Bahía Blanca leída en Barcelona

A propósito de Bahía Blanca, de Martín Kohan (Anagrama, 2012)

Un lugar de perder
Un lugar de perder

A pesar de su brevedad, ésta es una novela que requiere paciencia. Sobre todo al principio. Las primeras sesenta o setenta páginas, precisamente antes de que se produzca el encuentro que el narrador quiere evitar a toda costa –con su viejo amigo Sidi, el único a quien sin embargo no ocultará la verdad-, deseo que implica en consecuencia que ésa es la parte del relato que tiene bajo el control que aspira a mantener, transcurren con una morosidad y una aparente falta de norte que sólo promediando la novela dejan ver con claridad sus propósitos. En ese momento todo lo anterior puede entenderse de otra manera, hasta el punto de que incluso puede decirse que potencia enormemente su sentido. Pero hay que tener la paciencia –al margen de que cada página esté bien escrita, de la calidad y adecuación de la prosa a la materia expuesta- de llegar hasta allí.

Porque es allí, alrededor de la página 70, al encontrarse el narrador con Sidi y a través del diálogo entre ambos enterarse el lector de qué es lo que había detrás del profesor que con la excusa de una investigación fabricada para la ocasión se había fugado a la “nada” de Bahía Blanca, donde este relato se abre de tantos otros, no poco habituales en la literatura argentina reciente, que se le parecen en cuanto monólogos obsesivos y discontinuos de un protagonista masculino que permanece distanciado de cuanto lo rodea a la vez que metido en su soliloquio y reacio a embarcarse en cualquier aventura tradicional, de esas que se pueden leer de corrido y se suele relacionar con la narrativa comercial preferida por la mayoría o el común de los lectores.

Esta consideración amerita a su vez una pequeña digresión a propósito de esa literatura discursiva y reflexiva, fragmentaria y contraria al suspenso, a la intriga, que suele contar con un reconocimiento crítico merecido por la calidad de su prosa, su ser tan evidentemente “literaria”, a la vez que despierta el temor y la desconfianza de tantos lectores y editores, deseosos de que se les narre algo, un asunto, lo que sea, en lugar de que se les ofrezca toda una serie de grandes y pequeñas consideraciones y descripciones que a sus ojos no acaban de ganar la animación que cabe esperar de un relato.

La novela en cuestión
La novela en cuestión

Mucha literatura argentina publicada y no de los últimos diez o quince años responde más o menos a esta descripción, al igual que una idea general, tal vez prejuiciosa pero no infundada, que en el extranjero o al menos en España puede tenerse de la literatura argentina. Discurso sin acción, actividad sólo mental, que se hable mucho y no pase nada, toda una serie de prevenciones que tanto al lector de libros como al de manuscritos se le pueden despertar al volver a enfrentarse a un texto narrado en presente por un hombre solo que da cuenta de sus percepciones día tras día. La náusea, después de todo, es un libro así, pero allí la aventura o el asunto que normalmente llenaría un argumento era sustituida por el progresivo despliegue de uno de los “ismos” más reconocidos del siglo XX, el existencialismo, con lo que toda esa acumulación de detalles en apariencia dispersos desembocaba al fin en una visión tan consistente como podría ofrecer una historia fácil de resumir. Cuando no se llega a un mensaje así de claro, faltando un argumento satisfactorio, el lector puede sentir que ese diario más o menos realista que le ofrecen en lugar de una evidente ficción lo deja con las manos vacías, o como si hubiera comido poco. Prevenido contra esta sensación de descontento, a menos que se identifique con esta visión solitaria del mundo y pueda sentir casi como que escribe el libro con el autor, es más que probable que se aleje al reconocer a ese tipo de narrador, ese tipo de prosa, ese tipo de voz cuya soledad sin el alivio de la animación de una aventura puede resultar tan opresiva, tan deprimente, como si se lo encerrara a uno con ese individuo cuyas obsesiones dejan tan poco lugar para alguien más. Este tipo de narrador sin romance ni misterio ni acción ni aventura arriesga siempre perder muchos lectores.

Destino y carácter
Destino para un fugitivo

Si ésta fuera la primera novela de Kohan, si no hubiera ya empezado a abrirse camino y en cambio estuviera intentando hacerlo con este libro, es muy probable que esas primeras sesenta y tantas páginas hicieran vacilar a más de un editor. Sin embargo, como dijimos, alrededor de la página 70 se produce el encuentro que el narrador procura evitar a toda costa y ocurren entonces al menos dos cosas: una, que todo el relato se da vuelta al aparecer la causa oculta, muy concreta, de la fuga del narrador a Bahía Blanca; allí, si antes uno quizás se ha impacientado ocasionalmente al tener la sensación de que no hará más que vagabundear por un ambiente muy bien descrito, sí, pero tedioso, en cambio podrá admirar la destreza con que se ha construido el aparente vagabundeo anterior para desembocar en la confesión que lo resignifica y lo recarga de sentido. Pero, además, y ésta es la segunda cosa que por lo menos ocurre, la novela, mediante el relato de un hecho con tanta tradición ficcional como es un crimen (el lector “común”, o la idea que se tiene de él, casi exige que todo relato sea policial; adviértase la infatigable popularidad de la novela negra), aquí se desmarca completamente de ese tipo de literatura a la que hasta ese momento se parecía tanto y prácticamente se para en la vereda de enfrente sosteniendo, aunque no se lo proponga, la siguiente acusación implícita: ¿no será que detrás de todos esos discursos obsesivos que no quieren soltar ni exhibir su objeto hay siempre una realidad en la que el narrador no tiene más remedio que descender a personaje y padecer la suerte que el resistido mundo le reserve? ¿No es mera represión lo que impide en esas novelas tan meditativas que los hechos y las acciones se encadenen entre sí para producir la ficción tradicional que el poco narrativo narrador rechaza? ¿No tendrá quizás razón, o al menos un buen motivo, el lector que las rehúye en busca de aventuras que le permitan a él dispersarse en lugar de obligarlo a concentrarse en unos fragmentos que no se le reúnen? Esta hipótesis literaria está formulada de una manera tan sutil o se desprende tan naturalmente del texto que en él no es necesario hacerla explícita.

Materia de elipsis
Materia de elipsis

La novela, entonces, que parecía del género meditativo “antinovelesco”, de pronto, a partir de que el intruso atraviesa el cerco del obsesivo, deviene casi un policial, con un secreto, intriga, vivacidad –la del diálogo mismo, que ocupa casi toda la sección central del relato- y hasta un humor directo como el que permite la evocación de Bonavena. Aquí todo se pone en marcha, aunque sea en retrospectiva, con ese ritmo que el Lector de Ficciones exigiría en principio siempre de su entretenimiento. Uno se olvida, pero de pronto cae en la cuenta de que este personaje, con quien tiene tanta intimidad al cabo de ya bastante más de media novela, es un asesino que no siente culpa ni remordimiento alguno, que sostiene su exterior de ciudadano normal como podría hacerlo cualquier persona real comparada con lo “interesante” o “pintoresco” que las criaturas de ficción se ven obligadas a ser, y que aquí, no en el comienzo, está el verdadero planteo de la novela, en torno al cual giran las distintas anécdotas y digresiones que el texto nos ofrece: el que la realidad misma pueda reabsorber cualquier acto en su propia amoralidad objetiva, al tiempo que los procesos de disociación pueden librar a cualquiera del sentimiento de culpa o aun de sentido de responsabilidad respecto de sus propios actos, permitiéndole sobrevivir como un “loco cuerdo”, lo que no deja de ser casi una instantánea de un sujeto que podría ser escandaloso en otra época mientras que en ésta puede ser considerado casi sintomático.

