Art doctor

Gauguin, editor de Van Gogh

Paul Gauguin (1848-1903)
Paul Gauguin (1848-1903)

Cuando llegué a Arlès, Vincent estaba metido de lleno en la escuela neoimpresionista y tenía muchas dificultades que lo torturaban, cosa que no se debía a que esta escuela fuera mala, como lo son todas, sino a que no se adecuaba a su temperamento, que estaba muy lejos de ser paciente y que era tan autónomo.

Con todo ese amarillo sobre violeta, con todo ese trabajo por complementarios, sus desordenados cuadros no conseguían más que débiles armonías, inacabadas y monótonas. La sonoridad de las trompetas estaba totalmente ausente de ellos.

Empecé a tomarme el trabajo de instruirlo: fue un trabajo fácil, porque encontré un terreno rico y fértil. Como todos los temperamentos originales que están marcados por la impronta de una fuerte personalidad, Vincent no temía a nadie y no era testarudo.

Desde ese día mi Van Gogh hizo rápidos progresos; parecía adivinar todo lo que había dentro suyo, y el resultado fue toda esa serie de efectos y más efectos de sol al aire libre.

Retrato del poeta Eugene Boch
Retrato del poeta Eugene Boch

¿Han visto ustedes el retrato del poeta?
La cara y el pello están pintados en amarillo de cromo 1.
La ropa, en amarillo de cromo 2.
La corbata, en amarillo de cromo 3 con un alfiler de corbata verde esmeralda, sobre un fondo amarillo de cromo 4.

Esto es lo que me decía un pintor italiano, y agregaba: “¡Merde, merde! Todo es amarillo. ¡Ya no sé más qué cosa es la pintura!”

Sería inútil que nos ocupáramos aquí de problemas de técnica. Con esto sólo quiero hacerles saber que Van Gogh, sin perder ni un ápice de su originalidad, recibió de mí una provechosa enseñanza. Y me daba las gracias todos los días. Eso es lo que quiere decir cuando le escribe al señor Aurier diciéndole que le debe mucho a Paul Gauguin.

Cuando llegué a Arlès, Vincent estaba tratando de encontrarse a sí mismo, en tanto que yo, como era mucho más viejo, era un hombre maduro. Pero algo le debo a Vincent, y es la certeza de haberle sido útil, la ratificación de mis ideas personales sobre la pintura. Y también, en los momentos duros, el recuerdo que conservamos de los que son más desdichados que nosotros mismos.

Paul Gauguin, Diario íntimo

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La autobiografía como desfiguración

"O make me a mask" (Dylan Thomas)
«O make me a mask» (Dylan Thomas)

