Simulacros de inmortalidad II

3

¡Paso a lo que no pasa, a la santa madre virgen,

a la diosa otra vez recién nacida

que en nuestros hombros cargamos y en nuestra memoria

resplandece por siempre entre los mustios

ramos que cambiamos y las óseas reliquias

que lustramos en los meses sombríos

de la gestación, a la fría orilla del lecho

del río de la vida por venir,

mientras el fuego crece y la noche retrocede

previendo la victoria de la luz

en los ojos de quien nos alumbra, faro, reina

que conducimos donde nos conduce,

por encima del polvo, del barro y del deshielo,

sobre lomos doblados por el hambre,

hacia el palacio de la abundancia celestial,

residencia de nuestra pasajera

en su eternidad, de la que pródiga desciende

para guiarnos a la fuente terrena

de la que al fin del camino a nacer volveremos,

como hoy brotan los pétalos del año,

pero ya en su regazo, para ya no pasar!

4

“El que ve a su doble muere”,

repite el pueblo, en susurros,

desde el primero, a sus hijos,

para que no oigan terceros.

Pero busca, en su orfandad,

bajo puentes y escaleras,

el reflejo o sombra justa

que confirme su existencia.

Como si vidas pasadas

o un cadáver de regreso

devolvieran un sentido

al presente que no tiene.

Del doble, el original

se reserva, pero ¿dónde?

Lo que aparece se esconde

bajo apariencias gastadas.

Quien resucita ya es otro.

¿Podemos ser esos otros?

¿Reconocemos acaso

a nuestros dobles al verlos?
 

14.10.2022

Estos días pasan como nubes

ACORDES: Am / G / Dm / Em / Amb6 / C / F

Vivo en una casa oscura

Entre el mar y la basura

Pero es luminosa esta ciudad

Aquí el cielo siempre es claro

A pesar del aire raro

Y aunque nadie diga la verdad

A las once voy de compras

Refugiándome en la sombra

Mientras el sol busca qué quemar

Por la noche salgo solo

Vago aparte y abro sólo

El pico a la hora de cenar

Pero cuando miro arriba

Más allá de los suicidas

Veo en cada avión la libertad

Y no olvido que soy libre

Aun en medio de los tigres

Que quieren comerse esta ciudad

Aceptando lentamente

Lo que me es indiferente

Día a día aprendo a estar acá

De la lluvia nada espero

Ni del turbio noticiero

Aguas que si crecen bajarán

Estos días pasan como nubes tras un sol fatal

Sólo en mi memoria suena algún trueno ocasional

Dentro de estas calles retorcidas vivo no muy mal

Nada más echo de menos alguien a quien ser leal

Al llegar la primavera

Nos volvemos como fieras

Mucho más sensibles al calor

Obsesivos del romance

Nos quedamos como en trance

Al acecho de un sueño menor

Mientras tanto el odio crece

Dura el hambre y permanece

Lo que no se puede tolerar

Unos marchan de la mano

Y otros buscan un hermano

Pero nadie encuentra a su papá

1988

Bajorrelieve

Introducción a Los desiertos obreros

Como una estela funeraria, gravitando sobre el hueco de un muerto: el que deja, el que ocupa, el que abre, dimensión sobre la que aparece, desplegada, en relieve, desprendiéndose de un fondo neutro, vacío, la escritura: cuerpos y voces entrelazados en una sola superficie, brazos y piernas armados, adornados, confundidos en restos de escenas irreconocibles o apenas; inscripciones graves o ligeras que la piedra iguala en su dureza herida. Hechos de otros, voces de otros: este libro nació así, como una invitación a responder. Primero fue la conjunción de cuatro frases, venidas juntas como de la cinta anónima que sugiere un muro acribillado de leyendas: la retórica euforia de un relator deportivo, la estentórea metáfora de un líder político, la melosa caridad de melodiosas estrellas, la loca promesa de un favorito de las masas, cada una de éstas sin necesidad de firma pero casi enseguida acompañadas, al son de una marcha que alguna vez conoció el entusiasmo, por una profusión de citas tan sabias o necias como las aludidas, los nombres de cuyos autores, sin embargo, difícilmente dirían algo a terceros: frases enteras recortadas de la incansable circulación del lenguaje, grabadas como de costumbre en la imaginaria puerta de un retrete o en el imaginario paredón de un baldío o edificio abandonado, corregidas o subrayadas según el hábito popular o la tradicional práctica modernista aplicada aquí de nuevo. Pura materia verbal trastocada por su propio reclamo de otros escenarios, distintas ocasiones, diferente música o variaciones del gregario himno sin letra que su implícita perspicacia, variable, procura interpretar, en su aspiración a poner un punto allí donde su propia voz debe su entrada a la anarquía gramatical. Poco espacio para la intimidad, furtiva, en estas páginas: el aria de un solitario y el inconstante rastro de unos cuantos testimonios fatalmente sueltos, en medio de un montaje de ambiguas atracciones entre imágenes de espacios singularmente aptos para grandes concentraciones megalómanas y ruidosos dramas colectivos: el estadio, el supermercado, el sitio histórico y otros tantos lugares de encuentro donde rara vez se tiene la oportunidad de hablar largo y tendido en voz baja. Sin embargo, fue de la mayor cercanía de donde vino la visión que dio unidad al conjunto desde el momento en que fue proyectado: el vasto y disperso territorio dejado al viento con cada convocatoria masivamente acatada a coincidir bajo una sola consigna.

