La piel por dentro

"El mundo deviene sueño y el sueño deviene mundo" (Novalis)
«El mundo deviene sueño y el sueño deviene mundo» (Novalis)

Años después, ya casada, el recuerdo seguía siendo dulce. Podía evocar con precisión el regusto amargo, como decían que era la adultez, del trago largo pedido en la barra con fingida soltura, así como las ganas de fumar sobrevenidas entre el estrépito, las luces inestables y los cuerpos agitándose que el leve mareo le hacía ver como un océano en el que sería agradable sumergirse, y la imagen radiante de sí misma alucinando a sus amigas con su audacia, desprendiéndose del coro en un redoble del impulso con que había dejado plantada a su madre más temprano para irse con ellas, la dejaba pensar, como prefería, que era en ese momento cuando la habían marcado, por instinto antes que por cálculo, casi adivinando cómo abordarla en cuanto atravesó la marea y salió a la noche sin dueño, sola entre las siluetas de los que esperaban pasar. Pues el fuego apareció a la vez de pronto y sin brusquedad, como si, previendo el encuentro, hubiera acompañado sin que ella lo notara el movimiento con que ya había alzado el cigarrillo entre sus dedos, y luego todo fue así, desde las primeras palabras que apenas velaban la evidente atracción mutua hasta la inminencia del contacto decisivo a la sombra del gran árbol de la plaza de enfrente. El chico no se parecía a ninguno de sus compañeros de colegio, ni a su hermano ni a sus primos; nada en él remitía al orden ineludible declinado a partir de su padre como una escala por la que había que ascender mediante determinados estudios y negocios, sino a la selva que esa vía ignoraba y atravesaba, hacia la cual se dejó arrebatar sin resistencia. Más tarde, mientras perdía la conciencia con el beso recordado, la llamada le llegaba cada vez de más lejos, perdiéndose en la misma distancia hacia la cual vio alejarse, en un intervalo, sin mirarlo, al oportuno amigo de su captor, como entendió luego, con el aparato que éste había sustraído de su bolso. Perdió también la noción del tiempo, hasta que al volver del paseo en moto él volvió a sorprenderla arrancando de nuevo en cuanto ella bajó. Tal vez era mejor así, pensó entonces, y sólo al volver a casa se enteró de la llamada, el chantaje, sus padres marcando una y otra vez, buscando en vano, pagando al fin, y sin embargo nada de eso le había sucedido: sólo el beso de sabor indeleble, ileso en su memoria, tal como su cuerpo había vuelto del secuestro.

bocamovil

 

Testigo de otro tiempo

Time is on my side
Time is on my side

Ningún gran artista es un testigo de su tiempo; ni Balzac ni Dickens lo fueron, ni tampoco los neorrealistas ni los practicantes de ninguna forma de realismo ya sea éste social o crítico. Por muy celebrado que sea un gran autor como cronista, es al revés que hay que leerlo. Ya que esa grandeza en la que ahora insistimos no le viene del asunto ni del motivo elegido en su momento, sino de algo que más bien parece elegirlo a él desde el otro extremo de la cuerda que procura tender, demasiado deslumbrante como para poder contemplarlo excepto a través de su reflejo. Testigo de otro tiempo: la aguja de este reloj no apunta desde el centro hacia la circunstancia, sino en el sentido inverso; de manera que, tan urgente como pueda parecer la necesidad de intervención en cualquier situación que un texto denuncie, tan digno de elogio el gesto o admirable la justeza de la imagen obtenida, si la obra es grande no hay que ver en ella la manifestación de aquello que ilustra tanto como la de la luz que hace posible toda mirada y que cada una de éstas, precisamente, testimonia. Pues esta luz, como el viento en el cine, sólo perceptible por las cosas que mueve –los árboles, el polvo, la tersa superficie del agua-, se hace ver por contraste, en negativo, echando sombra: por eso lo muy reconocible, el cuadro de costumbres, cuya sombra es gris, opaca más que realza esta luz; hace falta algún distanciamiento, brechtiano o prismático de cualquier tipo, para hacer de los trazos líneas nítidas; y si el arte mayor, aun cuando trata de la mayor miseria humana, no remite a una razón que deprime sino en cambio a un esplendor que exalta, es debido a este mismo fenómeno, no de óptica tan sólo sino de percepción total, intelectual además de sensorial, que invierte los términos del tiempo y de la mirada para que una revelación, en pleno sentido de la palabra, sea posible. “Sólo por inconclusa una acción es abyecta”, escribió Genet. Pero una gran obra, inconclusa como existe más de una, por su vínculo directo con la fuente misma de la acción ya está entera, organismo contenido por su célula, en su primera formulación aun cuando ésta sea fragmentaria y su despliegue esté por venir. En un verso suelto de un gran poema, en la cercenada cabeza de una estatua perfecta y perdida, no falta nada. Si la Historia, disciplina y persistencia, tiene algún sentido último, es sin duda desde esta perspectiva, concéntrica, que ahonda en el tiempo en lugar de rehuir la eternidad.