Éste es el nudo problemático de la novela. Se pueden apuntar otros rasgos, como su precisa atención a la melancolía de la adultez definitiva, la sensación de avanzar en un tedio que la red de comunicaciones en torno no hace sino acentuar, incluso el deseo de recuperar el pasado (a través, para el protagonista, de su ex mujer o de los vestigios de la vida que hace mucho compartieron) no tanto por el esplendor de ese pasado sino por la imposibilidad de establecer contactos vitales con el presente una vez ya gastada la juventud. Y también es interesante ver cómo, para este asesino, es la mujer el lugar de su crimen (aunque al que haya matado sea al segundo marido), ya que es a ella, a sus huellas y a su ambiente que vuelve siempre. En relación con ese lugar de culpa potencial no admitida por el discurso que se defiende, defendiendo al narrador, de la acusación que pondría en evidencia su insuficiencia, Bahía Blanca es una especie de limbo: ninguna felicidad es posible allí, pero tampoco lo es la fatal desgracia de perderla; es, en cambio, un lugar perdido de antemano, un lugar “mufa”, “gafe”, un lugar de perder, donde quedarse perdido.

Galíndez el héroe
El mito Galíndez

La novela teje, en torno a la pequeña intriga policial desmantelada con tanta habilidad que ofrece al lector de argumentos, toda una red de referencias que modulan lo esencial de su tema, tanto a través de los planteos del estudiante inoportuno a propósito de Crimen y castigo como de relatos dentro del relato, entre los cuales el más memorable quizás sea el de la pelea de Galíndez, a la épica altura del evento evocado. Hay sólo una de estas pequeñas historias que arriesga, al menos en un detalle, cierto grado de inverosimilitud: aquella en que el narrador no reconoce en la puta de Ingeniero White a la chica del locutorio de Bahía Blanca hasta después de acostarse con ella; sin embargo, atendiendo a la particular psicología de este narrador que en principio parece tan mesurado, ponderado, “normal”, puede uno admitir que algo así pueda ocurrir, aunque pueda parecer un poco forzado. Después de todo, en gran parte la gracia de la novela está en la posibilidad que ofrece al lector de “desenmascarar” a un narrador que al fin y al cabo miente por omisión; de ahí su insuficiencia moral, que la novela no declara, más bien al contrario, pero que se puede deducir.

Bahía Blanca no es una obra de ruptura con lo que Kohan lleva ya escrito, ni un salto más allá: es un trabajo que está en total continuidad con lo anterior, si bien no es redundante en relación con otras novelas suyas. Resulta particularmente interesante la tensión que establece con ese tipo de literatura a la que en un comienzo parece pertenecer: quizás tampoco esto interese al “gran público”, pero en cambio sí puede ser revelador de lo que se juega en esa barrera erigida entre la acción exterior que exige la conciencia para estar tranquila y el discurso ciego y sordo de su parte perturbadora, sobre todo de los hábitos del lector de ficción.

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La amnesia como metáfora

El ángel de la historia
El ángel de la historia

Lo que el lector desconoce y debe imaginar es su propia historia familiar. Por eso se identifica con el que indaga el pasado. Pero así cae de nuevo en la trampa de la Historia, esa pesadilla de la que Stephen Dedalus tanto quería despertar. Pues el pasado común se conoce y todos lo recuerdan, por más que finjan o lo desmientan según lo que manden las circunstancias actuales que les toquen. Pero es en cambio el pasado propio el que se ignora, el reguero de sangre del que cada uno es la última gota, pues ninguna otra fuente lo recoge sino que en cambio su propio cauce prefiere derramarse por completo a desentonar de la interpretación del himno consagrado. ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? El hilo con el que se trama la historia de la humanidad no es el de Ariadna, pero sí que los fotogramas en negro de la película heredada son cinta virgen. Lo que se busca no se encuentra porque sólo darlo por perdido es un acierto, pero la herencia legítima no es aquella por la que se disputa, reconocida al mismo nivel que el pasado histórico, sino la que es irrenunciable en la medida en que tampoco puede ser reclamada. O no legítima sino al margen de la ley, pues nada de lo convenido o predicable puede alterarla, ni tiene tampoco un curso prefijado del que desviarse.

Del árbol genealógico muchos quieren hacer leña
Del árbol genealógico algunos logran hacer leña

Premio consuelo. Alfred Nobel inventó la dinamita y fundó como compensación el premio Nobel. Esto último ocurrió precisamente hoy, 27 de noviembre, pero en 1895, cuando firmó su testamento un año antes de morir. Si la casualidad significa algo, es curioso haber pensado en él en esta fecha, aniversario de ese acto por el que el que el inventor y fabricante de armamentos procuraba modificar la memoria que, de acuerdo con el obituario francés de su hermano fallecido en 1888, al que el cronista, confundiéndolo con él, llamaba “mercader de la muerte”, imaginaba que quedaría de su persona cuando dejara este mundo. Reconociendo un legado suplementario, podemos decir que sobre todas las decisiones del jurado de su premio puede sentirse, planeando desde el origen, la sombra de la culpa con su clásico perfil de reformista. Cada vez que aseguraba haber cambiado, que los hechos de su historial no respondían a sus nuevas intenciones –situación que en el drama homónimo se repite más de una vez-, Ricardo III sabía que mentía. Pero no era su imagen póstuma lo que le importaba, sino su posición en la vida. En el caso de Nobel, el sueño retrospectivo de redención queda velado por el compromiso con el progreso ideal de la humanidad, manifiesto particularmente en el premio literario: “una parte a la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la literatura”, detalla literalmente su testamento, cuya tardía apuesta por las buenas causas procura compensar u ofrecer una indemnización por los malos efectos comprobados. Sólo así, le haremos decir, tomando prestadas las palabras que escribió al final de su primera novela el ganador y rechazador del premio Nobel del año en que nací, “llegaré –en el pasado, sólo en el pasado- a aceptarme”.  

lenguas vivas
El comediante añorado

Lenguas vivas. No es que no nos entendamos: es que no nos creemos. Así yo habré pasado mi vida social entera como un ateo en una comunidad religiosa, sin ser creído cuando era sincero ni franco cuando era creído, a causa de la irrealidad de mi testimonio para cualquiera firmemente anclado en los principios reguladores del intercambio. Ni Claudio logra arrepentirse ni Hamlet dar en otro blanco que Polonio, solapado impostor profesional y no en sólo una ocasión como Claudio, pero incapaz de pagar con su sangre la deuda en cuestión: pues no merece al fin y al cabo el mayor desprecio, sino el menor. En la fe se funda el equívoco y no en la razón, cuya lengua media entre unos y otros a lo sumo como una traducción aproximada. La exactitud no se cumple en lo social; por eso, cuando Hamlet por fin saca un arma y efectivamente acierta, elimina a quien más completamente representa lo que de veras aborrece y nadie le ha mandado atacar, comete un crimen y todo empieza cada vez más rápido a volvérsele en contra. Ese acto es suyo y tiene las consecuencias que el cumplimiento de lo previsto jamás habría alcanzado. Nadie sabe con qué invocación logrará que el mundo le responda, ni mucho menos callarse a tiempo; aunque toda una vida puede pasar sin que el verbo latente se pronuncie.

