Las trampas del formalismo

La formalidad castigada

Algunos meses atrás, conversando con un editor, pensé el título de esta nota (o “entrada”, como la aquí incumplida vocación de crónica llama a cada una de las sucesivas novedades de estos diarios públicos) y me hice el firme propósito de redactarla en algún vago momento futuro. Hace unos cuantos días, igual tema volvió a ver la luz a causa de un manuscrito sobre cuyos problemas hablábamos con una agente literaria y me dije que ya era hora de que me ocupara por fin de esta cuestión, insistente en tantos inéditos de autores noveles en absoluto faltos de talento.

La conversación con el editor versaba sobre los manuscritos de dos jóvenes autores, hombre y mujer, tan distintos entre sí como sus obras e igualmente interesantes en principio. O al menos el editor y yo estábamos interesados, lo que no significa que los problemas de ambos originales estuvieran resueltos sino apenas planteados: lo había hecho yo en mis informes de lectura. Éste no es el lugar donde referirse a esos problemas en detalle, pero lo que en cambio sí nos interesa aquí es la raíz común de los fallos muy diferentes en cada caso de dos proyectos bien concebidos, planeados a conciencia y ejecutados con esmero. Lo curioso es que ese punto, débil, en común no podría haberse dado en escritores más débiles, es decir, menos formados o faltos de conciencia formal: éstos no se habrían equivocado de ese modo, básicamente porque no habrían imaginado soluciones semejantes para los planteos de sus obras. Sin embargo, ha sido la insuficiencia de estas soluciones formales para unos problemas de fondo la que me ha hecho pensar tanto en el título como en el tema de este artículo.

¿Hay vida tras los remiendos?

En una de estas novelas, la estructura narrativa dependía de la fijación de unos planos de distanciamiento según los cuales la ficción histórica que constituía la base argumental llegaba al lector mediada por su reconstrucción documental a la manera de esas emisiones televisivas forzadas a manipular la imagen de un pasado remoto para poder ilustrarlo; en la otra, la fragmentación del relato en piezas sueltas que al ir reuniéndose descubrían poco a poco su unidad hasta alcanzarla plenamente al completarse la novela se acompasaba con el tema del cerrar una herida mediante el mutuo reconocimiento de las partes separadas. En ambos casos la solución formal era adecuada al tema y sin embargo, como un traje demasiado hecho a medida, impedía el movimiento, el crecimiento y la libre interacción de unas partes no tan independientes o con suficiente entidad propia como para convencer al lector de su realidad, de su participación en el universo o simplemente de sus tres dimensiones, tal cual suele ocurrir en las puestas de ciertos directores de escena que, en lugar de procurar la necesaria confrontación entre los elementos del drama para que éste ocurra, prefieren la yuxtaposición de esos elementos reconciliados de antemano en un espectáculo conceptualmente previsible desde que se alza el telón. Dentro de esa circulación los actores jamás tropiezan, pero no ya con la eventualidad sino ni siquiera unos con otros; los personajes aparecen y desaparecen juntos sobre la misma escena, pero sin llegar siquiera a plantear unas diferencias relevadas a lo sumo por la distancia entre los cuerpos que los ilustran. La cultura audiovisual tiene a sus participantes tan acostumbrados a este tratamiento de los temas que, salvo por un reprimido aburrimiento cuyo origen es difícil de localizar, pues se sitúa bajo las bases del edificio en que se alojan, son capaces de tragarse esta coincidencia como si de verdadera convivencia se tratara.