sol 

 

Impromptu valeriano

Cine de poesía (Pierrot le Fou, Jean-Luc Godard, 1965)
Cine de poesía (Pierrot le Fou, Jean-Luc Godard, 1965)

¿De qué depende entender un poema? La mayoría de los lectores no lo son de poesía, así que éste no es problema suyo. Sin embargo, no son pocos los versos con los que cada día entran en contacto, por azar o a través de esa escucha casual que se presta a la radio o a la música de fondo en bares y demás sitios de esparcimiento. Algo hay que cantar en las canciones y tal contenido ha de responder a la métrica regular del cuatro por cuatro, lo que al fin y al cabo es poesía, si bien de segundo orden, aunque lo mismo cabría decir de la prosa más comúnmente leída si vamos a guiarnos por las listas de los volúmenes más vendidos. Pero no vamos ahora a meternos con esos otros enigmas, así como los lectores que le sirven de objeto no se preocupan por lo que no reconocen como lectura, ya que el propósito de esta breve nota es otro: indicar que, así como hay para el poeta un momento de inspiración, ese instante en el que recibe su visión o revelación del asunto a tratar o transmitir, más allá de que luego le lleve unos minutos, horas, días o años alcanzar la expresión perfecta o más acabada de lo que en ese punto del tiempo ha percibido, para el lector, aparte de todos los análisis y exégesis que pueda dedicar a una composición con el fin de  entenderla cabalmente, sobre todo si se trata de una pieza posterior a 1870, fecha a partir de la cual se multiplicaron las obras que, a diferencia de lo que ocurría en épocas previas, ponen ante todo en evidencia, cuando alguien se les acerca por primera vez, su oscuridad y dificultad de interpretación, existe una posición, un punto de vista a encontrar, desde el cual, como cuando se ha dado con la perspectiva adecuada para acceder a una imagen, todo en el poema se vuelve diáfano y es percibido con la misma unidad con que el objeto de la obra, reconstituido, le fue manifestado al poeta en un comienzo. Si el lector es capaz de sostenerse en esa posición a lo largo de su lectura, todas las puertas que permanecían cerradas durante tantos abordajes hechos desde ángulos difíciles pero no acertados se le van abriendo. Existe una manera parcial, fragmentaria de esta revelación en la manera en que a menudo comprendemos de golpe el sentido de un verso durante un momento preciso, no de la lectura, sino de la vida, cuando ya hemos cerrado el libro hace mucho pero de pronto una línea, ante el estímulo adecuado, resurge límpida en nuestra mente y su sentido es señalado con la claridad y el carácter súbito de una flecha. Previendo con fe ese momento es quizás que la poesía busca formas memorables, en los dos sentidos del término: lo que queda latente y a oscuras en el fondo de nuestra conciencia emerge radiante el día menos pensado. Pero no todo depende del azar de un estímulo cualquiera, sino que también puede hacerse una búsqueda, dar su parte a la voluntad en esta aventura. Como en el método de Stanislavski, una rápida sucesión de las etapas de relajación y concentración, imprescindibles en la lectura, puede llevar a una acción eficaz durante ese acto discreto que es leer.

El cementerio marino (Séte, sur de Francia)
El cementerio marino (Séte)

