Paisaje velado

Willem de Kooning, Montauk II (1969)

I

El misterio es un rostro vuelto hacia sí mismo

que hemos visto una vez y ya nunca nos da la cara.

Lo que uno recuerda siempre es misterioso

–el pasado y el origen son siempre misteriosos–:

cinco minutos después de ocurrido,

uno ya no sabe si en realidad sucedió

o qué sucedió en realidad.

La piel acariciada vuelve a tener frío

y el que baja las escaleras podría no haber subido nunca.

Se pierde en la galería de los rostros amados

y entre ellos ya nunca es vuelto a encontrar.

Nadie sabe nada. La memoria es un museo

con todos sus cuadros mirando a la pared.

Sin detenerse, alguien vive en estos corredores

y el frío, al levantarle el cuello del abrigo,

delata al detective en plena pesquisa.

Ciertamente, uno tiene un aire misterioso.

Se ha vuelto misterioso. Y el misterio

es un rostro vuelto hacia sí mismo.

Máscara dada vuelta, símbolo de sí mismo,

el que baja las escaleras llega al medio de la calle.

A su espalda se amontonan multitudes incompatibles.

Pronto lo rodean; nadie choca ni avanza. Es inútil

tocar bocina, inútil como un grito. Todos quieren lavar

lo que creen lágrimas en su cara. Crecen. Como un mar,

se lo tragan. Los hombres son irreconciliables.

El silencio está entre ellos como una mujer callada.

Y esta mujer, ensordecida, se asoma a una ventana

que nadie mira.

Willem de Kooning, Untitled (1979)

II

Aguas vacías como lágrimas viejas

inundan tu cuarto y empujan mi barca.

Me has visto llegar al otro lado de la calle

con el pelo al viento, como a través del mar.

Sola señal de vida, el viento impulsa la corriente

y cierra las persianas de tu casa. Uno pronto se pregunta

quién pasó por aquí y quién vivirá allá arriba.

Willem de Kooning, Landscape, Abstract (1949)

III

Misterio, misterio. La violencia es la tristeza acelerada

y así todo misterio comienza violentamente.

Después va perdiendo velocidad

hasta volverse triste

como la rueda de un carro volcado.

Por este río seco se navega sin ancla.

Para encontrarse hay que ir con rumbo opuesto.

Después queda una huella como un pozo

despoblado. Y la tierra, girando, se la lleva.

Escaleras abajo, después de poco,

las lágrimas son sólo agua

olvidada en un rostro que no recuerda haber llorado.

En esto hay un misterio, un hecho oculto a la mente.

Uno ya no sabe qué sucedió en realidad.

La única testigo tiene frío. Se levanta el cuello del abrigo

y sale: la espera el agua mansa

de una calle siempre igual. Quien por aquí haya pasado

no pasó, no compró nada y nunca subió:

hasta que ella diga lo contrario. Entonces su voz sonaría

en valles sin eco y radios apagadas

hasta ahogarse en un río vacío. Ante este pensamiento se da vuelta

y mirando hacia su ventana, imagina la vista desde allí:

un paisaje tranquilo y devastado,

triste como la distancia abandonada.

1987

Apátrida

Locomotiva + Velocità (Roberto Baldessari, 1916)

I La patria portátil

Si la patria es la infancia, el extranjero

es el futuro y el destierro la madurez.

Poco mérito en estas deducciones,

implícitas en una frase ya muy citada.

Más bien es vergonzoso descubrirse

descubriendo algo tantas veces advertido.

Mejor tapar semejante experiencia

con la manta de los sueños que llegan al día

y dar al despertar la claridad 

del agua que convierte en salmón al desplazado,

impulsándolo sobre las caídas

que la gravedad impone al salto entre las tierras.

La corriente desborda los relojes

y elude los canales de riego proyectados,

pero el escarmentado sigue a flote,

con la infancia sobre la espalda o en el bolsillo.