Desde este punto de vista, el cine es una mala influencia para el escritor. Pero también puede ofrecer un buen modelo para estudiar el problema. Es curioso, por ejemplo, pero tampoco debería sorprendernos tanto, que un procedimiento repetido en los casos de estas novelas en cuya construcción predomina un alto grado de conciencia formal –y una a menudo excesiva, en mi opinión, confianza en los poderes de la forma-, tal como lo muestran los dos manuscritos aludidos, suela ser o implicar en mayor o menor grado el uso de la fragmentación como principio constructivo. Fragmentación de los puntos de vista o de los planos del relato, fragmentación de la historia misma en piezas sueltas cuya reunión dará el desenlace o mejor dicho la terminación de la obra, en todo caso lo que en estos casos priva es el acento puesto no en la tradicionalmente simulada unidad de un universo narrativo (es decir, que no se vean las costuras), sino en el hueco donde las piezas se engarzan. Lo que destacan estos narradores es el carácter de construcción, no “natural”, de los objetos en que consisten sus obras, cosa muy propio de la conciencia que reconoce su propia subjetividad y con ella la de los otros puntos de vista, advirtiendo en el mismo proceso cómo hasta la naturaleza en cuanto conjunto es también una organización de su percepción. Sin embargo,  esta superación de la ingenuidad, positiva como es, en los casos que estudiamos induce a error. ¿Un exceso de saber? No, una falta. ¿Pero de qué o de qué saber? Retengamos, sin olvidar que una película se hace a base de fragmentos reunidos en un montaje, también llamado justamente edición, un concepto elocuente, aquél de fragmentación, mientras consideramos ciertas consecuencias siempre latentes de su uso como principio constructivo.

Gilda toma sus precauciones

Algo típico en un editing, entendido como corrección –en el buen sentido- de un original, es alterar la estructura narrativa. Clásica solución de editor –o de book doctor- a los problemas de un texto ajeno, es adecuada cuando la modificación propuesta implica la comprensión del sentido general insinuado por la obra en marcha y de los presupuestos formales de su autor. También éste trabaja como su propio editor cuando corrige: no se trata de quién haga el trabajo, sino de que cada tarea exige cambiar de posición. Como bien dijo Truffaut respecto al cine, hay que rodar contra el guión y montar contra el rodaje. O sea, en cada etapa ser crítico de la precedente y proceder. Ahora bien, aunque un buen director rueda ya pensando en el montaje y así no sólo economiza sino que también dirige toda la producción hacia la meta intuida, volviendo a la literatura, ¿qué pasa cuándo se edita como prevención? ¿Y qué significa un editing preventivo? ¿Qué relación tiene con la represión?

Cuando a un autor no le gusta la edición de su novela, no es raro que hable de censura o que al menos plantee su disgusto en estos términos. Puede o no tener razón, pero de una u otra forma sentirá que es víctima de una represión en cada corte, cada cambio que se haga a su texto para cuadrarlo dentro de un esquema, independientemente de que éste sea adecuado o no. Cuanto menos conciencia formal tenga, es decir, cuanto mayor sea su rechazo de este tipo de problemas, más se rebelará contra este tipo de planteos y peor sabrá rebatirlos, aun cuando contra toda probabilidad su instinto estuviera mejor orientado que la antipática “razón editora”. Los argumentos de Malcolm Lowry contra los cortes propuestos por los editores de Bajo el volcán, en cambio, muy lejos de ser una expresión visceral, ponen de manifiesto un entendimiento cabal de los alcances de su obra así como una envidiable capacidad de persuasión. Pero no son los problemas del autor “espontáneo” los que aquí nos interesan, sino muy por el contrario los de su exacto opuesto: el escritor que, aplicándose a comprender la teoría implícita en la práctica de su arte, puede intentar extraer de esta fuente soluciones que debería buscar en la de su experiencia. En la vida y no en el arte, para ser claros.