A modo de ejercicio puede hacerse el siguiente, que de paso comporta también el descubrimiento de una bella ciudad portuaria, si uno no la conoce, y un paseo envidiable para todo aquel sumido en el fondo del invierno. En Séte, al sur de Francia, se encuentra el cementerio marino en el que Paul Valéry, hijo dilecto de esta comuna, se inspiró para su célebre poema homónimo. Ríos de tinta se han vertido a propósito de esta obra que para un par de generaciones representó la cima absoluta del arte, la poesía y la cultura, lo que más que parecer desfasado debería dar ejemplo a la nuestra. Por no hablar de las innumerables variaciones sobre sus versos a que han dado lugar las muchas traducciones que se han propuesto el difícil cometido de transmitir todos los ecos y sutilezas del original a otras lenguas. Unas y otras interpretaciones pueden tener más o menos valor objetivo, pero el conjunto que forman en torno a su objeto no deja de recordar, para todas por igual, esa frase de Carlyle que le gustaba citar a Borges: “Toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es.” El cementerio marino reúne así a su alrededor una enorme cantidad de puntos de vista, dotados cada uno de ellos de una voz propia más tímida o más audaz, y cada lector que lo visita queda invitado a sumar el propio. Pero existe para todos, abierta en medio de las soleadas tumbas y mediterráneos sepulcros, una perspectiva desde la cual es posible, manteniendo siempre en mente la visión que ofrece, leer completo el poema sin extraviarse nunca y accediendo especialmente a su unidad sostenida a lo largo de las veinticuatro estrofas de seis versos regulares cada una sin que las ocasionales dificultades de comprensión parcial oscurezcan la percepción del conjunto. Basta no apartar de la mente, durante la lectura, la visión del mar tal como lo describe el poema y como puede comprobarse desde la aireada altura del cementerio, para que el poema fluya ante los ojos de cualquiera como un río ya no de tinta sino de agua clarísima e igual de fresca. Es muy sencillo sin dejar de ser complejo, como una ecuación bien resuelta. Pero dura más que una cifra y permite bañarse en él, nadar y salir del agua sintiendo el sol y el viento en los hombros y la arena bajo los pies. De esto no se puede hablar en un ensayo y hay que callarlo, como decía Wittgenstein, pero es precisamente a ese silencio y no a otro que la visión del mar desde el cementerio a través del poema da acceso y vía libre al lector.

"Homme libre, toujours tu chériras la mer!" (Baudelaire)
«Homme libre, toujours tu chériras la mer!» (Baudelaire)

 

Otros tiempos

La luz de las gacetas
La luz de las gacetas

«Deja / tus afectos, pues de ellos no se ocupa / esta viril edad, que sólo atiende / a los arduos estudios económicos / y al público gobierno. El propio pecho, / ¿qué te vale explorar? Materia al canto / en ti no busques. Canta los asuntos, / la madura esperanza de este siglo.»

musasCuando muchacho vine

a entrar en disciplina con las Musas.

Una de ellas cogiome de la mano

y durante aquel día

en torno me condujo

Para ver su oficina.

Me mostró uno por uno

los útiles del arte,

y el distinto servicio

a que cada uno de ellos

se emplea en el trabajo

de la prosa y el verso.

Yo los miraba, y dije:

“Musa, ¿y la lima?” Y contestó la diosa:

“La lima se gastó; ya no la usamos.”

Y yo: “Mas rehacerla

es preciso, ya que es tan necesaria.”

Y contestó: “Así es, mas falta tiempo.”

limaGiacomo Leopardi, Canto XXXVI, titulado Pasatiempo

Escrito en Pisa, 15 de febrero, último viernes de Carnaval, 1828

Giacomo Leopardi (1798-1837)

Nadie es profeta en su tiempo

Visión en piedra
Visionario en piedra

Según una tradición establecida, el escritor, en comparación con el hombre común, con el llamado hombre normal, tendría un suplemento de energía crítica y de razón clarividente. Es posible que en algún caso haya suplemento. Pero la clarividencia, o más exactamente la nebulovidencia, verdosa, ha guiado a la idolatría humana, que nunca se ha podido privar de su ídolo, de forjar su idea de “vate”. El apelativo de profeta, es decir, de vate, tuvo gran aceptación desde 1840 al 80 y entre nosotros hasta el 15: mil novecientos quince. Es más, hasta el 45: ¡cuarenta y cinco! Veintiocho de abril, esta vez. Muy ambicionado incluso por los que debían atribuirlo a los otros. Los que lo recibían estaban orgullosos de la adjudicación; tanto como de la atribución de caballero (de la Corona de Italia) un honesto funcionario mazziniano de correos, jubilado. Y, orgullosos, procuraban valorar su legitimidad ante la opinión ciudadana con actitudes y gestos “vatescos”, es decir, adecuados a la calificación; con vestidos y sombreros de insólitas formas, pero aptos para el fin propuesto.

D'Annunzio y su doble
D’Annunzio y su doble

Al vate se le atribuían vuelos de águila, por encima de las miserias de los hombres; con menos frecuencia, de halcón. Cisne, lo era por derecho, por nacimiento. Alguna vez era saludado como león. Estaba al caer el 27, era comparado a un combatiente; la vida era una batalla. No se sabía bien contra quién era preciso combatir, quizás contra el Papa, pero con palabras, en casa y fuera de los Estados Papales. Quizás contra algún pobre diablo que escribía a su vez frases, poco más o menos del mismo peso que las suyas, o versos, ni mucho más enfáticos ni mucho más necios que los suyos. Las profecías aisladas, no susceptibles de réplica por parte de la profecía contraria, se sostenían con toda una cadena de acontecimientos que hoy nos permiten admirarnos de su exactitud: a la profecía de la paz, del sol nuevo y del amor entre los pueblos, guerras homicidas entre caníbales, estragos de tigres, llevados a cabo por la misma ferocidad de los pueblos, dado que los pueblos eran unánimes con el jefe: Ein Volk, ein Reich, ein Führer. En otras ocasiones, los vates profetizaban, mediante profecías gemelas, y ligeramente décalées en el tiempo (desfasadas), acontecimientos contradictorios entre sí, pero alternativamente imposibles; por ejemplo, el triunfo de Belcebú y luego el de María Santísima. En fin, otras veces la palabra del vate se refería a, e incluso predecía, acontecimientos acaecidos ya; y otras veces los ignoraba totalmente.

