y continúan haciéndola por esos otros medios exhaustivamente tratados por Clausewitz. Sin embargo, ante el sordo despliegue, idéntico al de tantas obtusas campañas moralistas que anatematizan el uso de drogas o la violencia machista con el mayor empeño en no saber nada de lo que las provoca, de llamados a la unidad y a la agresión decidida por parte de unos líderes responsables o irresponsables pero, en todo caso, evidentemente sobrepasados por la situación, cabe empezar a preguntarse si semejantes guías pueden garantizar una lucidez mayor que la de sus bases. Antígona y su tío Creonte han sido comparados más de una vez con dos trenes lanzados a máxima potencia en direcciones opuestas por el mismo riel. En relación con los trenes enfrentados bajo lemas como In God we trust y Al·lahu-àkbar, quienes no viajan en ninguno de los dos se encuentran con suerte en el coro rezando para no quedar en medio. A la luz de la actualidad, la tan citada frase de Kafka, “Escribir es dar un salto fuera de la fila de los asesinos”, resulta menos enigmática o adquiere al menos un sentido bastante inmediato.
Evidentemente, no todo el mundo escribe. Ni lee. Pero es la actitud que escribir o leer representa lo que importa. El acto de incredulidad. William Burroughs dice, de los policías encargados de reprimir las manifestaciones de finales de los años sesenta, que lo que sus brutales expresiones parecían gritar todo el tiempo era “¡SOMOS REALES! ¡SOMOS REALES!”, ya que sentían entonces, por más duro que golpearan, cómo la realidad se deslizaba fuera de su alcance. Los actos terroristas, de la misma manera, en última instancia y más allá de lo que cada vez reivindiquen, dirigen su intolerancia esencial contra la duda, contra esa oscilación permanente de cuanto existe entre la acción y el lenguaje, palabras y cosas, que nunca coinciden plenamente por lo irreductible de sus diferencias y lo específico de sus naturalezas. En el terrorista hay una furia contra el discurso y la ilusión de zanjar la inacabable discusión universal, el infinito universal del lenguaje, con una última palabra que sea, además, la original, la del principio, la verdadera, la que todo lo decía sin dividirse entre criaturas, antes, ni rebajarse a argumentos persuasivos, y que reduzca a la nada todo lo dicho en medio, sujetando la lengua no a las cosas sino a la Cosa, a lo único, lo primordial y completo. Las cosas, los bienes que no son el Bien, son, y más aún como propiedades, como símbolo del valor mundano, objeto clásico de la agresión terrorista, que reduciéndolos a polvo, o arena, realiza y cumple a la vez el ideal del desierto. Venganza divina en manos humanas donde al fin son los medios los que justifican el fin, entrevisto desde su posición como la suma recompensa por las ofensas recibidas en vida.

Un cuento de Borges, Los dos reyes y los dos laberintos, transmite bien la satisfacción exaltada que puede causar esta idea de aniquilación. En él, un rey de Babilonia humilla a un rey de Arabia invitándolo a recorrer el laberinto sin salida que mandó construir a sus magos y arquitectos. Con la ayuda de Dios, el rey de Arabia logra salir, ataca al de Babilonia, lo vence y lo abandona en medio del desierto, sin muros, escaleras ni puertas, pero también sin salida. Cercados por el odio a su esplendor, los poderosos se jactan incluso de la altura de sus murallas: verlos caer es siempre un gusto cuando han hecho sombra a todos en lugar de iluminar a nadie. Sin embargo, por más admirable que uno encuentre el relato de Borges, es necesario resistir a su seducción y reconocer, en la figura de quien invoca la mediación de una instancia más alta para vengarse de la que lo oprime, la enmascarada soberbia del vengador, no menor a la que el ofensor exhibe bajo la excusa de representar unos valores.
“Por primera vez, los dueños de todo lo que se hace son los mismos que los de todo lo que se dice.” (Guy Debord) Lo que no deja de agravar el problema del equilibrio entre el poder y la ley. El discurso en continuado y en redondo del sistema globalizado, con su retórica que no admite preguntas sin una respuesta previa y no las hace antes de haber urdido esas respuestas, opone a la absoluta parada religiosa la infinita red o serie de sus acuerdos fraudulentos, celebrados mediante el abuso y el envilecimiento del mismo lenguaje por el que es posible la verdad pero que resulta así desacreditado hasta aparecer, por su maleabilidad y variedad de recursos, incluso como el representante más cabal de la mentira y hasta su causa. Lo cual ofrece una coartada perfecta a la acción directa, muchas veces ejecutada en secreto para ser reivindicada a posteriori y a partir de hechos consumados. El margen de la ley es ese terreno, justamente, donde los rivales, iguales y opuestos como lo muestra tanta película de los últimas décadas en las que policía y criminal se confunden, se enfrentan por fin cuerpo a cuerpo sin mayor diferencia entre unos y otros que la posición que ocupan en el espacio. Ya se trate de una maniobra financiera o de un atentado con explosivos, cada uno de estos actos es en esencia un crimen y el campo de batalla, donde sea que se localice, el escenario último donde su verdadera naturaleza se expone. La gran dificultad para las potenciales víctimas es que se trata de un escenario móvil.
El Justiciero, aquél que hace justicia por su mano en nombre de una instancia superior, es hombre de pocas palabras. Las suficientes para invocar el nombre de su garante antes de interrumpir las negociaciones, abusivas o no, hechas por debajo de éste y proceder, para rendirle tributo, a la liquidación de todos los intereses defendidos con tanto ingenio, tenacidad y rigor por todas las partes implicadas en el intercambio. El terrorismo, de esta manera, más allá de sus ocasionales consignas verbales, de sus insignias orientales u occidentales, es un acto sin palabras contra la palabra o, más exactamente, contra la vida de la palabra: su circulación constante, sus ocasionales desvíos y su prestarse solícita a acuerdos de una tal particularidad que no puede complacer a nadie que, por sentirse un desheredado universal, sólo del reverso de su propia impotencia puede esperar satisfacción. El terrorismo es un paradójico acto de fe nihilista en la violencia de lo incondicionado, frente a la cual la boca que habla, come o ríe estaría obligada a cerrarse.

