Los que no creen en la inmortalidad de su alma se hacen justicia a sí mismos. (Baudelaire)

Si existe un arte de lo posible, si aceptamos esa definición de la política, si la entendemos como creación de situaciones viables a partir de elementos concretos, es decir, o digamos, de lo disponible en cada oportunidad, si en su ejercicio lo abstracto no puede a su vez abstraerse de los límites impuestos por las coordenadas de espacio y tiempo en cuyo interior ha de cumplirse, que lo frustran al relativizarlo y reducirlo a unas dimensiones que por otro lado no dejará de forzar para expandir, si aun así en ese territorio lo infinito ha de cuadrarse y el místico ceder siempre ante la iglesia, si la parte de César puede medirse, tasarse y hasta volver a ser repartida no importa bajo según qué ley, el otro lado de la moneda, oscuro hasta no ser sino sombra bajo el imperio del oro acuñado, volátil hasta lo evanescente, inaprensible y sin embargo nunca ajeno a los sentidos, supone otras manos para su tráfico y otro juicio para su valor. Si el arte de lo posible es la política, entonces, resulta obvio deducir que la política de lo imposible es el arte, aunque saliendo de esta lógica fácil de rotación de los términos, justamente al pasar a la práctica, las consecuencias de esta afirmación no son tan evidentes. Pues por muy bien que se apunte, y cuanto mejor se lo haga todavía más, la flecha cae siempre más allá del blanco, atravesándolo, en este otro terreno que sólo por simetría consideraremos aún un lugar. Ya que puede que Rusia no limite con ningún otro país sino con Dios, como creo que dijo Dostoyevski, pero entonces Rusia no se encuentra en ningún sitio y es tan sólo, en su vastedad, la patria salvaje a la que quieren regresar los ciudadanos extraviados cuando la organización social, cualquiera sea, les reclama volver a ocupar sus lugares: a cada éxtasis, a cada epifanía, a cada experiencia vital y por eso reacia a la muerte, cuya fija perspectiva determina la dialéctica de siembras y cosechas necesaria para el orden natural, que es móvil, sigue esta nostalgia. Y también a cada revolución, frustrada por no haber logrado, aun irresistible, tras derrocar a la oposición, tomar “el cielo por asalto”, como tanto se ha repetido después de que Kleist creara la fórmula y la pusiera en boca de Pentesilea para que ésta, en un momento de sosiego, descalificara por insensato el propósito al que luego se verá incapaz de renunciar. ¿Qué hacer con este exceso, esta brasa que no se apaga en el pecho una vez extinguido el incendio y devuelta el agua a su cauce? La política de lo imposible, de la que el arte ofrece una versión o un ejemplo, un modelo, consiste, a diferencia de la práctica afín a cuya definición debe la propia, en la creación de situaciones inviables capaces de acoger lo que aquella rechaza y permitir su despliegue hasta la consumación y el agotamiento, la sin salida efectiva, la comprobación de lo negado por la urgente necesidad de soluciones. El arte da lo que la vida niega, como decía la canción. Pues si en la vida se trata de elegir lo mejor, lo más conveniente, y esa elección, por otra parte obligada, tarde o temprano redunda en lo mediocre, en lo habitual, que sucede ya de costumbre como resultado de la convergencia de sucesivas e innumerables decisiones orientadas a la adaptación y la supervivencia, en el arte, según me han dicho que solía decir Alberto Ure en sus ensayos para orientar a los actores, se trata siempre de elegir lo peor. Sí, elegir lo peor: ésa es la expresión textual que me citaron entonces. Escoger lo mejor para obtener lo mediocre o elegir lo peor para alcanzar la excelencia. Odiosa alternativa si otra vez nos forzara a la elección, lo que no es el caso dado que, en relación con la vida, la representación es siempre un suplemento. ¿Es posible que los humanos no veamos lo esencial sino en él? Nadie sabe lo que puede un cuerpo, opinaba Spinoza y procuraba demostrarlo, desdibujando la frontera entre acción y esencia que ha desalentado a tantos