La pretensión de restauración frente a la muerte, que Wordsworth formula en los Ensayos sobre epitafios, se funda en un sistema consistente de pensamiento, de metáforas y de dicción que se anuncia al comienzo del primer ensayo y que se desarrolla a todo lo largo. Es un sistema de mediaciones que convierte la distancia radical de una oposición disyuntiva (esto o esto) en un proceso que permite el movimiento de un extremo a otro mediante una serie de transformaciones que dejan intacta la negatividad de la relación (o falta de relación) inicial. Uno se mueve, sin compromiso alguno, desde la muerte o la vida hasta la vida y la muerte. La intensidad existencial del texto brota de la aceptación total del poder de la mortalidad. En Wordsworth no puede decirse que tenga jamás lugar una simplificación en la forma de una negación de la negación. El texto construye una secuencia de mediaciones entre incompatibles: ciudad y naturaleza, pagano y cristiano, particularidad y generalidad, cuerpo y tumba, reunidos bajo el principio general de acuerdo con el cual “origen y tendencia son nociones  inseparablemente correlativas”. Nietzsche dirá exactamente lo simétricamente opuesto en La genealogía de la moral –“origen y tendencia (Zweck) (son) dos problemas que no están y no deben ser vinculados”- y los historiadores del romanticismo y el postromanticismo no han dudado en usar el sistema de esta simetría para unir este origen (Wordsworth) con esta tendencia (Nietzsche) en un itinerario histórico único. El mismo itinerario, la misma imagen del camino, aparecen en el texto como “las analogías vivas y conmovedoras de la vida como viaje” interrumpidas, pero no terminadas, con la muerte. La metáfora amplia que cubre y abarca todo este sistema es la del Sol en movimiento: “Así como, cuando se navega por el orbe de este planeta, un viaje hacia las regiones en las que se pone el Sol conduce gradualmente al lado en el que no hemos acostumbrado a verlo elevarse en su salida y, de manera parecida, un viaje hacia el este, la cuna en nuestra imaginación de la mañana, lleva finalmente al lado en el que el Sol es visto por última vez cuando se despide de nuestros ojos, así el Alma contemplativa, cuando viaja en la dirección de la mortalidad, avanza al país de la vida eterna y, de manera parecida, puede continuar explorando esas joviales extensiones, hasta que es devuelta, para su provecho y beneficio, a la tierra de las cosas transitorias –del pesar y de las lágrimas-”. En este sistema de metáforas, el sol es algo más que un mero objeto natural, aunque tiene el poder suficiente, como tal, para dirigir una cadena de metáforas que permiten ver en el trabajo de un hombre un árbol, hecho de troncos y ramas, y ver el lenguaje como algo cercano al “poder de la gravitación o el aire que respiramos”, la parousía de la luz. Transmitido por el tropo de la luz, el Sol se torna en figura tanto de conocimiento como de naturaleza, el emblema de lo que el tercer ensayo denomina “la mente con soberanía absoluta sobre sí misma”. Conocimiento y mente implican lenguaje y dan cuenta de la relación que se establece entre el sol y el texto del epitafio: el epitafio, dice Wordsworth, “se abre al día; el Sol mira la piedra, y la lluvia del cielo la golpea”. El Sol se torna en el ojo que lee el texto del epitafio. Y el ensayo nos explica en qué consiste este texto por medio de una cita de Milton relativa a Shakespeare: “What need’st thou such weak witness of thy name?” (“¿Qué necesitas tú, débil testigo de tu nombre?”). En el caso de poetas como Shakespeare, Milton o el propio Wordsworth, el epitafio puede consistir sólo en lo que denomina “el hombre desnudo”, ya que es leído por el ojo del Sol. A esta altura del argumento, cabe decir que “el lenguaje de la piedra insensible” adquiere una “voz”, de manera que la piedra parlante sirve de contrapeso al ojo vidente. El sistema pasa del Sol al ojo al lenguaje como nombre y como voz. Podemos identificar la figura que completa la metáfora central del Sol y que completa de este modo el espectro tropológico que el Sol engendra: es la figura de la prosopopeya, la ficción de un apóstrofe a una entidad ausente, muerta o muda, que plantea la posibilidad de la respuesta de esta entidad al tiempo que le confiere el poder del habla. La voz asume boca, ojo y finalmente rostro, una cadena que se manifiesta en la etimología del nombre del tropo, prosopon poien, conferir una máscara o un rostro (prosopon). La prosopopeya es el tropo de la autobiografía, mediante el cual el nombre de una persona, como en el poema de Milton, se torna tan inteligible y memorable como un rostro. Nuestro asunto versa sobre la concesión y retirada de rostros, sobre el rostro y su borramiento, sobre la figura, la figuración y la desfiguración.

Paul de Man, La retórica del romanticismo (1984), Editorial Akal    

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El eslabón perdido del Río de la Plata

En busca de Santa María
En busca de Santa María

La luz caía verticalmente del techo y luego de tocar los objetos colocados sobre la mesa los iba penetrando sin violencia. El borde de la frutera estaba aplastado en dos sitios y la manija que la atravesaba se torcía sin gracia; tres manzanas, diminutas, visiblemente agrias, se agrupaban contra el borde, y el fondo de la frutera mostraba pequeñas, casi deliberadas abolladuras y viejas manchas que habían sido restregadas sin resultado. Había un pequeño reloj de oro, con sólo una aguja, a la izquierda de la base maciza de la frutera que parecía pesar insoportablemente sobre el encaje, de hilo, con algunas vagas e interrumpidas manchas, con algunas roturas que alteraban bruscamente la intención del dibujo. En una esquina de la mesa, siempre en el sector de la izquierda, entre el reloj y el borde, encima de la parte luminosa, un poco arrugada, de la carpeta de felpa azul, otras dos pequeñas manzanas amenazaban rodar y caer en el suelo; una oscura y rojiza, ya podrida; la otra, verde y empezando a pudrirse. Más cerca, sobre la alfombra de trama grosera, exactamente entre mis zapatos y el límite de la sombra de la mesa, estaba caída, arrugada, una pequeña faja de seda rosa, con sostenes de goma, ganchos de metal y goma; deformada y blanda, expresando renuncia y una ociosa protesta. En el centro de la mesa, dos limones secos chupaban la luz, arrugados, con manchas blancas y circulares que se iban extendiendo suavemente bajo mis ojos. La botella de Chianti se inclinaba apoyada contra un objeto invisible y en el resto de vino de una copa unas líneas violáceas, aceitosas, se prolongaban en espiral. La otra copa estaba vacía y empañada, reteniendo el aliento de quien había bebido de ella, de quien, de un solo trago, había dejado en el fondo una mancha del tamaño de una moneda.   