César debe morir
César debe morir

Conspiración demagógica. Antes la demagogia era obra de un tirano o se centraba en él, pero la muerte del padre ha entronizado el mito de la colaboración y es éste ahora el que alimenta el discurso en continuado, con sus consiguientes representaciones a cargo de la elite de Fuenteovejuna. Ejemplos: cualquier película de elenco multinacional o coincidencia de estrellas musicales sobre un escenario. O el dream team de un poderoso club de fútbol, con su tapiz de razas y pasaportes. Lo concentrado en cada cuerpo es relativizado y certificado a la vez por sus pares sobre la balanza, superioridad común atenuada y realzada en la misma exhibición por el velo de lo incalculable y el aura de lo sobrevaluado. Entre un gran hombre y un gran equipo la diferencia es esta repartida igualdad que fluctúa y del vacío necesario para que así sea viene el silencio cómplice que redondea el conjunto.

Uno de los nuestros
Uno de los nuestros

Olla a leña. En períodos de esplendor, los antropófagos devoran a los pueblos vecinos; en períodos de decadencia, se devoran entre ellos.

Punto inicial. Poca gente aguanta mucho tiempo el dictado de la inspiración. Por eso los textos intensos suelen ser breves. Después intervienen la represión, el formalismo, el preciosismo, el tecnicismo, los largos ríos del sudor derramado desde la chispa que encendió el motor, pero todo eso pasa y sólo queda al final de su transcurso lo más breve, que desde el principio no se ha movido. Lo que llega primero es el destino y todo lo que sigue son rodeos para aceptar o no sus consecuencias.

En busca de un final feliz
En busca de un final feliz

La trampa de la narrativa. Cuando el relato se orienta hacia el cumplimiento de una fatalidad, lo que se desvía de este camino es objetado por editores y lectores. Sin embargo, así como al final, según tanto dicen, siempre está la muerte, en el medio está la salvación: escapar por cualquier tangente, no dejarse jamás convencer de la supremacía del argumento, del valor de la historia por sobre toda otra cosa. La suspensión del sentido puede ser cuestión de prudencia o hasta de instinto de conservación: llegar a las últimas consecuencias de ideas propias o ajenas no es lo mismo y en esa diferencia, en no confundirse, cada uno puede encontrar la distancia entre salir del paso o precipitar la caída. La hoja en blanco la pone la vida y en ella se escribe con acciones. Los humanos, llenos de palabras, no nos angustiamos ante la página sino ante la escena, donde no alcanzan las palabras para sostener una idea ni tampoco una presencia. Por eso este pasar el testigo, o del testigo: el que se queda con la última palabra se lo juega todo a una carta y no es seguro que ría mejor, pues para todos los que ha dejado en el camino es incierto si su salida del juego corresponde a su liberación o su eliminación. Las grandes empresas, si no lo saben, lo intuyen, aun si, naturalmente, no extraen todas las consecuencias de cada caso, como lo prueba cada nuevo interlocutor que, en sucesivas y repetidas llamadas al departamento de atención al cliente, va encontrándose el frustrado perseguidor de una verdad que no buscaba. 

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La leyenda de la literatura

El peso de la tradición

Novelas sobre manuscritos, laboriosa o lúdica metaliteratura, obsesión de los que escriben por lo escrito, fascinación de los lectores por los autores, por sus vidas, por su oficio, por el origen fabulado de sus obras más que por éstas, su sentido o su destino, por el hombre detrás del creador, la biografía detrás de la creación, sustituyendo así la vida propia y la común por la proyección invertida hacia su mente del alma ajena, el personaje que la ficción ha dado a luz por la sombra de su padre imaginario, la visión del escritor por el color de sus ojos, la vida por la literatura como fuente y objeto de mitos. 

Sinopsis. Lo que se deja resumir es lo que ya ha sido contado. La experiencia directa no se deja resumir.

La pasajera del tiempo
«Deslizaos, mortales, no os apoyéis»

Desenmascarar la narrativa. La idea de sugerir, ser enigmático, dejar implícito, suprimir, borrar, elidir, ¿no parece encubrir a menudo una fuga, una huida hacia adelante, o sea hacia el desenlace, es decir hacia el cierre, la forma, la apariencia, mediante cualquier aventura o anécdota útil para escapar de una interpretación amenazante a la que se procura distraer o engañar retaceándole información? El misterio radica en lo visible, en la evidencia, no en lo oculto ni en lo alucinado, y de ahí que al rayo del sol, en el medio del descampado, se aparte la vista y se aluda a alguien que no está, respetándole el sitio.  

Localidades agotadas. El éxito depende a menudo de cuán fácil o difícil sea un talento de embotellar. Lo que depende a su vez muy seguido de cuánto hayan bebido ya sus seguidores.

Archivo de imágenes. Lo que un lector de novelas al uso de nuestro tiempo y a la medida de sus planes editoriales puede imaginar, según la costumbre de hacerse la película en lugar de entender el texto, lo que puede ver en su cabeza durante la lectura, pasando páginas o demorándose en ellas como quien conduce un coche por un camino recomendado y se detiene ante las sucesivas vistas más señaladas, ya ha sido en su totalidad previamente registrado y está en ese mismo momento a disposición de su inconsciente como lo están a la de su mano la carne y el detergente en las  góndolas del supermercado. La pintura realista jamás acosó así a nadie, con lo que siempre permaneció ante los ojos del espectador. El cine y sus sucedáneos se le han metido en la nuca, lo que traslada el pensamiento al aire fresco que se desplaza entre pantalla y retina, invisible en su claridad.