En oposición, esta respuesta a un llamado inesperado: coro de individuos no identificados pero identificables; compaginación de voces disonantes en dúo, trío, cuarteto, quinteto, multitud o solos paralelos; voces corregidas y acatadas, divididas, solapadas, superpuestas; improvisado canon de voces encontradas, en tránsito, grabadas, contradichas; movimiento continuo de siluetas de paso, al paso, a contrapié; descuidado desfile de caras y cuerpos enlazados, confundidos, discordantes, irreductibles; competencia de brazos y frentes; concurso de pies y hombros; caminata, carrera, cruce, baile, parada. Conversación en suspenso: un hilo de voz trenzado con otro trenzado con más hebras de las que componen una cabellera, dividida por el peine de las lecturas y revuelta por el cepillo de los comentarios. Ningún discurso coherente bastaría para dar cuenta de lo que pasa por esa cabeza, pero una composición desigual podría dar la impresión, a veces, de reflejarlo. Correspondencia en ondas, grabadas sobre el terreno que se espera así poder hacer aparecer: arenas musculosas, dinámicas, acoplándose, erráticas, impetuosas, monumentales en su vastedad; obra en marcha, en construcción, en fragmentos, demorada, detenida, reanudada, inconclusa, diseminada, dispersa; materia gastada hasta dentro del átomo, espíritu devuelto al balbuceo. Historia dormida en la época que ilustra, sueños al acecho del párpado que tiembla entre la luz de la piedra soleada y la sombra que dibuja sobre ella extrayendo volumen y calor de los surcos. Lenta acumulación reanimada con cada aliento mortal que reconoce en ella su límite y su huella.    

9–11.1.2017

Vida y memoria de Paul Auster

Sobre Diario de invierno

El tema de este libro, que no es una novela, queda bien definido en su última línea: “You have entered the winter of your life” (“Has entrado en el invierno de tu vida”). Todo el texto desarrolla esta noción, presentida primero no sin temor y asumida al final con bastante plenitud por el autor, tras haber construido mediante la escritura de su diario una especie de fortaleza quizás no inexpugnable, pero sí bastante sólida a partir del mismo material con que ha edificado sus ficciones. Tanto en la obra como ante el tramo de su vida que se prepara a emprender, es la transformación de la experiencia en ficción lo que le sirve de fortaleza, mediante una operación que consiste en situar lo ya vivido bajo las reglas de juego que gobiernan sus novelas. De este modo, además, estas reglas son puestas a prueba y eventualmente comprobadas en tal confrontación con la realidad, aun si después todo queda dentro del margen de incertidumbre característico del mundo de Auster. La suma total hace de este autorretrato de madurez una buena oportunidad para comprender varias cosas sobre el autor, o al menos para formular algunas hipótesis sobre su manera de ver el mundo, así como sobre su singular éxito como escritor.

El libro está escrito en la segunda persona del singular. Paul Auster, así, se dirige a sí mismo ante sus lectores. Él es “you” (tú), Siri es “your wife” (tu esposa), sus hijos son “tu hija” y “tu hijo”, su primera esposa, muy importante en este relato, es “your girlfriend” y luego “your first wife”, y así sucesivamente. Esta ausencia de nombres, sin embargo, no produce ningún problema a la hora de orientarse, y tampoco es cansador el recurso a la segunda persona como era de temer. De hecho, un valor a destacar en este libro es la calidad muy particular de su prosa, armónica, rítmica e inmediatamente clara en lo que narra o explica. Parece pensado para la lectura en voz alta, tanto por semejante posibilidad de comprensión inmediata como por la particular música continua que logra para la voz narrativa. Se ha definido muchas veces a Auster, sobre todo al de sus primeros libros, como “una cruza de Chandler y Beckett”, y de hecho en cuanto uno empieza a leer este texto es Beckett la referencia inmediata en la que piensa, no sólo por el uso de la segunda persona, que Beckett empleó en novelas como Company o piezas como That time, en las que como aquí un hombre ya mayor se confronta a sí mismo, sino por esa calidad rítmica, musical, propia del autor irlandés. Claro que se trata de dos escritores diferentes y estas diferencias se hacen notar enseguida, pues Auster aquí resulta tan claro, amistoso y benévolo como hosco, críptico y difícil podía resultar Beckett. Y el relato, aunque no sigue una cronología ni tiene la unidad de una única aventura, tampoco es una serie de fragmentos yuxtapuestos abruptamente que desafían al lector a intentar comprender si es que puede, sino que en cambio se desliza fluidamente de un tema a otro procurando darse a entender con una especie de confianza o al menos esperanza en el poder de la comunicación que nunca mengua. Auster no resulta difícil de leer ni de entender, pero esta curiosa memoria permite también entrever dónde reside su particular misterio y también ensayar una respuesta sobre por qué atrae y es sugestivo para tantos lectores.

