Los desiertos obreros 5

Legionarios romanos (bajorrelieve)

Para Carla a la intemperie

Marcha a coro

No para holgar ni regocijarnos sobre terrenos de cultivo estériles,

ni para usar como lecho la materia reservada a la edificación

o para entrar en el juego de las fieras por nuestra mano acorraladas,

y menos para entregarnos a la admiración sentada de lo que arde solo,

hemos puesto el pie en el camino y el camino a través del llano,

sino para inscribir, con piedras bien afiladas y regularmente hundidas

en el dócil paisaje indeciso que vamos dejando, orgullosos, de lado,

el recorrido definitivo, aunque el viento cubra de polvo nuestras huellas,

por el que este mapa existe y nuestros seguidores habrán de copiarlo.

Legionarios de baja, nosotros que reunidos herimos y sangramos

sin piedad ni terror ante los ojos de jueces bajo la misma amenaza

en Farsalia, Salamina, Maratón, Marengo, Lepanto, Waterloo,

hemos dejado nuestras fortalezas desguarnecidas hace largos años

y ni siquiera hemos recogido las tiendas de olvidados campamentos

entre los que aún florecen los campos nutridos por los rezagados,

para errar desembarcados lejos de las costas, como dentro del círculo

inagotable y azul del deshabitado centro del mundo, sobrevolado

por mensajeros y presagios, en flagrante y ostensible contradicción

con el principio a partir del cual tendimos puentes y talamos bosques,

abriendo el claro donde mostrar, de una conciencia por fin resuelta,

el designio y su cumplimiento, el signo y su proliferación acorde. 

“Verás el mundo”, decían, “harás amigos”, decían, “tendrás oro”, decían,

“y mujeres”, agregaban, resumiendo en la última posesión toda riqueza,

pero nada podían decir, educadísimos propagandistas del imperio,

del país aún cerrado, ni del hermano ignoto, ni del súbito fuego en el río,

ni mucho menos de la esclava oculta entronizada hasta la deserción

por cada uno que supo defender, de un programa orientado a su retiro,

el destino leído por las cantineras en las líneas de su propia mano,

o cifrado en los dados por ésta arrojados al polvo casual, sobre la mesa

despejada de inmediato tras cada partida, al margen de en qué dirección. 

Enrolados para huir del arado, para no ver pasar los dorados estandartes

inclinados junto a los bueyes recibidos en herencia, fatales como la lluvia,

marchamos sobre las ciudades dispersos, por vías separadas, paralelas

a pesar nuestro por lo común de nuestras historias, intercambiables

entre las sombras de los funcionarios, desembocamos bajo las chimeneas

más altas, las que se veían desde lejos, donde nada era asado excepto

las espaldas de los forjadores, acopiamos musculatura heterogénea

detrás de la rueda, bajo la grúa, sobre la palanca, dimos al brazo un oficio

y a la mano el valor de su multiplicación por los dedos, fina conciencia

depositada partícula a partícula, recogimos la bandera de Espartaco

desplegándola de fábrica a fábrica y con los mismos sentidos despiertos, 

las consecuencias de las declaraciones formuladas en aquellos días.

Los veteranos reconocemos a nuestros semejantes aunque se escondan

y saludamos con discreción el aire de su retirada, testigos confiables

por haber sido acusados, con razón, de los actos que ahora toca callar,

deudos de guardia ante el abismo desde el que crece, recomenzando,

el círculo desplegado a partir de su azul recóndito sobre la llana extensión

desatada en el oleaje amarillo que crece y crepita elevado al cuadrado.

