
La siembra es más feliz que la cosecha,
que cae siempre tras la granizada.
Cae en el tiempo, ya que en el espacio,
una vez rota la cáscara, queda
mansa a la espera de ser levantada
y sopesada, aunque no de inmediato.
Antes hay una pausa sostenida
entre el joven despuntar de los frutos
y el ancestral regreso de la hoz.
El diamante del rocío en suspenso.
Antes permanece, como si eterno
fuera, encendido, lo que va a caer
pronto, llegadas su estación y su hora,
y resplandece ahora, recién visto,
dominando el aire que no verá
más. La primera impresión. Y después,
los pasos a los que se precipita,
con sus manos decididas, lanzado
por el tiempo a su rueda, que lo muele,
operado por sus dueños y esclavos.
Recoger, tumbar, cortar, arrancar,
pesar, tasar, embalar, distribuir,
son acciones que se suceden rápido
y aprendidas de memoria se olvidan,
igual que el alimento se asimila
o es eliminado. Pero antes,
entre ver y actuar, entre la imagen
plena y su declinación, troceada
en empleos y estados sucesivos,
cae, anunciado por la granizada,
el momento que interrumpe el encuentro
del sembrador con su obrado milagro,
haciendo la primera siega: lenta,
porque es un demorado interrogante
plantado delante del fruto súbito
al cabo de meses, ala vibrando
inmóvil frente a la sed de otra cosa
y el hambre familiar que desconoce.
La pausa se desgarra entre el origen
ignoto iluminado por el brillo
y la urgencia de los días opacos
que lo empujan al barranco futuro.
Lo nacido no puede resistir
la mirada de hambre y decepción
que lo arrancan de la promesa dada
o más bien tomada por los que vuelven
a ver cómo brotó a la luz y miden,
pasado el ancestral deslumbramiento,
su valor inmediato: la noción,
confirmada por su naturaleza,
de lo perecedero y lo oportuno,
determinante de su concepción
y su inminente uso. Aquí comienza
la transformación de lo cultivado,
pero no antes, es decir: su paso
de la esperanza oscura a la evidencia,
de la persistencia obtusa al propósito
y la elaboración de alternativas.
Transformación de lo muerto, una vez
sacrificado a la necesidad
y al deseo, yin y yang renqueantes
y aun así recurrentes. Pero no
satisfacción de la secreta espera
que sólo se pronuncia como sueño
al quebrarse la cáscara y al sol
aparecer el oro inagotable
adeudado a la sombra. Decepción,
porque el acto no excede la potencia
y corresponde exactamente al genio
de la especie, plantadora y plantada,
las dos, en la misma materia fértil.
Generación tras generación, vuelve
el molde hueco, sin resurrección.
Y cada vez, como en cada estación,
se divide el aire entre el soplo etéreo
y el respirable. Reconocimiento,
rencor, resignación y recogida,
previstos por el anuncio fatal:
entre siembra y cosecha, granizada.
Después, a conciencia, tomar el trigo
y dejar caer los bordes dorados
con la luz del ocaso. Cargar pronto
lo que demora en convertirse en humo
y dar la vuelta con la rueda. Pasa
lento cada día, rápido el año,
cada uno de sus cuadrantes cercado
por las condiciones que lo definen,
incluyendo la fase en la que el suelo
vuelve a abrirse bajo los pies inquietos
para su previsión y su quimera,
nutridas por el saber y el olvido
que lanza otra vez su anzuelo al ausente.
14–21.11.2023
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Gracias, Ale. Me alegra mucho que te guste, más allá de la metáfora agraria me parece que habla de una experiencia reconocible para cualquiera que haya trabajado mucho, conseguido algo y vuelto a empezar previendo la repetición.