El espigón es largo y peligroso
porque se hunde en la niebla al traspasar
el límite del lado luminoso,
donde el océano se muestra amable
y rompe suavemente, sin quebrar
ninguna imagen. La luz favorable
a las rutas trazadas en la arena
no es la que desgarra el velo lejos
del muelle, sobre el borde horizontal
del incierto infinito, con su escena
de naufragios bajo unos pliegues viejos,
sino esta otra, que ignora ese mal
y calienta los pequeños castillos
mientras duran, ajena a los reflejos
en la selva gris. Aquí, con palillos
en lugar de mástiles, atraviesan
la distancia desconocida, espejos
empeñosos de aquellos que no cesan
de borrarse, embarcados tras la bruma
pasado el espigón, donde ya empiezan,
desencarnados, a volverse espuma.
Cuando el mar sabía lo que decía,
sus olas se alzaban altas y claras,
legibles, letradas, y no rompían,
privadas de razón y de palabra,
rumbos y escolleras, voces y caras,
con sus conciertos de saltos de cabra
y sus danzas de vírgenes a solas.
El mar, cerebro loco, sigue hablando
en el oído de las caracolas,
pero no funda en su hondura un discurso
que se pueda seguir ya, como cuando
daba así a lo pequeño su derecho
y a lo grande su lugar, en el curso
de lo inestable, sino que del lecho
profundo eleva lo oscuro, sonoro
pero ilegible, indescifrable, al llano
perturbado, que lo prefiere, a coro,
velado, extraño, fugaz y lejano.
La playa hace sombra al acantilado
cuando juega con el eco y el oro,
y no quiere moverse de su lado.
13.12.2023
Publicado por