Objeto de culto
Objeto de culto

Para el que lo haya leído: parece Robbe-Grillet, ¿no? No: Onetti. Un fragmento, del que seguramente vino el título, del capítulo llamado “Naturaleza muerta” en su novela La vida breve, de 1950, tres años antes de que el bretón publicara su opera prima, Les gommes, nacimiento reconocido del “objetivismo”, Nouveau roman o “école du regard” (a pesar del inicio de Le Voyeur: “Parecía que nadie hubiera oído nada.”) que tanto dio que hablar hace medio siglo. No es raro que se presente a Onetti como el primer existencialista del Río de la Plata o de la literatura latinoamericana, pero menos obvio resulta señalarlo como precursor de la “nueva novela” francesa, cuyo estilo, en una primera mirada, parecería tan alejado del desgarramiento y la intensidad emocional que de acuerdo con sus comentaristas caracterizan la obra del uruguayo. Es más fácil pasar sin escalas del Sartre de La náusea y el Camus de El extranjero a Robbe-Grillet, Sarraute y compañía, lo que no exige cambiar de lengua ni de país además de que ofrece precisiones explícitas como las que el “jefe de fila” de la escuela francesa hace en sus “romanesques” (El espejo que vuelve, Angélica o el encantamiento, Los últimos días de Corinthe) acerca de la impresión dejada en él por el implacable sol de la novela del argelino. ¿Pero qué se nos ha perdido a nosotros, lectores y a veces escribas del siglo XXI, en estos parentescos políticos de mediados del siglo anterior? Un rasgo notable que en su momento llegó a tener valor de causa, como lo ilustra el título de ese libro de Francis Ponge tan elogiado por Sartre y del que el mismo Borges tradujo algo muy pronto para Sur, Le parti pris des choses, De parte de las cosas en una de sus versiones castellanas, y que tanto como consiste en la atención de la conciencia humana a todo lo que no es ella misma y en consecuencia le hace ver lo que ella es, contrasta con el universo de la comunicación en continuado al que nosotros estamos habituados, donde las cosas no tienen peso y la totalidad del espacio es ocupado por las ciegas voces de los cronistas de su propia subjetividad inconsciente, que opina sobre cuanto le propongan pero nada sabe de lo que no es información. O, si esto no es del todo así, es al menos la tendencia difícil de resistir, como pudo haberlo sido en otro tiempo el contenido ideológico como sentido prefijado del relato o el sentido metafísico como prueba de un argumento insostenible. Captar lo mudo en un panorama ensordecedor no es poca cosa: se corre el riesgo de no comunicar en absoluto, de no interesar ni ser entendido. Los poetas lo saben. Pero poco puede oírse en el circuito de las opiniones que no se haya gastado ya hasta no ser más que el eco adulterado de un sonido del que sólo se ha oído hablar.