Alrededor de cada huella propia

abandonada al anónimo suelo inmediato,

lo lejano y lo ajeno se confunden

en la misma y ubicua distancia omnipresente.

30–31.5.2022

Volo su paese (Massano Dottori, 1925)

II El sujeto humillado

Ahora siento la impotencia de las palabras,

el aliento del infierno quemando y comiendo.

La madera cruje en los estantes recargados,

que reducen a queja su discurso.

Este mundo sin resonancia, donde crecieron

los más jóvenes que yo, venido de una antigua

memoria perdida, con sus largas digresiones,

rehúye las altas invocaciones.

Cónsul de un país de lengua en desuso,

represento la retórica de un reino hundido.

A flote aún en el seco aire hablado,

mi tierra no tiene otro destino que ofrecerme.

31.5.2022

Virgilio Brocchi (Umberto Boccioni, 1907)

III La posada ambulante

En el tiempo, mar sin anclas

ni fronteras naturales,

dan refugio estas paradas

que no duran ni se posan

sobre las olas más rato

del que tardan en romperse.

Donde tantas anclas flotan

y las fronteras se corren,

aparecen estas islas

gobernadas por la fresca

mano que mueve las ramas

y a los pájaros sostiene.

1.6.2022

Bagnanti (Carlo Carrà)

IV El eco perdido

Ahora oigo el silencio del otro

donde antes escuchaba mi voz

y el pájaro que supe hacer cantar

vuela solo y no acompaña mis pasos.

El silencio reunido en asamblea,

por mis propias palabras convocado,

ha dispuesto en el ángulo preciso

la última piedra de su teatro.

En el nido resuena el aleteo

de las alas desplegadas arriba.

Los caminos que van de casa en casa

arrancan cada silla de raíz.

Antes un anillo enlazaba el vuelo

de la voz que nacía y el retorno

de la mía transformada al oído

con el ritmo del andar inconsciente.

Ahora el vacío que lo atraviesa

me deslumbra como un sol repentino,

pero los ojos, que aceptan la sombra,

no consiguen atenuar el ardor.

27–28.5.2022

Jeroglífico dinámico (Gino Severini, 1912)

Coda a Los desiertos obreros

La plena luz esquiva

Los pasadizos

Para Carla a la intemperie

Quien me dio sin saberlo, mientras conversábamos, el título de este libro caminaba junto a mí por una playa encerrada entre dos montes. Al pie de uno de estos barrancos había un túnel que permitía seguir andando por detrás de los peñascos que en ese punto interrumpían la marcha. Un pasadizo. La luz de la mañana caía sin freno de un cielo parejo, aclarando los bosques sobre nuestras cabezas mientras multiplicaba sus espejos sobre el mar; no había en la playa casi nadie, o nadie que impusiera su presencia, lo que prestaba a la escapada un feliz aire de regreso al paisaje primario. Recorrimos el túnel en silencio, oliendo la humedad involuntariamente trabajada en común por mar y bosque, vecinos indiferentes, y hasta salir del otro lado no oímos más que nuestras pisadas en la arena húmeda, entre los charcos, sobre el fondo envolvente del calmo oleaje exterior. De nuevo en la luz, matizada por algunas largas ramas inclinadas desde el barranco sobre la playa, el deslumbramiento: no a causa de nada que entrara por los ojos, ya acostumbrados, sino por el ruido exacto, que nunca he vuelto a oír, indescriptible, irreproducible, del aluvión de piedras frotándose, movidas por las olas, unas contra otras, resbalando contra la arena de la costa, alzándose y revolviéndose sobre sí al ritmo del oleaje, como la voz del mar que se oye en las caracolas pero a cielo abierto, aunque no es ése el ruido. Y no tengo una imagen ni metáfora mejor para intentar transmitirlo, pero sí tengo un testigo, al que mi propio testimonio corresponde: al oír la música de las piedras, ella y yo enseguida –o casi- nos miramos y cada uno pudo comprobar, en la cara del otro, que el milagro no era una alucinación.

