
Los bellos libros están escritos en una especie de lengua extranjera.
Marcel Proust
Cada uno crea
de las astillas que recibe
la lengua a su manera
con las reglas de su pasión
–y de eso, ni Emanuel Kant estaba exento.
Juan José Saer, El arte de narrar

Palabra nula o barroca
No contar para los otros. Nadie te escucha, la palabra nunca es tuya, o bien, cuando tienes el coraje de tomarla por la fuerza, pronto es eclipsada por las palabras más volubles y desenvueltas de la comunidad. Tu palabra no tiene pasado ni tendrá poder sobre el futuro del grupo: ¿por qué la escucharían? No tienes base suficiente –“ninguna superficie social”- para hacer tu palabra útil. Deseable, puede ser, sorprendente también, curiosa o seductora, sea. Pero tales atractivos son de poco peso frente al interés –que precisamente falta- de los interlocutores. El interés es interesado, quiere poder utilizar tus palabras contando con tu influencia que, como toda influencia, está anclada en los lazos sociales. De los cuales, precisamente, careces. Tus palabras, aunque sean fascinantes por su propia extrañeza, no tendrán consecuencia ni efecto ni provocarán mejora alguna de la imagen o del renombre de tus interlocutores. No te escucharán más que distraídos, divertidos, y te olvidarán para pasar a las cosas serias. La palabra del extranjero no puede contar más que con su fuerza retórica desnuda, con la inmanencia de los deseos que haya en juego. Pero se encuentra desprovista de todo apoyo por parte de la realidad exterior, ya que el extranjero es mantenido precisamente aparte de ésta. En semejantes condiciones, si no se hunde en el silencio, deviene de un absoluto formalismo, de una sofisticación exagerada –la retórica es reina y el extranjero un hombre barroco. Gracián y Joyce debieron ser extranjeros.
Julia Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos
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