
El hilo que une el cuerpo de un escritor con lo que escribe normalmente es invisible. Cuando en cambio, como en este caso, aparece en la superficie, resulta difícil de describir.
Conferencia de Roberto Calasso. Me siento en la segunda fila. En la primera, una butaca a mi derecha, está ella. La reconozco al levantar la vista, después de dejar mis cosas junto a mí. El ángulo de visión descubre primero esa suave zona recóndita, vulnerable, punto de ataque de los grandes felinos, donde oreja, nuca, cuello y maxilar en composición juegan a esconderse y dejarse ver tras el pelo suelto o sujeto a diferentes grados de gobierno. Más allá está el perfil, atento al estrado; hasta sugiere, por la elevación de la nariz, que la mirada detrás de las gafas metálicas atraviesa el punto de llegada relativamente cercano para fijarse, decidida, en alguna intención oculta madurando a espaldas del conferenciante y sus presentadores. No habría por qué extrañarse: alumna que ya ha oído antes y conoce bien la lección, permanece sobrevolándola sin perderse ni preocuparse tampoco por la continuidad del argumento. Pero aun así me sorprende, aunque ya lo anunciaba su prosa tan delgada, el aire juvenil de esta mujer de la edad de mi madre, que sin embargo en cuanto se levante para deslizarse de un punto a otro de la sala apuntando con su máquina fotográfica manifestará en plenitud el inesperado equilibrio entre ambos polos, ubicua o furtiva ligereza adolescente y desencantada determinación adulta, en que parece sostenerse. Por debajo de la europea sutil, de su moderna elegancia sin adornos, aparece un curioso animal salvaje y frío: salvaje por la inmediata relación de su cuerpo con el espacio en el que se mueve y el reposo que guarda en su interior, como una plataforma desde la que lanzarse o una guarida en la que siempre es posible el repliegue; frío no por indiferencia o frigidez, sino como se dice “sangre fría”, una sensibilidad en directa conexión con lo que despierta, lo que corta el sueño, una aguda percepción que se traduce, casi en cuanto sucede, en reacciones y observaciones precisas. Las fotografías, como captación a la vez que congelación de lo vivo, ilustran, aparte de la imagen que muestran, esta visión instantánea que se actualiza cada vez que la cámara es disparada. Reconstruida la secuencia de pequeños cuadros flagrantes, tenemos un relato; leído el relato, tenemos un testimonio de lo que las fotografías prefieren callar.
El texto es el análisis de lo que el cuerpo de la autora es la síntesis.
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