De ocaso en ocaso

clash
Basta de bises

Puede que todo en la civilización actual tenga un aire de cosa fraguada y en especial sus confesiones, más orientadas hacia la simpatía del juez que hacia la verdad, pero aun así el título de este comentario remite a cierta idea de mi experiencia personal en cuanto a la época que me ha tocado, consistente en la impresión de haber llegado a todo cuando ya se acababa, una y otra vez, aunque estos finales sucesivos no fueran más que los demorados ecos de uno solo, básicamente, el del período triunfal de la anarquía representada por el arte popular en su momento de máximo esplendor y de desborde de sus fronteras tradicionales, antes de la transformación de ese éxito en programada comercialización masiva desde la misma concepción de cada muestra. No habrá sido ni será, presumiblemente, la última edad de oro del deseo a punto de unirse a su verdadero objeto, considerado imposible, pero nada más ajeno a tal pasión comulgante que la satisfacción ofrecida por la cultura de las pantallas, fundada en la distancia necesaria para acceder virtualmente a todas partes al mismo tiempo, en la simulación cada vez más perfecta y en una infinita posibilidad de combinaciones y desplazamientos laterales diametralmente opuesta a la única y exclusiva implícita en el propósito declarado por Rimbaud de llegar a “poseer la verdad en un alma y un cuerpo”. En el plano de lo virtual, invirtiendo una vieja fórmula, todo está permitido, pero nada es verdad; no, al menos, con la antigua trascendencia mortal asociada a esta palabra.

rimbaud
«Ah! Que le temps vienne / 0ù les coeurs s’éprennent»

‘Cause we’ve ended as lovers: con la desgarrada elegancia de la guitarra de Jeff Beck en este clásico de su repertorio, en el que aquélla encuentra a cada vuelta otro matiz con el que prolongar su queja y elevar su voz postergando el final una y otra vez hasta que el último hilo cede, podemos acompañar la escena de la ruptura y el movimiento de separación entre nuestros dos amantes, el arte y el pueblo, en un mundo con demasiados mediadores como para que puedan encontrarse otra vez. Pero, si el melodrama nos hace reír, no deberíamos olvidar que su función es servir de canal de lágrimas. Dios cuenta las de las mujeres; lo inolvidable, cuya herida permanece siempre abierta, vuelve por el mismo fluido involuntario cada vez que el centinela se duerme, y su proa separa inequívoca el oro de su reflejo.

 

guitar

 

La palabra está de más

¿Qué estará diciendo esta imagen?
¿Qué estará diciendo esta imagen?

Todos hemos oído aquello de que una imagen vale por mil palabras. Algunos de nosotros lo repiten y algunos de éstos lo argumentan, mientras otros lo refutan recurriendo a diversos razonamientos y ejemplos. Mientras tanto, más allá de su declarada superioridad sobre el viejo verbo, gracias al mutuamente potenciado y paralelo desarrollo de la tecnología y las comunicaciones, las imágenes siguen proliferando cada vez con mayor facilidad y circulando como calderilla: de una moneda universal, además, porque no requiere traducción.

Pero tampoco es cuestión de abominar de la imagen en nombre de la postergada palabra, ni de soñar con el resurgimiento de un lenguaje desde las tinieblas a las que lo ha empujado el brillo de otro. Se trata más bien de señalar un naufragio a dúo. O de hacer ver, a la luz de los restos del primer barco hundido, la roca a la que el segundo se aproxima fatalmente o contra la que ya se ha estrellado, si es la agitación de las maniobras de rescate lo que más llama la atención sobre él.

Cuando se habla, hoy, de cultura de la imagen, no se habla de pintura ni aun, en realidad, de fotografía. Ni, en el fondo, de cine. De lo que se habla es de cómo se mueve todo esto (y sus sucedáneos) entre los distintos soportes en que navega y las retinas que lo reciben. Es la película que va montándose sola en la conciencia de cada uno sustituyendo al mundo material que representa y del que procura testimoniar algún sentido, aunque éste ha de enmascararse –y nada mejor hoy que las imágenes para esto, como en otro tiempo lo fueron los abusos retóricos- en la misma medida en que es su constante desplazamiento, o la postergación de sus conclusiones, lo que lo sostiene. Y no es tampoco una película, ni tiene un autor individual o colectivo: es, digamos, un preparado audiovisual aleatorio, un continuado que, aunque se repita, jamás vuelve sobre sí mismo, ya que fluye en el tiempo lineal, y resulta por eso, a la vez, indefinido y definitivo. Es decir: sigue siempre adelante, incorregible en su materialidad, con lo que no es una obra sino, como la naturaleza, una realidad o, más que una realidad, o cualquier otro elemento agregado al mundo, una nueva capa de la realidad, otro nivel suyo que recubre, para nuestra representación, la vieja superficie. Ésta es su novedad.

La palabra de Dios
El verbo divino

La palabra y la imagen trabajan juntas en el audiovisual. Pero no solas: también está el sonido, su socio mudo y secreto que, sin embargo, como en los videoclips, dirige todo el baile desde la sombra y determina lo esencial de la transmisión. Es el sonido el que pone el tono, la “onda” de la comunicación, y, como verdadero responsable del continuo, ya que es el que marca el ritmo sobre el que se edita el conjunto, es también el que realiza, aunque inconsciente o cínicamente, el ideal del arte encarnado por la música en tanto ésta nunca pierde, ni siquiera cuando “comenta”, su carácter sugerente, su ambigüedad, es decir: su acceso inmediato a la salida de emergencia que cada afirmación abusiva necesita cuando se ve acorralada por la exigencia de pruebas.

