
En su prólogo a la traducción de las tragedias griegas publicadas por la editorial Losada hace ya casi medio siglo, don Pedro Henríquez Ureña, a la manera de Nietzsche, describe el nacimiento de la tragedia en términos literales que invitan a ser leídos como metáfora: El primer paso hacia la tragedia –escribe- se da cuando del coro se separa una voz para cantar sola. Después la voz dialogó con el coro: introducido el diálogo, ha nacido el drama. ¿Una metáfora de qué? ¿Del destino humano? ¿De la difícil relación entre lo individual y lo colectivo? ¿Entre la persona y la especie? Desarrollaremos a continuación una sola de las declinaciones posibles: la que sigue el derrotero de la literatura como expresión de una condición común encarnada sin embargo cada vez de modo ineludible en una voz singular.

Existen fotos y documentos. Hasta películas. Muchas veces hemos visto, o por lo menos oído hablar, de esos eventos irrepetibles y multitudinarios del siglo XIX o de inicios del XX. Después ya no hubo más. Pero hubo un momento, o aun toda una época, en que los funerales de ciertos escritores podían convertirse, a la manera de un apoteósico y definitivo encuentro entre el autor y el lector, en acontecimientos de masas comparables en significado y envergadura a esas grandes manifestaciones políticas en que la cantidad de participantes se reviste de grandeza y la agitación popular, por efímera que sea, pasa a figurar entre los hipotéticos momentos estelares en la historia de la humanidad tan caros a antólogos y educadores. Así entró Víctor Hugo al Panteón, así se fue Tolstoi al otro mundo, escoltados ambos por una riada de vivientes cuyo caudal no cesó hasta depositar sus restos bien alto al pie del más allá. Cosas así ya no suceden, ni se escriben las novelas capaces de provocarlas.

Así, de este drama colectivo a propósito de un destino intransferible nada jamás podrá dar cuenta con la fuerza de un retazo de cine mudo o de un desgarrado daguerrotipo de la época, en los que la precariedad técnica restituye mejor que los más avanzados procedimientos la distancia dramática que nos separa de aquellos hechos. El valor del documento, como el de los metales preciosos, puede estar en directa relación con su escasez, pero a eso se agrega el contraste con la abundancia actual y la capacidad casi infinita de nuestro tiempo para producir imágenes de lo que sea, al precio de una pérdida de credibilidad en relación directa con la omnipotencia de la técnica. Quizás, en el futuro, debido a esta saturación de datos, nadie quiera saber nada de nosotros; en el presente, por cierto, mil imágenes no acaban de sumar el peso específico de una palabra. La evidente limitación de recursos documentales en el pasado, que a falta de medios tecnológicos obligaba a una mediación no por anónima menos subjetiva, nos deja en cambio a los hijos, nietos y bisnietos de aquellos tiempos un campo de límites bien difusos en el que ejercer impunemente nuestro imaginario. La fantasía retrospectiva nos resulta familiar a todos y en nuestros días contamos además con abundantes medios para materializarla. Por ejemplo, visité a comienzos de este año el piso donde Strindberg pasó los últimos suyos en Estocolmo y me asomé al mismo balcón desde el que el gran escritor maldito recibió, ya muy avanzado el cáncer que acabaría con su vida, el homenaje espontáneo de su pueblo en compensación por el premio Nobel que en aquel año de 1912 su país le había negado; un siglo había transcurrido desde la noche en que aquellas antorchas, como lo mostraba un biopic no muy viejo, en colores, desde una pantalla en el interior del museo, desfilaran y colmaran esas calles cuyos edificios no parecían haber cambiado tanto desde entonces; a aquel mismo balcón, en la película, se asomaba una y otra vez –la instalación era un looping de dos o tres minutos de duración en eterno, cotidiano continuado- el mismo actor, con la locura del poeta ya aplacada en su mirada ahora sabia, para alzar con dignidad la blanca mano autora de tantos dramas, relatos y alegatos en saludo a la iluminada multitud que lo aclamaba. ¿Cómo interpretar el enlace entre esos gestos, la correspondencia entre la mano sola tendida de arriba abajo y las reunidas abajo alzando las antorchas? ¿Podemos hablar de un pacto de memoria, por ambiguo que resulte, cuyos términos serían por un lado la obra que daría cuenta de una experiencia histórica común y por otro la inclusión del autor por sus contemporáneos en la herencia cultural a transmitir de ancestros a descendientes? ¿Un pacto automáticamente conmemorado a cada vuelta de ese looping fijo en el domicilio por fin establecido del escritor?

Suele hablarse del siglo XX, aunque si pensamos en la guerra como la entendía Clausewitz podríamos extender el concepto al siglo XIX, como de un “siglo de masas”, un siglo caracterizado por grandes concentraciones y desplazamientos masivos determinados ya por genocidios varios, ya por movimientos políticos antiliberales de izquierda o derecha. Suele olvidarse que además fue un siglo de extraordinaria promoción del sujeto, durante el que también puede decirse que fue la aspiración multiplicada por una cantidad cada vez mayor de individuos a una identidad determinada por cada uno la que hizo estallar el armazón de los antiguos regímenes. Y podemos agregar que posiblemente se trate de las dos caras de un mismo fenómeno, caracterizado por la rebelión de lo indeterminado contra lo determinante y sus límites, en cuya fase terminal vivimos desde hace por lo menos ya más de treinta años durante los cuales hemos asistido al eclipse gradual y quizás definitivo de toda posibilidad de identificación entre individuo y masa, conceptos hoy al parecer tan antitéticos como el agua y el aceite.

En consecuencia, como todo lo demás, cualquier compromiso posible entre autor y lector se habría desplazado de su ámbito social a la esfera privada. Aquel contrato firmado por la mano que alzaba la pluma y las que cambiaron por una noche sus herramientas por antorchas habría prescrito. Entre el dedo acusador de Zolá y la mano que hoy firma ejemplares en cualquier feria del libro habría toda una historia de diferencia. ¿Cómo podría un escritor restituirla a su lector, aislado en un contexto sin apenas crítica ni debate literario como el de hoy? En su autobiográfico Edipo rey, realizado en el ocaso de la era anterior o en el alba de la nuestra, al atribuirse el papel de corifeo Pasolini asumía un rol de portavoz cuya legitimidad el mismo film ponía en cuestión al señalar la inminente crisis de esa función del intelectual. Disuelto el coro o privado de la identidad común que lo constituía como tal, ¿puede el escritor arrogarse la representación de sus lectores y éstos a su vez atribuírsela, o cuanto menos condicionada esté su voz más al fondo de cada uno reenviará a cada lector y mayor será el desconcierto entre sus potenciales seguidores? La literatura tiene tanta influencia sobre el mundo como un ángel puede tenerla en el infierno. Pero ese ángel está en pie de igualdad con el demonio posado en el hombro opuesto y es la conciencia entre ambos la alienada. Es allí entonces donde volver a empezar cada vez, donde fundar la resistencia o promover la subversión, reintroduciendo lo público en lo privado y al contrario, pues la situación del individuo y la de la masa son la misma. Es el estímulo que alguna vez cada parte representó para la otra lo que falla.
Publicado anteriormente en Tlaloke. Revista de literatura crítica. Número 1, 15 de marzo de 2012. http://issuu.com/teskatlipoka/docs/r_t_01#5

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