Diciembre 2016

Esperando al cazador

Un reino perdido

Antes de que la red estuviera tendida, o antes de que se cerniera sobre la hierba recién plantada, los animales andaban sueltos sin que supiéramos de dónde venían, dónde estaba su madriguera ni dónde lo que buscaban. El cuadrado de arena en el jardín de atrás de la casa de General Savio, en el medio de un espacio que en mi memoria sigue siendo imposible de enorme, valía como cocina para mi hermana y desierto del Sahara para mí, en esas mañanas de sol ascendente durante las que jugábamos por largo rato en paralelo, ella preparando comidas y yo guiando legionarios o árabes al fatídico encuentro con el enemigo, hasta el entrelazamiento en que la comida estaba lista y yo hacía un alto en la marcha para el rancho. Ninguno iba todavía al colegio y las especies no existían sino a través de sus representantes concretos, es decir aquellos que podíamos ver y a los que adjuntábamos biografías en el estilo de las de los protagonistas de los dibujos animados que más tarde, al entrar a comer de verdad, concentrarían nuestra atención. El Gato Polino, tal vez “pollino” mal escuchado, era el terror de mi hermana, que no quería ni oír hablar de la posibilidad de su aparición, deslizándose en nuestro jardín desde las casas vecinas o descolgándose de algún techo. Su vida era la más mítica e individualizada de todas, pues tenía su propio y recordado nombre mientras que los perros del vecino de atrás, que en sus ansias de jugar nos persiguieron una vez hasta dentro de la casa y a nuestra propia habitación, no parecen hoy haber nacido sino para esa carrera. Enfrente había un bosque o no habían construido nada todavía; el terreno, sin desmontar, era el campo de exploraciones de los chicos vecinos más grandes, a los que podíamos acompañar aportando nuestra carpa de indios; allí avistábamos pájaros, encontrábamos nidos y resistíamos a los insectos, o escapábamos, prudentes, de su victorioso zumbar. En verano, en familia a veces, bajábamos a la playita del arroyo, bajo cuyas polvorientas aguas acechaban las palometas, no siempre pero bastante seguido, y entonces había que quedarse en la orilla, oyendo la informal recopilación de sucedidos acerca de paisanos privados de un dedo de la mano o del pie, para mi hermana y para mí émulos del capitán Garfio en su irremediable encuentro con el cocodrilo, que acompañaban ilustrativamente estas advertencias. Al otro lado del arroyo, que nunca crucé, subía una barranca más amarilla que verde donde a veces aparecía algún perro o algún gato –nunca Polino-, y hasta acaso alguna vaca; más allá, contra el horizonte, la ruta por donde pasaban, en fila como los caballos del Día de la Tradición, los coloridos coches del campeonato de turismo carretera que algunos domingos era posible seguir desde la loma donde se levantaba nuestro barrio; más lejos, al fondo, como marcando un límite territorial y definitivo, las chimeneas de la fábrica donde trabajaba mi papá. Un día apareció en el porche de casa, delante del que todo este mundo se abría, una araña pollito, de cuerpo peludo y parduzco, del tamaño de un puño cuyos dedos, igualmente repulsivos, crecían a sus lados, amenazantes. Mamá la vio cuando fue a abrirle al huevero, que repartía, se ve, sus productos a domicilio. Era un hombre mayor, bastante alto según recuerdo, aunque puede ser a causa de mi perspectiva, obligada a esa edad. O no había visto a la araña o estaba habituado a convivir con ellas, porque sólo a pedido de mi madre intervino. Después de aplastado por su bota el bicho resultaría aún bastante asqueroso, pero al menos ya no se movía. Recuerdo este animal como el primero que vi morir y sin embargo no fui testigo del sacrificio, que me representé de inmediato a partir del relato materno y nunca más olvidé; terminante, la pisada del huevero me quedó fijada como una marca, un límite al crecimiento de la maleza, obligada en adelante a proliferar a escondidas, como ese hormigueo invisible detrás del que sólo se puede adivinar el animal que lo provoca: cualquiera de esas criaturas irreconocibles que no pertenecen a especie alguna y carecen de territorio fuera del de mis sueños, donde aparecen de vez en cuando amenazando con invadir la vigilia.