Paisaje velado

Willem de Kooning, Montauk II (1969)

I

El misterio es un rostro vuelto hacia sí mismo

que hemos visto una vez y ya nunca nos da la cara.

Lo que uno recuerda siempre es misterioso

–el pasado y el origen son siempre misteriosos–:

cinco minutos después de ocurrido,

uno ya no sabe si en realidad sucedió

o qué sucedió en realidad.

La piel acariciada vuelve a tener frío

y el que baja las escaleras podría no haber subido nunca.

Se pierde en la galería de los rostros amados

y entre ellos ya nunca es vuelto a encontrar.

Nadie sabe nada. La memoria es un museo

con todos sus cuadros mirando a la pared.

Sin detenerse, alguien vive en estos corredores

y el frío, al levantarle el cuello del abrigo,

delata al detective en plena pesquisa.

Ciertamente, uno tiene un aire misterioso.

Se ha vuelto misterioso. Y el misterio

es un rostro vuelto hacia sí mismo.

Máscara dada vuelta, símbolo de sí mismo,

el que baja las escaleras llega al medio de la calle.

A su espalda se amontonan multitudes incompatibles.

Pronto lo rodean; nadie choca ni avanza. Es inútil

tocar bocina, inútil como un grito. Todos quieren lavar

lo que creen lágrimas en su cara. Crecen. Como un mar,

se lo tragan. Los hombres son irreconciliables.

El silencio está entre ellos como una mujer callada.

Y esta mujer, ensordecida, se asoma a una ventana

que nadie mira.

Willem de Kooning, Untitled (1979)

II

Aguas vacías como lágrimas viejas

inundan tu cuarto y empujan mi barca.

Me has visto llegar al otro lado de la calle

con el pelo al viento, como a través del mar.

Sola señal de vida, el viento impulsa la corriente

y cierra las persianas de tu casa. Uno pronto se pregunta

quién pasó por aquí y quién vivirá allá arriba.

Willem de Kooning, Landscape, Abstract (1949)

III

Misterio, misterio. La violencia es la tristeza acelerada

y así todo misterio comienza violentamente.

Después va perdiendo velocidad

hasta volverse triste

como la rueda de un carro volcado.

Por este río seco se navega sin ancla.

Para encontrarse hay que ir con rumbo opuesto.

Después queda una huella como un pozo

despoblado. Y la tierra, girando, se la lleva.

Escaleras abajo, después de poco,

las lágrimas son sólo agua

olvidada en un rostro que no recuerda haber llorado.

En esto hay un misterio, un hecho oculto a la mente.

Uno ya no sabe qué sucedió en realidad.

La única testigo tiene frío. Se levanta el cuello del abrigo

y sale: la espera el agua mansa

de una calle siempre igual. Quien por aquí haya pasado

no pasó, no compró nada y nunca subió:

hasta que ella diga lo contrario. Entonces su voz sonaría

en valles sin eco y radios apagadas

hasta ahogarse en un río vacío. Ante este pensamiento se da vuelta

y mirando hacia su ventana, imagina la vista desde allí:

un paisaje tranquilo y devastado,

triste como la distancia abandonada.

1987

La autobiografía como desfiguración

"O make me a mask" (Dylan Thomas)
«O make me a mask» (Dylan Thomas)