Georges Perec y el Oulipo

Un editing preventivo es un ejercicio de autocensura. No es raro que la estética de la fragmentación sea su marca más habitual. Contrariamente al escritor que se cree poseedor de la lengua y de su tema, que se cree libre, el escritor dotado de conciencia formal sabe lo arduo que es no caer espontáneamente cada tres pasos –o tres líneas- en un lugar común y se vigila. Además, busca estrategias para escapar precisamente de ese destino donde todos los caminos ya han sido abiertos y el otro se cree en libertad: un buen ejemplo sería el de Georges Perec, cuyas restricciones y mediaciones son injustamente más reconocidas que las cuestiones que ponía en juego en sus lúdicas obras. Sin embargo, completando la barba propia con el bigote ajeno, Perec sabía perfectamente que “el gusto por el sistema demuestra falta de probidad” (Nietzsche) y aunque determinaba unas condiciones para su escritura se cuidaba muy bien de que éstas le impidieran escribir en lugar de empujarlo a pensar lo que de otra manera no se le habría ocurrido. El “editing preventivo”, desgraciadamente, no funciona así. Ya que consiste, por decirlo con una expresión tradicional, en poner la carreta delante de los bueyes. Y esto, naturalmente, no deja pasar la escritura. Me explico: si bien es bueno, al ponerse en marcha, contar con un plano, esto es, tener un esquema más o menos claro, una trama bastante bien resuelta y especialmente saber con qué objetivos dentro del relato general debe cumplir cada capítulo o episodio, no lo es que el plano impida el viaje, es decir, tomar contacto con la tierra y tratar con los nativos. Y algo de esto es lo que ocurre en todos estos manuscritos en los que un adecuado dispositivo formal entorpece, a pesar suyo, la exploración de la materia por narrar. En lugar de que los episodios sucedan, dando pie a otros inesperados, abriendo la trama y ofreciendo a los personajes la oportunidad de relacionarse y descubrirse unos a otros, se suceden como si su propósito fuera ante todo cubrir con cierta información el casillero que se les ha asignado en el diseño argumental. Y así hay algo que empieza a no pasar entre página y página, capítulo y capítulo. Pues cada cosa concreta que se narra o se describe comienza a parecer el relleno de una estructura previa, que cobra un protagonismo desproporcionado en relación con el conjunto, y son por fin las separaciones que la organización impone a los elementos materiales lo único que prolifera, en lugar de la materia narrativa. Ésta empieza a ralear y la novela a parecer incompleta; es entonces cuando, ante tantos huecos, excluido de su propio universo de ficción por esa estructura a la que le ha permitido tomar su lugar, el autor suele querer convencerse de que la correcta distribución de los fragmentos bastará para ocupar el vacío y, en lugar de indagar, ahondando en la materia de su obra y confrontando la ficción con su propia experiencia, en ese imaginario del que había partido y al que ha perdido acceso, insiste en recurrir a todo tipo de retoques formales a la manera del cineasta que, tras un mal rodaje, se dice que salvará la película en la moviola –o, más contemporáneamente, mesa de edición-, ante la cual no contará sino con esos pobres cuadros móviles, tan pocos, entre los que la obra perseguida se le ha escapado.

Podría decirse que toda obra, en cualquier campo artístico o cultural, por más unitaria que aspire a ser se construye reuniendo fragmentos: piedras para el edificio, anécdotas para la novela o sonidos para la música. Pero en el cine no sólo es más evidente, sino también más cierto: hasta los dibujos animados, aun generados por computadora, preexisten a que el cine los tome y los anime. El cine es primero recopilación de elementos que en principio le son ajenos bajo la forma de imágenes y sonidos: se suele llamar a esto, precisamente, captura. Lo que se ha capturado desfila luego, al exhibirse, según el orden que el montaje haya dispuesto. Pero el lenguaje audiovisual nos rodea en la actualidad hasta tal punto que, como el habla, teje una red continua de elementos heterogéneos que coinciden excediendo todo sentido que cualquiera se haya propuesto atribuir a ese roce permanente. Cuadro sin marco incapaz de secarse, también es el cuento contado por un idiota a que alude Macbeth; y esa debilidad mental, repetida en cada lector o espectador que, como les gustaría hacerlo a tantos autores, no se responsabilizará del sentido que momentáneamente atribuya a cada narración,  discurso o fragmento informativo con que tropiece, es la propia del momento actual de nuestra cultura que, como ya se repite desde hace años, conoce tantas palabras y ninguna palabra.

