Comentario sobre el negocio editorial en 1979

El vértigo de la producción

El trabajo intelectual asalariado tiende normalmente a seguir la ley de la producción industrial de la decadencia, conforme a la cual la ganancia del empresario depende de la rapidez de ejecución y de la mala calidad del material utilizado. Desde que esa producción tan resueltamente liberada de toda traza de miramientos para con el gusto del público ostenta en todo el espacio del mercado, gracias a la concentración financiera y, por consiguiente, a un equipamiento tecnológico cada vez mejor, el monopolio de la presencia no cualitativa de la oferta, ha podido especular cada vez más descaradamente con la sumisión forzada de la demanda y con la pérdida del gusto, que es momentáneamente su consecuencia entre la masa de la clientela. Trátese de la vivienda, de la carne de vaca de criadero o de los frutos del espíritu ignorante de un traductor, la consideración que se impone soberanamente es que a partir de ahora se puede obtener muy rápidamente y a menor coste lo que antes requería un tiempo bastante largo de trabajo cualificado. Por lo demás es cierto que los traductores tienen poco motivo para esforzarse por comprender el sentido de un libro y, sobre todo, por aprender antes la lengua en cuestión, cuando casi todos los actores actuales han escrito con tan manifiestas prisas unos libros que habrán pasado de moda dentro de tan breve tiempo. ¿Para qué traducir bien lo que era ya inútil escribir y que nadie va a leer?

No cabe duda de que en las presentes condiciones de producción supermultiplicada y de distribución superconcentrada de libros, la casi totalidad de los títulos no conoce el éxito o, con más frecuencia, el fracaso sino durante unas pocas semanas que siguen a su publicación. El grueso de la actual industria editorial funda sobre eso su política de la arbitrariedad precipitada y del hecho consumado, que bien les conviene a los libros de los que no se hablará más que una vez y no importa cómo. Este privilegio no existe aquí, y es del todo inútil traducir mi libro de prisas y corriendo, puesto que la tarea será siempre recomenzada por otros y las malas traducciones se verán sustituidas sin cesar por otras mejores.

Guy Debord, Prólogo a la cuarta edición italiana de “La sociedad del espectáculo”, 1979

Debord dejando que el material trabaje

Un poema ejemplar

La Recoleta (Buenos Aires)

PARA EL ÁRBOL DE «LA RECOLETA»

¡Qué lección para el hombre: proliferas

en todos los sentidos! En el viento

son tus ramas emblema y argumento

de toda plenitud. O las banderas

de una plegaria. No comienza el día

sin que pájaros, dioses tutelares

y demonios menores o insulares

se afronten en tu copa. Simetría

de las robustas ramas por el suelo

imantadas, del tronco que parece

escuchar en las hojas, cuando crece

el amigo rumor. En el desvelo

vigilas tú para que el día empiece.

O para unir la tierra con el cielo.

Severo Sarduy

Un testigo fugaz y disfrazado

La cama de Onetti

La ficción supera la realidad. Lo que hay es poca gente que sepa cómo. Así que dejemos hablar a Larsen:

El hombre que soñó a Brausen

–Usted puede ir a Santa María cuando quiera. Y sin que nada le cueste, sin viaje siquiera. Escuche: yo nunca gasto pólvora en chimangos, así que nunca compré ni uno de esos que los muertos de frío de por allá llaman los libros sagrados, ni tampoco los leí. Yo no puedo hacerlo, pero usted sí. Quiero decir, la prueba que le propongo. Porque yo me eduqué en la universidad de la calle y usted es hombre de lecturas. Fíjese: un amigo me habló de esos libros en el Centro de Residentes. Y, discutiendo, me mostró un pedazo. Espere.

Se inclinó para meter una mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una cartera negra con monograma o un adorno de metal. Escarbó en el dinero hasta encontrar un papel maltrecho y doblado.

–Léalo usted –me dijo.

Onetti de pie

“Además del médico, Díaz Grey, y de la mujer, tenía ya la ciudad donde ambos vivían. Tenía ahora la ciudad de provincia sobre cuya plaza principal daban las dos ventanas del consultorio de Díaz Grey. Estuve sonriendo, asombrado y agradecido porque fuera tan fácil distinguir una nueva Santa María en la noche de primavera. La ciudad con su declive y su río, el hotel flamante y, en las calles, los hombres de cara tostada que cambian, sin espontaneidad, bromas y sonrisas.”

–Brausen. Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando Santa María y todas las historias. Está claro.

–Pero yo estuve allí. También usted.

–Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que le repito: haga lo mismo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas, sucedidos. Piénselo –dijo-. Para usted es fácil. Puede quedarse aquí el tiempo que quiera. Sin costo. Hay servicio de restorán, minutas digo.

Me levanté para acompañarlo y a pesar de los gusanos no me dio asco apretarle el frío de la mano.

Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento, 1979

«A Dios cualquiera lo pasa»

Pier Paolo Pasolini cumple 90 años

Un momento de meditación

…y, cuando los años sesenta

estén perdidos como el milenio

y mi esqueleto carezca incluso

de la nostalgia del mundo,

qué importará mi “vida privada”,

míseros esqueletos sin vida

pública ni privada, chantajistas,

¡qué importará! Contarán entonces mis ternuras,

y seré yo, tras la muerte, quien, en primavera

acabe ganando la partida en la furia

de mi amor por Acqua Santa al sol.  

Pier Paolo Pasolini, Poesías mundanas

Una desesperada vitalidad

Poetas y santos

Escritores al margen

¿Por qué los santos escriben tan bien? ¿Es únicamente porque están inspirados? Lo cierto es que poseen un estilo particular cada vez que describen a Dios. Les resulta fácil escribir estando como están a la escucha de los susurros divinos. Sus obras poseen una sencillez sobrehumana, pero como en ellas no tratan del mundo, no pueden considerarse escritores. No les reconocemos como tales pues no nos hallamos en ellos.

Quien no ha frecuentado nunca a los poetas ignora lo que es la irresponsabilidad y el desorden del espíritu. Cuando se les trata, se experimenta el sentimiento de que todo está permitido. No teniendo que dar cuenta de nada a nadie (salvo a sí mismos), no van –ni desean ir- a ninguna parte. Comprenderlos es una gran maldición, pues nos enseñan a no tener ya nada que perder.

Emil Cioran, De lágrimas y de santos

«Doctor»

El bisturí del Dr. Sollers

No sé por qué mi sobrenombre, en casi todas las situaciones en las que me he encontrado, y principalmente por parte de los individuos más manuales (empleados de mantenimiento, changadores, taxistas, libreros, impresores), ha sido, y sigue siendo, “doctor”.

No tengo pinta de escritor, sino de una especie de generalista: pequeña maleta con productos de urgencia, estetoscopio integrado, tensiómetro, diagnóstico rápido, sangre fría y adiós. Se puede contar conmigo: juzgo, tranquilizo, decido. ¿Por qué “doctor”? Sin duda porque no tengo ganas de que los otros estén enfermos. Más exactamente: no me gusta la locura, y eso se debe ver.

Philippe Sollers, Un vrai roman (Memoires)