Ejercicio de lectura: ¿dónde está la sombra de Onetti, el rasgo personal que contamina la pureza de un objetivismo intuido pero aun no reglamentado ni dotado de una teoría? En la segunda parte del pasaje, que copio a continuación, es mucho más notoria que antes. Se aceptan y se agradecen comentarios:

Misteriosa Buenos Aires
Misteriosa Buenos Aires

A mi derecha, al pie del marco de plata vacío, con el vidrio atravesado por roturas, vi un billete de un peso y el brillo de monedas doradas y plateadas. Y además de todo lo que me era posible ver y olvidar, además de la decrepitud de la carpeta y su color azul contagiado a los vidrios, además de los desgarrones del cubremantel de encaje que registraban antiguos descuidos e impaciencias, estaban junto al borde de la mesa, a la derecha, los paquetes de cigarrillos, llenos e intactos, o abiertos, vacíos, estrujados; estaban además los cigarrillos sueltos, algunos manchados con vino, retorcidos, con el papel desgarrado por la hinchazón del tabaco. Y estaba, finalmente, el par de guantes de mujer forrados de piel, descansando en la carpeta como manos abiertas a medias, como si las manos que se habían abrigado se hubieran fundido grado a grado dentro de ellos, abandonando sus formas, una precaria temperatura, el olor a fósforo del sudor que el tiempo gastaría hasta transformarlo en nostalgia. No había nada más, no había tampoco ningún ruido reconocible en la noche ni en el edificio.

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Maestra del mal

Ese dulce mal
Apuntes mentales

Me parece de lo más aconsejable que el escritor principiante trace un bosquejo del libro capítulo por capítulo –aunque la anotaciones de cada uno puedan ser muy breves-, porque los escritores jóvenes son muy propensos a divagar. El punto de partida del bosquejo será una pregunta que el escritor se hará a sí mismo: “¿De qué modo este capítulo hará avanzar la narración?” Si para este capítulo tienes pensada una idea llena de divagaciones, ambiental, decorativa, ten mucho cuidado; tal vez sea mejor desecharla si no consigues expresar en ella una o dos cosas importantes. Pero si crees que la idea para el capítulo hará avanzar el argumento, entonces debes hacer una lista de las cosas que quieres demostrar en dicho capítulo. A veces es una sola cosa: que uno de los personajes quiere ocultar el hecho de que se está volviendo ciego; que una carta importante ha sido robada. A veces son tres cosas. Y si las apuntas en un papel y dejas éste junto a la máquina de escribir, tendrás la seguridad de que no se te olvidará ninguna. Incluso ahora, cuando llevo escritos casi veinte libros, a veces tomo nota de lo que quiero decir. Si hubiera hecho esto desde el principio, me hubiera ahorrado mucho trabajo al escribir Extraños en un tren. No hay nada malo en hacerlo siempre, por experto que uno sea, ya que proporciona una sensación sólida de la obra que se está escribiendo.

Este buen consejo a principiantes y profesionales pertenece a un libro que suelo recomendar a quienes participan en mis talleres, confiando no sólo en el valor de sus enseñanzas sino también en lo grato de su compañía. Se trata de Suspense, de Patricia Highsmith, cuyos comentarios acerca de “cómo se escribe una novela de intriga”, según reza el subtítulo, son tan acertados respecto a todo tipo de narrativa que permiten hacer de la novela de suspenso un modelo útil para desarrollar cualquier relato, inclasificable o del género que sea. Devuelvo la palabra a la maestra invitada:

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Planeando el crimen perfecto

El temperamento y el carácter del escritor se reflejan en el método que utiliza para idear argumentos: lógico, ilógico, pedestre, inspirado, imitativo, original. Un escritor tendrá asegurada la buena vida si imita las tendencias del momento y es lógico y pedestre, porque estas imitaciones se venden y, desde el punto de vista emocional, no le exigen demasiado. Por tanto, su producción puede ser dos o diez veces mayor que la de un escritor original que no sólo trabaja mucho y pone el corazón en lo que escribe, sino que también corre el riesgo de que le rechacen el libro. Es aconsejable juzgarse a sí mismo antes de empezar a escribir. Como esto puede hacerse a solas y en silencio, no hay necesidad de falsos orgullos.

Hago este comentario aquí porque tiene que ver con la tarea de idear el argumento. Al público en general no le gustan los delincuentes que se salen con la suya al final, aunque son más aceptables en los libros que en las adaptaciones televisivas y cinematográficas. Si bien la censura es menos severa que antes, en general un libro tendrá más probabilidades de ser adaptado a la televisión y al cine si el héroe-criminal resulta atrapado al final; es decir, si se las hacen pasar moradas. Es casi preferible matarlo durante el relato, si no es la ley quien se va a ocupar de ello. A mí esto me repugna, ya que más bien simpatizo con los delincuentes, y los encuentro interesantes, a menos que sean estúpidamente monótonos y brutales.