Esta combinación de palabras, imágenes y sonidos, y más aún para quien rara vez cesa de estar expuesto a ella, ofrece un símil del mundo lo bastante dotado de “impresión de realidad” como para desplazar al original fácilmente del centro de la escena, a lo que debe agregarse la módica dosis de sentido que transporta en oposición a lo inexplicable –o absurdo, como se lo ha llamado- de lo que es sin intención, porque sí, porque está ahí: el mundo mismo, en una palabra, de cuya gratuidad, insostenible para la conciencia interrogante, se contagia a pesar suyo el discurso audiovisual en continuado, al entrar en la eterna duración sin interrupciones de aquello que en un principio procuraba enmarcar. Forzados, en la civilización de la comunicación, no ya a representar el mundo físico sino en cambio a sustituirlo e incluso sostener así la idea de que ese viejo mundo existe, poseídos sin embargo por el terror al vacío propio, como bien ha dicho Sollers, no de la naturaleza sino de la representación, palabra, imagen y sonido suelen reproducir, en su babélico desfile, el amontonamiento de cosas y sustancias no bien diferenciadas característico de las reuniones de argumentos insuficientes, pero también de los vertederos de deshechos. Aunque, si bien el continuo de la corriente que los arrastra puede dar esa impresión, no se trata de deshechos ni de sobras, aun cuando sea habitual que el material descartado se aproveche en sucesivas e imprevistas ediciones. Pero ocurre, como les pasa a unos materiales ya demasiado vistos o a unas ideas demasiado repetidas, que no sólo se desgasta el contenido de estas emisiones, sino también la relación entre los elementos de su lenguaje. A fuerza de ir juntos constantemente, como nunca lo habían hecho durante siglos, palabra, imagen y sonido se arrastran uno a otro, justificándose entre sí, y en lugar de potenciarse, como cuando su relación no es convencional, se degradan por el roce mutuo, por la ubicua sumisión de cada pie del trípode al pactado encaje con los otros dos, regulado no por el punto de fuga determinado por lo que sea que hayan descubierto, sino por el hábito del equilibrio necesario para seguir adelante sin caer en la evidencia del vacío. Dicho de manera más sencilla, el continuo audiovisual no explora ni expresa el mundo, sino que lo simula. Cada vez mejor, por otra parte.

La voz humana
La voz humana

A menudo los avances tecnológicos suponen un retroceso en el lenguaje: al sustituir el signo de una cosa por su imagen, que en la hiperrealidad se le parece a tal punto que la sustituye, con lo cual la imagen misma deviene una cosa en sí, el valor del signo, su espesor expresivo, además del sentido de su comunicación, bien puede verse reducido a una presencia tan opaca como la de la cosa misma antes de que su silencio sea poblado por las proyecciones e interpretaciones que despiertan. De esa insignificancia el espectáculo se defiende con sus propias armas o con su propio aparato, tanto más equivalente a un simple alzar la voz cuanto más, y sobre todo más espectacularmente, recurra a concentrarse en mostrar para cubrir su impotencia en el decir. Es el momento de reintroducir cierta inteligencia en el conjunto, como podemos comprobar que es necesario, entre explosiones, tiroteos y persecuciones, al promediar tantas películas de acción. El vehículo de esa inteligencia es el lenguaje, que depende de contar al menos con una articulación: entre palabra y palabra, imagen y palabra, imagen e imagen. La clave está en ese “entre”, sobre el que el ansia de integración trata de avanzar y y al que la sed de independencia, por eso mismo, se empeña en hacer saltar en pedazos, como lo ilustran tantos montajes característicos o herederos de una estética contestataria.

Entre las cosas existe el espacio: la extensión, que en los términos de Spinoza requiere el concurso de otro atributo, el pensamiento, para formar la sustancia, el todo del que son modos cuanto pensamos o percibimos. La escritura, como intérprete verbal de este fenómeno, pone de manifiesto de inmediato el segundo atributo mencionado, mientras remite con inagotable dificultad al primero. El doble audiovisual que ofrecen cine, video y sus antecesores como la fotografía o la pintura se encuentran en la situación contraria. Pero lo que cuenta no es esa aparente diferencia de puntos de partida, sino la dimensión comprendida en el pasaje de una a otra, donde se realiza su desconcertante unidad. Es ahí donde un lenguaje se cruza con otro y encuentra su exterior, la barrera a atravesar para significar algo. Para el discurso, la ocasión de que lo no verbal lo interrumpa y lo corrija: precisamente lo que un escritor puede aprender del cine o del teatro, o lo que puede encontrar al plantearse sus objetos de la manera en que aquellos lo hacen. Para la imagen, no ya representación sino doble en continuado de toda realidad visible o sonora, el cuestionamiento de su pertinencia por parte de una instancia cuya realidad no depende de lo que puede ser mostrado y la evidencia de que no basta con el espectáculo. Ésta es la posición del escritor, en realidad: un cuerpo aparte que se siente por dentro y que, dudando de cuanto se exhibe, introduce en lo que se muestra esa dimensión interior. No es que sólo puedan hacerlo los escritores, pero ésa podría ser tanto la función como el efecto de la literatura en cualquiera que hiciera un uso de ella. “La conciencia increada de mi raza” era lo que Stephen Dedalus aspiraba a forjar para cumplir su vocación en las últimas líneas del Retrato del artista adolescente. Más tarde, en Ulises, hablaría de la “ineluctable modalidad de lo visible”.

