
Es muy conocida y se cita a menudo la definición que dio Borges: “Barroco es todo arte que limita con su propia parodia.” En el mismo sentido iban sus versos contra y no sobre Gracián (“helada y laboriosa nadería / fue para este jesuita la poesía”), sinceramente atenuados durante una entrevista hacia el final de su vida, en la que, aunque reconoce en el español la agudeza, la hondura y franca penetración de su inteligencia, mantiene la condena hacia su tratamiento de la forma, en exceso determinada para él por “laberintos, retruécanos, emblemas” y “estratagemas”, de las que ofrece un ejemplo sencillo: “La vida es milicia contra la malicia”, aseveración cuya verdad no discute sino a la que objeta el juego de palabras que en su opinión degrada el concepto, lo trivializa. Todo esto es muy razonable y Borges convence con sus argumentos, que no expone intentando vencer; sin embargo, aunque oigamos la intencionada resonancia que señala entre milicia y malicia, tanto como la cacofonía que escucha en el título El llano en llamas, aunque entendamos perfectamente lo que censura y nos inclinemos a darle la razón, no por eso disminuye nuestra fe en Gracián o en Rulfo. Tampoco logramos condenar decididamente aquello de lo que Borges nos ha demostrado el defecto; más bien es como si en el punto medio entre una obra apreciada y la crítica adversa pero en sí misma apreciable lo que quedara fuera una especie de indiferencia, de duda ante la necesidad de decidir. ¿Pero es realmente necesario optar? Recuerdo otra objeción parcial suya, también formal, esta vez a la Ética de Spinoza: lo que aquí reprobaba era la adopción, por parte del filósofo, de un rígido aparato geométrico para sostener sus razones cuando hubiera bastado su exposición coloquial para probar la misma verdad, vanamente acorazada por la asimilación a un sistema. Semejante fortificación, ¿no sería contraria al modo de comunicación preferido por Borges, la conversación amistosa, además de una aspiración a la razón triunfal desaconsejada en Los teólogos, aunque sea por vía defensiva? La sobria sencillez ante la complejidad del universo en lugar del loco abandono al impulso de medirse con él, el diálogo íntimo como alternativa más fiable que la construcción de textos cifrados a prueba de interlocutores, además de coherentes entre sí, son argumentos para los que Borges ha encontrado no menos matices y variantes que para la idea de eternidad o de infinito. También la celebración del coraje frontal de guerreros y malevos resulta opuesta a la de la estrategia intelectual, que se complace en mostrar derrotada en varios cuentos. Pero es en este punto que aquí cruzamos al otro lado de la calle para alinearnos con aquellos que, rehusando el destino, le oponen mil argucias para alcanzar la victoria: porque es en esta situación, desde la perspectiva que se adopta cuando se elige el partido de la causa propia por sobre la dignidad de los mayores, que los consejos y preceptivas de Gracián o de Spinoza recuperan su oportunidad y su valor. No se habla ni se escribe igual en casa de amigos que de enemigos. Si el espacio recomendado de la comunicación borgeana es el de la amistad, abierto al respeto y la confianza manifiestos en la llaneza de la expresión, otras son las condiciones que rigen para el vigilado jesuita y el expulsado pulidor de lentes, dependientes a menudo, como muchos contemporáneos suyos, de protectores cuya suerte podía variar de un día para otro, como lo vieron, bajo intolerancias de brazos más largos, a través de los siglos, que los de Rosas o Perón durante el espacio relativamente breve de sus respectivos mandatos. Otra conciencia es necesaria para sobrevivir y producir en esos regímenes. Y otra es la expresión, otra la escritura. Podemos suponer que Montaigne escribía para un amigo, que el desaparecido Etienne de La Boétie sobrevivía en él, de igual manera que había sido el interlocutor perfecto, como lector ideal, aunque ya sólo imaginario. Pero en un régimen de intolerancia, o en una corte como la descrita por Saint-Simon, en cualquier situación de desconfianza generalizada, bajo la insomne vigilancia de propios y extraños, tal vez no pueda existir ni en la memoria ese amigo, pues jamás se ha tenido la ocasión de entablar una amistad, o la confianza en él, si existe, no pueda no estar comprometida, y no forzosamente por una falta suya, sino, al contrario, por consideración hacia la situación de peligro en que podría dejarlo cualquier confidencia. En El emperador Juliano y su arte de escribir, el comentarista hegeliano Alexandre Kojève da un ejemplo de lo que sería, perdón, de lo que es una escritura concebida para sortear el peligro de ciertas lecturas. Aquí se trata, según explica, de “escribir poco más o menos lo contrario de lo que se piensa, para disimular lo que se dice”: un texto dirigido en secreto a los iniciados o entendidos cuya condición les da un oído aparte del de la multitud. El texto de diamante, llamémoslo así por su brillo evidente aunque el contenido parezca oscuro, por su dureza a prueba de interpretaciones, por la nobleza con que resiste al uso inapropiado, tallado por sus autores hasta alcanzar la calidad que autoriza esta comparación, supone una estrategia orientada a sobrevivir los malos tiempos, conservándose igual a sí mismo hasta dar con aquel ante quien cabría bajar la guardia, y que por eso sabrá abrirse paso hasta el interior de la fortaleza. Desde el balcón de un tiempo de paz el guerrero en su armadura se ve rígido y en su cabalgadura con poco asiento para tanto orgullo; si se piensa en de dónde viene, puede entenderse por qué llega así. Armado para sostenerse en sí mismo, sin apoyo, solo, exageradamente a veces a causa de la dificultad para medir los peligros de un terreno cambiante, no deja de ser el producto salvaje del más alto grado de civilización concebible, lo que le da ese aire contradictorio de máximo de comunicación y de hermetismo, de extremo rigor formal que no sabría acomodarse a las costumbres de la lengua en uso. Será el lector el que se adapte a su acento, fatalmente extranjero, con la libertad negada a otros en otro tiempo aunque en el mismo mundo: como el que baila sigue la música que ha puesto, aunque al principio encuentre raros sus propios movimientos. También Borges linda a veces con su propia parodia y las sospechas de quienes no se fían de las construcciones demasiado elaboradas, al menos a simple vista, siempre lo han perseguido. O abandonado en los primeros escalones de sus textos.
