
23 de octubre de 2002. El escenario de los acontecimientos es otra vez un teatro. En la noche postsoviética, libres hace años de la pétrea presencia de los Líderes del Partido, varios centenares de ciudadanos moscovitas marchan en espontáneo desorden por sus calles hacia el Palacio de la Cultura de su ciudad, en cuyo teatro asistirán, como tantos vecinos suyos a lo largo del exitoso año que el espectáculo lleva en cartel, a una representación del musical Noroeste, título de esta afortunada adaptación de la novela romántica Dos capitanes, del compatriota Veniamín Kaverin, que coincide con la latitud del planisferio donde sigue vigilante el enemigo de otrora, representado en todo el mundo por el género teatral aquí en cuestión. A la platea colmada responde una producción abundante, que incluye hasta un avión en escena y procura no excluir a nadie; la velada va pasando al compás de los números musicales, entre los cuales el público va siguiendo sin dificultad las agitadas peripecias de los comediantes. Excitement, fun, entertainment: nada que no conozcamos de este lado de la derribada cortina de hierro. Transcurre el primer acto sin mayor novedad. Hasta que ocurre la noticia: ya habituados a la magnitud del espectáculo, uno de los espectadores que vivieron para contarlo y todos sus camaradas pensaron al comienzo, según declaró aquél, que el hombre que al terminar la primera escena del segundo acto subía al escenario y disparaba al aire, ordenando a los actores bajar a la platea, daba así inicio a la escena siguiente, en un alarde de ubicuo distanciamiento brechtiano (esto no lo pensaron). Se dice en el show-business que el primer acto lo escribe un mono, el segundo un profesional y para el tercero ya hace falta un artista; los hombres y mujeres con explosivos amarrados al cuerpo que reemplazaron entonces a los artistas sobre el escenario no eran profesionales, sino verdaderos chechenos que exigían, decididos a morir por su causa, el fin de la guerra y de la presencia rusa en su patria, a cambio de no volar el teatro con todos sus ocupantes, rusos y chechenos, dentro de él. De pronto, hasta el más distraído espectador ha devenido protagonista; trasladado por sus secuestradores al centro de la escena, y enseguida por los medios al centro de atención de la comunidad internacional, el público que durante el espectáculo había conservado su sitio tranquilamente al margen de la acción se encuentra ahora, forzado por los hechos, abocado a la resolución de su destino. Se trata de un protagonismo pasivo, en oposición al protagonismo activo de los guerrilleros del Cáucaso; pero, para los millones de víctimas potenciales del terrorismo internacional en todo el mundo, cuyos entrenados mecanismos de identificación (¿o es ésta sólo una ilusión proyectada por la prensa?) no tardan en ponerse en marcha, es ante todo la suerte de los rehenes, atrapados entre dos fuegos, el de una insurrección intempestiva y el de la consecuente autoridad inflexible, lo que está en juego y les otorga el papel principal, como a las mujeres y los niños las leyes orales del naufragio, que prescriben a los hombres el actuar en función suya aun a costa de sus propias vidas. Identificar al Mal con un agente activo así como al Bien con el pasivo no es nuevo: exaltando el rol de la víctima, la prensa multiplica las imágenes dramáticas de mujeres, tanto rehenes como guerrilleras, aclarándonos de estas últimas su condición de viudas sin que esto implique una defensa de los muertos; la violencia parece más injusta cuando azota las pieles más suaves; la inocencia, más pura o evidente cuando se la viste de impotencia. Y el mundo deviene un teatro intermitente: volviendo ojos y oídos en forma periódica aunque irregular hacia sus semejantes de Moscú, los ciudadanos del mundo siguen la escalada de exigencias de ambos bandos beligerantes hasta la decisión final de quien, a diferencia de los numerosos bandos de neutrales, está dispuesto a señalar un culpable. Discreta, una orden suya pone en marcha una estrategia; un gas adormecedor iguala a activos y pasivos; de entre los muchos que esperan fuera se destaca un comando que enseguida se apodera del teatro; del norte y del oeste pronto llegan los solitarios pero sonoros aplausos de los semejantes del líder desafiado; la guerra en Chechenia continúa. Los neutrales, que amargamente se reconocen en los intoxicados, muertos y heridos de este enfrentamiento, víctimas tanto de sus atacantes como de sus defensores, no se identifican con sus líderes, por democráticas que hayan sido las elecciones; no los apoyan, no los sostienen, pero tampoco los derriban, hundidos en una masa que anula en sí todo movimiento. ¿Qué decir de este público tan discreto, tan escurridizo, que disperso por el mundo recibe en su ánimo el impacto de los hechos mediatizados? ¿De este público, indistinto y desigual, que no aparece cuando es llamado, que si aparece no se manifiesta, que si lo hace es a pesar suyo o que lo hace cuando ya es tarde? La noche del 24 de octubre que por la mañana trajo a todo el mundo las noticias de Moscú, en el Teatro Nacional de Catalunya se procuraba evocar, por primera vez, en carácter de estreno, el acontecimiento terrorista por excelencia de nuestra era: 11 septiembre 2001, el oratorio del francés Michel Vinaver, se propone hablar, según el programa de mano, “de guerra, de destrucción, del anonadamiento del ser humano. (…) De las víctimas, pero (…) sobre todo de los supervivientes, de aquellos que llevarán en su cuerpo las cicatrices de la guerra y guardarán en su memoria la vergüenza, el dolor y el miedo”, y que en la obra “tienen la palabra” porque “merecen que se los escuche”. El oratorio, demasiado breve para sostener una función, se ofrece acompañado por una adaptación, firmada por el mismo Vinaver, de la tragedia Las Troyanas, de Eurípides: una obra clásica que habla de los mismos temas que la moderna, pero con respecto a la cual se debería haber considerado una diferencia capital que excede con mucho nuestras posibilidades de intervenir, ya que reside en sus destinatarios originales.