El eterno retorno
El eterno retorno

Efectivamente, como el hombre en La náusea, en el mundo de los objetos la palabra está de más. Robbe-Grillet, luego también cineasta, procuró corregir los excesos verbales de la narrativa entonces tradicional en sus novelas llamadas “objetivistas”. Pero cuando lo que recubre el mundo ya no es una verborragia ideológica, sino, en cambio, una permanente película publicitaria, es posible que quien escriba deba cambiar de objetivo. ¿Cómo evocar el peso del mundo detrás de esas pantallas, ahora ya tridimensionales y dispuestas en círculos a toda hora alrededor de su público, de las que todo lo opaco se ha evaporado para dar alas al antiguo sueño de volar, libres de trabas, ya en bombardero para los corazones agresivos, ya en dirigible para los que adoran la opulencia? ¿Cómo introducir en esas exhibiciones la conciencia de su significado o, mejor, de su naturaleza, ya que es la naturaleza justamente lo que en última instancia procuran sustituir? No mediante la imitación, que despoja a la literatura de sus mejores armas y la pone desde el principio en desventaja, sino, al contrario, poniendo el acento en todo aquello que tienda a escaparse del espectáculo, de la representación: los testimonios del olfato, el gusto y el tacto, por ejemplo, a los que el audiovisual, como el lenguaje escrito, sólo puede aludir o ignorar, junto con todo aquello al borde de lo inexpresable por su materialidad, su resistencia a la idealización. Parece poco. Sin embargo, ya sería mucho que lo concebido como espectáculo fuera visto por la literatura como tal: menos derivaciones estereotipadas y más estudios de imagen, hechos desde la vereda de enfrente y no en solidaridad con la impostura generalizada. Es peligroso en una época en la que casi todos, al no abundar otras vías, intentan realizarse sobre todo a través de la imagen y de su imagen personal especialmente. La palabra está de más en ese alineamiento de fachadas al que su incidencia sólo podría desequilibrar, pero sólo hasta que se advierte que, para quienes hablan, la cosa muda nunca es suficiente. La imagen remite a la palabra no menos que ésta a aquella, pero su articulación se produce en ese espacio, vacío, que encuentra siempre un pequeño resquicio por el que deslizarse y poner en cuestión lo que la rodea. Es esta inquietud que genera el lenguaje no la huella sino la señal permanente del paso de la humanidad por la tierra.

disco

Las dos caras de la expresión

Máquina antifuncional de Francis Picabia
Máquina antifuncional de Francis Picabia

Toda forma de expresión, es decir, toda expresión al ser considerada también en sus aspectos formales, puede reducirse en el análisis, como los infinitos modos de la infinita sustancia a sólo un par de atributos, a las dos perspectivas diversas que procura armonizar pero mantienen su conflicto bajo la capa homogénea de la apariencia: la de la comunicación y la del objeto. Y la diferencia entre ambas se produce justamente a partir del punto de equilibrio donde se anuda, en un lazo tan cerrado y apretado que anula toda idea de espacio en su interior y con ella toda posible visibilidad, la relación entre los elementos en tensión reunidos por la disposición que los distribuye. Pues cada una de ellas señala, para el que se ha detenido en el umbral que disputan y comparten, una dirección opuesta: ya hacia afuera, donde con cada maniobra se agiganta la figura del interlocutor, ya hacia adentro, donde al contrario y de acuerdo a una progresión similar esa misma figura decrece hasta volverse superflua y desaparecer del sistema. Poner ambas en paralelo, trenzar una línea con otra, como lo hace cualquier narrador al tramar su relato, es ya empezar a leer, metáfora del pensar; la escucha atenta, la contemplación, son otras tantas. Entonces la diferencia reaparece, pero como oscilación: un vaivén que resuelve la contradicción y permite avanzar hacia una comprensión mayor, inclinándose más o menos hacia uno u otro lado según la naturaleza de lo examinado, entre la permeabilidad del discurso expresamente concebido para comunicar y el hermetismo de un cuerpo que se desentiende de la interpretación de sus actos, incluso del de presencia. El costado transparente, aun con todos sus reflejos engañosos, conserva la preferencia del docente y se transmite, puesto como ejemplo, con la manifiesta civilidad que lo caracteriza de generación en generación y de pueblo en pueblo. La cara oscura guarda un secreto: el deseo del que toma la palabra o cualquier otro lenguaje de sobrevivir a su interlocutor, es decir, a la comunicación, al tiempo común, a la duración que la transparencia, por otra parte, la suya, busca siempre abolir mediante una instantaneidad tan creciente como la velocidad de la fuga, para lo cual, eterno sólo en su vocación, debe esmerarse en cultivar el vacío y sin pena, aunque le hubiera gustado estrechar las de otra gente, sacrificar sus manos a la obra.

monedas

Comedia y retórica

La máquina actoral
La máquina actoral

Hay que dejar que el lenguaje hable en uno, como exigía Hölderlin de los poetas, pero hay que parar cuando las palabras siguen solas y han dejado el mundo tan atrás que ya ningún ser viviente puede hacerles eco. Porque entonces el propio cuerpo se vacía y gesticula como poseído sin que la boca sienta ya el sabor de lo que dice. El agua toma la forma del recipiente en el que cae: como cualquier otra obra, o escritura, ésta ha ido generando su propia retórica, que primero ha dado a luz un pensamiento, luego le ha permitido vivir y ahora, de no ponerle pronto un límite, es decir, un punto de llegada aunque sea provisional, no tardará en ponerse él mismo a dar vueltas en redondo entre las figuras que ha esbozado y las sombras que éstas proyectan. Comedia: detrás del uso casual de la primera persona en estos textos, como aquí, reconozco al comediante o, más bien, a la instancia que hace, a partir de las palabras, la elocución, el tono, un personaje de quien habla, plantado en su actitud, sostenido en su ademán y persuasivo en sus gestos. Malabares para una constelación: la verdad ha de ser dicha si es que debe existir pero, como no habla, requiere unas manos diestras en lanzar al aire las palabras hasta fijar algún argumento capaz de sostenerse, oficio que no es de gente seria. Precisamente la seriedad es lo que afectan los maestros de la falsa retórica, o sea, de la maestría en defender falsedades. La garantía, en cambio, de autenticidad que podrían exhibir los otros, si pudieran, pues no es algo que se pueda exhibir sin desvirtuarlo, es su exposición al ridículo, ya que no cuentan con el respaldo de ningún consenso previo, como no sea el de la memoria de una experiencia común y en consecuencia propiedad de ninguno. Las raíces son esa huella que se hunde en la oscuridad, en lugar de hacerse visible: lo contrario de las banderas. Por eso, cuando surgen, el efecto ha de ser cómico, parcialmente al menos, y en parte también grotesco por el fatal contraste entre lo ejemplar de lo proclamado y lo discreto de la moderación con que el hacer cotidiano procura eludir el juicio. Lo que es de veras no es serio, no se puede mostrar de frente ni decir literalmente, requiere unos juegos de espejos en extremo complicados que en pocos sitios encuentran tanto espacio para desplegarse como en la comedia o la retórica, justamente, sobre todo cuando lo que está en juego es la imagen de quien se expone, sorprendido en su debate o debatirse por asumir el ridículo de la conciencia de sí. Quien dice “yo” no puede evitar hacer un uso de esa misma persona, la primera, marioneta surgida de la oscuridad para dejar, agresiva, y quedar, vulnerable, al desnudo, ridícula o patética tan sólo si se la mira con los malos ojos del rencor. ¿De dónde vendría ese rechazo si no del reconocimiento en el preciso instante de su negación? En el circuito de todo intercambio entre emisor y receptor, el claroscuro es esencial: bajo el velo provisto por la sombra se recompone el gesto desfigurado de quien se ha visto como no quería y, sobre ese semblante restituido, puede venir a dar la luz cuando a su turno le toque al descubierto alzar la voz y conducir la mirada ajena a la conclusión contraria.