La situación de base en el libro es la siguiente: el autor va a cumplir sesenta y cuatro años y siente que va a entrar en esa etapa que al final llama “el invierno de su vida”. Al escribir este “diario”, que tampoco lo es en el sentido tradicional ya que ni lleva fechas ni se interrumpe entre sus anotaciones, sino que va ligando presente y pasado todo el tiempo prácticamente sin solución de continuidad, consigna lo que tiene y lo que ama en su presente, a la vez que se interroga sobre el pasado que lo ha traído a esta situación y, muy especialmente, sobre ciertos anticipos de la situación en que ahora se encuentra. Hay ciertas escenas recurrentes: una de ellas es el accidente automovilístico a partir del cual decidió, habiendo sido toda su vida un excelente conductor, dejar de conducir: iba al volante cuando, por una vez en su vida, en lugar de seguir el consejo de su padre acerca de conducir siempre muy prudentemente, como si todos los demás fueran locos o tontos, realizó una maniobra apenas arriesgada, se produjo un choque y casi se mata junto a su mujer y a su hija; a pesar de que nadie lo culpó, él sí sintió vergüenza por su ligereza y decidió nunca más ponerse al volante de un coche. Es decir, un abandono de algo que ha hecho toda su vida y al que, en su situación presente y a su edad, piensa que irán siguiendo otros.

El monólogo por el que Auster se habla a sí mismo incluye a la vez un adiós a todo lo que no volverá y el examen del camino recorrido, aunque éste no se hace tanto cronológica como temáticamente. El dato capital de la vida que se evoca en estas páginas es quizás el siguiente rasgo: se trata de una vida partida aparentemente en dos, con una primera parte llena de dificultades, como si se estuviera casi bajo el peso de una maldición, y una segunda parte en la que de pronto cambian tanto la suerte como la naturaleza de los encuentros del autor con el mundo y sus habitantes, lo que determina también una distinta actitud. La primera parte de esta vida ha nutrido varios libros anteriores de Auster. De hecho el primero realmente importante, su “break through”, La invención de la soledad, no es en verdad una novela sino el relato del descubrimiento del gran secreto de su familia, el asesinato de su abuelo por su abuela, absolutamente determinante para su padre, sobre el cual se volverá en este libro así como en el definitorio momento de la escritura del libro correspondiente. Es con ese libro quizás que debería agruparse éste en una clasificación de la obra completa, ya que está compuesto un poco del mismo modo en cuanto a la combinación de narrativa y ensayo en una sola voz, quizás más lírica y menos examinadora en esta oportunidad.

De esa primera mitad de la vida de Auster se cuentan su infancia, los accidentes a los que sobrevivió de milagro (material como el que se encuentra en sus novelas), las difíciles relaciones entre sus padres además de la vida de cada uno, incluyendo las circunstancias de sus respectivas muertes, repentinas ambas como las de sus abuelos, lo que parece una marca de familia, su padre en brazos de su amante mientras hacían el amor, lo cual a él no le parece en absoluto, al contrario de lo que suele decirse, la mejor manera de marcharse (sobre todo si se piensa en la amante), las relaciones de su madre con sus dos maridos siguientes, de los cuales el segundo (un jovial abogado laboralista de izquierdas del que Paul se hizo amigo fácilmente) habría sido perfecto si no hubiera muerto tan pronto, mientras el tercero, un inventor fracasado, acabó trayendo más problemas que soluciones y por fin murió también, dejándola en una viudez difícil de soportar para una mujer que sobre todo deseaba compañía, y finalmente las difíciles relaciones del autor con su primera mujer, que de algún modo resumen simbólicamente esa difícil primera mitad de su vida. No será hasta los treinta y dos años, la mitad justa de los sesenta y cuatro que tiene en el momento de escribir este diario, que Auster comenzará a orientarse hacia una situación mejor, la de esa segunda parte que es posible llamar exitosa.

Las distintas épocas, la oscura y la brillante, al igual que el presente y el pasado, se entremezclan en el monólogo de tal modo que, aunque no se las confronte de manera directa, el contrapunto sí que se establece a ojos del lector. Auster repasa desde sus pequeños gustos cotidianos como los cigarros y el béisbol, entusiasmos que se le conocen, hasta cada uno de los domicilios que tuvo, desde aquél en que nació hasta éste donde vive ahora, en una suerte de catálogo razonado bastante extenso que sirve para revisar varios de los hechos referidos a la luz del espacio donde acontecieron, lo que permite agregar más detalles. Es notable el contraste entre la cantidad de cambios de domicilio de la primera parte de su vida, inestable, inquieta, incapaz de encontrar un domicilio donde desarrollarse fructíferamente, y los pocos ocurridos en la segunda parte, que hasta dan una idea de progresión y crecimiento con cada nueva mudanza.

Ya que, a pesar de que no faltan dificultades y tragos amargos durante esta época, su consideración general por el autor es inequívocamente positiva, llena de palabras de admiración y celebración tanto para su esposa como para su familia política, tan sólida como “disfuncional” era aquella de la que él venía. Lo que permite resumir el conjunto así: una vida con dos partes increíblemente bien diferenciadas, la primera como bajo el peso de una maldición que impide orientarse y mantiene a quien la vive en un estado constante de incertidumbre y casi indigencia, y la segunda como tocada por una gracia que permitió a aquél a quien salvó encontrar amor, felicidad y realizar una obra saludada además por un enorme éxito –aunque de esto no se habla en el libro-, ahora a las puertas de una tercera parte ante la cual, casi como un conjuro, se repasa el tortuoso camino seguido en un principio a la vez que se reafirma lo alcanzado más tarde. Lo interesante es ver cómo algunos de los mecanismos más reconocibles en el armado de las novelas del autor aparecen en este recuento de lo efectivamente vivido, es decir, de lo sólo parcialmente imaginario. Por ejemplo, Auster evoca el espectáculo de danza cuya contemplación lo liberó permitiéndole empezar por fin La invención de la soledad y dice literalmente que fueron esos bailarines los que lo sacaron de la crisis, ofreciendo un tipo de relación entre dos fenómenos, el que funciona como signo y el que se ofrece como situación, muy característica de sus novelas: dos cosas que nada tienen que ver coinciden y a partir de ello, impensadamente, algo funciona o se arregla.

