
Experiencia y experimentación. A falta de experiencia, de una relación suficiente con las fuentes vivas de la tradición, de ocasiones suficientes de haber probado, hasta el asqueo, el sabor del barro al que las formas procuran redimir, se recurre a menudo en cambio a la experimentación, cuya base material es proporcionada, contra natura, por conceptos que quieren ponerse a prueba en una práctica de la que no ignoran que los pondrá en inmediata relación, justamente, con aquella naturaleza, la original, a la que buscan imponerse y dominar, es decir, que parcialmente rechazan y que si no lo hacen del todo es debido a la necesidad de apropiársela. Esto es típico de la juventud, en especial si ha sido educada y le son familiares más que ninguna otra cosa las ideas, con cuya exposición por otra parte se encuentra en abierto conflicto, mientras vive de manera soterrada la temerosa antagonía con la masa sin destilar de la que se extrae el concepto pero cuya sorda y muda persistencia ni siquiera es conjurada por la aplicada aplicación de aquél. Sin embargo, la experiencia esencial para cualquier experimentador no deja de ser la del choque entre su conciencia y lo inexplicable, que se filtra como presencia innominada aun entre las argumentaciones más apretadas que se puedan concebir. “Nace el alma”, escribió Joyce en su Retrato por boca de Stephen Dedalus, “en esos momentos de los que te he hablado. Su nacimiento es lento y obscuro, más misterioso que el del cuerpo mismo. Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme.” Igual que Gadda, Céline, Guyotat o Guimaraes Rosa, además de un gran “experimentador verbal”, como diría William Burroughs, Joyce fue el cultivador de una literatura intensamente basada en la experiencia personal, casi hasta la autobiografía, cuyo realismo, devenido de Ibsen, consistía ante todo en una toma de partido por lo concreto, hasta en su mínima expresión, frente a esas “grandes palabras que tanto daño nos hacen”, según decía, y a las que llegaba a responsabilizar de catástrofes como la segunda guerra mundial, desde su punto de vista una opción mucho menos recomendable que la lectura de Finnegans Wake. Es llamativo, junto a la agresividad manifiesta en el tratamiento de géneros y convenciones literarias y sociales, un rasgo repetido y poco señalado en esta clase de autores, aparentemente contradictorio y que consiste en su deferencia hacia lo humilde, lo inadvertido, devenido en más de una ocasión objeto de rescate mediante su elección como materia de arte o relato destinado a convertirse en ejemplo y en modelo contrario al instituido por la tradición vigente, después de todo siempre una manera de dominación. El experimentalismo es el cuestionamiento de la experiencia, de sus cimientos, y cuando en lugar de indagar en éstos la práctica lo confunde con un formalismo basado en conceptos, el objeto que resulta no pasa del plano del diseño, de la ilusión; carece de peso, de las consecuencias que distinguen a una obra acabada.

Reciprocidad y redundancia. El juego de correspondencias a que obliga todo sistema social, el sentido de justicia que impone compensar con algún retroceso cada avance, el espíritu de equidad que a cada suma agrega una resta, todo eso condensado y repartido entre todos los implicados conduce a la fatal redundancia de gestos y frases propia de la conducta civilizada. Y con ello, a través de la resonancia de unos actos y unas palabras sobre otros, a una creciente insignificancia por saturación de significado que hace del concepto un nuevo objeto, o más bien un objeto más, y en consecuencia a una inmediata tautología, por muy velada que sea, en cada decisión, en cada propósito, reunidos en una entropía que cada día se agrava a la espera del instante, inimaginable, de su propia implosión.