microfono

Lengua franca

El opio de las letras
El opio de las letras

Todo empieza a falsearse entre escritor y lector cuando éste, en la cabeza de aquél, deja de ser un semejante, un igual, él mismo (¿quién de los dos?), para en cambio devenir un objetivo, un target cuyo perfil, naturalmente, sólo puede ser sesgado, nunca frontal ni menos entero, de manera que toda equivalencia entre uno y otro queda rota por el desequilibrio implícito entre la parte y el todo, o el que domina aunque sea ilusoriamente el circuito de comunicación propuesto y el que sólo ocupa su lugar, cada vez virtualmente situado con mayor precisión, dentro del sistema puesto en marcha. Pero también la figura del emisor mengua durante el proceso, tanto como procura adaptarse a su receptor y a medida que éste alcanza por su parte una mejor, más alta, más acabada definición. Los dos entran así en falta, reducidos a una expresión y una representación cuyo marco, determinado a pesar de la diferencia introducida entre sus extremos por iguales reglas para ambos,progresivamente se ajusta de manera cada vez más adecuada a la norma social imperante sobre el proyecto de lectura en curso. Lo que acaba por anular la obra entera clausurando su apertura ya en el inicio y remitiendo su completo discurso a una más que aconsejable elipsis para el inquieto lector sin tiempo que dedicar a refundiciones.Alienados dentro de la circulación de un lenguaje en transmisión continua al servicio de un programa cambiante pero unidireccional que determina la necesidad de alcance inmediato e influencia comprobable de los mensajes emitidos, quienes aspiren a encontrar un cuerpo en lugar de su codificación tendrán que sintonizar otra frecuencia y captar, en el interior de la misma corriente de palabras,la onda de una voz particular como sólo puede venir de un individuo, cualquier sujeto, capaz de hablar en nombre propio y autorizado por su trabajo a firmar lo que produce.Escribir tiene como meta alcanzar esa lengua franca que es a la vez el punto de partida de cualquier testimonio legítimo, la unidad mínima de valor sin la cual no se agrega ningún otro. Si existe un punto de encuentro cierto entre autor y lector, coincide sin duda con éste: punto de llegada y de partida a la vez, a él se superpone, o es él mismo, aquél donde la claridad ideal de un agua virgen impide distinguir al autor del lector en el espejo. Ni el más esencial de los ríos discurre en un solo punto, pero es la leyenda de esa gema la que mantiene abierta la garganta por la que ha de fluir la verdad.

Y una voz para cantar
A voz en cuello

Coro. Lo que distingue a la voz propia, es decir, a la voz de alguien, a la voz que sale de un cuerpo, no es el nombre, sino el timbre. Aunque en cualquier manifestación colectiva las voces se mezclen, la multitud más anónima se compone de cuerpos separados y el efecto conjunto es resultado de un fallo en la percepción, similar a aquél al que el cine, compuesto por fotogramas, debe su vida. Pero no es en el registro donde se cumple la verdad que éste predica, ni en la síntesis alcanzada por la correcta armonía de los elementos, sino en el fondo sin forma de cada uno de éstos por separado y más allá de los mensajes que lancen o dejen. O, según la imagen del coro ya aludida, no en el aire habitado ni en la voz plural o singular que lo agite, sino en las cuerdas vocales empleadas y distribuidas por garganta, como es sabido. En el azar general, aunque se pierda para los puntos de vista de sus contemporáneos y sucesores en el viejo agujero negro del “tiempo de pies ligeros” (Marlowe), cada cuerpo tiene su destino y guarda sus huellas.

La actualidad como posteridad. La vanidad de cada época cree que su juicio es tan certero cuando olvida a unos autores del pasado como cuando recuerda a otros. Nuestra posteridad, si llega a  ocuparse de nosotros y así reconocerse nuestra, también podrá opinar sobre las tonterías que elegíamos conservar a expensas de otras verdades, sobrevaluadas a su debido tiempo por sus destinatarios.

