Muerte y separación

El espigón es largo y peligroso

porque se hunde en la niebla al traspasar

el límite del lado luminoso,

donde el océano se muestra amable

y rompe suavemente, sin quebrar

ninguna imagen. La luz favorable

a las rutas trazadas en la arena

no es la que desgarra el velo lejos

del muelle, sobre el borde horizontal

del incierto infinito, con su escena

de naufragios bajo unos pliegues viejos,

sino esta otra, que ignora ese mal

y calienta los pequeños castillos

mientras duran, ajena a los reflejos

en la selva gris. Aquí, con palillos

en lugar de mástiles, atraviesan

la distancia desconocida, espejos

empeñosos de aquellos que no cesan

de borrarse, embarcados tras la bruma

pasado el espigón, donde ya empiezan,

desencarnados, a volverse espuma.

Cuando el mar sabía lo que decía,

sus olas se alzaban altas y claras,

legibles, letradas, y no rompían,

privadas de razón y de palabra,

rumbos y escolleras, voces y caras,

con sus conciertos de saltos de cabra

y sus danzas de vírgenes a solas.

El mar, cerebro loco, sigue hablando

en el oído de las caracolas,

pero no funda en su hondura un discurso

que se pueda seguir ya, como cuando

daba así a lo pequeño su derecho

y a lo grande su lugar, en el curso

de lo inestable, sino que del lecho

profundo eleva lo oscuro, sonoro

pero ilegible, indescifrable, al llano

perturbado, que lo prefiere, a coro,

velado, extraño, fugaz y lejano.

La playa hace sombra al acantilado

cuando juega con el eco y el oro,

y no quiere moverse de su lado.

13.12.2023

Los desiertos obreros 6

La Antígona de Sófocles en traducción de Hölderlin adaptada por Brecht (Jean-Marie Straub & Danielle Huillet, 1992)

Para Carla a la intemperie

Profanación de unas ruinas

El océano comiéndose la costa.

Y después, la invasión de las langostas.

¿Para qué, dios suyo al partir

y ajeno al volver, para quién

son las largas extensiones de comercios

y el sol puesto de moda? Tras un mes,

esta costa habrá vuelto a ser desierto:

una sed de la que el mar se burla con su vaso

que alcanza y quita, alcanza y quita. Y los viajeros

estarán lejos de aquí, devorando sin ganas

su cosecha habitual. Nuevamente hambrientos.

Pero nosotros podríamos haber venido,

fuera de temporada, como manda la costumbre,

a ganarnos el pan, como en la época

de las grandes cosechas, cuando los propietarios,

codiciosos y agradecidos, extremadamente conscientes

de su deber de anfitriones, devolvían al suelo

cada céntimo de su torre de metálico

bajo la forma de otra torre, interrumpida

cada una de ellas ahora que el viento sopla de frente,

atravesando, bajo el cielo ardiente o apagado,

las estructuras abandonadas como ruinas.

Entre grandes expectativas levantamos hace tiempo

ese espectro de castillo al descubierto los días de lluvia.

Qué elocuentes las vigas desvestidas.

Para robar el fuego sagrado hace falta un templo

que guarde el calor y hace más de un verano

que de este sitio el viento se ha llevado las cenizas.

Pero este lugar sólo está muerto

cuando su gente vive aquí.

El viento se calla y el mar se retira.

Las nubes pasan lo más alto posible.

El aire es un cristal. Las hojas quietas,

como si los árboles no quisieran ser notados.

El sol presta con un gesto ausente

su luz indiferente. Como antiguos conquistadores

al entrar a un templo bárbaro,

señores y señoras pasan todo el día por aquí

sin oír otra voz que la propia. Compran

y venden todo el día, arreglando

lo público en susurros y lo íntimo a gritos,

regateando, saludándose, evitándose,

y ajenos al monte y al abismo, adormecidos,

al fin desaparecen con la luz. Recién entonces,

abriendo uno tras otro sus ojos constelados,

este lugar vuelve a dar señales de vida.

De día el cielo al menos sigue cerrado a visitantes,

libre espacio de circulación de aviones.

Diciembre 2016