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Atendiendo a los bárbaros

Los escitas están entre nosotros
Los escitas están entre nosotros

Para cualquier poder de facto, los bárbaros son siempre buenos aliados. El de la fuerza es el lenguaje que éstos comprenden, el que hablan, y responder a él es su tendencia natural, su hábito, pues ya entre ellos el poder se gestiona así, más acá de toda ley escrita y, sobre todo, prescindiendo de enmiendas y consideraciones a posteriori. Los bárbaros quieren entrar en la ciudad, pero no sólo tomarla sino también ser reconocidos, vistos en ella y por ella: cuando lo advierten, empiezan a dejar de ser bárbaros. Pero, hasta entonces, muchas cosas pueden pasar y casi todas de hecho suceden, generación tras generación. A menudo la sola presencia de los bárbaros, de sus descendientes, completando la labor emprendida por la más tarde mítica horda ancestral, destroza la ciudad, que ya no se reconoce a sí misma habitada por sus conquistadores. Después de la toma y del saqueo, si los bárbaros se quedan allí, pronto asimilan las formas más bastas de la civilización sometida y fundan las bases de un nuevo status, tomando en serio y al pie de la letra lo que la decadencia y la sofisticación consideraban con cierta ironía. Lo mismo ocurre con la cultura: para el lector cultivado, por ejemplo, para el sutil espectador que se ha formado un gusto, es fastidioso ver a los recién llegados revivir cada vez lo que ya había dado por muerto y prestar su fe renovando el culto a lo que ya había sido convincentemente desmentido. Los lugares comunes del folletín como esencia de la ficción, el viejo narrador resucitado en medio de la muchedumbre de falsos inocentes reunidos a escucharlo para blanquear su memoria, las prácticas religiosas de siempre bajo otras formas y rituales que ni siquiera le hacen gracia, los viejos mitos adulterados para su nuevo uso efímero, todo resuena a su alrededor en continuado sin que pueda hacer nada para corregirlo, desoírlo, disminuir su volumen o torcer la pendiente que define sus inclinaciones. El mercado obliga a atender a los bárbaros, como lo saben todos los comerciantes de la ciudad sin diferencia de gremio, pues debe crecer siempre y para eso necesita un número de aportes que la delgadez del refinamiento no provee. Grueso torrente de consumidores derramándose por todos los canales de distribución: lectores de género del negro al rosa, devoradores de sueños, enigmas y crímenes, bebedores de sangre y lágrimas, practicantes de toda clase de cultos de bolsillo, buscadores infatigables de las nuevas fórmulas de la riqueza súbita y la eterna juventud, aprendices de todas las artes de la imitación, todos sus semejantes y los semejantes de éstos. Pesadilla del viejo Ovidio, who can’t go home again, perdido para siempre entre los aulios, los getas y la distancia que lo separa de los romanos que lo han sucedido. Los escitas están entre nosotros: tal vez nunca volvamos a vernos, incapaces de encontrarnos en el inquieto gentío. La humanidad polígrafa no deja bosque en pie y de su seno se espera, al parecer, no ya al Mesías, sino al Profeta. Inversión del tiempo y de los roles: la platea es el escenario, el crítico se esconde y calla bajo la concha del apuntador. Reestreno de El balcón en memoria de Genet: en la casa de doña Irma, el de Escritor es ya un papel consagrado.

Narradores anónimos
Narradores anónimos

Mitología contemporánea. Guy Debord señaló una particularidad de nuestro tiempo que probablemente se perpetúe en el futuro: dijo que “por primera vez, los dueños de todo lo que se dice son los mismos que los de todo lo que se hace”. Lectores formados por los medios de comunicación y no por la literatura, ni siquiera en su forma más baja o popular, más primaria o menos exigente, son los que conforman el público actual, al igual que el grueso del personal empeñado en hacer circular tanto ficción como no ficción y hasta el de aquellos dedicados a redactar lo que hoy se lleva. Su lenguaje es el de la industria del entretenimiento, una de cuyas formas es la información, y su noción de calidad responde a normas distintas de las que cumplía el objeto artístico para remitir a las que ha de satisfacer la producción orientada al consumo: eficacia, accesibilidad, rendimiento y aun otras definidas por neologismos de origen anglófono como usabilidad, entre tantas semejantes para quien destaque, por sobre su acumulación, su conjunción. Todo esto es lo que funciona mejor o peor mientras se lee cualquier novela que no ofrezca a su lector dificultades diferentes de las que enfrente, digamos, el detective de turno al timón del argumento. Pero la plena satisfacción del consumidor abstracto no es la del lector concreto, cuyo perfil será tanto más evasivo cuanto más literario sea. Literario en el sentido negativo en el que se oye decir, a menudo en nuestro tiempo, que una novela es demasiado literaria, expresión que alude vaga pero inequívocamente a los perimidos valores de la tradición desplazada por los usos vigentes. Sin embargo, la palabra literatura, dicha así, como concepto, conserva su prestigio. ¿Cómo traspasarlo a las obras nacidas bajo otro paradigma que el de su tradición? Desconociendo ésta, basta con reunir el concepto aglutinante con los nuevos contenidos para que la operación se concrete. Pero también estos originales son desbordados por sus copias, que los lectores que pasan a la acción creativa, es decir, los imitadores de la ficción profesional, ponen a circular por todas las vías a su alcance con la esperanza de nivelar todavía más el terreno: oportunidades para todo el mundo en un mundo sin nombres. Eclipse de la literatura en cuanto lengua de la ficción: no una nueva mitología, sino una actualización de la transmisión oral por medios electrónicos, donde se escribe tal como se habla o se cree hablar, como venga, sin mayores requisitos formales que los sugeridos por los modelos de cada género a imitar. Un horizonte de narradores anónimos que se narran los asuntos unos a otros, sin mediación de crítica alguna ni sombra de juicio de valor. Cantidades sin calidades. Al revés que la nave Argos, que en su nombre conservaba unidad e identidad aunque cada uno de los palos, maderas, cuerdas, velas y demás piezas de la embarcación hubieran sido sustituidos en sucesivos calafateados, como una empresa no tiene el corazón en sus productos o en sus marcas sino en el capital que cultiva y defiende celosamente, la ficción así concebida es un material, no una obra ni una tradición, y sólo su reescritura posterior, eventual y derivada a un futuro por ahora invisible, podría hacer de tales fantasías expresión. “La conciencia increada de mi raza”, como escribe en su diario Stephen Dedalus. Así y sólo entonces la tradición literaria recogerá en sus páginas lo que hoy se sueña.

I work a honest day, I want a honest pay
I work a honest day, I want a honest pay

Bajo la cúpula del huevo de oro. Mejor que la crítica literaria para tomarle el pulso a la opinión pública ilustrada es la crítica audiovisual –ya no sólo cinematográfica desde la omnipresencia de las pantallas-, por su mayor inmediatez y la mayor presión que sobre su palabra ejercen el motor de la industria y la rueda del comercio. Como lector, el cinéfilo de la vieja escuela había aprendido a reconocer, atendiendo a las calificaciones de la crítica tras los estrenos, antes de verlas las películas que podrían gustarle: no las de cinco estrellas, sino las de cuatro, y esto no sin un motivo. Bastará un ejemplo para darlo a entender: My Darling Clementine, producción de Darryl Zanuck dirigida por John Ford. El primero, después del montaje, no estaba del todo conforme con la labor del segundo; hizo algunos cortes y encargó luego a un director sustituto repetir alguna escena. La de Wyatt Earp hablándole a su joven hermano ya en la tumba, una típica situación fordiana que no aparecía por primera vez en una película suya, volvió a rodarse, aunque sin que Henry Fonda alcanzara la dominada intensidad de la toma original, y es la que puede verse en la versión definitiva. My Darling Clementine es considerada con justicia una de las cimas del arte de Ford, capaz de asimilar sin desdoro estas pinceladas ajenas, pero no se trata aquí de reivindicar el genio creador ni de condenar el poder del dinero, sino de situar una diferencia e identificar, a partir de ella, el fundamento del índice de satisfacción resultante en cada caso, aunque a propósito del mismo objeto. ¿Qué echa a faltar Zanuck en el primer montaje? ¿Qué le preocupa que el público eche a faltar? ¿De qué depende que el crítico mainstream otorgue o no su quinta estrella? ¿Qué garantiza la total satisfacción del espectador promedio estimado? Existe un punto de identificación secreto pero evidente entre quien invierte en la elaboración de un producto y quien lo hace en su adquisición, por muy desiguales que puedan ser las cantidades implicadas: una expectativa que como todas aspira naturalmente a que se la colme. La apabullante rotundidad de los grandes espectáculos no busca otra cosa que asegurar tal plenitud. De que lo logre depende precisamente el éxito, ese acuerdo instantáneo cual flechazo entre quien arriesgó su capital y quien pagó su entrada. Pero a esa redondez se opone tercamente otro vértice, que resulta a su vez de otra identificación entre dos de las partes implicadas: el autor y su seguidor, el ya aludido cinéfilo, cuya fe en el artista elegido no se basa en la omnipotencia de su espectáculo, sino en su capacidad de revelación, es decir, de señalar no sólo algo que no puede verse allí sino también su falta. De tal pinchadura en el globo, la del éxito efímero por la verdad inconquistable, da cuenta la estrella ausente y sacrificada fatalmente más que a conciencia; el espectador leal, el verdadero crítico, sigue esa estrella. Pierre Boulez afirmaba en una entrevista reciente que componer es concebir un universo, con todas sus leyes y propiedades, y después transgredirlo. Lo mismo ocurre en todas las artes: es entonces cuando se rasga la cúpula del huevo de oro y éste deviene observatorio, abierto a la luz del espacio exterior.