Otra vez, en la ciudad donde nací, atravesábamos el largo pasaje sombrío que conducía al jardín central de un convento, donde sobre una antigua fuente se derramaba muy suave la pálida luz de la tarde. Inclinada sobre la fuente, una monja miraba el agua estancada. En el preciso momento en que entrábamos a la luz, sin habernos visto, dio una súbita palmada para que los peces del estanque se agitaran, movidos a distancia por sus manos, o subieran a la superficie. Desde nuestra posición era imposible verlos pero, como en el cine el viento se muestra en los árboles, así los vimos emerger en la sonrisa de la monja, encantada con su propio encantamiento. Imposible decir qué edad tenía, pero en ese momento su juventud era eterna, o su infancia.

Alguna otra vez, en la ciudad a la que emigramos juntos, perturbada por no recuerdo qué incidente necesitado de la intervención de policías y bomberos, yo buscaba cómo llegar a nuestro encuentro entre calles cortadas y desvíos que alejaban siempre mi moto del lugar convenido. Me retrasaba, pero había en el ambiente un aire de revuelta, aunque uno en el fondo sabía que no iba a pasar nada, estimulante y persistente. Por fin nos encontramos: los ojos de su amiga se veían asustados, pero en los de ella pude reconocer la misma expectativa que el fuego nunca cumple y sin embargo tampoco apaga. Esa espera insaciable era una razón para andar juntos y así nos quedamos, contentos de estarlo.

Las palabras que aquí le agradezco vienen de una de esas conversaciones iniciales en que uno de los dos procura describir al otro alguna de las visiones que han quedado en su paisaje interno aunque el mundo no las confirme. Desde entonces he querido corresponder a esa expresión, es decir, que hubiera un libro llamado así, cuyo paisaje evocara a la vez esas caminatas iguales al río de Gran Sertón. Veredas, que “no quiere llegar a ningún lado sino sólo ser más ancho y más hondo”, y aquel intento de descripción, antes de la calidad que del aspecto, de los territorios aludidos. La intemperie invocada en la dedicatoria es la de esos paseos, pero también la condición necesaria para la aparición de lo contemplado entonces y su recuperación.

En los caminos la luz deslumbra por cansancio, pero en los pasadizos está a la espera. Mientras tanto, estrella pálida, ofrece orientación y esperanza. Hasta que llega el estallido, eventual, de su revelación: el nacimiento de la imagen que guardaba, expuesta de pronto a los sentidos. Ni los caminos concluyen en metas absolutas, ni al final de los pasadizos está la salida del reino de la ambigüedad. Pero en el recorrido mismo hay una afirmación, paso a paso, y si bien el caminar no puede ser eterno, la suspensión de su sentido sí que apunta en esa dirección. Estos poemas o intentos de poema, como es tradicional, hablan de cosas idas, en especial los de la serie dedicada, pero si éstas brillan por su ausencia es porque esa ausencia no está vacía. Les pertenece y les guarda el sitio, señalado por esa plena luz esquiva al fondo de los pasadizos.   

Enero 2017

La espuma y la resaca

1

Tu cuerpo grande y tierno como un árbol

sólo se yergue para ser talado.

Los espejismos se borran

pero el desierto persiste,

como se borran las huellas

y permanece la sed.

2

La mano se cierra, pega

y el puño vuelve mojado;

la mano, vacía. El pie,

por dejar huella, se cubre

de polvo; la huella aguanta,

pisada. La inseparable

sombra a tus pies, más que tuya,

es de la tierra; la imagen

quebrada en la superficie

se recoge en tu quietud.

3

Así dormidas son perfectas. Nada

puja ni cede en su sueño redondo.

Toca, aprieta, acaricia, dice el aire.

Basta una gota caída del árbol

para enturbiar el espejo imantado.

4

El no de pecho.

El sí mayor.

Del no de pecho

al sí mayor,

¿qué escala lleva,

qué contrapunto

invierte el tono

y da al exceso

su negación?

5

Lo normal y mundano se me impone.