Mientras prepara el golpe decisivo, como el gato que duerme durante horas y de pronto da un salto de tres metros, se puede imaginar al terrorista deslizándose en silencio, acariciando su secreto, cultivando el orgullo opuesto al manifiesto en los rascacielos con no menor vanidad, sólo que oculta, quizás, hasta de sus propios ojos. Así como aspira a anular el discurso para quedarse con la primera y la última palabra, empeñado además en que sea la misma, el terrorista aspira a la imagen absoluta de la ausencia de huellas, a la eliminación total y definitiva de éstas como cumplimiento completo y perfecto de su acto: deslizarse, como la serpiente, entre los tobillos que la ignoran, evitando el pisotón hasta la hora de morder, y no dejar rastro sino el veneno que tarde o temprano causará la caída. Éste es el delirio que amenaza al excluido de la cultura, quien tal vez prefiera autoexcluirse a cargar sobre sus hombros la calificación que los propietarios le reservan. En tal camino de liberación, autoinmolarse es la etapa siguiente.
Resulta alarmante, por eso, el triunfo de la religión sobre la filosofía, la adhesión visceral de tantos hijos obedientes y rebeldes a una idea monolítica de la verdad, preferida a toda posibilidad de especular. Pues si es normal que las mayorías no sean intelectuales, y nunca jamás lo han sido, es grave cuando, desbordadas por una información proliferante hasta más allá de los límites de cualquier conciencia, se defienden de serlo siquiera un poco para distinguir y elegir. Es el reverso del terrorismo revolucionario: el terrorismo conservador, que en lugar de amenazar lo que existe amenaza aquello que podría existir, oponiendo un orden o un estado de cosas (status quo) al dogmatismo de sus enemigos. Así, lo que separa a unos de otros parecería ser el viejo espacio entre palabras y cosas, pero no: pues a la cosa que no se explica satisfactoriamente corresponde la palabra sin prueba física alguna como una cara a la otra de una sola moneda. Al imperio de la costumbre corresponde a la perfección la acción directa, como al terrorismo corresponde la represión. Es en este engranaje fatal donde la duda, sistemática o no, introduce una cuña, razón suficiente para que la voluntad empeñada en que todo ruede se empeñe en expulsarla a toda costa. Sin embargo, no menos recurrente que la violencia, la crítica sigue a la censura como su sombra e insiste en abrir su claro en el movimiento perpetuo.
El conservador, cuanto más fanático, más se aferrará a sus principios. Lo mismo el revolucionario respecto a sus fines. Uno y otro, por otra parte, porque la vida se los impone, tienen objetivos y raíces. Pero, para quien no considera Génesis ni Apocalipsis sino un devenir infinito, se trata de permanecer en esa vía sin ser arrastrado por chantajes morales. El incrédulo, cuyo escepticismo no se opone, sino que se aparta, de todo culto religioso, incluidos los de tipo laico, tampoco se sostiene en la fe en una palabra, en un nombre o en un acto, sino que cree en el lenguaje, es decir, en la palabra viviente a través de todos sus usos, aventuras, errores, aciertos y transformaciones. Desde este punto de vista, son actos de incredulidad, además de escribir, leer, conversar, pactar, cerrar tratos o redactar convenios, por ejemplo, y no es abusivo identificar escribir con pensar, en lo que tiene de apartarse de lo dado para ensayar otras posibilidades. Es ésta la fe que cabría cultivar a la cultura, a través de quienes se erijan en sus representantes por la práctica, y el discernimiento entre Verdad y Violencia, solidarios en el esquema de toda cruzada, sería su tarea más urgente, cuya mayor dificultad consistiría en encontrar, para esa crítica de la religión desde la metafísica, vedada al capitalismo en su fijación pragmática, un lenguaje capaz de explicarse y convencer en ese mínimo lapso que media entre el alzarse de un arma y el brutal cumplimiento de su promesa.

Último recurso
El recurso final del que quiere ser tomado en serio es la violencia. Es decir: del que quiere ser tomado en serio y no lo logra. Vale decir: el colmo de la seriedad es la violencia. O más bien: la violencia es el colmo de la seriedad. El resto sería la glosa de esta sentencia, donde la seriedad aparecería expuesta claramente como pretensión. Es por eso que, en nuestros días, a menudo se empieza por la violencia. De allí no se sale ni se vuelve a principio alguno, pero tampoco se permite pasar a nadie. La violencia no es un medio, sino un fin que se resiste a pasar.
2015
Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)
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