ovillo 

Impromptu valeriano

Cine de poesía (Pierrot le Fou, Jean-Luc Godard, 1965)
Cine de poesía (Pierrot le Fou, Jean-Luc Godard, 1965)

¿De qué depende entender un poema? La mayoría de los lectores no lo son de poesía, así que éste no es problema suyo. Sin embargo, no son pocos los versos con los que cada día entran en contacto, por azar o a través de esa escucha casual que se presta a la radio o a la música de fondo en bares y demás sitios de esparcimiento. Algo hay que cantar en las canciones y tal contenido ha de responder a la métrica regular del cuatro por cuatro, lo que al fin y al cabo es poesía, si bien de segundo orden, aunque lo mismo cabría decir de la prosa más comúnmente leída si vamos a guiarnos por las listas de los volúmenes más vendidos. Pero no vamos ahora a meternos con esos otros enigmas, así como los lectores que le sirven de objeto no se preocupan por lo que no reconocen como lectura, ya que el propósito de esta breve nota es otro: indicar que, así como hay para el poeta un momento de inspiración, ese instante en el que recibe su visión o revelación del asunto a tratar o transmitir, más allá de que luego le lleve unos minutos, horas, días o años alcanzar la expresión perfecta o más acabada de lo que en ese punto del tiempo ha percibido, para el lector, aparte de todos los análisis y exégesis que pueda dedicar a una composición con el fin de  entenderla cabalmente, sobre todo si se trata de una pieza posterior a 1870, fecha a partir de la cual se multiplicaron las obras que, a diferencia de lo que ocurría en épocas previas, ponen ante todo en evidencia, cuando alguien se les acerca por primera vez, su oscuridad y dificultad de interpretación, existe una posición, un punto de vista a encontrar, desde el cual, como cuando se ha dado con la perspectiva adecuada para acceder a una imagen, todo en el poema se vuelve diáfano y es percibido con la misma unidad con que el objeto de la obra, reconstituido, le fue manifestado al poeta en un comienzo. Si el lector es capaz de sostenerse en esa posición a lo largo de su lectura, todas las puertas que permanecían cerradas durante tantos abordajes hechos desde ángulos difíciles pero no acertados se le van abriendo. Existe una manera parcial, fragmentaria de esta revelación en la manera en que a menudo comprendemos de golpe el sentido de un verso durante un momento preciso, no de la lectura, sino de la vida, cuando ya hemos cerrado el libro hace mucho pero de pronto una línea, ante el estímulo adecuado, resurge límpida en nuestra mente y su sentido es señalado con la claridad y el carácter súbito de una flecha. Previendo con fe ese momento es quizás que la poesía busca formas memorables, en los dos sentidos del término: lo que queda latente y a oscuras en el fondo de nuestra conciencia emerge radiante el día menos pensado. Pero no todo depende del azar de un estímulo cualquiera, sino que también puede hacerse una búsqueda, dar su parte a la voluntad en esta aventura. Como en el método de Stanislavski, una rápida sucesión de las etapas de relajación y concentración, imprescindibles en la lectura, puede llevar a una acción eficaz durante ese acto discreto que es leer.

El cementerio marino (Séte, sur de Francia)
El cementerio marino (Séte)

A modo de ejercicio puede hacerse el siguiente, que de paso comporta también el descubrimiento de una bella ciudad portuaria, si uno no la conoce, y un paseo envidiable para todo aquel sumido en el fondo del invierno. En Séte, al sur de Francia, se encuentra el cementerio marino en el que Paul Valéry, hijo dilecto de esta comuna, se inspiró para su célebre poema homónimo. Ríos de tinta se han vertido a propósito de esta obra que para un par de generaciones representó la cima absoluta del arte, la poesía y la cultura, lo que más que parecer desfasado debería dar ejemplo a la nuestra. Por no hablar de las innumerables variaciones sobre sus versos a que han dado lugar las muchas traducciones que se han propuesto el difícil cometido de transmitir todos los ecos y sutilezas del original a otras lenguas. Unas y otras interpretaciones pueden tener más o menos valor objetivo, pero el conjunto que forman en torno a su objeto no deja de recordar, para todas por igual, esa frase de Carlyle que le gustaba citar a Borges: “Toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es.” El cementerio marino reúne así a su alrededor una enorme cantidad de puntos de vista, dotados cada uno de ellos de una voz propia más tímida o más audaz, y cada lector que lo visita queda invitado a sumar el propio. Pero existe para todos, abierta en medio de las soleadas tumbas y mediterráneos sepulcros, una perspectiva desde la cual es posible, manteniendo siempre en mente la visión que ofrece, leer completo el poema sin extraviarse nunca y accediendo especialmente a su unidad sostenida a lo largo de las veinticuatro estrofas de seis versos regulares cada una sin que las ocasionales dificultades de comprensión parcial oscurezcan la percepción del conjunto. Basta no apartar de la mente, durante la lectura, la visión del mar tal como lo describe el poema y como puede comprobarse desde la aireada altura del cementerio, para que el poema fluya ante los ojos de cualquiera como un río ya no de tinta sino de agua clarísima e igual de fresca. Es muy sencillo sin dejar de ser complejo, como una ecuación bien resuelta. Pero dura más que una cifra y permite bañarse en él, nadar y salir del agua sintiendo el sol y el viento en los hombros y la arena bajo los pies. De esto no se puede hablar en un ensayo y hay que callarlo, como decía Wittgenstein, pero es precisamente a ese silencio y no a otro que la visión del mar desde el cementerio a través del poema da acceso y vía libre al lector.

"Homme libre, toujours tu chériras la mer!" (Baudelaire)
«Homme libre, toujours tu chériras la mer!» (Baudelaire)

 

El guante de la amargura

desafío
Un clásico espera

Desaire. Un buen libro es un desafío a las costumbres de los lectores. Habitualmente éstos no lo recogen: ni el desafío, ni el libro.

Ruido blanco. “Que tus palabras sean dignas del silencio que rompen.” La baja calidad del silencio característico de la conciencia del televidente modélico ha hecho la fortuna de los medios.

