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El alto retrato que preside el comedor
devora a los comensales. En la cabecera
opuesta al patriarca, el padre y patrón,
como un espejo, replica al que fuera
modelo que el artista, como es conveniente,
transfiguró en la obra, legando al fiel olvido
lo menos favorable, que desmienten
aquellos que el favor han padecido.
Con el que más almuerzan aquí los prominentes,
cuyo círculo, atento, gira hacia un centro nuevo,
sentado a la derecha del ungido.
Tiene el gesto antiguo de su padre, pero el huevo
del cráneo paterno mantiene en él la cresta
heredada erguida sobre la orquesta.

6
Sólido sigue siendo el Coliseo,
y bien proporcionado,
aunque no funcional. Más alto era
el Coloso y cayó,
pero su sombra aún hoy es más larga
que el decretado olvido.
Lo demasiado, demasiado sólido
se disuelve y persiste
en su absurdo lugar la referencia
que cabe en un archivo,
y un archivo no es más un edificio,
sino un inmaterial
registro de cifradas percepciones
que pueden ya perder
su objeto y reproducirlo más tarde,
si hace falta, en su entera
inteligibilidad. Si retira
lo ilegible de sí,
cualquiera, devenido información,
puede evitar las fauces
de los leones por más que estos rujan
condenando lo insípido
de la nueva administración. Colosos
ya no hay, salvo torres
de corporaciones, no de cuerpos
que al cielo desafíen.
En un código cabe lo que puede
salvarse. El resto es polvo.
15.10.2022




Ningún gran artista es un testigo de su tiempo; ni Balzac ni Dickens lo fueron, ni tampoco los neorrealistas ni los practicantes de ninguna forma de realismo ya sea éste social o crítico. Por muy celebrado que sea un gran autor como cronista, es al revés que hay que leerlo. Ya que esa grandeza en la que ahora insistimos no le viene del asunto ni del motivo elegido en su momento, sino de algo que más bien parece elegirlo a él desde el otro extremo de la cuerda que procura tender, demasiado deslumbrante como para poder contemplarlo excepto a través de su reflejo. Testigo de otro tiempo: la aguja de este reloj no apunta desde el centro hacia la circunstancia, sino en el sentido inverso; de manera que, tan urgente como pueda parecer la necesidad de intervención en cualquier situación que un texto denuncie, tan digno de elogio el gesto o admirable la justeza de la imagen obtenida, si la obra es grande no hay que ver en ella la manifestación de aquello que ilustra tanto como la de la luz que hace posible toda mirada y que cada una de éstas, precisamente, testimonia. Pues esta luz, como el viento en el cine, sólo perceptible por las cosas que mueve –los árboles, el polvo, la tersa superficie del agua-, se hace ver por contraste, en negativo, echando sombra: por eso lo muy reconocible, el cuadro de costumbres, cuya sombra es gris, opaca más que realza el efecto; hace falta algún distanciamiento, brechtiano o prismático de cualquier tipo, para hacer de los trazos líneas nítidas; y si el arte mayor, aun cuando trata de la mayor miseria humana, no remite a una razón que deprime sino en cambio a un esplendor que exalta, es debido a este mismo fenómeno, no de óptica tan sólo sino de percepción total, intelectual además de sensorial, que invierte los términos del tiempo y de la mirada para que una revelación, en el pleno sentido de la palabra, sea posible. “Sólo por inconclusa una acción es abyecta”, escribió Genet. Pero una gran obra, inconclusa como existe más de una, por su vínculo directo con la fuente misma de la acción ya está entera, organismo contenido por su célula, en su primera formulación aun cuando ésta sea fragmentaria y su despliegue esté por venir. En un verso suelto de un gran poema, en la cercenada cabeza de una estatua perfecta y perdida, no falta nada. Si la Historia, disciplina y persistencia, tiene algún sentido último, es sin duda desde esta perspectiva, concéntrica, que ahonda en el tiempo en lugar de rehuir la eternidad.
