Cuando predomina lo audiovisual

Son muchas las novelas de ahora, incluyendo las publicadas y aplaudidas, cuyas escenas no parecen venir de la vida sino del cine o, entendámonos, del modelo de habla y conducta instaurado por el cine –y las series, la televisión- que todos, hasta los que como espectadores huyen de él, conocen en razón de su histórica y creciente omnipresencia. Ese modelo está presente hasta en las películas que se proponen contestarlo, en la medida en que éstas, como las otras, con las que rivalizan, aspiran al igual que ellas al reconocimiento de su público. A eso se agrega un fenómeno que ya se daba con las novelas, pero que la mayor velocidad de lectura del largometraje sobre la novela –para quien no sabe o no quiere leer en diagonal- no hace sino multiplicar, y que consiste en el descubrimiento, para cada generación de jóvenes, de la vida antes en la ficción que en la realidad. Un autor joven, a la hora de dar valor a su creación, dotado muy probablemente de un conocimiento mayor del arte, sobre todo en su aspecto técnico o artesanal, que del de una vida aún falta para él de experiencias análogas a las que sí ha podido admirar en la pantalla o en la página, o que aún no le ha dado tiempo a reflexionar sobre lo que ha vivido pero no está maduro para valorar o expresar, caerá casi seguramente en la imitación de esa experiencia espectacularizada que le falta. Puede que el modelo tan espontáneamente escogido le baste y hasta salga airoso del lance, pero puede también que no sea suficiente y es entonces, agotado el primer impulso, que comienzan los problemas. Uno de ellos es cómo, a partir de esta conciencia de que algo falta, la imitación de lo logrado por otros es percibida cada vez más como imitación y esta percepción indica cuán fallida es: todo, escenas y diálogos, parece venir de lo creído en representaciones ajenas y no de lo observado en la vida por el autor, aunque se trate de un proyecto muy personal y a pesar de los pasajes entremezclados en los que sí, atravesando el corsé formal, se haya logrado transmitir una presencia real. Otro es el proceso de fragmentación que se desata en la nueva apreciación del texto, plagado de puntos y agujeros negros sobre los cuales resulta cada vez más difícil saltar por más puentes que se intente imaginar entre una y otra isla narrativa. La ficción se va muriendo, desmembrándose, y por más activo (o “macho”, en el dudoso sentido que Cortázar daba al término) que un lector sea, no completará la obra, como quería Conrad, si el autor antes no ha concluido su trabajo.

Ni el “formato en el que todas las piezas encajan” resultante de lo que hemos llamado editing preventivo ni los retoques a posteriori que se hagan trabajando siempre a ese mismo nivel pueden resolver favorablemente unos problemas que se sitúan mucho más adentro, en el mismo corazón –su centro vital, su nudo afectivo, su irreductibilidad última- de la obra. También era esto lo que ocurría con la novela de la que hablábamos hace unos días la agente literaria y yo: ni la edición llevada a cabo por un profesional con el mismo material que habíamos leído nosotros había convencido a la autora, ni ella misma en sus revisiones lograba dar a un relato que procuraba ser intencionadamente fragmentario su forma definitiva y satisfactoria. Lo que no quiere decir que no hubiera nada por hacer o que la situación fuera irremediable. De lo que se trataba, en lugar de dar más vueltas a lo escrito, era precisamente de indagar en lo no escrito, en aquello que, latente en la obra, todavía hacía falta sacar a la luz y explicitar, poner negro sobre blanco, para completar un relato sólo fragmentario por lo que de él se ignoraba y tal vez se temía averiguar. Hace algunos años trabajé con un autor que no acertaba a resolver una difícil novela en la que llevaba varios años de trabajo invertidos. Hacia el final tenía la idea de que el protagonista escribiera una carta a la heroína del libro, en la que recopilaría y justificaría de alguna manera su historia trunca. Propuse sustituir tantas palabras de uno por acciones de los dos en el mundo real: que escribieran con sus cuerpos, en suma. Así, él la citaría en el departamento que solían compartir, pero ella no acudiría y ese vacío resultaría lo bastante elocuente. Por supuesto que, si el autor no hubiera hecho literatura con esto, de poco hubiera servido la idea aunque fuera buena. Pero sirvió para destrabar la situación y situar otra vez al narrador en el mundo, con derecho a actuar más allá de sus conjeturas y a riesgo de provocar una reacción cuyas consecuencias también habría de padecer. De nuevo tenía un cuerpo, era un personaje y su discurso devenía narración. La novela fue acabada, publicada, premiada y traducida; la llave para lograrlo fue dejarse, cuando no hacía falta, de especulaciones formales o modulaciones de la voz narrativa para inventar, en su lugar, nuevos hechos lo bastante expresivos. Así se llegó, como suele decirse, al “meollo de la cuestión”. Pero “rara vez”, como dice Nietzsche, oportuno aquí nuevamente, “ni siquiera el mejor de nosotros tiene el valor de lo que realmente sabe”.