Parque de los poetas (Colombia)
Parque de los poetas (Colombia)

Como podéis ver, siento el más profundo interés por los vaticinios; tengo un gran respeto por los vates; pero no trabajo como los vates: yo trabajo como los no-vates. Las exaltaciones místicas poco me exaltan. Nuestras frases, nuestras palabras, son momentos-pausa de una fluencia (o ascensión) cognoscitiva-expresiva. Duran lo que duran, un decenio, medio siglo, dos siglos, ocho siglos. Cambian de significado con la costumbre, con las variaciones de la luna, con el lento o rápido correr del tiempo; y a veces cambian de valor, de peso. Su historia, que es la loca historia de los hombres, nos ilustra sobre el significado de cada una. Detesto el tono terso de la calidad narcisística, aun cuando pueda incurrir en él sin querer, por defecto de inhibición estética, o moral. Pecamos por desconsideración. El “freno del arte” no siempre nos dirige.    

Carlo Emilio Gadda, Cómo trabajo

Carlo Emilio Gadda (1893-1973)
Carlo Emilio Gadda (1893-1973)

Realismo absurdo y absurdo realista

"Ideas, sólo en las cosas" (Ezra Pound)
«Ideas, sólo en las cosas» (Ezra Pound)

Desde hace mucho, aunque aún se insista en ello, que la condena de la representación naturalista de la realidad social, con todos sus atributos y propiedades denunciadas por su origen burgués, es considerada un lugar común, lo que equivale a que siga viviendo como principio tácito, excepto para los más ingenuos. Desde hace menos, y de manera intermitente, más como descontento que como un pensamiento acabado, encuentra expresión la insatisfacción provocada por la atenta sujeción de la materia artística a una idea, un concepto, que le sirve de causa, matriz creativa y justificación de todos sus movimientos y mutaciones. Sin embargo, hay que comprender este poder de las ideas: así como en los tiempos del teatro de Belasco lo tangible de la profusión de muebles en los decorados ponía más allá de dudas tanto como en las casas servía de fortaleza interna, en la era de las comunicaciones una idea resulta una fuente de certezas tanto mayor que cualquier materia. Pues una idea es una cosa hecha a propósito para ser explicada: se la puede exponer, se la puede entender, se la puede registrar, vender y hasta pedir adelantos por ella a propósito de la obra destinada a ilustrarla. Una idea, un concepto firme, nítido, son cosas que dan seguridad, que justifican, que interrumpen el temor a lo fortuito y al vacío. Por eso es natural, cuando hace falta un argumento, exprimirse el cerebro en busca de una idea, un principio que no sea tan sólo un comienzo, un punto de partida que aun sin mostrar todas las curvas del camino permita entrever, allá al fondo, como la respuesta precisa a la pregunta apropiada, que existe una meta, el potencial desenlace. Cuando esto aparece, transmite una gran tranquilidad: la pluma avanza con pulso firme, los dedos bailan sobre el teclado. Pero a menudo ocurre, como se quejan los frustrados de la era virtual, que el resultado es frío, cerebral, sin emoción: al revés que en la vida, todo parece estar allí por algo y para algo, lo que no resulta verosímil. Es por esto que suele convenir, si uno se atreve, dejar el sentido en suspenso no al final sino al principio, prescindiendo de ideas, de esa búsqueda obsesiva de un núcleo gestor, para en cambio reunir elementos concretos, aun tan sólo físicos, hechos y cosas inconjuntos, diversos, que se impongan por su sola presencia incontestable en lugar de contar con un pretexto de muy distinta naturaleza. Pero, para que éste no vuelva a colarse por la ventana que deja abierta la falta de otra red con la que hacer de tantos cebos una pesca, vale más sustituirlo por algo igual de material que lo disperso: un lugar, por ejemplo, o una época, donde todo coexiste o ya lo hecho en un haz de factores tan disímiles que resultan irreductibles a una causa. Desde este punto de vista, cualquier conjunto en el espacio o en el tiempo resulta tan caprichoso, tan arbitrario o indeterminado por ley alguna como el famoso encuentro de un paraguas con una máquina de coser sobre una mesa de disección que tanto entusiasmaba a los surrealistas e igualmente refractario a una razón. Y sin embargo, es la búsqueda de ese grial intelectual y emotivo la que habremos de emprender una vez ya plantados en el mundo que lo desmiente.

maquinadecoser

Migajas literarias

«Mucho tiempo estuve acostándome temprano…»

Miseria del oficio. La diferencia entre escribir y redactar es que lo último es aburrido. Traducir pocas veces es un arte.