Una fuerza del pasado
Una fuerza del pasado

Transformación de un uso. En La revolución del lenguaje poético, una de sus obras mayores, Julia Kristeva observa cómo, en la poesía llamada de vanguardia, surgida con poetas como los que aquí estudia, Mallarmé y Lautréamont entre otros, el goce no depende del uso del lenguaje, sino de su transformación. Podría decirse, aunque tal vez ya lo diga el texto, que esto ocurre más o menos con la poesía desde siempre y que es lo que la distingue de la comunicación; pero, más allá de estos matices, aunque es cierto que las dificultades de interpretación de la poesía no tradicional hacen de lo observado por Kristeva, además de algo demostrado, un tema por tratar, lo que no hay que olvidar, y menos si se considera la ya mentada dificultad, es que lo normal es gozar con el uso. Pues el uso del lenguaje es su circulación y el goce que da es la participación en ella, en la comunicación, de boca a oreja y de boca en boca, con su ilusión sostenida de hacer contacto, percibir y ser percibido. Lo que no se satisface con el uso es lo que desea y busca la transformación, como el acto sexual puede mostrarse repetidamente insuficiente y exigir complementos imaginarios, estéticos o afectivos diversos. Los poetas, como tanto insisten sus biógrafos, suelen tener sus rarezas; aunque uno muy célebre, tras proceder con decisión al desarreglo de sus sentidos, al ver el agua y no poder beber decidió romper su cuenco. Rara vez el árbol da sombra a aquél que lo plantó: la poesía, liberada así por sus cultores, no los libera a ellos sino más bien sigue el modelo de esas leyes que, tras necesarias enmiendas, reconocen y acogen en su seno unas prácticas y conductas antes condenadas, privadas a partir de ese momento de un potencial de ruptura, agotada su novedad, convertido en ilusión.  

Forma y formato. El formato es la forma que precede a la materia, el concepto entendido como modelo a seguir por las réplicas, incluidas las variaciones. Dar forma a una materia es inscribir en ella el vacío que llevamos con nosotros y reprochamos a la naturaleza cuando no lo colma, pero la producción en serie en cambio llena el vacío de un molde, un formato, repitiendo lo previsto hasta que es la repetición lo que define por fin una forma, repetida. Pues, antes que alcanzar una forma, todo individuo de una serie ha de responder a un formato. No hay piezas únicas en la colección programada, o si hay alguna lo es como accidente, a menudo inadvertido, o rareza dentro de la serie, determinada en cambio por el mayor parecido entre las otras piezas. En este esquema, cada alternativa desechada es un modelo de lo que se podría haberse hecho siguiendo el camino que sugería, probabilidad para siempre caída al margen de la realidad. Pero es fácil dejar de lado al marginal, sobre quien además recaerá la culpa por semejante distancia abierta entre la realización y el proyecto.

Desde la torre. Como Hermes durmió a Argos contándole historias aburridas, así la industria del entretenimiento distrae la atención de su propósito y la dispersa entre unas chimeneas que no lanzan más que humo.

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Descripción de Fleur Jaeggy

En primera fila
En primera fila

El hilo que une el cuerpo de un escritor con lo que escribe normalmente es invisible. Cuando en cambio, como en este caso, aparece en la superficie, resulta difícil de describir.

Conferencia de Roberto Calasso. Me siento en la segunda fila. En la primera, una butaca a mi derecha, está ella. La reconozco al levantar la vista, después de dejar mis cosas junto a mí. El ángulo de visión descubre primero esa suave zona recóndita, vulnerable, punto de ataque de los grandes felinos, donde oreja, nuca, cuello y maxilar en composición juegan a esconderse y dejarse ver tras el pelo suelto o sujeto a diferentes grados de gobierno. Más allá está el perfil, atento al estrado; hasta sugiere, por la elevación de la nariz, que la mirada detrás de las gafas metálicas atraviesa el punto de llegada relativamente cercano para fijarse, decidida, en alguna intención oculta madurando a espaldas del conferenciante y sus presentadores. No habría por qué extrañarse: alumna que ya ha oído antes y conoce bien la lección, permanece sobrevolándola sin perderse ni preocuparse tampoco por la continuidad del argumento. Pero aun así me sorprende, aunque ya lo anunciaba su prosa tan delgada, el aire juvenil de esta mujer de la edad de mi madre, que sin embargo en cuanto se levante para deslizarse de un punto a otro de la sala apuntando con su máquina fotográfica manifestará en plenitud el inesperado equilibrio entre ambos polos, ubicua o furtiva ligereza adolescente y desencantada determinación adulta, en que parece sostenerse. Por debajo de la europea sutil, de su moderna elegancia sin adornos, aparece un curioso animal salvaje y frío: salvaje por la inmediata relación de su cuerpo con el espacio en el que se mueve y el reposo que guarda en su interior, como una plataforma desde la que lanzarse o una guarida en la que siempre es posible el repliegue; frío no por indiferencia o frigidez, sino como se dice “sangre fría”, una sensibilidad en directa conexión con lo que despierta, lo que corta el sueño, una aguda percepción que se traduce, casi en cuanto sucede, en reacciones y observaciones precisas. Las fotografías, como captación a la vez que congelación de lo vivo, ilustran, aparte de la imagen que muestran, esta visión instantánea que se actualiza cada vez que la cámara es disparada. Reconstruida la secuencia de pequeños cuadros flagrantes, tenemos un relato; leído el relato, tenemos un testimonio de lo que las fotografías prefieren callar.   

El texto es el análisis de lo que el cuerpo de la autora es la síntesis.