Veo las cosas por segunda vez.

Pesadas, apoyadas en sí mismas.

Sin aire en que flotar mientras el río

las pudre. Durmiendo bajo los arcos.

Girando con las sombras, opacando,

mientras se dejan atravesar limpias

por el sol estridente, sigiloso.

6

Por esta calle pasé igual que el viento

y a nadie quité el sombrero

que no lo recuperase.

Sujeto que no quiere el predicado,

soy el que rompe el silencio

donde las frases muy claras se acoplan

y hace falta hablar oscuro.

7

Ahora que estás despierta,

la fuente ruge,

la catarata

no cae, sino que salta,

y en la ventana discreta

el sol irrumpe.

8

La piedra al fondo del río revuelto

queda, la del puente es dejada atrás.

Mira ahí abajo que rápido tiran

más abajo aún el muelle reciente,

con la perla que la ostra rechaza. 

Una gota ya inclina la balanza

donde pisan más fuerte los notables

y se deslizan los desarraigados.

La piedra al fondo del río

no junta polvo y entierra

puente tras puente en la ostra

que la balanza no pesa.

9

El despertar taciturno

de quien sigue entre las cosas.

El cuerpo como otra cosa.

Manos y tazas lavadas

en una sola corriente.

Río arriba,

apartando la maleza.

Río abajo,

soportando la llovizna.

La palabra como un aura

del hosco núcleo.

10

Tu cuerpo suave y flexible, de agua

que hace relumbrar todas las cosas,

se derrama soltando sus cristales

bajo la mano invisible del viento.

Cuando un árbol así cae al desierto,

 dando toda la sombra de sus ramas,

sus cenizas se mezclan con la arena

y su raíz crece firme en el aire.

11

Quedan los pájaros,

el seco instante,

el relumbrón

que el sol opaca.

Quedan clavados

en la madera

cortada ayer

para retablo,

modesta leña

o tibia luz.

12

Estás delante del espejo falso

que te muestra lo que no eres, el que te enseña

lo que quieres, como si esos nenúfares

que bailan a la distancia cabal de tu brazo

pudieran emerger de su perfume.

13

Remontando la niebla se llega a la tiniebla

impenetrable dentro de la piedra.

La fluida claridad con que discurre la sombra,

desovillándose aunque en sí se esconda

mientras serpentea hacia la desembocadura

radiante que la niega, nada anula

de la fría afirmación en su dureza absorta.

14

La primera cerveza del verano,

con el sol en su cristal,

regresa desde antes que nacieras,

como esa luz, puntual.

Así cada día incendia las cúpulas

cubiertas por su gran manto de azufre

que cobija y regenera,

mientras crece en el fondo de la jarra

la sed sobrenatural.

15

…atravesar el mundo de los vivos

para llegar al cielo de los muertos,

cuyo único rastro son tus huellas…

…remontar la catarata

hacia la fuente invertida

donde arde la corriente…

…interpretar en desacuerdo con lo cifrado

el insidioso presagio que el sol enmascara,

conservando lo tangible en el centro del claro…

…ser en silencio

la voz erguida

que se desplaza…

16

Si devuelvo el envase, ¿ya podré evaporarme?

Soy la encrucijada de un montón de desencuentros

y tantas calles cortadas a oscuras que sólo

concibo las salidas cancelando las citas.

17

Coincidencia en la cresta de la ola

del espejo y la ventana,

destello del húmedo diamante en el aéreo

oro del sol,

instante delgado como la lámina

ilustrada por su opuesto,

como la piel del astillado velo 

entre dos mundos,

impresión de eternidad en la página ardiente

del día, de gravedad

en la carrera de lomos de plata.

18

Las sucesivas islas desde cuyas orillas

el náufrago, seco, interrogaba al horizonte,

se confunden en su estela, iguales a los granos

de arena reunida bajo los pies detenidos.

Dorada por el sol que detrás del mar responde,

la risa del mar resuena de una roca a otra

y en cada ola se alza la sed escondida,

visible como un rayo de sol cuando tropieza.