Sólo que aquí, con todo el material de no ficción que el monólogo ofrece al lector, éste puede sospechar que más bien no, que no fueron los bailarines quienes lo hicieron, sino que son ellos lo que nos muestra el autor para cubrir el agujero de algo que en el fondo ignora: como si la “mala suerte” de la primera parte de su vida y la “buena suerte” de la segunda hubieran dependido de algo tan azaroso como una tirada de dados y la relación causal que haya podido producir el cambio no existiera porque no se la ve. Y este tipo de pensamiento no deja de ser, en el fondo, supersticioso: se conserva el carácter “mágico” del signo en la evocación porque los acontecimientos posteriores han sido felices o favorables, en el fondo como se puede apegar uno a una cábala. Los romanos, que eran muy supersticiosos, también atacaban o dejaban de atacar en función de este tipo de signos, sugestivos precisamente a causa de que no tienen relación causal con los hechos a los que se los refiere. Y ésta quizás sea una clave del éxito de este escritor tan personal y en principio no comercial: como tanta gente de hoy, se aparta de cualquier explicación racional y concluyente de lo que pasa para remitir a causas y consecuencias flotantes, o indefinidas, mientras procura deslizarse y hallar su camino en lo cotidiano indeterminado. En el panorama actual de fin de las ideologías, por más que cada individuo la viva a su manera esta posición está muy extendida. Si se suma esta actitud tan contemporánea al hecho de que, como se ve en este monólogo tan íntimo, tampoco hay en Auster ideas o sentimientos que puedan chocar, a la manera de los de un Céline o de un Bernhard, con lo que en general todo el mundo aprueba o comparte (sin que esto se deba a que el autor finja para agradar o a una falta de personalidad de su parte), no debe sorprender tanto el éxito relativamente masivo de una obra accesible pero que nada tiene que ver por sus características intrínsecas con los best-sellers y productos habituales de consumo masivo. Aunque la notoriedad proporciona una evidencia que vuelve superfluas esas razones tan necesarias para salir del fracaso.

2011

Paisaje velado

Willem de Kooning, Montauk II (1969)

I

El misterio es un rostro vuelto hacia sí mismo

que hemos visto una vez y ya nunca nos da la cara.

Lo que uno recuerda siempre es misterioso

–el pasado y el origen son siempre misteriosos–:

cinco minutos después de ocurrido,

uno ya no sabe si en realidad sucedió

o qué sucedió en realidad.

La piel acariciada vuelve a tener frío

y el que baja las escaleras podría no haber subido nunca.

Se pierde en la galería de los rostros amados

y entre ellos ya nunca es vuelto a encontrar.

Nadie sabe nada. La memoria es un museo

con todos sus cuadros mirando a la pared.

Sin detenerse, alguien vive en estos corredores

y el frío, al levantarle el cuello del abrigo,

delata al detective en plena pesquisa.

Ciertamente, uno tiene un aire misterioso.

Se ha vuelto misterioso. Y el misterio

es un rostro vuelto hacia sí mismo.

Máscara dada vuelta, símbolo de sí mismo,

el que baja las escaleras llega al medio de la calle.

A su espalda se amontonan multitudes incompatibles.

Pronto lo rodean; nadie choca ni avanza. Es inútil

tocar bocina, inútil como un grito. Todos quieren lavar

lo que creen lágrimas en su cara. Crecen. Como un mar,

se lo tragan. Los hombres son irreconciliables.

El silencio está entre ellos como una mujer callada.

Y esta mujer, ensordecida, se asoma a una ventana

que nadie mira.

Willem de Kooning, Untitled (1979)

II

Aguas vacías como lágrimas viejas

inundan tu cuarto y empujan mi barca.

Me has visto llegar al otro lado de la calle

con el pelo al viento, como a través del mar.

Sola señal de vida, el viento impulsa la corriente

y cierra las persianas de tu casa. Uno pronto se pregunta

quién pasó por aquí y quién vivirá allá arriba.

Willem de Kooning, Landscape, Abstract (1949)

III

Misterio, misterio. La violencia es la tristeza acelerada

y así todo misterio comienza violentamente.

Después va perdiendo velocidad

hasta volverse triste

como la rueda de un carro volcado.

Por este río seco se navega sin ancla.

Para encontrarse hay que ir con rumbo opuesto.

Después queda una huella como un pozo

despoblado. Y la tierra, girando, se la lleva.

Escaleras abajo, después de poco,

las lágrimas son sólo agua

olvidada en un rostro que no recuerda haber llorado.

En esto hay un misterio, un hecho oculto a la mente.

Uno ya no sabe qué sucedió en realidad.

La única testigo tiene frío. Se levanta el cuello del abrigo

y sale: la espera el agua mansa

de una calle siempre igual. Quien por aquí haya pasado

no pasó, no compró nada y nunca subió:

hasta que ella diga lo contrario. Entonces su voz sonaría

en valles sin eco y radios apagadas

hasta ahogarse en un río vacío. Ante este pensamiento se da vuelta

y mirando hacia su ventana, imagina la vista desde allí:

un paisaje tranquilo y devastado,

triste como la distancia abandonada.