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Por un neomaterialismo

Aretha Franklin
La hija del predicador

¿Puede darse que el agua quiera cambiar el curso del río? ¿Puede el intérprete, sin pasar del aquí y ahora que define su situación al plano abstracto donde las situaciones sólo pueden proyectarse, devenir autor? Podemos escuchar a Aretha Franklin, por ejemplo, y advertir cómo, en el final de Eleanor Rigby, prolonga la sílaba única de la palabra die para concentrar en dos segundos todo el reprimido dramatismo de esa muerte y enseguida, despachándolo cortante, creando así un contraste tan violento como una tachadura, suelta un nobody came que es el juicio más sumario imaginable de todos esos ausentes con los que desde un principio –el principio de los tiempos-no había que contar, y percibir en ese modo un tratamiento tan definitorio de la sustancia en cuestión que autorizaría la consideración de la potencia conceptual del que interviene en segundo grado virtualmente a la misma altura, aunque apoyada en otros puntos, que la del que lo ha hecho en primero y firma la obra. ¿Cómo se alcanza este pie de igualdad? Con los mismos elementos que han servido para establecer la diferencia entre materia y forma, los mismos elementos concretos –en este caso los de la voz: timbre, tono, silabeo, modulación- que, si logran afinarse a tal punto que tocan, materialmente, la misma fuente de la que ha bebido para la ocasión quien ha ideado la pieza, se encuentran en las mismas condiciones y con igual derecho, pues también sus posibilidades son las mismas, a incidir de manera sustantiva, no sólo adjetiva, por muy hondo que calen sus calificativos, en la expresión y en lo expresado. Así es cómo Racine, elevándolo a su colmo, llega a poner en crisis el ideal y modelo de una tradición académica que sigue a rajatabla, con sus tres unidades estrictamente respetadas y las claras categorías de su mundo vertical, como puede vérselas en La Gloria, Tiziano, Museo del Prado, rigurosamente contempladas, y a ofrecer un cuerpo de obra de tan sólida constitución física que, aun concebido para una escena frontal, admite tantos puntos de vista como un monumento público paseantes a su alrededor. Al revés de lo que se aprende en los manuales de escritura, donde la idea es el punto de partida y preside un desarrollo en definitiva autoritario, avanzando siempre hacia un objetivo lo más prefijado posible mientras se descarta todo aquello que no sirva a ese fin, ir de la materia hacia la idea que mejor le convenga según vamos conociéndola, dando al orden el carácter provisorio que le corresponde en una composición de la que no es esencia sino a lo sumo vehículo y eso hasta cada nueva lectura que deje a un lado sus señales al percibir sus huecos, puede situar desde un comienzo al que escribe mucho más cerca de algo valioso que empeñarse en identificar sus propios pensamientos con unos conceptos manifiestos en ejemplos acabados que sobre todo, en general, promueven la imitación, rara vez algo mejor que una falsificación o una pose. La mayoría de los casos particulares lo niega, pero en lo general la materia precede a la estructura, en sí misma una interpretación, o, mejor dicho, tiene una estructura distinta de la del discurso con el que tratamos de referirnos a ella. La aproximación aquí propuesta no deja de tener su costado científico: en lugar de partir de una idea y pasar por las sucesivas etapas de su desarrollo –sinopsis, argumento, escaleta, texto- hasta lograr su consolidación eludiendo objeciones y pruebas de lo contrario, atenerse a lo más inmediato sin imponerle una idea previa para en cambio concentrarse en lo que presenta. La materia piensa, dijo tal vez Demócrito. La narrativa también, a condición de privilegiar su materialidad en lugar de relegarla a una función ilustrativa de la eficacia de recursos y reglas.      

La Gloria (Tiziano, Museo del Prado)
Un cosmos vertical

El escritor ante el espejo

Aschenbach cambia de estilo
Aschenbach cambia de estilo

La elegancia no puede ser mi estilo, ya que exige sobriedad y la expresión es en mí un desbordamiento. Sin embargo, el barroco es un estilo y hay una elegancia en Dioniso. ¿Me atreveré a declarar estos modelos, podré acaso seguirlos hasta el fin? También hay una elegancia en la locuacidad, en el discurso adecuado al pensamiento que así llega a ser capaz de provocarlo, de hacerle crecer otro brazo para acomodar una manga, o de invertir la relación desarrollando el cuerpo para encajar el vestido. Tales piruetas sí que puedo hacerlas. Y “el mundo no es un lugar muy elegante, ¿sabes?”, como decía Zulawski en una vieja entrevista memorable. Sin embargo, hace también muchos años, escribí otra “confesión” como ésta, en verso como lo hacía entonces: Necesito paz como el agua un lecho / para ser río y llegar a destino. Lo que aquí no se menciona pero está implícito son los márgenes, la restricción que corta el derrame y da sentido a la corriente, imponiendo un curso a la materia. Un diseño, por tanto, y una línea, un límite, preciso aunque su recorrido pueda ser caprichoso. ¿La aberración de un estilo? No si es cierto que “el loco, persistiendo en su locura, llega a ser sabio” (Blake). Pero si el modo moderno de entender la elegancia, el nuestro, está hecho de sobriedad, de crítica, de aplicación de un criterio para el que todo adorno sin el apoyo de una causa o necesidad que lo equilibre más que exceso es defecto y de acuerdo con el cual todo esplendor deviene irrisorio desde el momento en que deslumbra a su emisor, y la ceguera es lo más temido para aquel que se precia ante todo de su capacidad de discernimiento, base de su propia distinción, lo que un estilo moderno procura conjurar es la monstruosidad de los antiguos soberanos, vivos aún en los sueños o delirios de omnipotencia que persisten en su esencial extrañamiento del tiempo y del progreso, y a lo que tiende no es a la gloria a la que aspiraban nuestros mayores, sino a una diestra ubicuidad a la medida de los tiempos que corren y de los distintos géneros que le salen al paso, determinados a su vez por los soportes de las publicaciones y su horizonte de distribución, o sea, sus circuitos de circulación, lo que deja en suspenso una vez más la cuestión del destino, pues todo eso gira en redondo hasta su entropía. Nos hemos alejado ya mucho de la costa, pero volviendo al rumbo emprendido en la partida lo que allí flota es la tensión entre las metas sucesivas con las que el nihilismo contemporáneo apuntala su falta de norte y lo inabordable del sol que conoció Ícaro a su modo. Las modas cambian, ésa es su esencia; el tiempo hila esas perlas y las colorea, cambiándolas de nuevo a medida que se alejan; la elegancia es la razón o el capricho según la temporada. Pero el cuerpo humano, mortal cuya muerte interrumpe a cada baja ese fluir, no vive igual bajo cualquier vestuario ni es siquiera el mismo: cada decisión ante el espejo tiene previsibles e imprevistas consecuencias y así el estilo, definiéndose, define un destino que lo cumple y al que cumple línea a línea, corte a corte, por entero y sin por eso delatar el desenlace.

