
El procedimiento lo aplica Lautréamont en sus Poesías y también los situacionistas de Guy Debord en sus detournements o derivas. Consiste en tomar cualquier frase memorable de algún clásico, es decir, de alguien cuyo nombre pueda remitir a alguna especie de autoridad literaria, y retorcerle, literalmente, el pescuezo.
Por ejemplo:
Al escribir lo que pienso, mi pensamiento a veces se me escapa; pero esto me hace recordar mi debilidad, que olvido a todas horas; lo que me instruye tanto como mi pensamiento olvida, ya que no tengo por conocer sino mi nada. (Pascal)
Que Lautréamont transforma en:
Cuando escribo lo que pienso, no se me escapa. Esta acción me hace recordar mi fuerza, que olvido a todas horas. Me instruyo en proporción a mi pensamiento encadenado. No tengo por conocer sino la contradicción de mi espíritu con la nada.
O:
El amor a la justicia no es, en la mayoría de los hombres, sino el temor de sufrir la injusticia. (La Rochefoucauld)
Que Lautréamont reescribe así:
El amor a la justicia no es, en la mayoría de los hombres, sino el coraje de sufrir la injusticia.

Esta vez, le ha bastado con cambiar una palabra para cambiar absolutamente el tono y las perspectivas. Pero ha sido el texto clásico el que ha situado el tema. Una demostración de que intertextualidad no es un concepto ocioso, además de que ha sido aplicado en la práctica literaria desde mucho antes de su formulación. Madame de Sevigné, en una carta del 14 de julio de 1680 (en su tiempo, esta fecha era un día cualquiera en su país), hace notar a su amiga Madame de Grignan cómo bastaba con invertir cierta máxima de La Rochefoucauld para volverla mucho más verdadera. En su introducción a las Máximas de Chamfort, Albert Camus vuelve a descubrir esta reversibilidad propia del género. Lautréamont, al sistematizar el hallazgo, extiende el poder de su aplicación mucho más allá de los límites de una sola frase u observación. El plagio es necesario, escribe, el progreso lo implica. Persigue de cerca la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa y la reemplaza por la idea justa. Un siglo después de que Nora Helmer se fuera de su Casa de muñecas dando un portazo y un montón de razones, poco convencido de estas últimas Fassbinder en su adaptación televisiva de la pieza la hace negociar y quedarse aunque en otra posición, corrigiendo a Ibsen a la luz del desarrollo histórico del feminismo. También lo que se sabe después puede causar una reinterpretación en la lectura de un texto y una corrección en su reescritura, lo que es coherente con la idea de progreso a la que se refiere Lautréamont.

Pero no se trata de un descubrimiento reciente, aun si medimos el tiempo en siglos. Posiblemente sea tan antiguo como la literatura y hasta el método habitual en los lejanos tiempos en que los poetas se basaban todos en los mismos mitos, los cuales interpretaba cada uno a su modo. Se puede leer sin duda la Electra de Sófocles como una réplica a la de Eurípides, más joven que él pero cuya versión de la historia de la hija de Agamenón antecedía a la suya. Ante el mismo planteo y las mismas situaciones, distintos desarrollos y soluciones diferentes. Parece razonable, a pesar de que en nuestra época dos autores que narrasen la misma historia no sólo habrían de temer mutuas acusaciones de plagio, sino que también, más que probablemente, verían trasladarse su polémica ética o estética al muy distinto terreno de la competencia comercial. Hace un par de décadas, por seguir con los ejemplos, Milos Forman y Stephen Frears filmaron a la vez sus respectivas versiones de Las relaciones peligrosas. El público prefirió la del segundo, que además se quedó con el título original. Valmont tal vez era mejor, pero debió resignarse a continuar la misteriosa carrera del derrotado. A solas por su carril, eso sí, sin haber chocado nunca con su rival ni conocido el debate político que suponían estas prácticas en Atenas.
Por mi parte, descubrí el truco por sorpresa y sin proponérmelo; no sabía que existía. Sólo después advertí lo larga que era la tradición a la que me sumaba. Ya era, como tantos otros lectores, todo un recolector y memorizador de citas. Había tres en particular con las que me había compuesto una especie de credo para uso doméstico que, curiosamente, como noté después de reunirlas, eran frases de escritores antiguos citados a su vez por autores modernos: “Disfruto de todo y nada me ciega” (el padre del Marqués de Sade en su correspondencia, citado por Philippe Sollers), “Hay que prestarse a los demás y darse a sí mismo” (Montaigne citado por Jean-Luc Godard) y “El dinero apremia, del dinero depende aún todo” (Goethe citado por Heiner Müller). Las tres frases me prueban desde hace unos quince años no sólo su verdad sino también la enigmática correspondencia que existe entre ellas. Pues bien, hace no tanto tiempo tropecé con lo siguiente:

El amor no es nada si no es la locura, una cosa insensata, prohibida, y una aventura en el mal. (Thomas Mann, La montaña mágica)
Entonces, no sé de dónde, quizás de una suerte de rebelión moral, me surgió la ocurrencia de invertir la proposición término por término, contradiciéndola tan rigurosamente como me fuera posible. Se convirtió en lo siguiente:
El amor lo es todo si es la razón, la única cosa sensata, lícita: una costumbre en el bien.
Se ve el sentido moral, precisamente, de esta corrección, palabra que no tiene sólo un sentido ortográfico o gramatical, sino también ético. Acababa de hallar una herramienta que, como descubriría después, no por usada resultaría menos útil. Desde entonces, la recomiendo a todos: escritores y lectores. Contradice, incluso, la tan repetida idea de la inutilidad de la literatura, ya que muestra no sólo su utilidad sino también su uso. Y el sentido de la crítica, así como el de la lectura. Heiner Müller escribió que “emplear a Brecht sin criticarlo es traición”. El “método Lautréamont” es un excelente modelo crítico que garantiza tanto la lealtad como la libertad de la interpretación.

Excelente esta entrada. La disfruté mucho