Una estructura endeble y compleja

Lo bien concebido bien se escribe. Esto es todo, pero concebir no es fácil. Sucede a veces por casualidad, pero sólo en apariencia: actuar resueltamente significa haber resuelto el problema de antemano y en consecuencia poder lanzarse sin temor, meter las manos en la masa con la misma sensación de dominio o de confianza que puede tener el cocinero ya independiente de recetas. La trampa más habitual del formalismo es la tentación, en cambio, de dominar la materia a distancia, mediante alguna organización o dispositivo formal al cual todos los elementos deberían responder y que garantizaría la ubicuidad de cada uno de ellos. Pero si una novela, según Philippe Muray, es “la historia de lo que pasa cuando se encuentran personas que nunca hubieran debido encontrarse”, habrá que convenir en que no es una circulación perfectamente ordenada de donde extraeremos la materia novelable y en que a menudo es la identificación y no el distanciamiento de donde vienen la lucidez y, sobre todo, las iluminaciones. Es más: el distanciamiento, para estimular la reflexión y la lucidez, requiere una fascinación previa, una atracción. Las situaciones planteadas por Brecht, los argumentos que manejaba y, muy especialmente, personajes como Galileo o la Madre Coraje son focos de atracción irresistibles no sólo en la representación sino en el propio texto; no es con indiferencia como se siguen sus respectivos itinerarios hacia el desenlace. Sin la eficacia de esta atracción, imposible soñar con un distanciamiento logrado: una vez puesto a distancia, de faltarle el calor necesario para interesarse por lo que será de aquello que se la ha puesto ante los ojos, difícilmente el lector o espectador volverá a acercarse y es muy probable que, antes de que baje el telón o el libro se cierre, abandone su butaca o su sillón colmado sólo en su impaciencia. Y con razón.

«Madame Bovary soy yo»

El espectador desenmascarado (Parte 2)

¿Quién marcha por ahí a la derecha?

¡Izquierda, izquierda, izquierda!

Vladimir Maiakovski

Vanguardia: la patrulla perdida (Shostakovich, Maiakovski, Meyerhold y Rodchenko)

2. El eslabón perdido

Cuando una revolución es interrumpida, sus vanguardias quedan aisladas. Prevalece, por encima del proceso revolucionario frustrado, su interrupción gestionada por la jerarquía burocrática de turno. Detenido el movimiento, aisladas de las masas reales o potenciales, las vanguardias pasan a serlo de nada: su protagonismo se vuelve excentricidad, su posición una pose vaciada de sentido y su poder de comunicación un gesto absurdo, incomprensible y por lo tanto reducido a la impotencia. La dictada imposición del realismo socialista sobre el formalismo, el futurismo, el constructivismo o cualquier otro movimiento posible es la imposibilidad, al menos teórica, para el artista de poner en juego su sentido de la probabilidad y la obligación, en cambio, de atenerse al sentido de la realidad e incluso a la realidad como sentido. Reprimido lo que había explotado y surgido a escena en los tiempos de mayor popularidad de Meyerhold, los años de la utopía desaforada del Misterio Bufo de Maiakovski, cuyo estreno exigía el público bolchevique, o de la espectacularidad satírica de El Inspector General de Gogol o El Cornudo Magnífico de Crommelynck, la verdad regresaba con Stalin de algún modo a las aguas propias del naturalismo, al verse obligada a refugiarse como antes en las profundidades de la psicología, prohibida ya toda discusión en que pudiera aflorar sobre el suelo de la Unión Soviética. Entre las palabras que no podían pronunciarse sin riesgo de desaparecer también uno de la faz de esa tierra estuvo durante más de cuarenta años el nombre del destituido padre del teatro revolucionario, borrado por su gobierno del teatro del mundo. Ese silencio, desaparecido ya aquel régimen, tiene sin embargo un eco que se prolonga hasta nuestros días.