Por el camino que no se detiene. Citado parcialmente, Proust suele inducir a engaño. El sentido de lo que dice siempre está desplazado y ese desplazamiento es el asunto de su novela, además del movimiento constante que la hizo crecer hasta alcanzar sus siete volúmenes. Por otra parte, el sentido es un desplazamiento. Nunca se trata de un juicio sumario, sintético o definitivo y en el caso particular de Proust, aunque al igual que a cualquier otro autor no se lo pueda citar más que extractado, conviene tener en mente todo ese espacio en off que rodea a cada frase. Si lo leído complace o se comprende de inmediato, si invita a soñar cuando nadie ignora que el norte del autor es la lucidez, consultemos nuestra brújula. Consideremos todo el territorio e incluso que ignoramos sus fronteras antes de extraer y almacenar una conclusión. Lo mismo pasa con todas esas citas brillantes de Oscar Wilde extraídas de sus obras de teatro, en las que la acción erróneamente olvidada es la que corrige los parlamentos de los personajes para quedarse con la última palabra, justamente no dicha. La intención de un escritor no es nunca fijar una noción, sino al contrario permitirle crecer.

Relojes y laberintos. ¿El peor Borges? El Borges automático. Sentencioso y rimón, es decir, ramplón. Como si su propia inteligencia se rindiera, cansada, a las tonterías inmemoriales de la especie sobre el paso del tiempo y otros tópicos metafísicos. Este Borges suele darse en verso y en verso regular, según el portátil modelo que los conservadores, con muy buenos argumentos, juzgan más verdadero y sensato aun en su arbitrariedad. Suele salvarlo el mundo físico: los compadritos, el sur de Buenos Aires y los aislados destellos de memoria que recrean el mundo desvanecido con los años y la vista, mitología personal sobre la que aun sus propias consideraciones abstractas resbalan sin dejar huella.

«Finalmente estás cansado de este mundo antiguo»

Tono y tiempo. Schönberg dio alguna vez una definición muy simple de su atonalismo. “Mi música es un intento de prosa”, dijo. Movimiento parecido al de Lautréamont o Rimbaud al abandonar el verso. Pero es curioso cómo el lector moderno, tan poco afecto a la rima como insensible a la métrica, no puede abandonar ni una ni otra cuando se trata de música.

Respiración de la escritura. Expresarse hasta sentirse un charlatán y volver entonces a la cosa muda. Es lo mudo la fuente de la escritura, como al fluir el hablar se extravía.

Dúo lírico. Barthes: una escritura, crítica, que se produce a la sombra de otra, novelesca o poética, que al fin es imaginaria: la del autor soñado por venir, o, mejor dicho, quizás, por regresar.

Símiles. Todo es inimitable para el inimitable. Sus imitaciones resultan siempre parodias que demuestran, en el modelo, la copia.

«Todo lo sólido se desvanece en el aire»

Moneda. El valor de la palabra “genio” consiste en señalar la diferencia no cuantificable entre lo que sucede habitualmente y lo que no.

Relevo. Desmitificación del genio por la crítica una vez provista de los instrumentos que le faltaban en la época en la que sí había genios.

Minimalismo. En un salón vacío tan grande que sus paredes no llegan a verse, se oye caer un alfiler. Después otro y después otro, separados por lapsos cada vez mayores, hasta que el tiempo de la próxima caída excede el de la espera más paciente.

Visión y opinión. Visión es la de Balzac, desde el trono y el altar, excluidos pero implícitos en el cuadro. Opinión es una de tantas emitidas en el interior de éste y emanadas de la época que en él se pinta. Más síntoma que diagnóstico, al revés que la visión, donde el punto de vista se distingue del objeto por más que participe fatalmente en la escena, por más alto que llegue a sonar en la cresta de la ola no tardará en sumergirse bajo la turbia corriente de sus semejantes. Nada de eso escapa a la visión, por más velada que esté por el precipitado arrítmico de las opiniones.

Loco. El que canta por la radio que el tiempo es poco cree hablar de la brevedad de la vida y se refiere tan sólo a su propia inconstancia.

El hombre del trono y el altar

Una escena de Godard

De parte de las cosas

Jean-Luc Godard nunca rodó esta escena, que ocurrió en París, donde nació, durante su infancia cuando aún, como hoy, vivía en Suiza.