Sin gracia. Hay accidentes afortunados, pero el orden nunca lo es. Y ni siquiera cuando es feliz. O, más bien, esta felicidad hay que encontrarla hecha para poder hablar de suerte, de fortuna: un orden ya instalado que favorece a quien se lo encuentra, como en el caso del heredero de unos padres sabios, ricos y afables. Lo extraño en estos casos es ese empeño tan común en reencontrar el desorden, el azar sin privilegios que los ahorros de los mayores le han ahorrado al descendiente, que no halla mejor manera de confirmar su destino que prestarse a una caída sin excusas. ¿Gracia invertida o falta de gracia? ¿O pérdida de la provista por la previsión ancestral? Desenlace, a seguir por interminables ecos y epílogos, de la escondida crónica de un imprevisto anunciado.

Dialéctica de la fuga. Contra los géneros: reivindicar el melodrama contra el minimalismo, el realismo contra el melodrama, la fantasía contra el documento, la historia contra la leyenda, el mito contra la crónica, la crítica contra la ficción. Sin contrarios no hay progreso y éste es tanto más necesario cuando el camino no lleva a ninguna parte.

El libro más leído del mundo después de la Biblia
El libro más leído del mundo después de la Biblia

Después de la restauración. Atravesar la impostura de la novela: programa para un escritor contemporáneo, más aún si es un narrador y especialmente si es novelista.

Mímesis. Carácter mimético de la cultura de la imagen. Perfecta para aprender a copiar, tiende sin embargo a disuadir al aprendiz del análisis, con lo que el reflejo acaba por sustituir a la reflexión y da inicio a una era de plagio autorizado. Es decir, generalizado, devenido norma y hasta ejemplo en la vida diaria, especialmente en la laboral. Circulación de las imágenes enmascaradas por su propia condición de imitaciones, copias, reproducciones automáticas, absueltas de antemano de toda responsabilidad respecto a su sentido en razón de su inagotable fondo de ambigüedad. Inocencia de las imágenes ante la mirada culpable y las palabras acusadoras. Devenir imagen, objeto sublimado, vida plena. Para el creyente en la imagen, ésta no es una representación sino la realidad misma.

Rolling Stone en los 80
Allá por los años 80: Rolling Stone se corta el pelo

La moda como arma de obsolescencia. La moda es muy buena para descalificar, desde la actualidad, lo que sea que se quiera dejar atrás y perimido a ojos del gran público. Es volver contra lo que sea la misma arma o el mismo espejo con los que se hizo reconocer. Un hippie es un muerto en vida y así sucesivamente. La continua reposición de productos, el lanzamiento en continuado de novedades reales y aparentes, el eterno retorno de estilos arrebatados a sus portadores originales, todo esto es parte del mismo paisaje fugitivo que en todas partes rodea a los pasajeros contemporáneos. En ese tráfico habitual, ¿quién podría ver la mano que entre el tumulto empuja al tropezado a su definitiva caída, quién adivinaría su intención? La moda de otro tiempo identifica a quien está fuera de juego, pero, si es así, ¿por qué atacarlo? ¿No serían sus semejantes los más ansiosos por hacer el trabajo?

Tasar a la baja. Costumbre crítica de nuestro tiempo: ese modo de evaluar obras aprobando sin admiración o reprobando con suficiencia, procurando devaluar lo que sea para no ser engañado y dar a entender, sobre todo, que uno no es engañado, que uno sabe cuánto hay de fraude en la construcción de ficciones, imágenes y sonidos. Que el fraude está precisamente en la construcción, en la transformación y en la disposición de una materia cuya realidad sólo es probada por el cuerpo enfermo, la mente extraviada. Quizás esta pose crítica corresponda a todos los tiempos: nada de lo que se haga satisfará la expectativa de quien exige un original tan resistente al análisis como la creación divina. La cual, desde que dejó de serlo, cada vez tiene más difícil conservar su valor.

Dos tipos audaces
Dos tipos audaces

El garante de mi aburrimiento. Julián Assange en conversación pública con Slavoz Zizek. Me acuerdo de alguna vez haber bromeado diciendo que, en mi opinión, Zizek era a Deleuze como los Guns’n’Roses a los Rolling Stones. Pero ahora el modo en que su discurso, su pensamiento en voz alta, con su rugoso acento polaco tallando el consensuado inglés internacional dentro de una forma disonante, lo desborda a medida que se produce y nace de su agitación intelectual, difícil de controlar para él mismo, generando paradójicamente con su ansiedad que exige una respuesta el vacío que le permite avanzar y crecer a la manera de un fuego por un territorio, me simpatiza y me atrae hacia él. Por el contrario Assange, alto, rubio y con sus dos zapatos negros bien calzados, revestido fatalmente de un aire patricio que exuda riqueza, poder y dominio, como un villano de Bond pero con ideales libertarios en lugar de imperiales y sin embargo manifestando en todo momento un control de sí mismo y de una situación, social como aquella en la que se encuentra, a la que me parece permanecer más atento que al desarrollo de cualquier idea, en fin, Assange, con su liderazgo asumido bien propio de un jefe, de esa presencia central que sosiega a la tribu reunida a su alrededor, me aburre. Es más: como el héroe de los melodramas que irrumpe e interrumpe la acción conflictiva pero conjunta del villano y la heroína, restaurando el orden allí donde una brecha se había abierto –por más que los medios y los EEUU le adjudiquen justo el papel contrario-, no sólo me impacienta y fastidia, sino que reconozco en él, en su alta figura, al catalizador del orden, al margen de que lo sea o no, y al tótem en torno al cual todos coinciden y se ponen de acuerdo: el garante de mi aburrimiento.    

Firma. Otros saben lo que quieren. Yo quiero lo que sé.

guante

La desmesura

Esas mujeres no son malas tienen problemas y no obstante / Todas hasta la más fea atormentaron a su amante (Apollinaire)
«Esas mujeres no son malas tienen problemas y no obstante / Todas hasta la más fea atormentaron a su amante» (Apollinaire)

