
Todavía más conocidos, o más comentados, que sus Opiniones contundentes, traducción algo libre del título Strong opinions, son los juicios más bien demoledores de Nabokov sobre sus colegas más ilustres, ubicados a un lado u otro de una frontera mucho más firme que el Río Grande o la Gran Muralla China por la aprobación o reprobación del autor ruso. Desde su punto de vista, subjetividad que señala con especial énfasis en su volumen de memorias Speak, memory, compuesto por detallados fragmentos escritos entre 1936 y 1966, cuando fue publicado en su forma definitiva, Stendhal, Balzac y Zolá, esos tres grandes escritores “altamente valorados” por su venerable y venerado padre, eran “tres detestables mediocridades”; poco tenía que ver con ellos el excelso Flaubert. Así pues, desde la misma perspectiva, tampoco Tolstoi y Dostoyevski eran compatriotas en la Antiterra del arte y, junto al segundo, de los autores nacidos en la tierra que le dio acogida en sus universidades y colleges, el hoy célebre emigré alistaba a Faulkner como cabal representante del fraude estético. Pasando a los personajes, pero sin cambiar de posición, Don Quijote, a quien tenía en cierta estima y sobre quien impartió un famoso curso, desmerecía en comparación con el elenco de Shakespeare y a lo sumo podría elevarse a la estatura, no de caballero, sino de mero escudero del rey Lear. Pero La celosía, el hoy clásico y nunca muy leído nouveau roman del ingeniero objetivista Alain Robbe-Grillet, le parecía al entonces de pronto exitoso autor de Lolita una de las grandes novelas del siglo veinte, debido tal vez a los mismos motivos por los que para él, como debían sufrir sus alumnos, lo importante en Crimen y castigo no eran los abismos interiores de Raskolnikov sino las paredes de su habitación. Aunque esta suposición al fin y al cabo no es más que una hipótesis insuficiente: puede que indique alguna dirección, pero en modo alguno alcanza a definir de manera clara la resuelta e impermeable línea trazada por Nabokov para separar el trigo de la paja. Su trigo de su paja, como él mismo aclararía, “desde mi (su) punto de vista”, llevado a moderarse en la expresión por respeto a su padre. Lo que tampoco vuelve evidente el criterio seguido por el escritor como lector en su inapelable selectividad.

Como no es éste el lugar ni es éste el día ni contamos con el espacio suficiente ni suponemos en el lector tanta paciencia como para aventurarnos en un análisis preciso y detallado, a imitación de los que ya existen, sobre la estética, los gustos y las manías nabokovianos, al respecto he de limitarme a una ocurrencia. Como todo el mundo sabe, Nabokov era un apasionado perseguidor de mariposas. Fue además correspondido en esta pasión, si no por su volátil objeto, sí por aquellos que la compartían y reconocieron su contribución al estudio de los lepidópteros, incluidos sus descubrimientos de alguna que otra especie rara. Imaginemos un álbum, entonces, colorido y ordenado donde se reunieran, en precisa armonía, alineadas en filas perfectamente delimitadas, mágicamente suspendidas en su vuelo sobre las pacientes páginas al fin habitadas y orgullosamente desplegadas, con ambas alas abiertas a la fascinada admiración del conocedor capaz de fijarse también en el resto de su intocable cuerpo y en el impronunciable nombre que lo acompaña, decenas y aun cientos de mariposas laboriosamente recolectadas y aún más laboriosamente distinguidas en una clasificación tan minuciosa en la disposición espacial como rigurosa en la distribución conceptual que, para oídos a la altura de los ojos dignos de este espectáculo, equivaldría a la más sublime música jamás compuesta u orquestada en este sordo planeta. Imaginemos esta fiesta inmóvil y al acecho bajo gruesas tapas de terciopelo que sólo esperan ser levantadas para ofrecer su costoso milagro. Imaginemos que el propietario de este álbum, su tesoro más preciado, si no el único, lo presta a un semejante con el que comparte otra pasión que, en el revoltijo característico de las pasiones, se confunde con ésta. Imaginemos que Nabokov presta su álbum a Dostoyevski. ¿Qué ocurriría? ¡Que lo perdería en la ruleta! ¡O lo vendería para saldar alguna deuda acuciante y se excusaría después mediante cualquiera de sus fraguadas historias repletas de remordimientos! ¿Y a Faulkner? Aquí está de vuelta el álbum, cubierto de barro como si lo hubieran arrastrado por los márgenes del Mississippi, los pantanos o los bosques donde en lugar de perderse algún que otro espécimen podría haberse recogido algún nuevo ejemplar, o manchado de whisky o algo peor. Tal vez el conde Tolstoi, bajo la influencia de alguno de esos nubarrones que lo asaltan de vez en cuando incitándolo a abandonarlo todo por el cultivo de la tierra, hubiera juzgado semejante belleza como un pasatiempo a postergar en nombre de ocupaciones más graves, pero ¡en uno u otro momento habría sucumbido, no habría podido evitar rendirse a la evidencia de la gracia, de la redención por la persistencia, la atención a la maravilla! Y Robbe-Grillet es un técnico, un profesional: sin duda apreciará la organización del conjunto, no menos que sus ligeras e irrepetibles floraciones individuales, y será capaz de cuidar responsablemente de lo que se le ha encomendado. Así como Flaubert: seguramente copiará el catálogo entero de nombres griegos y latinos atribuidos a las eternizadas apariciones que han caído en sus manos, pero no por eso se le olvidará restituir hasta la última alita de un tesoro del que no se le ha olvidado que es un préstamo. En cambio ese Stendhal: fugado sin aviso de retorno de su merecido destino diplomático y vaya usted a saber cuándo estará de vuelta para devolver lo que se ha dejado perdido en el despacho, los aposentos, el café o el palco de vaya uno a saber qué teatro. Y lo mismo Balzac: habría que ser minero para encontrar de nuevo el álbum bajo su montaña de pagarés, si es que no se le ha caído al fondo de la olla de café. Proust, es cierto, podría haberlo retenido por más tiempo del deseable entre sus bienes, permitiéndose soñar con el derecho a conservarlo, como a una herencia imposiblemente recibida desde más allá de los confines de su familia, pero siempre tendría con qué responder y sabría hacerse perdonar. ¿Y Joyce? ¿El auténtico mago, el verdadero artífice? A Joyce cabría hasta regalárselo, por otra parte es lo que se estila con él, pero cuidado: Joyce tiene un raro poder sobre la página y sobre las lenguas, el poder de una voz que sabe hacerse responder llame a quien llame; cuando Joyce llama a un perro, por ejemplo, para hacerlo correr sobre la arena vertida por su pluma en la evocada playa de Sandymount, el perro viene: se escucha su jadeo y el lector, siguiéndolo con la mirada, puede ver, leer en sus huellas el resumen de la vida que lo agita. ¿Qué pasará entonces cuando Joyce abra el álbum, a medida que sus dedos con suavidad pasen las páginas y su lupa vaya deteniéndose atenta a cada diferente composición de formas y colores, a sus particulares integritas, consonantia y claritas? Las mariposas despertarán, una tras otra, y, como Dédalo escapó del laberinto, ascenderán revoloteando hacia la luz y el calor jamás prometidos, en una nube llamada a dispersar lo que las redes reunieron a su tiempo, de regreso a la Antiterra original que las envió.
¡Perspicaz y divertido Ricardo!
Un saludo
Martín
No le conocía, pero esto es un derroche de conocimiento y técnica. Muy audaz. Mis saludos.
Muchas gracias, me alegro entonces de que nos hayamos conocido así. Saludos a ti,
Ricardo