Comedia a la irlandesa

Un hombre joven oficia de secretario para otro mayor que le dicta lo que aún habrá de corregir una y mil veces. Los dos han llegado hasta esa habitación desde su no tan lejana Irlanda, donde nacieron con veinticuatro años y unos pocos meses de diferencia, siguiendo erráticos caminos comparables más que nada a sus propios pasos alcoholizados en la repetida noche parisina. Pero ahora, sobrios, trabajan. Alguien llama a la puerta. “Pase”, responde el hombre mayor, mientras el otro no levanta la vista del texto. Alguien pasa y entrega un sobre o deja algún objeto sobre alguno de los muebles a los que ninguno de los dos colaboradores presta atención y vuelve a salir. Puede ser la mujer o la hija o el hijo del dueño de casa, que de tantas casas y ciudades ha sido desalojado en su vida; en todo caso esta persona es muy discreta, no pronuncia una palabra y al cerrar la puerta lo hace con un sigilo que diríamos consciente o quizás tan sólo resignado a la importancia de la operación que no debe interrumpir. El hombre mayor sigue dictando, pone un punto y pide al joven que le lea lo que ha escrito por su mano. El mismo texto vuelve a oírse en el aire atento y terso de la habitación, ahora dicho por el fruto extraviado de una educación protestante como antes, de acuerdo con el orden histórico y genealógico, fue pronunciado por el hijo descarriado de la iglesia católica. Éste, casi ciego y por eso necesitado de escribas, no escucha al otro ni a sí mismo sino a eso que circula entre los dos, en “el espacio entre las cosas” del que hablará en sus películas el cineasta aún ausente. Y un elemento extraño le llama la atención, algo ajeno que otra vez se ha colado en su discurso, el discurso del que procura expropiarse. “¿Qué es ese “Pase”?”, pregunta, aislando por un momento el cuerpo infiltrado como quien saca un pez del agua para examinarlo. “Usted lo dijo”, responde el secretario, que nunca trabajó bajo ese título aunque la chismografía literaria se haya complacido en concedérselo con los años. ¿Recuerda el irlandés que empieza a hacerse viejo el llamado a la puerta y su respuesta de hace unos minutos? No dice nada, pide al hombre que tiene la misma edad que sus hijos que le relea el fragmento, piensa un instante y decide: “Tiene razón, déjelo”. Corten.

El artista como secretario

Así trabajaba Joyce, así no trabaja casi nadie. Tal vez ni siquiera Beckett, el fiel escriba de la anécdota, o por lo menos tampoco él hasta ese punto. Esto ocurría en los años 30, durante la producción de la hoy todavía ilegible para casi todos Finnegans Wake, novela a la que Beckett, joven airado por entonces, se refería en los siguientes términos: Aquí tenéis páginas y más páginas de expresión directa. Si no las entendéis, señoras y señoras, es porque sois demasiado decadentes para recibirlas. No estáis satisfechos a menos que la forma esté tan separada del contenido que podáis comprender aquella casi sin molestaros en leer éste. Y concluía señalando lo que admiraba especialmente en Joyce: Su escritura no es acerca de algo; es eso mismo en sí. Lo que es posible comprobar leyendo Ulises o el Retrato: cuando Joyce llama al perro, el perro viene, está ahí. Beckett lo ha dicho bien al hablar de expresión directa. ¿A qué se debe entonces la ya mítica dificultad de lectura, para los lectores que adivinamos detrás de los decadentes señores y señoras a quienes se dirige el ocasional secretario, de un escritor semejante?

«¡Alguien falta aquí y es Simonot!»

Decadencia: la sola palabra supone una relación con el tiempo y una actitud hacia el mundo. La narrativa habitualmente restituye, mediante el uso de los pretéritos imperfecto e indefinido, algo perdido que de antemano se ignora lo que pueda ser pero a lo que el lector, al abrir el libro, ya le ha hecho el hueco. En el cine ocurre lo mismo y es normal: se da cita a un público, se lo deja a la espera hasta que sienta que algo falta, se instala algún objeto en ese vacío y se lo vuelve a perder poco antes del desenlace dejándolo suspendido en ese espacio virtual que es el pasado en conserva, desde donde queda sobrentendido que, perdido para siempre, se lo podrá recuperar cada vez, al menos en efigie. Di Caprio hundiéndose con el Titanic, para entendernos rápidamente. Violines y suspiros. Mirada al más allá, maquillaje del tiempo. Había una vez.