Como es un monólogo, como es una historia referida al narrador por quien la ha protagonizado sin que éste ofrezca más pruebas de la realidad de ese testimonio que su propia presencia física y los rumores ocasionales que la rodean, podría conjeturarse si lo que cuenta el personaje central de La sonata a Kreutzer no es más que una invención, un delirio con el que da rienda suelta a sus deseos y a la culpa que le provocan, rejuveneciéndolos con cada nuevo acceso, en lugar de la experiencia que ha definido su destino. Pero la falta de pruebas no demuestra lo que una astucia demorada intenta sugerirle al oído atento, que sin oponer tantas barreras ya se ha tragado el anzuelo de la ficción. Pues de entrada la impresión recibida lo ha puesto en el buen camino, por el cual puede seguir el descabellado relato que le imponen sin que la incredulidad logre desviar su escucha o diluir su concentración. Y es que aun si lo que cuenta desborda y rompe los límites de lo verosímil, que para cada lector son distintos, y aun si no hay más que su voz para sostener la realidad de lo que afirma, con creciente exigencia, de cualquier modo hay que creerle al narrador al menos por un detalle que, precisamente, no es menor ni deja de estar, por eso, en directa relación de desafío con el entorno –su interlocutor, los lectores- que pone a prueba: la desmesura, que tanto en la expresión como en el contenido de su drama ocupa un lugar preponderante, a tal punto que puede devenir clave central de una lectura que se ocupe de seguir este motivo recurrente a lo largo de todo el relato, donde lo encontrará activo en varios niveles. Pues difícilmente causa alguna provoque en cualquier hombre un efecto tan desmedido como el que puede producir una mujer, y entre ellos pocos más desmesurados que la ira. Es decir: no es que nada logre enfurecer tanto a un hombre como puede hacerlo una mujer, sino que lo que cae a menudo fuera de toda medida es la distancia de la causa, considerada por terceros, al efecto, manifiesto en una reacción que se ve inagotable tanto como le parece imposible colmar el pozo sin fondo abierto por la ofensa o la frustración. La novela abunda en ejemplos y variaciones de esta desproporcionada relación que para el hombre supone el encuentro con la mujer, así, de esta manera categórica, todas ellas a la vez tan alegóricas como concretas por más inasible que se muestre el objeto de la alegoría en cuestión; pues de lo que se trata, siempre, es de la discordancia entre el tamaño de la piedrita que cae a un lago en calma y la amplitud de los círculos concéntricos que desata a su alrededor, potencialmente infinitos una vez retiradas las orillas y colocado el escenario fuera del mundo físico, donde no hay límites, es decir, en el espacio de las pasiones humanas, donde está su lugar aunque éste no pueda definirse ni cercarse. ¿Cuánta tierra necesita el hombre?, preguntaba Tolstoi en el título de un cuento que para Joyce era tal vez el mejor que jamás se hubiera escrito. Si la agricultura era para el conde una de las prácticas de la santidad, si su estrecha dependencia de los ciclos de la naturaleza le aseguraba la permanencia en los confines de lo permitido, el cumplimiento de su destino de mortal sobre la tierra y la cobertura en sudor frontal, goteando sobre el arado, de su deuda con el Creador, La sonata a Kreutzer en cambio ofrece, a través de su descripción de las grandes tiendas de ropa y accesorios femeninos, hecha al pasar pero no casualmente, una visión del comercio como obra del demonio mismo, experto en la disposición de galerías de espejos y la puesta a punto de máquinas de multiplicar lo superfluo hasta el extravío y el programado olvido de lo sustancial. “Visite usted las tiendas de una gran ciudad. Allí hay millones y millones; allí es imposible estimar la enorme suma de trabajo que se consume. ¿Hay algo para uso de los hombres en las nueve décimas partes de esas tiendas? Todo el lujo de la vida es exigido y sostenido por la mujer”, dice Pozdnishev a su interlocutor. “Examine usted las fábricas. La mayoría producen adornos inútiles: coches, muebles, juguetes para la mujer. Millones de hombres, generaciones de esclavos, mueren destrozados por aquellos trabajos forzados, tan sólo por los caprichos de las mujeres. Las mujeres, a modo de soberanas, guardan como esclavos sujetos a un duro trabajo a las nueve décimas partes del género humano. Y todo porque se las ha humillado, privándolas de derechos iguales a los nuestros. Y entonces se vengan explotando nuestra sensualidad y atrapándonos en sus redes. Sí, a eso se reduce todo”, concluye. “Las mujeres se han transformado a sí mismas en un arma tal para dominar los sentidos que un hombre ya no puede permanecer sereno en su presencia. En el momento en que un hombre se acerca a la mujer, inmediatamente queda bajo el influjo de ese opio y pierde la cabeza.” Podría decirse que no hay nada sobrenatural en todo esto, que no hace falta demonio alguno para orquestarlo, y puede advertirse también el latente programa social propuesto por el autor para su reforma, pero más de un siglo después, levantada casi a noventa grados la barrera social entre los sexos, incorporada la mujer al mercado laboral y radicalmente cambiados su modo de vivir y su posición en la comunidad, lo que de todos modos persiste de la alucinada visión realista manifiesta por el antes arrebatado Pozdnishev es el desarrollo de una civilización en la que el trabajo de la tierra tiende a borrarse de la consideración del grueso de la humanidad, feliz de librarse de él volcada masivamente aun más que a la industria a los servicios y las comunicaciones, en tanto el comercio y las mercaderías arrastran tras de sí el mezclado torrente de unos deseos a la vez llevados al exceso y desbordados no tanto por los objetos ofrecidos o los anunciados sino por la vacante siempre abierta al objeto perfecto que, como el Mesías, no llega y no consuma la insomne busca de satisfacción. Desde el punto de vista del objeto, que no lo tiene, su hipotético valor aumenta en progresión geométrica y no hay límite a la cantidad de veces que puede ser vendido; pero, por el mismo estado de cosas, a tanta velocidad como asciende, alejándose, el objeto ideal que coronaría la pirámide, van cayendo en el vacío de las liquidaciones los miles y millones de objetos reales que ya, insignificantes en su propio mercado, no encuentran cómo desmaterializarse en su precipitación hacia el punto de fuga.

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La literatura como espectáculo

Shakespeare fantaseado

Cuando predomina lo audiovisual. El esfuerzo de leer un libro es mayor que el de mirar una película. Lo demuestra la proporción inversa entre los lectores que también son espectadores y aquellos de éstos que a su vez son lectores: la primera intersección apenas deja margen a un lado y la segunda, en cambio, deja uno enorme al otro mientras que es difícil decidir si ella misma es mayor o menor que el primer conjunto; el espectador iletrado constituye mayoría, aunque tampoco puede asegurarse que la minoría alfabética conforme una élite. La ventaja del libro, de todos modos, es que puede acompañarte todo el día; el problema es que los jóvenes, que aunque ya se hacen mayores conservan sus hábitos y porque ya se hacen mayores consolidan sus tendencias, en general prefieren la música, o los reproductores de música, por su suministro de éxtasis en continuado y su poder de disolver preocupaciones. O los sucedáneos del cine, por su incomparable capacidad de sustituir cuanto vive.  Así es: el melómano no quiere despertar y se lee con los ojos abiertos; el cinéfilo del siglo XXI, disuelta su conciencia de sí del mismo modo que el alguna vez llamado séptimo arte en la multiplicación de los medios de circulación de la imagen, deja la lectura de ésta a sus aparatos y concentra su atención en la nuca que reclina contra el cabezal de su butaca, punto en el que cesa toda letra.

Salida de artistas. Crisis de la ficción: por un lado, vivimos rodeados de pequeñas ficciones a modo de entretenimiento; por el otro, ya no es el mito sino la ciencia lo que explica el mundo, por más que el mundo aparezca recubierto de ficciones. La ficción, de este modo, tiende a volverse lo contrario de lo que fue en tiempos en que era rara y los cómicos llegaban rara vez al pueblo: omnipresente e insignificante. Lo que obliga al lector inquieto a desplazarse él mismo ya que ahora el espectáculo, al ser en continuado, forzosamente se repite; la repetición está en el orden del día. En consecuencia, en cada función, nadie puede no reconocerlo, con lo que a cada uno le cabe la responsabilidad de evitarlo, si está en busca de novedades o se le ocurre que podría haberlas. Puesto que, si el espectáculo debe continuar, por otra parte sólo queda seguir el propio camino. Siendo así, es el apego a sí mismo el mejor ejemplo que el espectáculo jamás podrá darte. Y como en cada función se repite, no hay manera de que no puedas repasar la lección.

Público. Un lector está solo.