Cultura bolchevique

Ya que, después de todo, contestado y todo, corregido y todo, el modelo naturalista es aquél con el que el público actual, a través del teatro, pero también, muy especialmente, del cine y de la televisión, está más familiarizado. De algún modo esta forma de exposición le parece normal, mientras que todo aquello que se aleje de un realismo lo más mimético posible se le aparece como una rareza. No es así para el público más experto en leer los signos, quizás el más aficionado, pero además de que éste constituye una evidente, absurda minoría, el problema es que también él suele tener una percepción esteticista, en el peor sentido, del lenguaje y de la representación: es decir que rara vez supera el estadio de la admiración, ya sea ésta boquiabierta o cómplice. Y esto parece mantenerse año tras año, a pesar de todo lo que se ha visto: el modo normal de representar una ficción es el naturalista. O sea, que todo ocurra aparentemente como si el público no estuviera allí, de lo cual depende incluso que éste “crea”, como se dice, en la representación. Todo lo contrario de lo que proponía Meyerhold en su teatro, concebido de cara a un espectador despierto del que también se esperaban sus manifestaciones. La inevitable conclusión es que este teatro, que conoció su apogeo en los primeros años de la revolución bolchevique, a pesar de lo mucho que luchó contra el naturalismo no logró, a la larga, desplazar su hegemonía ni en lo inmediato ni con vistas al futuro. Un destino parecido al que para el cine, una vez incorporado el sonido a la pantalla, vaticinaron hacia la misma época Sergei Eisentestein, discípulo de Meyerhold, y sus compañeros Pudovkin y Alexandrov, quienes en su Manifiesto contrapunto sonoro extraían por anticipado las luego probadas consecuencias del entonces más reciente, y decisivo, progreso técnico. Robbe-Grillet: “En el momento en que en Moscú se supo que la reciente invención norteamericana permitiría hacer hablar a los actores en pantalla, ese texto profético denunciaba con fuerza (una seguridad de puntos de vista extraordinaria) la pendiente fatal por la que todo el cine corría el riesgo de caer; como la palabra dada a los personajes reforzaba en forma considerable la ilusión realista, la película se dejaría llevar por el cómodo camino de la facilidad (cuya tentación nos amenaza sin cesar) y, para gustar a la mayoría, se contentaría en el futuro con una pretendida reproducción fiel de la realidad que se vive (es decir, en realidad, de las ideas recibidas sobre ésta), renunciando así a la creación de verdaderas obras, donde esta “realidad” sería cuestionada por una organización sistemática y subversiva del material narrativo.” En esto, Hollywood y el Kremlin marcharon de la mano; con el pasaje del mudo al sonoro coinciden la apropiación de la industria cinematográfica radicada en California por parte de las grandes organizaciones capitalistas y las expulsiones masivas a Siberia por parte de la oposición, señalando el inicio de una suerte de edad de oro de la represión moral cuyos efectos han sido perdurables. Ni artística ni culturalmente impusieron Eisenstein o Meyerhold sus modelos, que sobreviven a lo sumo como ejemplos o leyendas. Pero no hemos de olvidar lo que le dicen a Lemmy Caution en la ciudad futura de Alphaville: “Se convertirá usted en algo peor que la muerte, Sr. Caution: se volverá usted una leyenda”. Precisamente: la condena del disidente no acaba con su eliminación física, sino que debe alcanzarse además la exclusión tanto de su propósito como de su propuesta de las probabilidades de la realidad, con el consiguiente, y en lo posible definitivo, alojamiento de su proyecto en el tiempo suspendido de lo que no ha de cumplirse. Dentro de este imaginario, mientras el sueño no penetre la vigilia, la realidad permanece irreversible: su reverso ni siquiera aparece.

