
La esgrima del discurso. Primero oír, después escuchar, después hablar. Así, tomar la palabra es recuperarla. Oír: el sujeto como víctima del predicado. Escuchar: el análisis, sintáctico, semántico y/o morfológico, como aplicación del principio de dividir para vencer. Hablar: operar sobre el predicado hasta que el sujeto se vuelva tácito. Alternativa al leer/escribir sartreano, pero en lugar de las dos caras de la misma moneda, con su simple relevo entre modelos e imitadores cada vez que es arrojada al aire, remitente en su vaivén a la unidad obtusa de la mirada fulminante que quiere acabar con todo, los tres pasos sucesivos de un proceso irreversible por el cual nunca es posible acabar donde se empezó. A imagen y semejanza del “relajación, concentración, acción” de Stanislavski, reutilizable en cualquier situación de inmediato: una vez hecha y entendida la experiencia, lo difícil es topar con un discurso que no pueda superarse con mayor o menor prontitud mediante este tratamiento.

Lengua bifurcada. No puedo dejar de ver, en la elección entre Heráclito y Demócrito que propone Montaigne, mucho antes que una encrucijada, las dos caras de una sola moneda, de cara y cruz marcadas por las conocidas máscaras de la tragedia y la comedia, cada una la sombra de la otra mientras la suerte permanece en el aire, indefinida, y al igual en el momento siguiente, cuando todo parece decidido y ya no quedan más que consecuencias por afrontar. Siendo así, la elección se traslada a otro plano: hablar o callar, decir o no. Porque esta lengua, necesariamente afilada para lograr precisión, al pasar arranca aun sin querer, y a la vez, risas y lágrimas, como toda ofensa. He hablado y lastimado sin proponérmelo a quien me quería, que nadaba feliz en la corriente de mi discurso hasta sentir la mordedura de la piraña oculta; he callado para evitar ese accidente inevitable y mi reserva ha entristecido a quien antes se lavara la cara en tales aguas traicioneras, pero elocuentes en un mundo cerrado en su sordera y su obstinada, muda miseria. Pienso en alguien que ya no podrá leer esto y a quien me hubiera gustado mostrárselo, con la esperanza de que leyera entre líneas, entre el sarcasmo y la desgracia, el revés de lo lamentable expuesto. Y porque ya no podrá leerlo, absurdamente, como se acometen las acciones expresivas, parece mejor, más generoso, aunque lo dado entonces no fuera del todo un bien, haber hablado y en consecuencia, ahora, sin interlocutor, por lo menos escribir, es decir, seguir fraguando este tardío, trasnochado testimonio de lo ocurrido no tanto ante los ojos de todos como a sus espaldas, donde aún se quedaría si ninguno de los involucrados se empeñara en resucitarlo a conciencia.

Sátira y retrospectiva. Podría continuar indeterminadamente, hasta llegar a la actualidad, mis memorias en clave vitriólica, siguiendo el ejemplo de tan ilustres precedentes como sugieren los títulos o recuerda el lector: Look back in anger, Goodbye to all that, Lennon remembers, Gathering evidence. No faltan, en todas las lenguas, ajustes de cuentas semejantes, algunos bastante célebres, como los mencionados. Incluso, aunque en clave menor, tengo en mi historia a un famoso, un artista, por más que su fama sólo se haya hecho mayor al volverse mala y no debida a la cordialidad de su arte. Pero a medida que paso en limpio estos sucios recuerdos, a medida que van saliendo de mi desorden para quedar colgando uno junto a otro, blanqueados y expuestos como ropa recién lavada, el estilo que sirvió para darles relieve y desprenderlos del fondo ambiguo que los guardaba parece sobrarles como la mugre extraída, o quizás mejor dicho, mejor visto, como el detergente después del enjuague, y se me aparece ahora, inseparable de lo por él revelado, como un elemento agregado e incluso un objeto en sí mismo, aunque requiera, como todo arte figurativo, de un motivo, en el fondo, no menos material que la tela a la que caen las pinceladas: tan agresivas, en este caso, el mío, que empiezo a temer y casi a lamentar las salpicaduras a mi alrededor, como si de veneno se tratara, sobre algunos de los que podrían reconocerse en este cuadro y recibir así los tajos representados por semejantes trazos, con su violencia, su retorcimiento y su necesario correlato de ingratitud y rencor. Sátira y retrospectiva: hay entre el recién descubierto carácter de ilusión de estas representaciones y la crueldad implícita en la burla un contraste comparable al de la inocencia con el crimen espontáneo, traducido en un tono hiriente que exhibe el dolor interiorizado reproduciéndolo, pero al revés. Agitar la marioneta de sí mismo estrangulada por el propio puño en el aire de invernadero de una voz, del ofrecido aliento, como hacía Céline, es un acto a la vez estético y jurídico, un juicio que en su teatro de reivindicaciones, ajustes de cuentas e intentos de reparación comete, desde su súbita posición privilegiada, un nuevo abuso ejemplar cuyo saldo no puede estar exento de ese desequilibrio característico de las proyecciones de una conciencia exaltada sobre todo aquello que sería preferible considerar con ecuanimidad, o típico de la agresividad adolescente hacia la irremediable vida adulta como destino ineludible. Negación de las identificaciones evidentes. Rechazo de las vocaciones servidas. Espejos deformantes ante el bosque de los cuerpos como respuesta, incluso, a la inarmónica transformación del propio organismo a esa edad. El mismo estilo para retratar el pasado como afrenta, prueba de que la verdad sí ofende, y concebir el futuro como ruina, manifiesta en la grotesca parada que a los ojos fugitivos encarna toda realización social que vaya a su encuentro. La caricatura como ampliación, como transformación de los defectos heredados, adquiridos y congénitos en una forma grotesca pero a la vez graciosa, risible pero reconocible, quizás, ojalá, por la amplitud y precisión de los rasgos, admirable; miseria infantojuvenil, entonces, elevada a mito por el estilo, más buscado que conseguido, pero, aun así, con una insistencia que daba a este empeño la constancia y la constante presencia de una pulsión.