
Para Tom Stoppard, arquitecto de vastos e intrincados complejos dramáticos (Acróbatas, La costa de Utopía, Rock’n’roll), lo más difícil en la elaboración de una obra es definir su estructura y lo más fácil escribir el diálogo. Se refiere al teatro, pero en esto como en otras cosas no es poco lo que el novelista puede aprender del dramaturgo, en la medida en que en principio justamente como espectáculo la narrativa tolera un grado de dispersión mucho menor que como lectura, ejercicio éste en el que es habitual multiplicar los intervalos. Lección aprovechable siempre y cuando la novela aspire a la unidad, valor que por otra parte parece bastante más consensuado entre críticos, editores y lectores que entre los propios autores, a quienes tal exigencia a menudo amenaza más bien con cortarles las alas antes que servirles de orientación. Pero la célebre unidad, si bien se piensa, proviene del teatro; o, mejor dicho, de las consideraciones aristotélicas acerca del teatro: una y trina, como luego la Santísima, se refería y se refiere desde entonces al lugar, el tiempo y la acción. Y aunque tanto en el teatro a lo largo del tiempo como en la novela por sus atributos de género estos lazos se aflojen, la unidad permanece al menos como ideal o punto de fuga para el progreso de la construcción, o como centro virtual al que remiten las escenas y episodios fugitivos. Cabría preguntarse si en todos los casos siguen siendo el tiempo, la acción y el lugar sus elementos constitutivos, pero en cambio no es difícil confirmar su persistencia como faro a pesar de los numerosos ataques que se le han dirigido para desautorizarla. Y es que no es en el terreno de los valores que la materia suele imponerse al espíritu, sino que es haciéndose gobernar por él cómo se impone a su atención. De esta manera, la unidad es una idea que se apodera de un material preexistente, según ocurre históricamente con la novela, cuyo origen se encuentra no en un concepto sino en la recopilación de historias diversas bajo un título en común o entre las mismas cubiertas, tan sólo después ligadas por un hilo conductor que con el tiempo irá creciendo hasta convertirse en cauce mayor al que deben servir sus afluentes. ¿Cómo no ver, junto a cada nuevo argumento que se esgrima, durante cada revolución de la novela, en cada ataque a una forma anterior o en su destrucción, también al campeón que viene a batirse con el amo por esa abundancia que afirma proponerse liberar? Ahora que ninguna teoría logra embridar la producción, que podemos reencontrar la dispersión original en la multiplicación de monólogos impresos y divergentes que llueven sobre lectores, editores y críticos semana tras semana, es posible observar cómo el problema de la unidad se replantea para cada autor de un manuscrito en el interior de su rompecabezas. Ya que nunca fueron tantos los modelos narrativos a disposición de todos, pero tampoco estuvieron jamás tan deslegitimados o al menos tan alejados, en su compromiso con la elaboración de productos precisos, en su ajuste a tantos distintos canales de distribución, de la escurridiza materia prima, indiferente a su destino, con la que se elaboran los relatos. Soy libre de cantar mi canción, sabiendo que no está de moda, decía una vieja balada. De acuerdo, pero esa libertad que renuncia al reconocimiento corresponde a la descomposición de un sistema de relaciones, cuyo reverso se hace visible en la dificultad actual para componer historias que realmente lo sean en lugar de ordenar simulacros basados en modelos o dar a luz fragmentos que al combinarlos se falsean. Aunque el ritmo de producción se intensifique y la armonía general admita cada vez más notas discordantes, el espacio para la línea melódica parecería volverse así cada vez más estrecho.
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