18–25.5.2021

La historia sigue viaje

Carretera americana
Carretera americana

Mientras Madison habla a Fiona y Joan a Julie, Charlie y Tamara callan; él trata de imaginar lo que ella piensa mientras piensa en ella como madre, identidad o rol que le cabe si es que Madison al volante es el marido o cumple ese rol y Fiona ocupa ahora el lugar que debe corresponderle habitualmente: madonna de perfil contra el paisaje fugitivo, cerrada efigie sobre la que resbala como llovizna la simultánea charla femenina, le parece que guarda en su distancia la razón que a todos los ha traído tan lejos. Y sin embargo, aunque es esta desconocida la mujer que cabalmente representa el misterio en gestación con su silencio, es en su propia mujer donde el proceso transcurre y ella dice: «Nunca estuve tan pesada, ninguna de las otras veces», dato que nadie sino tal vez él mismo podría constatar y al irrumpir de pronto, inesperado, sin relación evidente con el discurso de su interlocutora, parece arrojar sobre la mesa un problema que ninguno de los allí sentados sabría resolver y en consecuencia provoca un hueco en el aire, una suerte de ausencia, al abrirle todos paso al comentario que prefieren ver pasar antes que fijarle un sentido necesitado de respuesta, lo cual pronto Madison compensa ofreciendo una mezcla de confesión sobre su ignorancia debida a la obvia falta de experiencia e informe acerca de oportunas dietas y gimnasias acreditable a su familiaridad con actrices y modelos, que remata con un chiste de interpretación incierta sobre el hecho de ser siete chicas a bordo, contando las que Fiona cargará todavía por un tiempo, a lo que el grupo responde de manera desigual, sorprendido cada uno en su defensa y procurando enfrentar la circunstancia con la expresión facial adecuada. Charlie, aislado, mira de reojo a Tamara, que por detrás y después de un medio sonreír de compromiso permanece callada como si reprobara alguna acción inexorable decidida en forma previa a cualquier posible intervención por su parte, y no puede menos que recordar a la causante portuguesa, finalmente evadida de su propósito, y a su consorte italiano, a salvo al fin y al cabo de acontecimientos que a él lo sobrepasan, aunque en verdad, se da cuenta, apenas puede evocar sus rasgos; harto, se autoriza a intervenir y Joan escucha cómo el padre de Julie pregunta a su madre, acalorada a pesar del aire acondicionado, mientras desliza sus dedos por la nuca húmeda siguiendo los espirales del pelo mojado contra el cuello, inclinado hacia adelante y hablándole muy quedo, casi al oído, si han vuelto a moverse, a lo que Fiona, muy suave, responde que hace un rato, de modo que apenas pasado el instante, cuando Madison reconoce al sujeto tácito del intercambio, aunque ningún movimiento a su vez reconozca la mano que, autorizada por la todavía madre, deja el volante y se posa abierta sobre el gran vientre habitado, una especie de círculo familiar se cierra dentro del auto alrededor de la pareja encinta y Joan, confrontando la imagen presente con lo que ha visto tantas veces en casa, reconociendo en la claridad con que comprende algo que sólo vagamente recuerda los progresos hechos por su incipiente conciencia desde las vísperas del nacimiento de Julie, percibe con renovada nitidez el calor y el leve peso de su hermana y se apega más a ella. Es precisamente entonces cuando ésta, por casualidad o por instinto, emite dos sílabas de sentido tan incomprensible como inmediato resulta su efecto: risas de celebración adelante, compartidas por el padre y de las que Joan se hace eco, sobre las cuales se monta otro oráculo absurdo redoblándolas y reuniendo así, por un momento, al grupo entero en torno a un nuevo centro. ¿Entero? Ni bien la espalda, apenas descargada, del único hombre a bordo regresa a su sitio en medio del respaldo del asiento trasero, su ojo derecho registra, a la extrema derecha de su campo visual, la mirada salvaje de Tamara a Madison quien, de espaldas, animada por la aparente reducción del espacio entre los pasajeros, habla al grupo de la misma manera general en que una guía turística presentaría las atracciones locales y dando casi la misma información; algunos