Dos o tres años antes de que Eurípides estrenara su grave tragedia, los atenienses en guerra con Esparta habían decidido no tolerar más la neutralidad de un pequeño pueblo vecino. A la última negativa a convertirse en aliados suyos, respondieron con un ataque que terminó en la destrucción del poblado, el exterminio de los hombres y el cautiverio de las mujeres. Más tarde, ante aquella representación de la caída de Troya, forzosamente debían reconocer la situación: una ciudad en llamas, un ejército de cadáveres y un coro de mujeres lamentándose por ser arrancadas de su tierra para ser reducidas a humillante servidumbre. Conocían muy bien a esas troyanas; habían visto, implacables, su desesperación. Muchos tenían en casa esclavas ganadas en ocasión semejante, mujeres huérfanas y viudas de cuyos padres y maridos ellos eran los asesinos y de cuyo desamparo eran ahora los aprovechados beneficiarios. Aquel reflejo era el de sus acciones, lo que mostraba eran las consecuencias de sus actos. Podían escuchar la acusación que Eurípides les dirigía y sopesar su responsabilidad por el dolor a cuya representación asistían. Aquello les incumbía ineludiblemente, era el resultado de una decisión indelegable, de sus propios hechos consumados. ¿Cuál es la analogía con el 11-S, así abreviado en honor al estilo de una época? ¿En qué resulta el público actual comparable a los conciudadanos de Eurípides? ¿Qué responsabilidad le cabe por el ataque al WTC? Llamado a reeditar lo que hace un año sintió por las víctimas, el público reencuentra su impotencia y se aburre. ¿Qué podría haber hecho? ¿Qué puede hacer hoy? Posiblemente más barceloneses de los que fueron al teatro vieron por aquellos días, entre viaje y viaje, los fragmentos que la tele del metro estuvo transmitiendo de una pieza teatral muy exitosa en India, cuyos temas eran el 11-S y la Guerra de Afganistán. A la caída de las torres, a la aparición de Bin Laden en escena, a los fuegos artificiales que representaban los bombardeos del ejército anglosajón, este público oriental respondía dando vivas muestras de entusiasmo. ¿Pero cómo reaccionaría ante las compungidas piezas de Vinaver? Reticente, indeciso, el público despolitizado de las ciudades globalizadas del nuevo milenio permanece neutral, rechazando lo inevitable, sin embargo acusador, incapaz de representar nada ni de hacerse representar, por lo cual en estos tiempos tantas elecciones resultan empatadas y desempatadas azarosamente: un público cautivo entre los extremos del “pensamiento único”, que un mal día en que se tuerce la balanza es localizado y arrojado de su butaca al escenario por un puñado de fanáticos con los que el diálogo es tan improbable como con los poderosos a los que éstos tratan de alcanzar a través suyo. Y he aquí el lugar del público, su papel y su poder, imposible de ejercer por él mismo sino sólo por quien se arroga su defensa o su amenaza: el rol ya no de testigo sino de víctima, inocente al fin por impotencia, cuya voz y cuyo voto quedan en suspenso precisamente a la hora de actuar, y de actuar en su nombre, decidiendo o no su sacrificio. Pues no es que los inocentes queden atrapados en el campo de batalla, sino que ellos son su elemento primordial: la batalla se da allí donde estén ellos, y porque ellos están allí. Si no hay drama sin conflicto, en un mundo cubierto de signos tampoco habrá conflicto sin drama; y el drama buscará su teatro, y como no hay teatro sin público…
2002
Crítica del público, La decadencia del arte popular (2002-2018)