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El delincuente interior

Desde el punto de vista dramático, los delincuentes son interesantes porque, al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie. Yo soy tan observante de la ley que me echo a temblar ante un aduanero aunque no lleve contrabando en las maletas. Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo. Y pienso que muchos escritores de suspense –exceptuando quizás aquellos cuyos héroes o heroínas son las víctimas y cuyos criminales no aparecen en el libro, son repugnantes o están condenados- tienen que sentir alguna clase de simpatía o identificación con los delincuentes, pues, de no sentirla, no se verían emocionalmente implicados en los libros que tratan de ellos. En este sentido, el libro de suspense es inmensamente distinto del relato de misterio. El escritor de suspense suele dedicar mucha más atención a la mente criminal, porque el criminal suele ser conocido durante todo el libro y el escritor tiene que describir lo que pasa por su cabeza, y esto no es posible a menos que se simpatice con él.

Buenos muchachos
Buenos muchachos

La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia. El público, al menos el público en general, quiere presenciar el triunfo de la ley, aunque al mismo tiempo le gusta la brutalidad. Sin embargo, la brutalidad debe estar en el bando bueno. Los héroes-detectives pueden ser brutales, sin escrúpulos sexuales, pueden pegar patadas a las mujeres, y seguir siendo héroes populares, porque se supone que andan persiguiendo algo peor que ellos mismos.

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Una sociedad de emisores

Barthes deconstruido
Barthes deconstruido

Vivo en una sociedad de emisores (siendo uno yo mismo): cada persona que encuentro o que me escribe me dirige un libro, un texto, una declaración, un prospecto, una protesta, una invitación a un espectáculo, a una exposición, etc. El goce de escribir, de producir, presiona desde todas partes; pero, como el circuito es comercial, la producción libre permanece atorada, enloquecida y como extraviada; la mayor parte del tiempo los textos, los espectáculos, van donde no se los llama; encuentran, para su desgracia, “relaciones”, no amigos, mucho menos compañeros; lo que provoca que esta especie de eyaculación colectiva de la escritura, en la que podría verse la escena utópica de una sociedad libre (donde el goce circularía sin pasar por el dinero), se oriente hoy día hacia el Apocalipsis.

firma

La estupidez insiste siempre

El hombre rebelde
El hombre rebelde

La palabra “peste” acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla la guerra, las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.

Albert Camus, La peste, 1947  

La ciudad amarilla y gris (Orán)
La ciudad amarilla y gris (Orán)

 

Lo que el lector espera

Alta tensión narrativa
Alta tensión narrativa

Sobre la técnica: Hoy en día hemos abandonado casi por completo algo que los antiguos novelistas conocían bien: ¡crear tensión!

Nosotros nos limitamos a cautivar a nuestros oyentes. Es decir, que tratamos de escribir de forma ingeniosa, evitando los pasajes aburridos. Arrastramos a los oyentes con todos los medios.

Pero “crear tensión” significa hacer que el oyente espere lo que ha de venir. Hacerle pensar junto a nosotros, dejarle avanzar solo por el camino trazado. Cierta sensación de bienestar por participar en ello. La novela de humor se alimenta de esa misma sensación. Se sugiere una sensación inminente y surge el pensamiento: ¿Qué hará ahora nuestro buen X?

Eso requiere mucho detallismo con los tipos. Pero, por anticuado que parezca, representa, sin embargo, un ejemplo de efecto artístico opuesto al del filósofo y el ensayista.

Robert Musil, Diarios

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Modelo de composición literaria

Habitualmente la verdadera historia no es secreta, sino inadvertida.
La verdadera historia no es la secreta, sino la que pasa inadvertida.

Una tarde, a principios de ese mismo año, me bajaron de las habitaciones de los niños, que estaban en el primer piso de nuestra casa de San Petersburgo, al despacho de mi padre para que le dijera cómo-está-usted a un amigo de la familia, el general Kuropatkin. Revestido su rechoncho cuerpo por el crujiente uniforme, extendió para entretenerme un puñado de cerillas sobre el diván en el que estaba sentado; colocó diez, unidas por sus extremos, formando una horizontal y dijo:

–Esto es el mar cuando hace buen tiempo.