kilometros más tarde, la errática voz cuyo volumen Joan no deja de vigilar mientras exalta a Julie su presencia en la ciudad de las películas sonará como el eco demorado de las gastadas referencias de Madison al Teatro Chino y a Sunset Boulevard, pero a Tamara este cíclico retorno, como es de esperar, no le causará la misma gracia que a Fiona, cuya dócil aquiescencia la irrita como si, viajando sentada en su lugar o justo un lugar delante suyo, pudiera arrastrarla a un destino cualquiera. Por el momento, al menos, el de los viajeros no será su casa; ésa era la intención de Madison a su regreso de Londres, preocupada por el presupuesto del total de la operación, pero en cambio resultó para Tamara, ya colmada por la espera, la bienvenida oportunidad de recuperar la iniciativa y sorprender una vez más a su amiga: sin siquiera discutir, sin presentar batalla, al menos de ningún modo en terreno verbal, se dirigió a uno de sus primeros inversores, activo en hostelería, entusiasmado en su momento por la novedad de las ganancias online y ahora fácil de persuadir por el ínfimo costo del favor requerido, y a su vuelta, satisfecha con su carisma y sus recursos, tras dejarse caer en el sofá ostentando el largo de sus piernas como para indicar el goce de la libre extensión de su casa y su intimidad, anunció a Madison los quince días de hospedaje gratuito que mantendrían a sus visitas alejadas hasta la hora de volverse a ir, estrategia de cuya ejecución, además de su diseño, parece decidida a asumir como principal responsable ya que, al llegar al hotel, será ella la primera en bajar del auto y quien, rodeándolo en tres zancadas, abra el baúl, reparta el equipaje, se quede con más de una maleta como para equilibrar el cansancio de los otros tras el viaje y encabece la procesión hacia el vestíbulo, aunque de dar propina al botones una vez que las valijas sigan su camino dejará que se ocupe Charlie, por más que Julie dormida en brazos de éste le deje uno solo libre con que hurgarse los bolsillos. Mientras tanto Madison se ha quedado atrás acompañando a Fiona, que en el trayecto desde el aeropuerto parece haber aumentado de tamaño y a quien Joan, tomada de su mano, da la impresión de servir de apoyo más que de estar a su cargo; la anfitriona lleva en la mano izquierda la maleta que su compañera ha dejado para ella, pero ofrece a la invitada el flanco derecho como sostén y está a punto de caer junto con ésta cuando, una vez dados, uno tras otro, hasta el último, los pesados pasos a dúo impuestos por los escalones que realzan la olvidable fachada del Sunshine Inn, ya libre de la maleta que algún empleado por fin se ha apurado a recoger, siente en el hombro la presión de la mano que se afirma al vacilar la otra en el súbito vacío provocado por un comedido, posible turista, personaje imprevisto que, a punto de salir del hotel, aprovecha para mostrarse amable y abrirles la puerta en la que Fiona iba a apoyarse: la niña que a su vez ésta ha soltado está a punto de ser atropellada por el joven que, prácticamente arrojando al suelo la maleta que acaba de empuñar, se precipita a apuntalar al tambaleante grupo de viajeras, pero todo se resuelve sin mayor daño para madre, acompañante e hija y el próximo paso, una vez prontamente reafirmado el consternado huésped en su confianza en los poderes de la cortesía y despedido al pasar a su paseo, es el muy sencillo de inscribirse en el registro de pasajeros, confirmada ya la reserva por Tamara, que en la proa del grupo continúa al timón. Charlie es el primero en firmar y Madison aprovecha para tomar a la pequeña Julie en brazos pero, antes de que el cuerpo de la niña haya siquiera alcanzado a hacer sentir su peso y su calor sobre el suyo, Tamara la arranca de esa costa donde suelta con su equipaje y su alojamiento a la familia extraviada y la arrastra de vuelta al transporte en el que la han traído, dejándole apenas aire para una referencia, furtiva como una corriente en un interior cálido, al abogado que ya tendría listos los documentos para la adopción de las nonatas y prometer una llamada para el final de la tarde, cuando, según dice, los forasteros hayan logrado aclimatarse.