La historia como pesadilla

¿Pero es necesario este rodeo para entendernos? Pues pareciera que sí, que así es, que es el espacio definido por este rodeo el lugar donde las voces que hablan “acerca de algo” desplazan a “eso mismo en sí” y alcanzan a expensas de esa exclusión una especie de armonía, de acuerdo, de consenso. Si, como declaró Artaud, “la sociedad reposa sobre un crimen cometido en común”, tal como dijo Voltaire “la historia es una mentira sobre la que en general estamos de acuerdo”. Joyce, en cambio, por boca de su alter ego Stephen Dedalus, dice: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar.” No anda lejos del ángel de la historia tal como lo veía Walter Benjamin, arrastrado por un huracán hacia el futuro mientras veía, mirando hacia atrás, todo el pasado de la humanidad como una inagotable acumulación de ruinas. ¿Pero cómo interrumpía Joyce su pesadilla, si es que podía, y creemos que sí? ¿Cuáles eran sus accesos de lucidez? Estos, en un comienzo, se presentaron como esos cuerpos extraños que afortunadamente el joven Jim no dejó de registrar: las famosas epifanías de las que luego más de una vez se serviría en sus obras mayores. ¿Y qué son esas epifanías sino algo así como trailers de ese anhelado despertar, como gotas de esa esperada lluvia que cortan, con su súbita irrupción, el hilo del discurso consensuado o narrativa lineal propio de esa abigarrada cronología habitualmente llamada historia? Luego Joyce radicalizó el procedimiento, como acabamos de ver en su escena con Beckett, hasta alcanzar esa “expresión directa”, como la llamaba el joven Sam, quien preveía sin embargo las dificultades de comprensión que tal manera de escribir plantearía al público lector; dificultad que persiste, por otra parte, como lo prueba la repetida resistencia de cada generación de lectores a este tipo de expresión. Y es que no es fácil para nadie renunciar, justamente, al espacio abierto por una evocación que, aunque fraguada, es la que permite el despliegue del imaginario común, aquél a partir del cual nos entendemos, dentro del cual se restituye cada vez el equilibrio entre las representaciones, que mantiene las cosas en su sitio, nos permite reconocerlas y en el que se gestiona la circulación entre lo que suele llamarse ficción y lo que suele llamarse realidad. El público lector defiende ese territorio, por más imaginario o hasta ilusorio que sea, ya que al parecer es ese mismo territorio el que lo define como público, el lugar de su asentamiento, la platea misma, de la que se resiste a ser desalojado para ser llevado quién sabe adónde. ¿Fuera de la historia, tal vez? La narrativa, donde sea que se produzca, no puede dejar de verse afectada por esto, ni tampoco su recepción. Y la diferencia, o la grieta, reaparece en cualquier terreno donde resurja la “expresión directa”, volviendo a plantear los mismos problemas, o más bien el mismo problema esencial. Cuando a mediados de los 60 Bob Dylan cambió de registro y debió vencer la resistencia de gran parte del público que había conquistado hasta entonces, expresaba su satisfacción con sus nuevas canciones en términos parecidos a los empleados por Beckett para hablar de Joyce: “Lo que escribo ahora es mucho más directo, más conciso”, decía de esas letras suyas que condensaban veinte historias en diez estrofas en lugar de, como antes, desplegar una en cinco o seis. Y también se refería pacientemente a cómo “el público no puede saltar de cima en cima, sino que debes llevarlo a través de los valles”. Concisión, condensación, concentración de sentidos en una imagen compuesta contra la atención dispersa en una serie de apariencias restituidas. La paradoja, sin embargo, es la siguiente: al parecer, cuanto más directo, más difícil de entender. ¿Por qué? ¿Qué se interpone entre la expresión directa y su receptor o más bien qué mediación exige éste aun sin saberlo para recibirla?

El cielo de Pasión

Alojar lo inmediato. Y hacerlo inmediatamente, para que siga siéndolo. Como lo hace Joyce en el episodio referido, como lo ha hecho Godard siempre además de decir que lo hacía. “Flaubert tenía que decidir si el cielo estaba azul o gris, yo lo filmo como esté: tomo directamente lo que está ahí”, explicaba cuando la crítica todavía se empeñaba en comprenderlo. Y también, lo que es importante: “No se trata de improvisación, sino de puesta en escena en el último minuto”. Lo que es más una puntualización que una negativa pues, si es cierto que el cuerpo del jazz se despliega mayormente en la improvisación, también lo es que ésta es definida por el tema y que, como bien ha dicho Sollers, cuanto más presente se encuentre éste menos falta hace reproducirlo, con lo que basta una alusión. Pero justo así es como a muchos oyentes los temas se les vuelven irreconocibles y la música se les estropea, lo que nos devuelve al problema original. Ya lo dijo un historiador, Eric Hobsbawm: el jazz es “demasiado bueno para la humanidad”.