pensadores, generales, estadistas y arquitectos. Sin embargo, si entre su época y la nuestra el agnosticismo sustituyó al dogmatismo en la mayoría de las conciencias, tampoco puede decirse que donde ayer había un muro existe hoy un puente. Ambigüedad de la religión: propuesta como lazo, ligazón, enlace, se hace entender más bien por el común de los contemporáneos como límite, corte, restricción. Consiguiente ambigüedad hacia la autoridad, repetida en lo político: seguirla y rehuirla, que viene a ser lo mismo en dos sentidos, sin poder de veras elegir entre la sumisión y la culpa. Lo que nació del mismo huevo es difícil de separar, como lo prueba la historia de las repúblicas; Jesús distinguió con toda claridad entre la parte de César y la de Dios, y hasta puede decirse que vino a hacer esa distinción, pero una y otra, como el cuerpo y el alma en la persona, vuelven cada vez a juntarse aunque parezcan hechas para disputar. Quizás sólo con sus chispas sea posible iluminar algo. Ya que al pensar las cosas a fondo no bastan las instituciones. Brecht, interrogado alguna vez sobre la lectura que más lo había marcado, respondió a sus interlocutores que no le creerían: se trataba de la Biblia de Lutero. Pero es cierto que sus obras plantean siempre, una tras otra, la desproporcionada tarea de transformar el mundo heredada por cada mortal y las dificultades que le supone lo inconmensurable de su potencial en relación con sus posibilidades reales. Lo eventual, sin embargo, acontece; y así es cómo podemos admirar, en personajes como Galileo o la Madre Coraje, una destreza en su política personal, en el gobierno de sí y de sus circunstancias inmediatas, comparable a la del conde Mosca en La cartuja de Parma y como ésta abocada en última instancia a la tragedia, que acaba sobreviniendo cuando la imposibilidad de gobernar, de seguir gobernándose, estrella a cada héroe o heroína contra su propio destino. Separados, como Edipo, del gobierno de la ciudad, mejor dicho de toda posibilidad de gobierno, de control o influencia consciente sobre las circunstancias, pasan, como Edipo, a ser objeto de un culto –el del público, el de los lectores- que va a buscarlos en el mismo sitio, la misma posición marginal pero irreductible, donde el juicio de Atenea en la conclusión de la Orestíada ubica a las Erinias al transformarlas en Euménides o donde la economía actualmente en el trono, mientras gestiona a su manera los problemas planteados por el mundo y los efectos colaterales debidos a sus soluciones, deja todo lo que reconoce como Cultura, dependiente de un ministerio, y dentro de ese apartado al arte, aquí nuestro objeto de estudio. A ese páramo llega Shen Te en el desenlace de El alma buena de Sezuán y desde allí se queda llamando a los dioses que se alejan, sonrientes y desentendidos del uso de los dones que alguna vez concedieron, en tanto es el público el solicitado para tomar el relevo y fuera del teatro ensayar una respuesta, difícilmente capaz, aunque alcance con su voz a tocar el horizonte de lo practicable, de avanzar y sostenerse sobre el abismo de la metafísica. Entonces, ¿qué hacer?, como preguntaban Lenin y Chernishevski en los títulos de sus respectivos intentos. Heiner Müller, después de décadas de comunismo clandestino y oficial, de kilómetros y kilómetros de marcha hacia la augurada alba roja en retroceso, llegó a decir lo siguiente: “Me parece aburrida la fijación constante en un mundo posible. De ahí no nace arte.” Y: “También yo creí que todo iría mucho más deprisa. Y entonces se da uno cuenta de que dura más que la vida de uno, y se acomoda uno a ello, y este desengaño lleva entonces a otra contradicción, la contradicción entre la duración de una vida individual y la historia, el tiempo del sujeto y el tiempo de la historia. En tal contradicción vivimos”. En la otra punta del espectro, en el corazón histórico del imperialismo industrial, otro dramaturgo, Sam Shepard, refiriéndose a la necesidad de cerrar una pieza para darla por concluida declaraba: “I find it