1987

Cementerio vertical

Petrificada cascada de nombres

y trabajos. Restos reproducidos

o, con mayor rigor, reproducciones

de restos reunidos y organizados

cada vez bajo un principio precario

que en la construcción procuraba hallar

su fundamento. Trazos inmediatos

de un paso inseguro y apuntalado,

con demora de recopilador,

por el nuevo salido del infierno

vuelto sobre su recorrido. Signos:

fragmentos compuestos bajo una firma

nítida y difusa, como la goma

precisa, invasiva, que disimula

los huecos y las grietas del conjunto,

haciéndolo pasar por algo orgánico.

Un fantasma recorre cada mundo

fijado y sugerido por sus huellas

en cada intento de reanimarlo

emprendido por sus deudos. Existen

esos trazos, restos de pensamiento

fosilizado, negro sobre blanco,

del que la luz letrada se desprende

clara y alumbrando, pero no hay

ni una brisa del aliento supuesto

bajo las pétreas letras pasando

de la losa al lector que la contempla,

abanicándose en vano. Lustrosos,

flamantes, descascarados perfiles

apretados el uno junto al otro

en hileras discretas e imponentes

a un lado del pasillo, dominándolo,

sombra blanca sobre el oscuro curso

de las calladas aguas apacibles.

Caras escondidas una tras otra,

plegadas, con sus marcas y sus manchas

testimoniando la era mortal

o, corrijo, lo mortal de la era

cerrada como sus hijos en fila.

Sucesivos estratos de memoria

en el caprichoso orden de las lenguas,

de los volúmenes y los orígenes,

las afinidades imaginarias

o referidas, las dedicaciones

y las especialidades, los nichos

uno sobre otro, ilustres hileras

en calma sucesión de arriba abajo,

reunidas en el mismo plano, libres

de la dimensión en que se respira,

escandida catarata de hielo

plantada justo enfrente y a la orilla

de las aguas dormidas que se arrastran.

Yo nací de entre estas piedras de pie,

de esta Roma con sus muertos inscriptos

en el lomo y la frente de sus lápidas

que permaneciendo inmóvil se aleja

irreversible como la carrera

serpenteante, irregular del Tíber,

sin hundirse pero ya inabordable

por más declinaciones que domines

de su lengua, volcada a partitura.

Desprendido, como apuntado al margen,

examino la rígida película

vertical entre mis dedos, un cuadro

que lleva a otro casi igual al lado,

corriente levantada, sin caída,

me paseo entre concentradas líneas

de palabras lapidarias, aparte

del coro casual de las transacciones,

y reparo, por primera vez, como

si no hubiera tenido tiempo antes,

en las fechas. Los números desnudos

al cabo del balance, con un guion

en medio señalando la abolida

presencia del fenómeno de turno.

Muertos. Todos muertos. O muerto todo

lo que los animó, lo que procura

reanimar el creyente entregado,

en sublime sesión de espiritismo,

al drama detrás del telón de piedra,

de la cascada, como grave estela

fijada al margen de la costa seca,

que labrada persiste en su caída.

Cabezas convocadas por la pública

lectura del confiado testamento

sin herederos de cada firmante,

cada una abstraída en la idea única,

gris, de un testamento del heredero,

sostenidas en lo alto del cuerpo

separado del mármol modelado,

en la gran tradición del monumento

que se seca agotada la tormenta

mientras la gota moldea la piedra.

15–18.6.2021

Cosechar y desechar

Nicolas de Staël, Agrigente (1954)

La siembra es más feliz que la cosecha,

que cae siempre tras la granizada.

Cae en el tiempo, ya que en el espacio,

una vez rota la cáscara, queda

mansa a la espera de ser levantada

y sopesada, aunque no de inmediato.

Antes hay una pausa sostenida

entre el joven despuntar de los frutos

y el ancestral regreso de la hoz.

El diamante del rocío en suspenso.

Antes permanece, como si eterno

fuera, encendido, lo que va a caer

pronto, llegadas su estación y su hora,

y resplandece ahora, recién visto,

dominando el aire que no verá

más. La primera impresión. Y después,

los pasos a los que se precipita,

con sus manos decididas, lanzado

por el tiempo a su rueda, que lo muele,

operado por sus dueños y esclavos.

Recoger, tumbar, cortar, arrancar,

pesar, tasar, embalar, distribuir,

son acciones que se suceden rápido

y aprendidas de memoria se olvidan,

igual que el alimento se asimila

o es eliminado. Pero antes,

entre ver y actuar, entre la imagen

plena y su declinación, troceada

en empleos y estados sucesivos,

cae, anunciado por la granizada,

el momento que interrumpe el encuentro

del sembrador con su obrado milagro,

haciendo la primera siega: lenta,

porque es un demorado interrogante

plantado delante del fruto súbito

al cabo de meses, ala vibrando

inmóvil frente a la sed de otra cosa

y el hambre familiar que desconoce.

La pausa se desgarra entre el origen

ignoto iluminado por el brillo

y la urgencia de los días opacos

que lo empujan al barranco futuro.