La mirada de un hombre de pluma

El fantasma del escritor. Qué difícil resulta creer en la existencia, en la realidad, por no hablar de la verdad, del personaje cinematográfico del escritor; tan improbable como, en la mayor parte de las películas, comprobar imagen a imagen, en plano general y en primer plano, el amor que según el argumento se tienen los seres encarnados por el primer actor y la primera actriz. Como no se ve el amor, tampoco se ve el trabajo literario y las secuencias de las noches sin dormir aporreando el teclado de alguna máquina o arañando el papel con la pluma a la luz de una temblorosa vela resultan tan estereotipadas como las escenas de sexo musicalizadas o los paseos tomados de la mano por parques radiantes y playas crepusculares; por no hablar de las caracterizaciones, tanto da si el escritor es biografiado o ficticio, donde el perfil singular depende mucho más de un sombrero, de un bigote o de cualquier atributo pintoresco con que el entorno pueda disfrazarlo, es decir, de todo cuanto pueda oponerse a la creación, que de aquello que efectivamente la favorece o de los efectos del proceso singular por el que llega a producirse. ¿Una excepción? Para variar, Mastroianni. Su personaje en La noche, de Antonioni, es escritor; inmerso en el clima cultural de la época, con un perfil existencialista en absoluto dependiente de moda parisina alguna, atravesado por toda una serie de disyuntivas tan poco satisfactorias unas como otras, dudando razonablemente de cada respuesta espontánea que encuentra, precipitándose de vez en cuando a dar fe de lo que apenas puede negar que no se sostiene, no lo vemos escribir en toda la película; pero, cada vez que se trata de literatura, reacciona vivamente, desde una oscura fe más profunda que sus cuestionadas creencias, en abierto contraste con la indecisión que marca su tránsito entre los interrogantes por los que es enfrentado. Con eso le basta, alcanza con eso, para legitimar la condición de escritor del personaje y poner de manifiesto, Sartre aparte, el compromiso del que depende su capacidad de respuesta, el fondo de seriedad que lo afecta en cada secuencia y aun cuando bromea. No se trata de genio ni de maestría, sino de un inconformismo ejemplar, elegido, que a cualquiera cabe emular.

La comedia de la creación. La exhibición de los autores pertenece al mismo orden que el estereotipo del bien y el mal o los tipos de la comedia del arte en los que pueden reconocerse principios semejantes, basados siempre en una mutua oposición por la que el ser tiene horror a reconocerse en el no ser, al que aporta sin embargo más de la mitad de su nombre. Que el creador se muestre es una obsesión de creaturas, como lo testimonian tantas historias sostenidas por diversos cultos religiosos. Pero estas otras apariciones no pueden tomarse en serio: algunos textos tal vez sobrevivan a sus firmantes, pero ni fotos ni filmaciones los harán revivir. Hasta el momento de su desaparición definitiva, sin embargo, entran y salen de escena como si así realizaran ese pasaje de un mundo a otro similar al que conduce de la oscuridad a la fama. Un autor es una imagen, un escritor es una voz, pero así como estas dos nociones se equilibran en un doble registro, conflictivo pero no necesariamente inarmónico, si a veces disonante, la vida literaria oscila entre los polos del intercambio solidario y el deseo de brillo individual, cuya inevitable consecuencia es la a menudo ciega voluntad de eclipsarse mutuamente, con los choques entre astros y estrellas implícitos. Cada uno, al salir de escena, después de sufrir las consecuencias, podrá hacer de lo vivido una comedia y recuperar así su lugar de trabajo, escribiendo lo que no llegó a decir o suceder para quedar por fin a salvo detrás de esas líneas.

Las aventuras de Henry Miller

Síndrome de Karmazínov. Quienes hayan leído Los demonios (Dostoievski) se acordarán de Karmazinov, el escritor eslavo abierto a las corrientes europeístas de su tiempo que, al cabo de una gloriosa carrera literaria, su literaria carrera a la gloria, se despide por fin de sus innumerables lectores en un “cotillón”, como llama Dostoievski a esa reunión de admiradores selectos, donde lee un poema simbólico-autobiográfico, vida de héroe, con el que él mismo procede a su propia consagración. Si alguien quiere hacerse una idea del poema, o más bien de su intención última, puede imaginarlo –en la novela es sarcásticamente resumido y comentado- de acuerdo con la descripción que del estilo del autor ofrece el anónimo narrador testigo algunos cientos de páginas antes (así es: estamos en una novela rusa del siglo diecinueve). “Todo en el artículo tendía al lucimiento del autor”, condena este personaje que sabe todo de quienes lo rodean y apenas cuenta nada de sí. Y al explicarse remeda lo que Karmazinov se ha cuidado bien de no escribir en el reportaje sobre un naufragio que ha publicado en un periódico: “No reparéis en la joven madre con su hijo al pecho bajo las olas, en los esforzados marineros maniobrando para salvar la embarcación. ¡Fijaos en mí! ¿Cuál sería mi aspecto en aquel trance?” A una vieja amiga actriz le gustaba mucho esta última frase y solía emplearla en improvisaciones. Efecto cómico seguro, efecto patético casi garantizado. Pero fuera de las tablas las cosas no son tan evidentes. Volvamos a la novela. Karmazínov es algo más que un personaje: es un autor. Y es algo más que un autor: es un autor que también es personaje. Nadie nunca se identifica con él porque en esta novela, desde la primera vez que alguien menciona su nombre, es persistentemente cubierto de ridículo: si a alguien le han cumplido la amenaza de “sacarlo en una sátira”, que tanto circula en El idiota, es a él. Pero cuánto se le parece ese lector que a toda costa quiere identificarse, que si no se trata de él –o de ella- no se interesa, que sin descanso se busca entre los seres de las ficciones que devora y si no se encuentra abandona la lectura. Un lector de lo más normal, por otra parte: bajo la máscara de su anonimato, con la anuencia del autor, estará muy contento de identificarse con los puntos de vista de éste a la vez que con el héroe o la heroína que le muestran. Karmazínov secreto: aquél que se identifica con el héroe que el autor identifica consigo mismo. Síndrome de Karmazínov: la multiplicación del fenómeno por la cantidad de ejemplares vendidos. El lector enmascara su narcisismo con la vanidad del autor que se exhibe y éste justifica su presencia con el reconocimiento que la equilibra.

Onda corta. Adaptándose, ajustándose uno al otro, emisor y receptor reafirman sus defectos. Estilo anticuado del autor, nostalgia indefinida del lector. Tiempo perdido, años en redondo. Cópula estéril no transmite herencia alguna.

Literatura de evasión. Aplicada a la representación, la lógica comercial produce sin cesar, de inmediato y en forma automática, el estereotipo. La ficción de género es un producto cuyo canal de distribución ya está abierto; por eso resulta rentable, o se la considera así de antemano. Para que la producción o, digamos, la cosecha de determinado período creativo también lo sea, debe encontrar su tipificación y devenir a su vez una especie de género: romanticismo, naturalismo, modernismo, neorrealismo, nouveau roman, realismo mágico, realismo sucio, autoficción, etcétera. La obra fuera de género debe viajar por los caminos de la distribución como polizonte o abrir otros nuevos, aunque lo más probable es que a su paso, como el Mar Rojo, el pasadizo vuelva a cerrarse. Pero es también así como escapa a su época.

Las dos caras de Virginia