cheap solving things”. Pero no hay contradicción entre estos dos, ya que señalan el mismo norte que no admite aproximación alguna. La estrella del norte, fría y distante, constante y ardiente, bajo cuyo gobierno se desarrolla –es un decir, pues sigue siempre igual en su propósito de persistir como nació, de acuerdo con lo escrito por Jacques Rancière acerca de la enseñanza universal en la definitiva frase final de Joseph Jacottot en El maestro ignorante: “No crecerá, pero no morirá”- la política de lo imposible, estrategia defensiva que consiste en el planteo variado y reiterado de problemas insolubles, difícil arte en un mundo de conquistadores que requiere, por otra parte, el dominio de sus circunstancias para sobrevivir. Eso es el arte, al fin y al cabo, el arte en sí, cuya excelencia se reconoce precisamente en cuántas contradicciones es capaz de reunir y sujetar dentro de un marco, en un acorde, alrededor de un argumento o arriba de un escenario sin confundirlas, anularlas, atenuarlas ni desvirtuarlas, o hacerlo con cualquiera de sus polos. Política de conservación en un mundo hecho de intercambios, reserva de anarquía frente a toda organización, su fuerza, si la tiene, es la del gato, sumergido por tiempo indeterminado en un sueño impenetrable y de pronto encaramado de un salto sobre un tejado a la vista de todos.

ANEXO
Quizás no esté claro, dentro de todo esto, el pensamiento que le dio origen. Pues no se trata sólo de que “el planteo variado y reiterado de problemas insolubles” preserve de los abusos ideológicos y organizativos a los que cada individuo entre sus semejantes se ve expuesto en este mundo, sino también y antes que eso de que estos planteos responden, en toda su insolubilidad, a todo aquello, desde la muerte para abajo, que el hombre no puede evitar conocer ni tampoco remediar y con lo que aun así tiene que vivir año tras año. La “política de lo imposible”, que como el arte, la religión o la filosofía se ocupa en última instancia de lo que está más allá del alcance de la acción social o del progreso económico, da acceso a las cosas por las que el hombre es desbordado de una manera que le permite no ser tan sólo el objeto de la fatalidad, ni el sujeto capaz de revertirla pero sólo parcialmente, sino en cambio el sujeto de ese destino que no elige pero le es propio, día a día y año tras año en tanto se cumple haciéndole sufrir las fatalidades con que lo marca. Si el arte de lo posible hace viable la rara circunstancia de la coincidencia de tantos espíritus discordantes en una misma encarnación, dentro de un mismo período de tiempo y una misma distribución del espacio, de la política de lo imposible depende para cada uno de ellos y sus posibles articulaciones, inevitables a partir del lenguaje pero sin duda no por eso bien resueltas, la constitución de un organismo capaz de asimilar las heridas que la vida le reserva y de un órgano apto para fecundar precisamente aquellas tierras que la agricultura, en su dialéctica de siembras y cosechas, se ve forzada a abandonar si no quiere quedarse con las manos vacías. Ubi nihil valis, ibi nihil velis (Donde no puedas nada, no quieras nada), decían los romanos. Pero, por mucho que a Beckett le gustara el consejo, éste a nadie aparta de unas pasiones que jamás han esperado a la sabiduría para encenderse. Saber dialogar con eso que se impone, más desde dentro que desde fuera, y no se explica ni responde, completo en su afirmación –The proper response to love is to accept it. There is nothing to do (La respuesta correcta al amor es aceptarlo. No hay nada que hacer), reza la cita del arzobispo Anthony Bloom que el ya mencionado Shepard repite bajo el título de su pieza Fool for love, subrayando el “hacer” que no viene al caso-, es a lo que aspira una política que, reducida a la impotencia en acto, puede sostener en su “perfecta espera” –la expresión es de Lezama Lima-, igual de completa en sí, la voluntad de no renunciar ni cerrar los ojos ante nada.
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