Lo nacido no puede resistir

la mirada de hambre y decepción

que lo arrancan de la promesa dada

o más bien tomada por los que vuelven

a ver cómo brotó a la luz y miden,

pasado el ancestral deslumbramiento,

su valor inmediato: la noción,

confirmada por su naturaleza,

de lo perecedero y lo oportuno,

determinante de su concepción

y su inminente uso. Aquí comienza

la transformación de lo cultivado,

pero no antes, es decir: su paso

de la esperanza oscura a la evidencia,

de la persistencia obtusa al propósito

y la elaboración de alternativas.

Transformación de lo muerto, una vez

sacrificado a la necesidad

y al deseo, yin y yang renqueantes

y aun así recurrentes. Pero no

satisfacción de la secreta espera

que sólo se pronuncia como sueño

al quebrarse la cáscara y al sol

aparecer el oro inagotable

adeudado a la sombra. Decepción,

porque el acto no excede la potencia

y corresponde exactamente al genio

de la especie, plantadora y plantada,

las dos, en la misma materia fértil.

Generación tras generación, vuelve

el molde hueco, sin resurrección.

Y cada vez, como en cada estación,

se divide el aire entre el soplo etéreo

y el respirable. Reconocimiento,

rencor, resignación y recogida,

previstos por el anuncio fatal:

entre siembra y cosecha, granizada.

Después, a conciencia, tomar el trigo

y dejar caer los bordes dorados

con la luz del ocaso. Cargar pronto

lo que demora en convertirse en humo

y dar la vuelta con la rueda. Pasa

lento cada día, rápido el año,

cada uno de sus cuadrantes cercado

por las condiciones que lo definen,

incluyendo la fase en la que el suelo

vuelve a abrirse bajo los pies inquietos

para su previsión y su quimera,

nutridas por el saber y el olvido

que lanza otra vez su anzuelo al ausente.

14–21.11.2023

Apátrida

Locomotiva + Velocità (Roberto Baldessari, 1916)

I La patria portátil

Si la patria es la infancia, el extranjero

es el futuro y el destierro la madurez.

Poco mérito en estas deducciones,

implícitas en una frase ya muy citada.

Más bien es vergonzoso descubrirse

descubriendo algo tantas veces advertido.

Mejor tapar semejante experiencia

con la manta de los sueños que llegan al día

y dar al despertar la claridad 

del agua que convierte en salmón al desplazado,

impulsándolo sobre las caídas

que la gravedad impone al salto entre las tierras.

La corriente desborda los relojes

y elude los canales de riego proyectados,

pero el escarmentado sigue a flote,

con la infancia sobre la espalda o en el bolsillo.

Alrededor de cada huella propia

abandonada al anónimo suelo inmediato,

lo lejano y lo ajeno se confunden

en la misma y ubicua distancia omnipresente.

30–31.5.2022

Volo su paese (Massano Dottori, 1925)

II El sujeto humillado

Ahora siento la impotencia de las palabras,

el aliento del infierno quemando y comiendo.

La madera cruje en los estantes recargados,

que reducen a queja su discurso.

Este mundo sin resonancia, donde crecieron

los más jóvenes que yo, venido de una antigua

memoria perdida, con sus largas digresiones,

rehúye las altas invocaciones.

Cónsul de un país de lengua en desuso,

represento la retórica de un reino hundido.

A flote aún en el seco aire hablado,

mi tierra no tiene otro destino que ofrecerme.

31.5.2022

Virgilio Brocchi (Umberto Boccioni, 1907)

III La posada ambulante

En el tiempo, mar sin anclas

ni fronteras naturales,

dan refugio estas paradas

que no duran ni se posan

sobre las olas más rato

del que tardan en romperse.

Donde tantas anclas flotan

y las fronteras se corren,

aparecen estas islas

gobernadas por la fresca

mano que mueve las ramas

y a los pájaros sostiene.

1.6.2022

Bagnanti (Carlo Carrà)

IV El eco perdido

Ahora oigo el silencio del otro

donde antes escuchaba mi voz

y el pájaro que supe hacer cantar

vuela solo y no acompaña mis pasos.

El silencio reunido en asamblea,

por mis propias palabras convocado,

ha dispuesto en el ángulo preciso

la última piedra de su teatro.

En el nido resuena el aleteo

de las alas desplegadas arriba.

Los caminos que van de casa en casa

arrancan cada silla de raíz.

Antes un anillo enlazaba el vuelo

de la voz que nacía y el retorno

de la mía transformada al oído

con el ritmo del andar inconsciente.

Ahora el vacío que lo atraviesa

me deslumbra como un sol repentino,

pero los ojos, que aceptan la sombra,

no consiguen atenuar el ardor.

27–28.5.2022

Jeroglífico dinámico (Gino Severini, 1912)

Los desiertos obreros 12

Paisaje habitado (Jean Dubuffet, 1946)

Para Carla a la intemperie

En un lugar de paso

La historia de la humanidad es la historia de la esclavitud.

Venir aquí fue un acto de liberación. Reventar una cerradura,

okupazión de una propiedad konstruida por nuestras manos,

okupazión de territorio tomado por malas artes inmobiliarias,

poner una kadena, un kandado y un buen perro en la puerta,

guardián libertario de korazón vagabundo. Todo vuelve

a esa rekalzytrante miseria bien vestida, siempre la misma

myzeria vien bestida, zumisión konforme, derrotado derrotero

blankeado en las negras paredes que denunzian a alkaldes y amigos,

sus amigos de manos insaciables, todos bien konozidos nuestros,

negros merkaderes de bolsillos cosidos, recocidos en sus kalderos

burbujeantes, bien grasosos del fondo al borde. Klaustrophobia.