Luego las dispuso en ángulos, por parejas, a fin de convertir la recta en una línea quebrada, y eso era un “mar embravecido”. Revolvió las cerillas, y cuando yo confiaba en que me hiciese algún truco incluso mejor, nos interrumpieron. Su ayudante de campo fue conducido a la sala y habló con él. Soltando un gruñido muy ruso y congestionado, Kuropatkin se levantó pesadamente de su asiento, haciendo saltar las cerillas en el diván cuando sus muchos kilos lo abandonaron. Aquel día recibió la orden de asumir el mando supremo del Ejército Ruso en Extremo Oriente.

Infancia en Rusia hacia 1910
Infancia en Rusia hacia 1910

Este incidente tuvo una secuela especial quince años después, cuando en cierto momento de la huida de mi padre del San Petersburgo bolchevique hacia el sur de Rusia, le abordó cuando cruzaba un puente cierto anciano que, bajo su zamarra de cordero, parecía un campesino de barba gris. El hombre le pidió fuego a mi padre. Al instante siguiente se reconocieron el uno al otro. Espero que el viejo Kuropatkin lograse, gracias a su rústico disfraz, librarse de las cárceles soviéticas, pero lo que importa no es esto. Lo que me satisface es la evolución del tema de las cerillas: aquellas cerillas mágicas que me enseñó se habían malogrado y perdido, y también sus ejércitos habían desaparecido, y todo se había hundido como se hundieron los trenes de juguete que, en el invierno de 1904-1905, pretendí que circularan sobre los charcos helados del jardín del Hotel Oranien. El verdadero propósito de una autobiografía debería ser el de ir siguiendo estas tramas temáticas a lo largo de la propia vida.

Vladimir Nabokov, Habla, memoria

(El destacado es nuestro. Agregamos: ¿por qué no aplicar el mismo principio a la ficción, a todo texto? Nabokov lo hacía, aunque se burlase de Freud, y Joyce del mismo modo, entre tantos pocos.)   

nabokov

Una especie de santo

"Il miglior fabbro" (T. S. Eliot)
«Paradise exists, mais spezzato» (E. P.)

Tenemos a Pound, el gran poeta, consagrando, digamos, un quinto de su tiempo a la poesía. El resto lo dedica a tratar de mejorar la fortuna, tanto material como artística, de sus amigos. Los defiende cuando son atacados. Los mete en revistas y los saca de la cárcel. Les presta dinero. Vende sus cuadros. Les organiza conciertos. Escribe artículos sobre ellos. Les presenta mujeres ricas. Convence a editores de publicarlos. Pasa la noche despierto con ellos cuando afirman estar muriéndose y testifica sus últimas voluntades. Les cubre las cuentas del hospital y los disuade de suicidarse. Al final, algunos de ellos se abstienen de acuchillarlo a la primera oportunidad.

Su propia escritura, cuando encontraba el tono, era tan perfecta, y era tan sincero en sus equivocaciones, estaba tan enamorado de sus errores y era tan amable con los demás, que a menudo yo pensaba en él como en una especie de santo.

Ernest Hemingway

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Otros tiempos

La luz de las gacetas
La luz de las gacetas

«Deja / tus afectos, pues de ellos no se ocupa / esta viril edad, que sólo atiende / a los arduos estudios económicos / y al público gobierno. El propio pecho, / ¿qué te vale explorar? Materia al canto / en ti no busques. Canta los asuntos, / la madura esperanza de este siglo.»

musasCuando muchacho vine

a entrar en disciplina con las Musas.

Una de ellas cogiome de la mano

y durante aquel día

en torno me condujo

Para ver su oficina.

Me mostró uno por uno

los útiles del arte,

y el distinto servicio

a que cada uno de ellos

se emplea en el trabajo

de la prosa y el verso.

Yo los miraba, y dije:

“Musa, ¿y la lima?” Y contestó la diosa:

“La lima se gastó; ya no la usamos.”

Y yo: “Mas rehacerla

es preciso, ya que es tan necesaria.”

Y contestó: “Así es, mas falta tiempo.”

limaGiacomo Leopardi, Canto XXXVI, titulado Pasatiempo

Escrito en Pisa, 15 de febrero, último viernes de Carnaval, 1828

Giacomo Leopardi (1798-1837)