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Lo que dice el psicoanálisis a propósito de la novela actual

Éxtasis de Santa Teresa (Bernini)
Éxtasis de Santa Teresa (Bernini)

Todas las disciplinas nos ofrecen reportajes de viajes al país del goce. No sólo los de aquellos que consagran su cuerpo a la exhibición, sino también los de aquellos que se consagran a los juegos de palabras. La literatura no se dirige ya al estómago, como denunciaba Julien Gracq, se dirige al órgano “fuera de cuerpo” que presentaba Serge Cottet en las Jornadas (La langage, corps subtil, Revue de la Cause freudienne 44). En el país del goce el escritor tiende a situarse como periodista: cada uno describe su incesto, su estancia en el país de tal o cual práctica más o menos perversa, nos cuenta cómo fue adepto de tal o cual manera de gozar. En el epicureísmo de la época, la ascesis abierta por el atomismo lucreciano se transforma en estancia estúpida cerca de las partículas elementales. Lo importante es que el sujeto se exceptúa de ello: pasa esa estancia, juega de nuevo su partida en otra parte. Que no crea otra cosa. Más que ser célebre un cuarto de hora, el sujeto moderno quiere atravesar las diferentes santificaciones del cuerpo, las diferentes maneras en que el goce lo marca, sin ser verdaderamente clasificado. En este sentido, se trata de una posición femenina del sujeto, menos definida por la fijeza de la perversión del lado macho, en donde el objeto a verdaderamente localiza su huella.

Por ejemplo, Amelie Nothomb
Por ejemplo, Amelie Nothomb

Así como el barroco ha querido regular los cuerpos por medio del agotamiento de todas las representaciones posibles del exceso pulsional, la mostración de estos juegos del cuerpo y del goce intenta producir una regulación a través del agotamiento de las formas de representación del exceso de goce. Cualquiera que sea el rasgo de perversión imaginado, ya habrá sido representado: una identificación es ya “prêt-à-porter”.

Éric Laurent, El reverso del síntoma histérico

Pasiones de quita y pon

Notas al margen

La sangre de un poeta

Masas acríticas. Denso es el signo que se demora en manifestar su sentido o, mejor, los varios sentidos que en él se cruzan produciendo una unidad difícil de descifrar. De ahí su resistencia a la lectura veloz y la impaciencia que causa, poniendo a prueba al lector a cada página. Ligeros de juicio aquellos a quienes estos volúmenes se les caigan de las manos. Ligero su juicio pero densa en cambio la masa que oponen a la potencia vectorial del lenguaje.

Grey. ¿Qué reclama el público actual? Que la misa se dé siempre de espaldas a Dios.

Los acumuladores. “Mete dinero en tu bolsa”: éste es el consejo que el propio Iago no sigue –pues su secreto es que no tiene bolsa-, en tanto la mayor parte del público, en cambio, sí que lo hace, religiosamente, cada día, pero, como ése es su propio secreto, finge –y se lo cree sinceramente- escandalizarse al escucharlo, aun si se permite una sorda fascinación ante el espectáculo de ese mal cuyo ejercicio, denunciado justamente por el desposeído, no de lo suyo –heredado o robado-, sino de ese órgano o función que debió haber sido su propia capacidad de poseer, le ha sido arrebatado por un par de horas a cambio de esa inocencia en suspenso que le permite gozar de la tragedia. Lo mismo pensaba Grotowski de los pequeños Creontes que, transformados en la platea cada noche por el ataque frontal dirigido contra ellos, simpatizaban invariablemente con esa Antígona a la que ni por un momento, ni a ninguna hora bajo la luz del sol, habrían abierto la puerta de sus almacenes. La misma mayoría se vuelve aplastante en cuanto salimos del teatro y consideramos la cantidad de gente que ni siquiera está dispuesta a dar un paso –o una moneda- para entrar.

Intérpretes calificados. Rotundidad del adjetivo que no describe sino que sólo califica para situar en el imaginario social y competir por la atención: la mujer “hermosa” sin más, o la “más bella”, o el “mejor” lo que sea de su tiempo, o “el más grande”, o cualquier otro calificativo categórico por el estilo. Los matices aquí nada aportarían, sino que, al contrario, quitarían; pues no se trata en estas historias de individuos que hayan nacido alguna vez, sino sólo de categorías para las que una sombra sería una mancha. Todo personaje plenamente identificado con su función tiene un puesto asegurado en la industria del entretenimiento.

Baudelaire al margen

Vanguardias. Los poetas, que siempre toman la delantera, también preceden a los otros en el camino de la ruina. “Primero se llevaron a los poetas, pero yo no me preocupé porque no era poeta. Después se llevaron a los dramaturgos, pero yo no me preocupé, porque no escribía teatro. Luego se llevaron a los ensayistas, a los filósofos, a los cuentistas… Ahora les toca a los novelistas y en las librerías ya no preguntan por mí.” ¿Está la humanidad por consumar la traición definitiva? ¿Pero a qué? ¿A la cultura? ¿A la tradición? ¿A la vida, para que la muerte viva una vida humana, como se ha dicho? ¿A la muerte, para que la vida se vea libre al fin de todo más allá?

Freaks. Lo que la gente quiere y busca en el lenguaje es compañía. La literatura ofrece un amigo –¿el libro, el autor?- que puede incluso devenir de cabecera o dilecto, pero el otro modo, más común, de compañía es la pertenencia –no de la compra a su propietario, sino de éste a su categoría dentro del público objetivo-, y de ahí el deseo generalizado –y anónimo- de participar y hacer participar en los así llamados –y así constituidos- “fenómenos” editoriales, no muy distintos, para felicidad del marketing, de los culturales, mediáticos o de cualquier otro tipo, incluyendo las catástrofes naturales o políticas hoy globalizadas. La amistad en cambio singulariza, por lo que aísla a la vez que acompaña. Crisis del libro de bolsillo, auge de las redes sociales.