continuará

llaves

La literatura considerada como un huracán

lo invisible
El abismo tan temido

Como todo o casi todo, la literatura tiene un interior y un exterior. Aquél sería el contenido de las obras: ficción, personajes, lenguaje, pensamiento. Éste, lo que las rodea: la vida literaria, el mundo editorial, el comercio de libros, la fama de los autores. Con el desarrollo de las comunicaciones y el eclipse de la crítica, es lo último lo que por lo general ocupa el primer plano en la atención del público, pues no es el contenido sino el entorno de la literatura el que provee de material más adecuado a los medios: las novedades más evidentes no son las ideas, los cambios de matiz en los puntos de vista o el efecto de procedimientos y técnicas literarias más o menos novedosas, sino las publicaciones, las presentaciones, los congresos, los festivales y hasta las conferencias, es decir, la socialización bajo todas sus formas del quehacer literario, cuyo objetivo desde un principio es, por otra parte, producir noticias a propósito de una actividad difícil de transformar en espectáculo, como lo prueban casi todas las películas basadas en biografías de escritores, con su insistencia en todo lo que rodea su trabajo sin causarlo, lo que cierra el circuito o completa el ciclo, de donde viene la imagen inicial del ciclón. En el entorno todo se sucede pero en círculos, ya que cada novedad se corresponde con un precedente del mismo tipo, el del autor controvertido, por ejemplo, o el de la novela de uno u otro género, lo que hace que este alrededor se perciba como un despliegue entrecruzado y paralelo de series simultáneas, a la vez que en un vértigo desde el punto de vista de cada elemento sucesivo, del que se puede esperar tanto su desaparición como su retorno y al que no puede darle igual su sustitución por un equivalente aunque en el conjunto pesen lo mismo. Lo que se da de igual modo en el interior de lo que se escribe, ya que es en igual medida que el texto refleje este entorno, asimilándose a lo que Mallarmé llamó “el reportaje universal”, que participará en su movimiento, asimilado a su vez por lectores que no hallarán dificultades para verse reflejados en una mímesis hecha a su imagen y semejanza, dentro de una escala de probabilidades que las  aumenta o disminuye según lo escrito se acerque o se aleje de la representación de lo que se agita. En el interior, como todo el mundo sabe, está la calma. Pero cuidado: esa calma es la del silencio y ese silencio es inabordable; hay un abismo allí. No es casual entonces que el mundo en masa procure mantenerse alejarse de ese centro, que por su parte, como de acuerdo, lo expulsa además hacia sus confines en un estallido permanente comparable al del Big Bang. En dirección contraria avanzan, pisándose los talones, derechito hacia el vacío, el escritor y el lector impenitentes, quizás la misma persona. Quieren atravesar ese vacío, al que todas las palabras y las letras señalan más allá de las apariencias, dejadas cada vez más atrás a medida que progresan hacia su buscada iluminación. Pero la luz, desnuda, ciega, como no tardan en comprender después de unos cuantos destellos. De modo que al vacío hay que rodearlo, aunque el grado de verdad alcanzado se medirá por la proximidad del paso al abismo. Ése es el famoso riesgo literario, del que da cuenta la igualmente célebre Carta de Lord Chandos, de Hofmannsthal. La frustración radica en que rodear el vacío no es atravesarlo, con lo que el buen lector ha de seguir girando en su órbita igual que el malo; si obtiene alguna ventaja, ésta hay que medirla por el menor desplazamiento que deberá hacer para resumir el mundo. Pero si quiere hacerse entender, tendrá que glosarlo.

mallarme