Hacer saltar de vez en cuando un vidrio. Que entre el frío

y despierte, muestre el afuera. Madrugada con vista al puente,

modelo a seguir, en éste y todo terreno. Un paso, otro paso.

Abajo, los coches que pasan. La cafetera tiembla en la cocina,

helada en todos sus azulejos. Alguien imita un pájaro a lo lejos,

escondido muy cerca en la oscuridad. Pasa la noche y después

otra noche. Velamos aun de día en este lugar de abstinencia.

Akampamos meditando en el aguante de nuestros antepasados.

Un día, después de siglos de temer a tormentas y heladas,

después de décadas de alimentar el humo que nos ahogaba,

colocamos nuestros andamios todos a la misma altura

y empezamos a resistir activamente. Nos sacudimos el Palacio

de las Cuatro Estaciones de encima de los hombros hartos

y a la intemperie dimos comienzo al camino de las barricadas,

por una vez el mismo proyecto sobre el tablero y en los cimientos.

Cuando todo se hundió, nos vestimos de incógnito, apestados;

el viento engendrado entonces es el que vuelve por las ventanas

rotas de este lugar de paso y por eso, aun con todo nuestro oficio,

no las reparamos. Vigas desnudas como después de una bomba.

Tejas peligrosas para el que pase cerca. Luz incierta. Memoria

de otra incertidumbre, de otras construcciones suspendidas.

Todo esto nos pasó, en carne propia y prestada. Recuerdo,

como las herramientas, de generación en generación. Hueso

y fantasma, los dos desenterrados de los mismos cimientos

cavados para aplastar todo acto bajo la misma piedra habitada.

Santo baldío, inocente, a la espera de dar fruto, amenazado

por el futuro de nuestros deudores, colmados de seguros.

Manejamos esas máquinas enormes, en los grandes días

de excavaciones y allanamientos de terreno, cuando subían

como la espuma torres y valores, atraídos por el cielo despejado

de banderas como la nuestra. En estos otros pequeños días,

que caen como gotas de un caño roto, se abren nuevas grietas

en el paisaje edificado. Modestos habitantes de una de ellas,

preparamos la partida disponiendo, sobre la gran mesa heredada

de la antigua carpintería, los peones que no dejaremos atrás.

Enero 2017

Autobiografía y ficción

Preparativos para una novela autobiográfica

Conviértete en lo que eres
Conviértete en lo que eres

Hay dos o tres cuestiones principales que se plantean respecto a una novela autobiográfica y sus posibilidades. Una de ellas es la relación entre ficción y memoria que se establezca, que no es sólo una cuestión de proporción y ni siquiera de fidelidad, sino de posición respecto a la verdad. Lo ideal sería que el autor pudiera ver su propia historia real como una ficción, incluso como si sólo así pudiera verla, y buscara la verdad de esa ficción, que será el norte del relato y lo mantendrá orientado a lo largo de todo el viaje, mientras da cuenta de ella paso a paso hasta completar tanto la narración como el conocimiento expuesto por el descubrimiento. Un relato siempre será una transformación, al menos de una materia en forma, y en este caso, aunque se parta de la propia experiencia, de lo que se trata es de llegar a una idea justa al respecto. La verdad resultaría de hacer coincidir dos cristales: el de lo vivido con el de lo pensado al respecto. Podemos decir que la verdad es esa imagen puesta en foco.

Trasladada esta cuestión a un planteo más pragmático, lo que es necesario decidir es si lo que uno hará estará más cerca de un relato de su experiencia, como lo pueden ser unas memorias, incluso muy bien narradas y de gran calidad literaria (desde la Vida de Henri Brulard de Stendhal hasta los dos tomos de Anthony Burgess Little Wilson and Big God y You’ve Had Your Time), o de una ficción basada en la propia vida, donde incluso puede que no se trate de uno mismo con su propio nombre sino de un personaje basado en uno mismo, como Stephen Dedalus respecto a James Joyce (Retrato del artista adolescente).

Otra, decisiva, consiste en responder a la siguiente pregunta: ¿qué hará el autor de sí mismo en ese relato? ¿Será el protagonista él mismo o narrará unos hechos protagonizados por otros allegados a él? Ejemplos de este tipo de narración serían Donde mejor canta un pájaro, de Jodorowsky, o Adiós a los padres, de Aguilar Camín, donde los protagonistas no son los autores, aunque figuren como personajes, sino sus mayores. Otra decisión a tomar: ¿narrar en primera persona, como Genet en el Diario del ladrón, por ejemplo, o en tercera, creando un personaje autónomo, como lo hace Joyce con Dedalus en el Retrato?

¿Dónde soy? ¿Quién estoy? ¿Dónde me pongo? ¿Dónde me pongo?
¿Dónde soy? ¿Quién estoy? ¿Dónde me pongo?

Es interesante comparar lo que hacen distintos autores de sí mismos en sus relatos autobiográficos. Musil con Törless (Las tribulaciones del estudiante Törless) hace lo mismo que Joyce con Dedalus, pero Céline en sus ficciones (Muerte a crédito, Guignol’s band) hace de su propio personaje, Ferdinand, una especie de monigote guignolesco o de payaso de las bofetadas ya se encuentre en las trincheras de la Primera Guerra Mundial o en un bombardeo en la Segunda, experiencias que vivió en carne propia. Y lo hace narrando en primera persona.

