
Suele ocurrir que en las historias policiales la solución no esté a la altura del enigma. De ahí el descontento del detective, que acaba siempre de regreso en la oficina abandonada, con su botella de whisky a la espera de una nueva cliente. La mayor parte de los casos son decepcionantes, como no deben serlo en la ficción, y en cada una de estas historias, por lo general, el interés se pierde a medida que se avanza hacia el fin, con un pozo especialmente profundo en el medio antes de que el sabueso huela al culpable y la acción, con el camino despejado, vuelva a acelerarse en un último intento de arrastrar al lector en su corriente: motivo por el cual los planteos suelen tomarse tantas páginas y las soluciones precipitarse como el halcón sobre su presa, es decir, en picada desde lo alto del enigma hacia lo bajo de un simple culpable. Cuando el argumento va perdiendo significado por los caminos de la rutina y los tópicos del género, el objeto de la investigación se degrada de misterio a secreto, extinguido y digno de olvido ni bien acaba de ser descubierto.

Puede decirse entonces que la trampa ha fallado. ¿Pero de qué trampa se trata? De aquella por la que un misterio, bien representado, se aviene a encarnar en un secreto y por él volverse accesible a las circunstancias cotidianas. Cuando, en lugar de éste, el motivo del relato es cualquier incidente cuyos motivos se esconden, difícilmente un significado sobreviva al esclarecimiento del crimen. Y el regreso al orden se hará con las manos vacías, porque la revelación habrá sido trivial. No menos que su objeto, al que un cambio de perspectiva tan nimio como el que puede obtenerse mediante un leve desplazamiento lateral suele bastar para hacer visible: ahí está el asesino atrás del árbol. Tinieblas que un solo paso en la dirección correcta basta para atravesar, en la medida en que ésta es exactamente la contraria a la indicada para penetrar en el misterio. Lo que es justo, ya que es la siempre abierta posibilidad de que éste sea un engaño la que pone a prueba su verdad y excluye el recurso fácil tanto a lo sobrenatural como a lo metafísico de bordes difuminados. Para eso sirve el secreto, naturalmente en su forma más pura, que no por casualidad para este uso es la más falsa: pues es la que recubre la nada, en la medida en que representa el probable vacío de todo significado por debajo o detrás de cualquier fenómeno, y aun de la suma de todos ellos. En el mundo que así resulta, lo inexplicable subyacente a la idea de misterio no es más que fantasía y todo recurso a cuanto la convoque sólo puede ser una estafa. La fe está llamada a perderse o a ser causa de engaño. Así, en esta tela de araña tejida sobre el vacío, el secreto ya descubierto resulta siempre una pequeñez que avergüenza a quien lo guardaba, ya fuera para engañar a otros o a sí mismo; y si es un tercero el que lo ha descubierto, no tardará en avergonzarse de su curiosidad o de su presunta sagacidad. Cuando Edipo sugiere a la esfinge la solución del enigma –ya que no afirma sino que pregunta, pero acertando-, ésta se precipita al abismo cavado por su honda vergüenza, ocultándose: Edipo es ahora el poseedor de la clave que a su turno lo hundirá a él. Sin embargo, aquí el misterio resiste: la esfinge tiene dónde esconderse y el enigma continúa viviendo en Edipo. La historia, como sabemos, no concluye sino que resurgirá y sus consecuencias dejarán huellas hasta en la tierra que en ese entonces no se conocía. Pero una vez descubierto el culpable de un crimen de entretenimiento, es decir, de uno de esos crímenes fraguados por un profesional del relato para su resolución por otro ficticio con placa o licencia, uno de esos crímenes que a veces, por motivos de prestigio o aspiración literaria, son vinculados a historias clásicas de incesto y homicidio como la aludida, una vez identificado el criminal y aclarados sus móviles, ¿qué les queda, a los lectores y al detective de turno, al cabo del pasatiempo en el que se han ocupado?

Desechados subterfugios tales como la denuncia social, la penetración psicológica o el debate entre acción y razón, queda en pie la escena más tópica y romántica: el momento en el que la misteriosa clienta entra a la oficina del desencantado detective y el misterioso encantamiento se pone en marcha. ¿Es ella verdadera o falsa? ¿Procura simplemente engañarlo o, detrás de todos sus velos y medias palabras, hay un misterio del que ella nada sabe pero que habla a través de ella? Él duda: la experiencia lo vuelve escéptico. Pero es sabido que el suspenso es parte de la naturaleza del amor. La comunión con el misterio dependerá entonces de esta incertidumbre. Si cesara, la decepción sufrida sería la del secreto descubierto y el estéril resultado la conversión de un símbolo en objeto, fósil, resto, quizás fetiche pero ya no llave. Pero si, perdida la mujer, la duda sobre su complicidad persistiera, el fantasma invocado desde el día en que él pintara nombre y oficio sobre el vidrio esmerilado de la puerta de su oficina podría atravesarla cada noche, liberado de su selva de equívocos e inevitables matones, para a su vez liberarlo a él de los pormenores de su recorrido callejero y dejarlo en comunión con el escurridizo corazón del laberinto. Suspendidas sus peripatéticas peripecias, quedaría para el héroe y sus seguidores lo esencial: el misterio que ninguna figuración como caso logra satisfacer y de cuya obsesión sólo un sólido cadáver de los que una investigación entierra para siempre podrá ofrecer ocasional distracción.