Son et lumière. A la gente le gustan las vistas, a la gente le gusta la música. Eso dicen. También elogian, cuando el paseo se dirige al punto culminante, es decir, a esa altura desde la cual divisarán un amplio derredor, la calidad del aire. O acompañan sus canciones favoritas, más aún que con sus coros y sus palmas, con la masiva adhesión de una atención distraída que rara vez distingue siquiera entre instrumentos. ¿Qué es una vista? Un plano lo bastante amplio y general como para que quepan en él, reconciliados, todos los detalles vaciados del riesgo implícito en su proximidad y su eventual movimiento. Cuanto mayor sea la distancia, mayor será la espectacularidad de la batalla, aunque no se suele pasear para estudiar guerra alguna, sino en cambio para hallar la paz en la contemplación de un espacio indistintamente rural o urbano convertido en paisaje, enmarcado por su artificial proporción con nuestra percepción. En una vista, se ve todo menos lo que pasa: de ahí el sosiego que procura. La música, percibida con el mismo alelamiento, cumple la misma función de velo, de atenuante, llegando a ahogar todo sonido que introduzca una diferencia, al revés de lo que ocurre en una buena interpretación. ¿Y no depende todo, como decía Lawrence Durrell al final del primer volumen del Cuarteto de Alejandría, de nuestro modo de interpretar el silencio que nos rodea? La función social de la música, sin embargo, como es fácil de comprobar al comienzo de cualquier fiesta o reunión, es conjurar ese silencio, así como la de los paisajes transmitir una ilusión de quietud, y hasta de eternidad, allí donde en cambio todo pasa, se agita y vive al acecho. Lo que colma la percepción deja en suspenso vista y oído, pero la vida de cada cuerpo es una acción en el vacío.

Letras y números. La información desplaza al arte, la noticia a la ficción, el dato al mito, el futuro al pasado y el presente sufre el vértigo del infinito matemático. La dificultad para captar lectores estriba en que saber y reconocer son funciones mucho menos determinantes en el imperio de lo aleatorio que en el antiguo universo de causas y consecuencias relacionadas bajo leyes generales que mantenían las cosas dentro de cierta proporción, manipulada pero aún artesanalmente. Calcular y adivinar son las funciones complementarias y esenciales en el nuevo estado de cosas, pero tantas páginas como impone una novela molestan para despejar una ecuación y tanta palabrería aburre de antemano al que adivina lo que allí se esconde. Del significado al uso hay una distancia que se mide en tiempo y ese tiempo está pasando; quien se anticipe, ganará o por lo menos, en el mismo caso agravado, sobrevivirá. Pero el que cuenta las horas no aspira a lo infinito, sino a lo sobrenatural.

Hot & cool. No seamos sentimentales, seamos modernos. El ritmo del presente lo exige. Y la nostalgia es un lujo que ningún desheredado puede permitirse. ¿Qué elogiaba Antonioni de Monica Vitti como actriz más a menudo? Su modernidad, asumida así como valor. “Hay que ser absolutamente moderno”, se decía Rimbaud al salir del infierno. Durante décadas la consigna fue repetida por una vanguardia tras otra. Pero Benoît Duteurtre, en su novela Service clientèle (2003), retoma el lema en clave comercial, como slogan de una campaña publicitaria que no admite réplica. Lo sorprendente es el lado amable de este imperativo, ya que la más evidente concreción de lo moderno es la inagotable serie de comodidades y soluciones cotidianas que pone a nuestra aún mucho más dispuesta disposición. Deslizándonos por la suave pendiente que lleva de cada adelanto tecnológico a sus ubicuas aplicaciones dejamos atrás, con la distancia ganada al superar sus pruebas, empequeñecido, el drama de la vida o, como lo fue en un principio, el de la supervivencia. Semejante lejanía tiene un símbolo en el pequeño aparato que controla el flujo audiovisual en cada living: el control remoto, llave maestra al entretenimiento, más necesario que el sueño para no perder la cabeza en los circuitos de la comunicación contemporánea. Vampiros que se alimentan de la sangre derramada, mirones que se guardan muy bien de abrir la puerta por cuya cerradura espían, algunos de sus productores posan de críticos incorruptibles en su gélido reflejo de la descomposición humana. Es su modo de ser modernos. Pero les falta la virtud que Céline destacaba en su propia lengua, la suya como narrador y la de sus personajes: no la de vivir, porque la lengua hablada, como él mismo reconocía, cambia todo el tiempo, sino la de haber vivido. La carne y la sangre. Pues si es por su futuro que el hombre recibe crédito, o más bien que lo recibe de sus semejantes, es por su pasado que llega a estar en condiciones de pagar, o de probar su verdad, que no le pertenece.
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