Otro autor que aparece en sus historias es Borges. Y aunque en su caso no se trate de trasposición autobiográfica sino de pura ficción, lo que es interesante es ver cómo maneja su propio personaje de narrador, que sirve de apoyo real para la verosimilitud de su relato fantástico. A veces el protagonista es él, como en El otro, a veces refiere el caso de alguien que conoció (Funes el memorioso) o un fenómeno particular (Tlon, Uqbar, Orbis Tertius) y otras veces es aquél a quien le cuentan la historia, como en Hombre de la esquina rosada o La forma de la espada. Como se ve, hay muchas variaciones, pero hay una coherencia entre el personaje de sí mismo que presenta en una historia y en la otra. Esto es lo que lo hace verosímil y que el personaje parezca una persona.

Contengo multitudes
Contengo multitudes

Dos ejemplos más: Truman Capote en Música para camaleones, donde aparece en distintos relatos y reportajes y en una novela corta tanto como narrador que participa como en el papel protagónico o como testigo. Como en el caso de Borges, que se trate de textos breves facilita el estudio de la cuestión.

Una variante: la de Norman Mailer en Los ejércitos de la noche, donde participa en una marcha sobre Washington contra la guerra de Vietnam y narra todo lo sucedido en tercera persona, aunque llamando a su protagonista por su propio nombre, Norman Mailer, al igual que a los demás personajes reales.

Otros modelos, o espejos para que el novelista autobiógrafo vocacional tenga dónde imaginarse antes de poner manos a la obra: la Autobiografía de Alice B. Toklas, en la que Gertrude Stein escribe como si fuera su compañera de toda la vida para contar la vida de ambas, o las novelas autobiográficas de Thomas Bernhard, recogidas por Anagrama en un solo volumen (El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño) además de publicadas independientemente, como los dos tomos de Peter Weiss, Adiós a los padres y Punto de fuga, publicados y luego reunidos por Lumen. Éstas son narraciones autobiográficas en primera persona que se leen como si fueran novelas, pero además hay que reconocer lo evidentemente dramático, como una ficción, de estas vidas en particular, lo que favorece tanto lo novelesco de la narración como el ejercicio de estilo implícito en la trasposición de lo ya ocurrido en la “vida real” a lo que ocurrirá de manera inevitablemente imaginaria en el cerebro del lector.

"El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve"
«El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve»

Para acabar, una distinción importante: si la novela va a narrar la vida entera o casi del autor, como Infancia, Adolescencia, Juventud de Tolstoi (que escribió los tres tomos al comienzo de su adultez, de modo que ésa era la totalidad del conjunto en su momento), o sólo una experiencia particular, como Nadja, de André Breton, que se limita al encuentro del autor con la mujer que da título al libro. En el primer caso, el acento estará puesto casi fatalmente en la figura del protagonista, pues de lo que se trata es de la formación del carácter o, desde el lado del relato, la construcción de un personaje junto con una proyección de su destino. En el segundo, no necesariamente: también puede tratarse de alguna experiencia personal en la que lo más importante no es lo que el autor descubre de sí mismo, sino de alguna otra cosa distinta. Esto puede dar pie a toda una serie de aventuras protagonizadas por el mismo personaje, que aporta su punto de vista pero no por eso se impone como tema de la obra.

Resumiendo, tres cuestiones principales: la relación entre realidad y ficción, el lugar que va a darse el narrador en la historia y si ésta es la de su vida o sólo una historia que ha vivido o en la que ha tomado parte.

Como anexo, la recomendación de un texto teórico muy sesudo pero orientador una vez que se lo ha comprendido: La autobiografía como desfiguración, de Paul de Man, en su libro La retórica del romanticismo, publicado por Akal. Y un breve texto mío que copio a continuación:

Dirigirse a sí mismo
Dirigirse a sí mismo

La imaginación es más antigua que la memoria
No se imagina a partir de lo que se recuerda, sino al contrario. Recuerdo la zona de vida nocturna por la que me gustaba callejear y veo que esa evocación implica los paseos, leídos en mi infancia, del califa de Bagdad circulando de incógnito por ese nudo de callejuelas y comercios secretos sobre el cual de día gobernaba, determinantes desde entonces no sólo del tono de un recuerdo posterior, sino también de la elección y caracterización de personajes y escenarios a resurgir en mi memoria. Lo que recuerdo no es más que el marco de lo que la imaginación ve en tal ventana, abierta mucho antes de lo que puedo recordar; si en la ficción los personajes no tardan en distinguirse de sus modelos, es por esa antigüedad mayor de la imaginación respecto de la memoria. Pues los distintos individuos que conocí en mi juventud, por ejemplo, siempre acaban coincidiendo más o menos a la perfección, al ser recreados, con unos “prototipos” muy anteriores, primitivos, como oportunas encarnaciones de unos mitos personales elaborados con alguna intención, seguramente, pero sin conciencia entonces de lo implícito en esas figuras; a través de la evocación, ahora, de personas o ambientes reales, esos mitos son los que resurgen adaptando por sí solos el recuerdo a su propia expresión. Si los adultos depositan tantas ilusiones en la infancia, y no sólo en sus propios niños, es porque no se trata allí del futuro, donde espera la adultez, sino de un tiempo irrecuperable cuyos límites no se ven desde dentro ni desde fuera.

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