Naturalismo socialista

Y es por esta causa, en última instancia metafísica, que el fracaso de las vanguardias tiene un sentido político todavía vigente, en la medida en que la identificación y el olvido de sí mismo parecerían seguir siendo la vía de acceso favorita del público a las representaciones. Nietzsche: “Quien no puede poner su voluntad en las cosas, pone en ellas al menos un sentido. Principio de la fe.” ¿Pero no es justamente esa fe lo que se pierde en el camino del realismo? A la heredada tradición monárquica y religiosa, la burguesía no pudo menos que oponer un conocimiento empírico basado en su propia actividad mundana y objetivado en pruebas tan palpables como el número creciente de mercaderías que desplazaba por el mundo. El experimentalismo del teatro de Meyerhold, que trataría de llevar el materialismo hasta sus últimas consecuencias al valorar no tanto los objetos que pueden convertirse en posesiones como la energía que los anima, desde la electricidad hasta la del cuerpo humano, tenía que chocar con el espíritu del poder de facto que busca consolidarse bajo el signo que sea, ya el de la fe en el derecho divino, el del derecho a la propiedad privada o el de la posesión del dogma de estado. Después de todo, en este tipo de materialización existe un pasaje de líquido a sólido que cada vez que se repite equivale a un giro a la derecha, habida cuenta de que es siempre por la izquierda que el pensamiento da sus pasos; pues no hay en rigor pensamiento sino tan sólo ideas de derecha, ideas fijas, que vuelven una y otra vez invocando un origen para regir, como principios, el falso movimiento que todo lo restaura. En este recurrente orden de cosas, al fin y al cabo es el individuo que a nadie representa quien siempre es cuestionado; descalificado, es él quien debe cuestionarse; y así, limitado a sí mismo como única pieza móvil del tablero, no le queda sino elegir entre su frustración y la reconciliación con lo que no va a moverse, en otras palabras, su regreso al punto de partida. Esta búsqueda infinita de las causas a través de un infatigable trabajo sostenido de observación y representación es algo propio del naturalismo, cuyo avance en profundidad corre el riesgo de no llegar a ningún sitio en la superficie; de hecho, bajo el poder que se consolida, no son las profundidades sino la superficie el terreno vedado: nada puede nacer, surgir a la luz, mientras, como dijo Stalin, sea “la muerte quien gana la partida”. La muerte, es decir la religión, según la cual aun antes del principio era el Poder. Contra este principio de fatalidad y autoridad se ofició el Misterio Bufo, en el que los bolcheviques realizaban la metáfora kleistiana de lo imposible tomando, literalmente, “el cielo por asalto”, en un golpe de estado metafísico que nos habla de la trascendencia total de la política en tiempos de revolución y de vanguardias; y si hoy, cuando se abjura de ambas aun en el ámbito del arte, mientras se finge admirarlas, vuelve lo religioso, es decir, vuelven los fantasmas a ocupar el vacío despejado por el pensamiento en acción, no es difícil vincular a este regreso el cerrado horizonte del escenario político actual, al menos en nuestra civilización, ni el monótono sucederse de las nulas variaciones culturales que lo caracterizan. ¡Qué tentación para el fascismo! Y sin embargo, fue un fascismo de izquierda el que se impuso en la Unión Soviética de la década del 30, bajo un cielo limitado por el alcance de las naves espaciales. La repetida tragedia de que los más poderosos de los hombres se arroguen los derechos de los dioses, una vez probada la ilegitimidad de tal derecho por la inexistencia de sus detentadores, consiste en la reconstrucción, brutal, obsesiva, obtusa, del milenario altar de los sacrificios. Con cada vuelta de esta idea-bloque, de esta opresión, la escena en que se replantea, es decir la superficie bajo vigilancia, vuelve a imponer sus fantasmas al público, que cada vez los reconoce antes y ajusta más fácilmente su conciencia al espectáculo, en un alienante proceso de decadencia cultural que al progresivo nihilismo agrega un conformismo activo cuyo aturdido automatismo no puede menos que traicionar la convicción que se le predica. Traición impotente, ya que es gracias a semejante vacío de voluntad que el principio rector logra afirmarse, y hacerlo además bajo su forma más fuerte: la tácita, cuya autoridad el individuo incómodo en la masa puede pasar siglos tratando de explicitar para comprenderla, con el peligro de acabar explicándosela tan sólo para justificarla y acatarla. Esfuerzo perdido, salvo por la paz en el seno del orden que esta conciliación puede acarrear al inocente; pero, si toma el camino opuesto, ¿cuál será su destino? Un teatro nos mostrará la fatalidad en proceso de cumplirse, mientras otro tal vez admita la redención o la esperanza, u ofrezca un mayor o menor número de alternativas; pero lo que aquí nos ocupa es un hecho concreto, o justamente una concreción: el pasaje de la idea al acto, su conversión a lo material, vale decir su materialización, acontecimiento que supone una escenificación y por lo tanto un escenario, punto de conflicto con las fuerzas vivas locales dondequiera que el teatro se ubique.