Me acuerdo que Gracián afirmó que los poetas fingen por oficio y quizás Borges tuvo muy presente esto al atacar al sabio y muy notable sacerdote de la manera aquí expuesta. Por otro lado el gran escritor argentino era bastante proclive al ataque sardónico-narcisista y, por ejemplo, sostuvo despectivo cierta vez que García Lorca era “un andaluz profesional”.
Es cierto que a Borges, a pesar de su aspecto pacífico, le gustaba afilar el facón. Lo de Lorca puede entenderse si se considera la estadía de Federico en Buenos Aires, donde devino un personaje y donde es muy probable que haya logrado ese efecto de «andaluz profesional». A mí me gustan bastantes cosas de Lorca, no todas, pero algunas sí mucho: La casa de Bernarda Alba me impresiona porque es una partitura en palabras: se puede sentir el tono y el ritmo de cada escena en el texto a recitar.
Sobre el drama como obra completa o a completar por la puesta: mi artículo era una consideración del teatro como escuela para narradores, es decir, como herramienta de aprendizaje. Lo que yo pienso de la obra de teatro es que es una obra completa en sí misma, es decir, como texto, así como la puesta de una obra es otra obra en sí misma, como representación: dos obras en relación, una para leer, la otra para ver. No son partes complementarias, sino cuerpos en tensión: más como un matrimonio que como un conjunto de partes, de la misma manera que cada actor está entero en escena y por eso se roza con los otros. Esa fricción es la vida del teatro y no la orquestación de efectos.
Le agradezco nuevamente el mensaje completo de Cocteau.
Valedero el punto de vista sobre el teatro en total, y más particularmente, sobre el texto teatral; de nobleza didáctica por añadidura. A propósito de Buenos Aires, en donde estuvo Lorca con la para algunos legendaria Margarita Xirgú, –al parecer en tiempos en que el joven Borges no era Borges todavía—he leído ciertas obras contemporáneas de teatro bonaerense y he notado que “lo esquelético” (Baduell dixit) resalta: casi no indicaciones ni acotaciones, ausencia total de apartes (la numeración de escenas según entrada y salida de personajes pasó a la historia, creo). Existen, lo sé, directores que prefieren estos textos para realizar sus puestas según mejor las imaginen.
Es cierto lo que dices, pero piensa que los textos clásicos apenas contienen «didascalias». «Entra», «Sale» y poco más. Lo de las acotaciones fue a más recién en el siglo 19. La ausencia de actos y escenas numeradas se corresponde con el modo de hacer teatro ahora. Tampoco se habla ya de mutis, a foro o proscenio. Todo eso cambia. Pero el dato esencial, para mí, del teatro en la actualidad es su marginalidad, si pensamos que en el pasado era a menudo el centro o uno de los centros de la vida social. Sería difícil sostener hoy que la sociedad encuentra su representación en el teatro.
Muy cierto, se me había escapado ese detalle.
Te alcanzo el recuerdo de dos exabruptos, por llamarlo lisonjeramente. Eduardo Mallea, tiene títulos preciosos, La ciudad junto al río inmóvil, Todo verdor perecerá, La bahía del silencio…lo malo es que tiene la manía de agregarles novelas. Y algo que me remece. Al preguntarle si era gustador de César Vallejo, sólo atinó a decir, es muy quejoso. Si non e vero e ben trovato.
Abrazos de lulofar@hotmail.com
Conocía lo de Mallea, no lo de Vallejo. Como no soy lector de Mallea, siempre me hizo gracia. ¡Los títulos sí que son buenos! Como Vallejo es mi poeta predilecto en castellano (y el mismo Borges en mi opinión era un genio en prosa pero en verso me gusta pocas veces), al segundo comentario ya no me apunto. Pero gracias igual. Buenas noches (sobre todo si velas).