Hacer música con la pintura

No hay gitanos ni toreros en la Carmen de Godard, ni tempestades o naufragios en el Ulises de Joyce. El tema es otra cosa. Pero la dificultad, aunque vinculada con esta diferencia, es otra cosa también. El punto de partida, familiar para la generación de Godard que creció en el París de posguerra, puede situarse en el “estar arrojado ahí” existencialista, que aunque entonces era novedad tampoco se hacía sentir por primera vez. No es un punto de partida histórico, por otra parte, sino una situación de base: la existencia, como salía en La náusea. Pero lo que cuenta, en relación con este argumento, no es tanto ese material como el modo de proceder con él. William Burroughs dijo que un escritor escribe sobre lo que tiene delante en el momento de escribir y describía su título El almuerzo desnudo de esta manera: “un instante helado en el que todos y cada uno ven lo que tienen en la punta de sus tenedores”. Esa visión instantánea, capaz de tomar por sorpresa a espectadores y lectores, no es ilustración ni restitución de una historia anterior o familiar, sino composición de elementos esenciales, es decir, no anecdóticos, atrapados al vuelo por la atención mortal y distribuidos en un orden significativo por un arte combinatoria en que es precisamente el carácter fugitivo de los acontecimientos el que hace de la capacidad de improvisación un factor fundamental, ya que es justamente de la partitura de las interpretaciones consagradas que se ha decidido prescindir. Y tampoco se trata de collage ni de tiempo abolido, aun si en estas obras lo elegíaco no funciona como recopilación justificativa al modo en que lo hace con su reconocida eficacia la nostalgia, sino del poder de captar y presentar el mundo o la vida misma como composición, como conjunto de límites permeables atravesado por una clave que, a la manera del viento, lo mueve todo pero sólo es percibida a través de sus efectos sobre la superficie. Lo infinito y lo inmediato, lo efímero y lo eterno quedan así alineados y al alcance de cualquiera, con tal de que, en lugar de remitirse a lo que ya sabe, acceda, como pedía Galileo en la obra de Brecht, a contemplar las estrellas por el catalejo que se le ofrece. Pero no hay caso: la respuesta habitual a la poesía es el desconcierto y en ese abismo que se abre entre expresión y comprensión vuelve a instalarse comúnmente, aprovechando la demora, el comentario en lugar del acto, la opinión en lugar de la palabra, el espectáculo en lugar de la visión. La humanidad quiere intérpretes, líderes y jefes.

En realidad, aunque a Godard no le gusten los Coen, el diálogo del gran público apegado a lo tangible y sediento de ilusiones con la expresión directa propia del arte mayor se parece a este otro de Miller’s Crossing, película rodada por Joel y Ethan en 1990:

Ese objeto irreductible

Verna: ¿Qué estás rumiando?
Tom Reagan: Un sueño que tuve. Caminaba por un bosque, no sé por qué. De pronto se levantaba viento y me arrebataba el sombrero.
Verna: Y tú lo perseguías, ¿verdad? Corrías y corrías, hasta que finalmente lo alcanzabas y lo recogías del suelo. Pero ya no era un sombrero, sino que se había transformado en otra cosa, en algo maravilloso.
Tom Reagan: No, seguía siendo un sombrero. Y no lo perseguía. Nada más tonto que un hombre persiguiendo su sombrero.

Una dosis de inteligencia

En las antípodas de Forrest Gump, ¿verdad? O, como decía Valéry a través de su criatura Monsieur Teste, “la estupidez no es mi fuerte”. ¿Pues no es una especie de debilidad mental lo que acecha tras la nostalgia y la compasión inducidas por la restitución fatalmente fraudulenta de un tiempo perdido que nunca ha sido de nadie y cuya exposición coherente depende de establecer una línea continua, sin puntos sueltos y, en última instancia, fácil de seguir? “Todo lo excelso”, en cambio, dice Spinoza, “es tan difícil como raro”. La expresión directa, que, muy al contrario, suele dejar una impresión de “montaje de choque”, lleno de elipsis y piruetas, pertinazmente acusados de vana provocación sin más allá, no ahorra dificultades al lector. De ahí otra vez el desconcierto, especialmente en nuestro tiempo: no trata al lector como un cliente ni hace de él un consumidor, puesto que en absoluto le reconoce esos derechos. Pero no en vano afirmaba Faulkner que había que entrar al Ulises de Joyce como los viejos creyentes al Antiguo Testamento: con fe. Ya que aquello que no es obvio siempre arriesga no parecer concreto, pero lo concreto, sin embargo, es eso que resiste a la idealización de las apariencias y por eso acaba con la alienación. O por lo menos la interrumpe de vez en cuando para dejar pasar una idea.