La pretensión de restauración frente a la muerte, que Wordsworth formula en los Ensayos sobre epitafios, se funda en un sistema consistente de pensamiento, de metáforas y de dicción que se anuncia al comienzo del primer ensayo y que se desarrolla a todo lo largo. Es un sistema de mediaciones que convierte la distancia radical de una oposición disyuntiva (esto o esto) en un proceso que permite el movimiento de un extremo a otro mediante una serie de transformaciones que dejan intacta la negatividad de la relación (o falta de relación) inicial. Uno se mueve, sin compromiso alguno, desde la muerte o la vida hasta la vida y la muerte. La intensidad existencial del texto brota de la aceptación total del poder de la mortalidad. En Wordsworth no puede decirse que tenga jamás lugar una simplificación en la forma de una negación de la negación. El texto construye una secuencia de mediaciones entre incompatibles: ciudad y naturaleza, pagano y cristiano, particularidad y generalidad, cuerpo y tumba, reunidos bajo el principio general de acuerdo con el cual “origen y tendencia son nociones  inseparablemente correlativas”. Nietzsche dirá exactamente lo simétricamente opuesto en La genealogía de la moral –“origen y tendencia (Zweck) (son) dos problemas que no están y no deben ser vinculados”- y los historiadores del romanticismo y el postromanticismo no han dudado en usar el sistema de esta simetría para unir este origen (Wordsworth) con esta tendencia (Nietzsche) en un itinerario histórico único. El mismo itinerario, la misma imagen del camino, aparecen en el texto como “las analogías vivas y conmovedoras de la vida como viaje” interrumpidas, pero no terminadas, con la muerte. La metáfora amplia que cubre y abarca todo este sistema es la del Sol en movimiento: “Así como, cuando se navega por el orbe de este planeta, un viaje hacia las regiones en las que se pone el Sol conduce gradualmente al lado en el que no hemos acostumbrado a verlo elevarse en su salida y, de manera parecida, un viaje hacia el este, la cuna en nuestra imaginación de la mañana, lleva finalmente al lado en el que el Sol es visto por última vez cuando se despide de nuestros ojos, así el Alma contemplativa, cuando viaja en la dirección de la mortalidad, avanza al país de la vida eterna y, de manera parecida, puede continuar explorando esas joviales extensiones, hasta que es devuelta, para su provecho y beneficio, a la tierra de las cosas transitorias –del pesar y de las lágrimas-”. En este sistema de metáforas, el sol es algo más que un mero objeto natural, aunque tiene el poder suficiente, como tal, para dirigir una cadena de metáforas que permiten ver en el trabajo de un hombre un árbol, hecho de troncos y ramas, y ver el lenguaje como algo cercano al “poder de la gravitación o el aire que respiramos”, la parousía de la luz. Transmitido por el tropo de la luz, el Sol se torna en figura tanto de conocimiento como de naturaleza, el emblema de lo que el tercer ensayo denomina “la mente con soberanía absoluta sobre sí misma”. Conocimiento y mente implican lenguaje y dan cuenta de la relación que se establece entre el sol y el texto del epitafio: el epitafio, dice Wordsworth, “se abre al día; el Sol mira la piedra, y la lluvia del cielo la golpea”. El Sol se torna en el ojo que lee el texto del epitafio. Y el ensayo nos explica en qué consiste este texto por medio de una cita de Milton relativa a Shakespeare: “What need’st thou such weak witness of thy name?” (“¿Qué necesitas tú, débil testigo de tu nombre?”). En el caso de poetas como Shakespeare, Milton o el propio Wordsworth, el epitafio puede consistir sólo en lo que denomina “el hombre desnudo”, ya que es leído por el ojo del Sol. A esta altura del argumento, cabe decir que “el lenguaje de la piedra insensible” adquiere una “voz”, de manera que la piedra parlante sirve de contrapeso al ojo vidente. El sistema pasa del Sol al ojo al lenguaje como nombre y como voz. Podemos identificar la figura que completa la metáfora central del Sol y que completa de este modo el espectro tropológico que el Sol engendra: es la figura de la prosopopeya, la ficción de un apóstrofe a una entidad ausente, muerta o muda, que plantea la posibilidad de la respuesta de esta entidad al tiempo que le confiere el poder del habla. La voz asume boca, ojo y finalmente rostro, una cadena que se manifiesta en la etimología del nombre del tropo, prosopon poien, conferir una máscara o un rostro (prosopon). La prosopopeya es el tropo de la autobiografía, mediante el cual el nombre de una persona, como en el poema de Milton, se torna tan inteligible y memorable como un rostro. Nuestro asunto versa sobre la concesión y retirada de rostros, sobre el rostro y su borramiento, sobre la figura, la figuración y la desfiguración.

Paul de Man, La retórica del romanticismo (1984), Editorial Akal    

mask2