Blanco sobre negro. Philippe Sollers escribe en blanco sobre negro. O al menos procura ser así de afirmativo. Será por eso que al ajedrez elige las blancas. Pero a menudo, como dice Bossuet, “un hombre brillante siente debilidad por las penumbras”. Y al asomarse al pozo del vampirismo encuentra material para la parodia. Notas al margen de Melusina y la vida extranjera, de Catherine Louvet: Melusina, como su nombre no indica, es una muchacha de hoy, orgullosa y valiente, libre ejemplo de la mujer moderna… Sensual, auténtica, impactante, fiel, aventurera, golosa, liberada, voluntariosa, enamoradiza, engañada, directa, salvadora, mujer de mundo, sulfurante, madre y, un día, abuela, seductora, mujer de interior, mujer de negocios… Bueno, no voy a tragarme toda la historia, hago lo que hago con las novelas en general, busco las escenas de amor… “La áspera tela de las sábanas irritaba, a través de su camisón, la punta de sus senos… Se irguió con rabia, furiosa al sentir que crecían en ella unas ganas incontenibles de hacer el amor. Se arrancó el camisón y, con brutalidad, calmó su deseo.” ¡Uh!… Irritaba… Con rabia… Furiosa… Incontenibles… Arrancó… Con brutalidad… ¡Pero si es un tornado!… Y qué preciosidad: “calmó su deseo”… ¿De qué se trata? He aquí lo que diferencia la literatura verdaderamente popular de la literatura a secas. Porque suponed que Catherine escribe sencillamente: “Ella se hizo una paja.” ¡Catapum! ¡Todo se hunde!  ¡Los comerciantes se ofuscan! ¡El medio se descompone! ¡Las señoras se abstienen de comprar en los puestos! Mientras que: “calmó su deseo”, ¡os hace estremecer! ¡“Calmó su deseo” es  como decir “las comodidades de la conversación” en vez de “los sillones”! (Philippe Sollers, El Corazón Absoluto, 1987)

La punta del iceberg. Se considera que un escritor es frío cuando se siente o hace sentir que lo que más le importa no es el amor de sus lectores. Habría que ver cuántos de éstos son sensibles a otros sentimientos.

Cuando el cuerpo alza la voz

Gesticulismo. Maníaca somatización de los personajes de tantas novelas. En Faulkner siempre es importante lo que el cuerpo sabe o recuerda por sí solo, más acá de la mente, a cuyos ardides y proyectos con prudencia o conocimiento del dolor se resiste, o a la que arrastra una y otra vez detrás de lo que sacia su apetito. Esto último, sin embargo, nunca está muy lejos y sobre todo habita siempre dentro del campo de lo perceptible por los sentidos. Saer empieza así uno de sus Argumentos: El cuerpo manda avisos que dicen: “no se olviden, allá arriba”. Pero lo que hacen los novelistas gesticulantes –o gesticulares, o gesticulistas- es exactamente lo contrario: la explotación del cuerpo por una mentalidad afiebrada y paranoica que lo utiliza para expresar sus delirios, liberados justamente de todo límite por la falta de la medida que da el cuerpo. Y de ahí esas metamorfosis inverosímiles, esa porfiada insistencia en sudar, llorar, gritar, temblar o sufrir taquicardias que se apodera de los humanos ficticios en aprietos, apuntalada por la divulgación científica en lo que hace a la precisión y por la experiencia cotidiana adulterada en cuanto a la verosimilitud que la exhibición exige. No hay salvaguarda más económica contra la introspección y sus opacidades que este histrionismo por el que el corazón humano se blinda a los extraños y hace su publicidad.

Carrera trunca. Donde un sofista puede ser profesional –y siempre tiende a serlo-, un filósofo nunca puede dejar de ser un aficionado. Es el “amante de la sabiduría”, ya se sabe. Pero es el profesionalismo como sofisma lo que habría que explicar.

La servidumbre de sí. Según me dice un amigo emprendedor, el margen de ganancia en la producción es mucho mayor que en la distribución; gracias a eso, como productor, “no estás obligado a ser tan bueno para crecer”. Según Spinoza, “todo lo excelso es tan difícil como raro”. De acuerdo con esto, en la economía al menos, habría un conflicto entre la excelencia y la rentabilidad, como si aquella, contra lo que un productor inocente podría imaginar, fuera en menoscabo de ésta. Es un modo de considerarlo. Pero más sabio parecería buscar un equilibrio, lo que es posible encontrando un fin; que mi amigo sirva de ejemplo. Así como algo determinante dispone en nuestro interior de nosotros y nos impone cada vez más ese sentido que podríamos llamar nuestro destino, obligándonos a acomodarnos a él tanto si lo cumplimos como si no, disponemos de algo permanentemente negociable que podemos acomodar a nuestras circunstancias para sobrevivir y en última instancia defender nuestra causa mayor, forzada por su intransigencia a vivir al margen. El pensamiento dominante, como todo señor, necesita siervos. O, por lo menos, empleados fieles y eficaces.

Horizonte. A determinada edad, cierta poesía se abandona. No es el sentido sin cesar suspendido lo que sirve para vivir, sino las conclusiones parciales. Mónica Vitti en El desierto rojo: “Me da miedo quedarme mirando el mar, porque después ya no me importa nada de lo que hay en tierra.” Sin embargo, el mar devuelve a sus ahogados. Y, para cruzarlo, hay que meterlo entre dos costas. La visión del infinito impone un límite, aunque no lo fija. Todo se juega en esa oscilación.

La mirada de Michelangelo