Meyerhold: escenografía anti-ilusionista

Así como los esfuerzos sucesivos del parlamento por librarse de la corte y los de los sindicatos por ganar derechos ante la libre empresa narran una historia real, de la tragedia cortesana al drama burgués y del realismo naturalista a la espectacularidad meyerholdiana el teatro no ha dejado de reclamar y procurar a su modo, en construcción paralela, un derecho de ciudadanía para lo imaginario, una posibilidad de intervención. Y si la idea de una influencia semejante de su parte parece aventurada en nuestra sociedad del espectáculo total en continuado, no tenemos más que remitirnos a la historia de la censura, tan discontinua como la de la libertad, para advertir cómo esta corriente ha sido ahogada una y otra vez siempre que ha logrado desbordar un poco el cauce prefijado para ella en lugar de encaminarse a la sequía. Lo interesante es observar dónde, en cada época, traza el poder de turno la línea que interrumpe el movimiento histórico o dramático para favorecer, al revés que cuando moviliza a cuantos haga falta para emprender la próxima conquista, la consolidación de un estado de cosas con la consiguiente detención de los procesos ascendentes espontáneos. ¿Pasa esta línea por el arte? ¿Por el sexo? ¿Por la política? ¿Por la religión? ¿Por las líneas de afinidad entre estos campos tratando de cortarlas? Dziga Vertov, a quien ya hemos evocado, quiere decir Movimiento Perpetuo. Cuando la muerte gana una partida, como es el caso, el movimiento es reemplazado por la inercia y sus intérpretes por monumentos, en un decorado cuya clave es única, pretende ser definitivo y cuyo silencio aspira a ser la última palabra. Todo movimiento, en el único arte teatral que este teatro público autoriza, está destinado a ser, en el fondo, psicológico, es decir íntimo, privado, y privado también de cualquier otro campo de acción, pues sólo le está permitido volver sobre sí mismo y a su origen, al menos si quien lo realiza quiere llegar sano y salvo a la próxima función. Mientras tanto, del otro lado del riesgo, la arena política se consagra ya vacía a un nuevo y severo período monolítico: un teatro de moles y ceremonias, cuya forma ideal es la pirámide y en cuya base enterrada una multitud espera haciendo filas.

Pasaporte a Siberia

Lo normal es que nada pase: administración del tiempo por la costumbre. Tal vez la muerte ganó esta partida en 1924 o tal vez antes: el caso es que fue Stalin el heredero de Lenin, a cuyos pies tantos artistas depositaron sus nunca solicitadas ofrendas para ir eclipsándose con la construcción del socialismo a la sombra de monumentos y murales. Durante la segunda guerra mundial, Meyerhold desapareció en un campo de concentración en Siberia; nunca fue identificado ni mucho menos reconocido, sino que incluso su propio nombre fue prohibido en la Unión Soviética. ¿Qué es la muerte? ¿El pragmatismo del fatalista que se aprovecha de la peste? ¿Es su poder el que se identifica con la muerte? En todo caso, como la de tantos otros, la muerte de Meyerhold ocurrió fuera de escena, con lo cual se birla al público su verdadera muerte para hacerla caer, todavía más en retrospectiva, bajo el signo de la fatalidad, de aquello que forzosamente debía suceder. Como si fuera la Muerte misma la que ejecuta a los asesinados. ¿Y a quién protege este anonimato? Al menos, como potencialidad del naturalismo, Meyerhold llevó a cabo el siguiente acto: desenmascaramiento del espectador. Si Stanislavski respetaba el silencio y la oscuridad de la platea, Meyerhold atacó esa vida prenatal y procuró dar a luz un público despierto, cuya constitución en el presente inmediato y absoluto del espectáculo fuera capaz de convertirlo, por virtud de la experiencia teatral común, en algo más que un puñado de conciencias lúcidas reunidas: en un cuerpo activo y consistente como podría llegar a serlo, utópicamente, una nación. Ese cuerpo, dotado de una vista y un oído superiores, al contrario que el del sordo y ciego espectador participativo de la actual televisión con invitados, no estaría dispuesto a dejarse arrebatar su condición de público para a cambio dejarse ver en escena, sino que antes, por su bien, se ocuparía, más que de exhibirse, de actuar en su propio terreno, el civil, modelo del reflejo que percibe. Esa acción, que atravesaría linealmente la red de medios por los que la imagen del público circula, no podría a su vez ser mostrada sino tan sólo representada, hecha visible pues no lo es; o demostrada finalmente por un efecto irreductible a su interpretación psicológica, en la medida en que no es la conciencia el ámbito de su eventual acontecer.

El camarada desconocido